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Authors: José Carlos Somoza

Tags: #Intriga

La caverna de las ideas (29 page)

BOOK: La caverna de las ideas
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Heracles, que no la había visto llegar, se inclinó ante ella a modo de saludo, y repuso:

—No es cortesía. Te prometí que regresaría para contarte lo que averiguara sobre lo ocurrido con tu hijo.

Tras una brevísima pausa, Etis hizo un gesto hacia las esclavas, que abandonaron el cenáculo en silencio, y, con la misma dignidad con que acostumbraba a expresarlo todo, le indicó a Heracles uno de los divanes y se reclinó en el otro. Estaba… ¿Elegante? ¿Hermosa? Heracles no supo adjetivarla. Le pareció que gran parte de aquella madura belleza consistía en el suave toque de albayalde en las mejillas, la tintura de los ojos, el destello de los broches y brazaletes y la armonía del oscuro peplo. Pero, desprovistos de ayuda, su semblante adusto y sus formas sinuosas seguirían conservando todo su poder… o quizás obtendrían uno nuevo.

—¿Ni siquiera te han ofrecido mis esclavos un manto seco? —dijo ella—. Haré que los azoten.

—No importa. Quería verte cuanto antes.

—Gran interés tienes en contarme lo que sabes.

—Así es.

Desvió la vista de la oscura mirada de Etis. La oyó decir:

—Habla, pues.

Contemplando sus propias manos regordetas entrelazadas sobre el diván, Heracles dijo:

—La última vez que estuve aquí, mencioné que Trámaco tenía un problema. No me equivocaba: lo tenía. Naturalmente, a su edad cualquier cosa puede convertirse en un problema. Las almas de los jóvenes son de arcilla, y nosotros las moldeamos a nuestro antojo. Pero nunca se hallan a salvo de contradicciones, de dudas… Necesitan una educación vigorosa…

—Trámaco la tuvo.

—No me cabe la menor duda, pero era demasiado joven.

—Era un hombre.

—No, Etis: hubiera podido llegar a serlo, pero la Parca no le concedió tal oportunidad. Aún era un niño cuando murió.

Hubo un silencio. Heracles se atusó lentamente la plateada barba. Después dijo:

—Y quizás ése fue su problema: que nadie le dejó llegar a ser hombre.

—Comprendo —Etis lanzó un breve suspiro—. Habías de ese escultor… Menecmo. Sé todo lo que sucedió entre ellos, aunque, por fortuna, no me obligaron a asistir al juicio. Bien. Trámaco pudo elegir, y lo eligió a él. Es una cuestión de responsabilidad, ¿no?

—Puede ser —admitió Heracles.

—Además, estoy segura de que nunca tuvo miedo.

—¿Tú crees? —Heracles alzó las cejas—. No sé. Quizá disimulaba su terror frente a ti, para que tú no sufrieras por su causa…

—¿Qué quieres decir?

El no contestó. Siguió hablando sin mirar a Etis, como si divagara a solas.

—Aunque… ¿quién sabe? Puede que su terror no te resultara tan desconocido. Cuando Meragro murió, tuviste que soportar mucha soledad, ¿no es cierto? La onerosa carga de dos hijos sin educar, viviendo en una ciudad que os había cerrado las puertas, en esta oscura casa… Porque tu casa es muy oscura, Etis. Los esclavos dicen que en ella habitan los espectros… Me pregunto cuántos espectros habéis visto tus hijos y tú durante todos estos años… ¿Cuánta soledad es necesaria? ¿Cuánta oscuridad se precisa para que los seres se transformen?… En el pasado, todo era distinto…

Con inesperada suavidad, Etis lo interrumpió:

—Tú no recuerdas el pasado, Heracles.

—No de forma voluntaria, lo admito, pero te equivocas si crees que el pasado no ha significado nada para mí…

Bajó el tono de voz y prosiguió, con idéntica frialdad, como si razonara consigo mismo:

—El pasado tenía tus formas. Ahora lo sé, y puedo decírtelo. El pasado me sonreía con tu rostro de adolescente. Durante mucho tiempo, mi pasado fue tu sonrisa… Tampoco de forma voluntaria, es cierto, pero las cosas son como son, y quizá haya llegado el momento de admitirlas, de reconocerlas…, quiero decir, de reconocérmelas a mí mismo, aunque ni tú ni yo podamos hacer nada al respecto…

Hablaba en rápidos murmullos, con los ojos bajos, sin concederle una tregua al silencio.

—Pero ahora… ahora te contemplo y no logro saber qué queda de ese pasado en tu semblante… Y no creas que me importa. Ya te lo he dicho: las cosas son como los dioses quieren, de nada sirve lamentarse. Además, yo soy un hombre poco dado a emocionarme, ya lo sabes… Pero de repente he descubierto que no estoy a salvo de las emociones, aunque sean breves e infrecuentes… Y eso es todo.

Hizo una pausa y tragó saliva. Un levísimo fantasma de rubor teñía sus carnosas mejillas. «Se estará preguntando a qué ha venido esta declaración», pensó. Entonces, elevando un poco más la voz, continuó, en tono intrascendente:

—No obstante, me gustaría saber algo antes de marcharme… Es muy importante para mí, Etis. No se trata de nada relacionado con mi trabajo como Descifrador, te lo aseguro; es una cuestión puramente personal…

—¿Qué es lo que quieres saber?

Heracles se llevó una mano a los labios como si de repente hubiese notado un fuerte dolor en la boca. Tras una pausa, aún sin mirar a Etis, dijo:

—Antes debo explicarte algo. Desde que comencé a investigar la muerte de Trámaco, un sueño espantoso ha estado inquietando mis noches: veía una mano aferrando un corazón recién arrancado y un soldado a lo lejos diciendo algo que no podía escuchar. Nunca le he dado mucha importancia a los sueños, pues siempre me han parecido absurdos, irracionales, opuestos a las leyes de la lógica, pero éste en concreto me ha hecho pensar que… En fin, debo reconocer que la Verdad, a veces, escoge extrañas formas de manifestarse. Porque este sueño me advertía de un
pormenor
que yo había olvidado, una nimiedad que, sin duda, mi mente se había negado a recordar durante todo este tiempo…

Se pasó la lengua por los resecos labios y prosiguió:

—La noche en que trajeron el cadáver de Trámaco, el capitán de la guardia fronteriza aseguró que sólo te había dicho que tu hijo había muerto, sin ofrecerte detalles… Ésas eran las palabras que pronunciaba, una y otra vez, el soldado de mi sueño: «
Sólo
le hemos dicho que su hijo ha muerto». Después, cuando te visité para darte el pésame, dijiste algo parecido a: «Los dioses sonrieron cuando
arrancaron y devoraron el corazón de mi hijo
». Ahora bien: a Trámaco, en efecto, le habían arrancado el corazón, Aschilos acababa de comprobarlo en el cadáver… Pero tú, Etis, ¿cómo lo sabías?

Por primera vez, Heracles alzó la vista hacia el inexpresivo rostro de la mujer. Prosiguió, sin ninguna clase de emoción, como si estuviese a punto de morir:

—Una simple frase, sin más… Sólo palabras. Razonablemente, no hay ningún motivo para pensar que signifiquen otra cosa que un lamento, una metáfora, una exageración del lenguaje… Pero no es mi razón: es el sueño. El sueño es lo que me dice que esa frase fue un error, ¿verdad?… Deseabas engañarme con tus falsos gritos de dolor, con tus imprecaciones contra los dioses, y cometiste un error. Y tu simple frase quedó guardada dentro de mí como una semilla, y germinó después en un sueño horrible… El sueño me decía la verdad, pero yo no lograba averiguar a quién pertenecía la mano que aferraba el corazón, esa mano que me hacía temblar y gemir todas las noches, esa mano tan delgada, Etis…

Por un instante su voz se quebró. Hizo una pausa. Volvió a bajar los ojos y dijo, con calma:

—Lo demás ha sido sencillo: tú afirmabas ser devota de los Sagrados Misterios, igual que tu hijo, y que Antiso, Eunío y Menecmo… igual que la esclava que intentó asesinarme esta noche… Pero esos Sagrados Misterios no son los de Eleusis, ¿no es cierto? —alzó rápidamente la mano, como si temiera una respuesta—. ¡Oh, me da igual, te lo juro! No deseo inmiscuirme en tus creencias religiosas… Ya te he dicho que sólo he venido a saber una cosa, y después me marcharé…

Contempló fijamente el rostro de la mujer. Con suavidad, casi con ternura, añadió:

—Dime, Etis, pues mi alma se angustia con esta duda… Si es cierto, tal como creo, que eres de
ellos
, dime… ¿Te limitaste a
mirar
, o acaso…? —volvió a alzar la mano con rapidez, como para indicarle que no debía contestar aún, pese a que ella no había hecho un solo gesto, no había movido los labios, ni parpadeado, ni dado a entender de ninguna otra forma que fuera a hablar. En tono de súplica añadió—: Por los dioses, Etis, respóndeme que no le hiciste daño a tu propio hijo… Si es preciso, miénteme, por favor. Dime: «No, Heracles, no participé». Tan sólo eso. No es difícil mentir con palabras. Necesito otra frase tuya para aliviar la angustia que me provocaste con la primera. Te juro por Zeus que no me importará saber cuál de las dos es la Verdad. Respóndeme que no participaste, y tienes mi palabra de que saldré por esa puerta y no volveré a molestarte…

Hubo un breve silencio.

—No participé, Heracles, te lo aseguro… —afirmó Etis, conmovida—. Hubiera sido incapaz de hacerle daño a mi propio hijo.

Heracles fue a replicar algo, pero le pareció extraño que las palabras, bien formadas en su mente, no afloraran a sus labios. Parpadeó, confuso y sorprendido por aquella inesperada…
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—Necesito otra frase tuya para aliviar la angustia que me provocaste con la primera. Te juro por Zeus que no me importará saber cuál de las dos es la Verdad. Respóndeme que no participaste, y tienes mi palabra de que saldré por esa puerta y no volveré a molestarte…

Hubo un breve silencio.

—Yo fui la primera que clavó las uñas en su pecho —dijo Etis con voz átona.

Heracles fue a replicar algo, pero le pareció extraño que las palabras, bien formadas en su mente, no afloraran a sus labios. Parpadeó, confuso y sorprendido por aquella inesperada afonía. La voz de ella le llegó tenue y terrible como un recuerdo doloroso.

—No me importa que no seas capaz de entenderlo. ¿Qué puedes entender tú, Heracles Póntor? Has obedecido las leyes desde que naciste. ¿Qué sabes de la libertad, de los instintos, de la… rabia? ¿Cómo dijiste? ¿«Tuviste que soportar mucha soledad»? ¿Qué sabes tú de mi soledad?… Para ti, «soledad» es una palabra más. Para mí ha sido una opresión en el pecho, la huida del sueño y el descanso… ¿Qué sabes tú?

«No tiene derecho, además, a maltratarme», pensó Heracles.

—Tú y yo nos amábamos —prosiguió Etis—, pero te humillaste cuando tu padre te ordenó, o te aconsejó, si prefieres, casarte con Hagesíkora. Ella era más… ¿cómo decirlo? ¿Apropiada? Procedía de una noble familia de aristócratas. Y si ésa era la voluntad de tu padre, ¿acaso ibas a desobedecer? No hubiera sido virtuoso ni legal… Las Leyes, la Virtud… ¡He aquí los nombres de las cabezas del perro que custodia este reino de los muertos que es Atenas: Ley, Virtud, Razón, Justicia…! ¿Te sorprende saber que algunos no aceptemos seguir agonizando en esta hermosa tumba?… —su oscura mirada pareció perderse en algún punto de la habitación mientras proseguía—: Mi esposo, tu amigo de juventud, quería transformar políticamente nuestra absurda forma de vida. Opinaba que los espartanos, al menos, no eran hipócritas: hacían la guerra y no les molestaba reconocerlo, incluso presumían de ella. Colaboró con la tiranía de los Treinta, en efecto, pero ése no fue su gran error. Su error consistió en confiar más en los demás que en sí mismo… hasta que la mayoría de «los demás» lo condenó a muerte en la Asamblea… —apretó los labios en una rígida mueca—. Aunque quizá cometiera otro error más grave: creer que todo esto, este reino de difuntos inteligentes, de cadáveres que piensan y dialogan, podía transformarse con un simple cambio político —su risa sonó hueca, vacía—. ¡Lo mismo cree el ingenuo de Platón!… ¡Pero muchos hemos aprendido que no se puede cambiar nada si primero no cambiamos nosotros!… ¡Sí, Heracles Póntor: me siento orgullosa de la fe que profeso! Para mentes como la tuya, una religión que rinde homenaje a los dioses más antiguos mediante el despedazamiento ritual de los adeptos es absurda, ya lo sé, y no voy a pretender convencerte de lo contrario… Pero ¿hay alguna religión que no sea absurda?… ¡Sócrates, el gran racionalista, las denostaba todas, y por eso lo condenasteis!… ¡Tiempos vendrán, sin embargo, en que devorar a alguien a quien amas sea considerado un acto piadoso!…, ¡Pues qué!… ¡Ni tú ni yo lo veremos, pero nuestros sacerdotes aseguran que, en el futuro, se fundarán religiones que adorarán a dioses torturados y destrozados!… ¿Quién sabe?… ¡Quizá, incluso, el acto más sagrado de adoración consista en
devorar
a los dioses!…
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Heracles pensó que aquella nueva actitud de ella lo ayudaba: su inexpresividad anterior, su aparente indiferencia, eran como plomo fundido para su ánimo; pero aquel despertar de su furia le permitía enfrentar el problema desde cierta distancia. Dijo, con calma:

—Quieres decir, Etis, devorar a los dioses
de la misma forma
que tú devoraste el corazón de tu hijo, ¿no? ¿Eso es lo que has querido decir, Etis?…

Ella no contestó.

De repente, de forma totalmente inesperada, el Descifrador sintió la abrupta llegada de un vómito a su boca. Y de manera igualmente brusca supo, un instante después, que no eran sino palabras. Pero las expulsó como un vómito, perdiendo por un instante su rígida compostura:

—¿¿Todo eso que me has dicho te hizo hurgar en su corazón mientras él te miraba, agonizante??… ¿¿Qué sentías cuando
mutilabas
a tu hijo, Etis??…

—Placer —dijo ella.

Por alguna razón, aquella simple respuesta no incomodó a Heracles Póntor. «Lo ha reconocido», pensó, más tranquilo. «Ah, bien… ¡Ha sido capaz de reconocerlo!» Incluso se permitió recobrar la calma, aunque su creciente inquietud lo obligó a levantarse del diván. Etis también lo hizo, pero con delicadeza, como si deseara indicarle que la visita había terminado. En la habitación se encontraban ahora —cuándo habían entrado, Heracles no podía decirlo— Elea y varias esclavas. Todo aquello parecía una especie de cónclave familiar. Elea se acercó a su madre y la abrazó cariñosamente, como si quisiera demostrar con aquel gesto que la apoyaba hasta el final. Dirigiéndose siempre a Heracles, Etis dijo:

—Lo que hemos hecho es difícil de comprender, ya lo sé. Pero quizá pueda explicártelo de esta forma: Elea y yo amábamos a Trámaco más que a nuestra propia vida, pues él era el único hombre que nos quedaba. Y precisamente por ese motivo, debido al amor que le profesábamos, nos alegramos tanto cuando resultó elegido para el sacrificio ritual, pues constituía el mayor deseo de Trámaco… y ¿qué otra alegría podía esperar una pobre viuda como yo, sino complacer el mayor deseo de su único hijo varón? —hizo una pausa y sus ojos destellaron de júbilo. Cuando prosiguió, lo hizo en voz muy baja, tierna, casi musical, como si pretendiera acunar a un recién nacido—: Al llegar el momento, lo amamos más que nunca… Te juro, Heracles, que jamás me he sentido más madre que entonces, cuando… cuando hundí mis dedos en él… Fue, para mí, un misterio tan hermoso como dar a luz —y añadió, como si acabara de contar un secreto muy íntimo y decidiera continuar con la conversación normal—: Sé que no eres capaz de entenderlo, porque no es algo que la razón pueda comprender… Debes sentirlo, Heracles. Sentirlo como lo sentimos nosotras… Tienes que hacer un esfuerzo por sentirlo… —de repente, su tono se hizo implorante—: ¡Deja de pensar por un momento y entrégate a la
sensación
!

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