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Authors: José Carlos Somoza

Tags: #Intriga

La caverna de las ideas (14 page)

BOOK: La caverna de las ideas
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—Y respecto a la obra…

—No conozco el título ni el tema, pero sí el autor: es una tragedia de Menecmo, el escultor poeta. ¿Lo viste actuar?

—¿A Menecmo?

—Sí, era el hombre que estaba sentado en la mesa, el que hacía de Traductor. Su máscara era pequeña y pude reconocerle. Un individuo realmente curioso: tiene un taller de escultura en el Cerámico, donde se gana la vida realizando frisos para las casas de nobles atenienses, y escribe tragedias que nunca estrena oficialmente, sino para un grupo de «escogidos», poetas mediocres como él, en estos teatrillos ocultos. He hecho algunas averiguaciones en su barrio. Según parece, usa su taller para algo más que para trabajar: organiza fiestas nocturnas al estilo siracusano, orgías que harían palidecer a un Mórico. Los principales invitados son los mozalbetes que le sirven de modelos en sus mármoles y de coreutas en sus obras…

Diágoras se volvió hacia Heracles.

—No te atreverás a insinuar… —dijo.

Heracles se encogió de hombros y suspiró, como si se viera en la obligación de dar una mala noticia y ello le causara cierto pesar.

—Ven —dijo—. Detengámonos aquí y hablemos.

Se hallaban en una zona despejada, junto a una Stoa de paredes decoradas con pinturas que evocaban rostros humanos. El artista había suprimido todos los rasgos salvo los ojos, que permanecían abiertos y vigilantes. A lo lejos, en la calle observada por la luna, ladró un perro.

—Diágoras —dijo Heracles con lentitud—, pese al breve tiempo que llevamos tratándonos, creo conocerte un poco, y sospecho que lo mismo te ocurre a ti conmigo. Lo que voy a decirte no te va a agradar, pero es la verdad, o parte de ella. Y tú me has pagado para saberla.

—Habla —dijo Diágoras—. Te escucharé.

Empleando un tono tan delicado como las alas de un pequeño pájaro, Heracles comenzó:

—Trámaco, Antiso y Eunío han llevado… y llevan… una vida, digamos, un tanto disipada. No me preguntes el motivo: no creo que debas sentirte responsable como mentor. Pero el hecho es éste: que la Academia les aconseja rechazar las emociones vulgares del placer físico, así como participar en obras teatrales, pero ellos se relacionan con hetairas y hacen de coreutas… —alzó una mano con rapidez, como si hubiera percibido que Diágoras se hallaba a punto de interrumpirle—. En teoría, esto no es malo, Diágoras. Incluso puede que algunos de tus colegas mentores lo conozcan y lo permitan. A fin de cuentas, son cosas de jóvenes. Pero en el caso de Antiso y Eunío… y probablemente de Trámaco… Bien, digamos que exageraron un poco. Conocieron a Menecmo, aún no sé cómo, y se convirtieron en fervientes… discípulos de su… peculiar «escuela» nocturna. El esclavo que contraté para que siguiera a Antiso anoche me dijo que, después de actuar en el teatro que hemos visto, Eunío y Antiso se marcharon con Menecmo a su taller… y participaron en una pequeña fiesta.

—Una fiesta… —los ojos de Diágoras se movían, vigilantes, en sus órbitas, como si quisieran abarcar de una sola mirada toda la figura del Descifrador—. ¿Qué fiesta?

Los ojos del viejo vigilaban, asomados… el taller de esculturas… un hombre maduro… varios adolescentes… reían… resplandores de las lámparas… mientras los adolescentes aguardaban… una mano… cintura… El viejo se pasó la lengua por los labios… la caricia… un jovencito, mucho más hermoso… completamente desnudo… el vino derramado… Así, decía… El viejo, sorprendido… mientras el escultor… acercándose… lento y suave… más suave… Ah, gimió… al tiempo que los demás jóvenes… redondeces. Entonces, volcados todos… postura extraña… piernas… desesperante… en la penumbra… con el sudor… Espera, le oyó murmurar… «Increíble», pensó el viejo.
[45]

—Es ridículo —dijo Diágoras con voz ronca—. ¿Por qué no dejan la Academia entonces?

—No lo sé —Heracles se encogió de hombros—. Quizá por las mañanas quieren pensar como hombres y por las noches gozar como animales. No tengo la menor idea al respecto. Pero éste no es el problema más grave. Lo cierto es que sus familias desconocen la doble vida que llevan. La viuda Etis, por ejemplo, se siente satisfecha por la educación que Trámaco estaba recibiendo en la Academia… Y no hablemos del noble Praxínoe, el padre de Antiso, que es prítano de la Asamblea, o de Trisipo, el padre de Eunío, un antiguo y glorioso estratego… ¿Qué ocurriría, me pregunto, si la actividad nocturna de tus alumnos llegara a trascender?

—Sería horrible para la Academia… —murmuró Diágoras.

—Sí, pero ¿y para ellos? Más aún ahora, al cumplir la edad de la efebía, cuando adquieren derechos legales… ¿Cómo crees que reaccionarían sus nobles padres, que tanto han deseado que se eduquen según los ideales del maestro Platón? Yo creo que los primeros interesados en que nada de esto se sepa son tus alumnos… no digamos el propio Menecmo.

Y, como si ya no tuviera nada más que decir, Heracles reanudó la marcha por la solitaria calle. Diágoras lo siguió en silencio, vigilando su rostro. Heracles dijo:

—Todo lo que te he contado hasta aquí se aproxima mucho a la verdad. Ahora procederé a explicarte mi hipótesis, que considero bastante probable. En mi opinión, todo iba bien para ellos hasta que Trámaco decidió delatarles…

—¿Qué?

—Es posible que la conciencia le remordiera al saber que traicionaba las normas de la Academia, quién sabe. Sea como fuere, mi teoría es ésta: que Trámaco decidió hablar. Contarlo todo.

—No hubiera sido tan terrible —se apresuró a decir Diágoras—. Yo habría comprendido…

Heracles lo interrumpió.

—No sabemos cuánto es
todo
, recuérdalo. No conocemos muy bien la índole exacta de la relación que mantenían, y mantienen, con el tal Menecmo…

Heracles hizo una pausa para crear un silencio lo suficientemente explícito. Diágoras murmuró:

—¿Pretendes decirme que… su terror en el jardín…?

La expresión de Heracles evidenció que no era ése el aspecto que él consideraba más importante. Pero dijo:

—Sí, quizá. Sin embargo, debes tener en cuenta que yo nunca quise investigar el supuesto terror que afirmas haber visto en los ojos de Trámaco, sino…

—… algo que viste en su cadáver y que no has querido contarme —se impacientaba Diágoras.

—Exacto. Lo que ocurre es que ahora todo encaja. El hecho de haberte ocultado este detalle, Diágoras, obedecía a que sus implicaciones son tan desagradables que deseaba, en primer lugar, establecer alguna clase de hipótesis que pudiera explicarlo. Pero creo que ha llegado el momento de revelártelo.

De improviso, Heracles se llevó una mano a la boca. A Diágoras le pareció, por un instante, que el Descifrador pretendía amordazarse a sí mismo para no hablar. Pero, luego de acariciarse la pequeña barba plateada, Heracles dijo:

—A primera vista, se trata de algo muy simple. El cuerpo de Trámaco, como sabes, se hallaba cubierto de mordiscos, pero… no
del todo
. Quiero decir que sus brazos estaban casi ilesos. Y ése fue el detalle que me sorprendió. Lo primero que hacemos cuando nos atacan es alzar los brazos, y en ellos recibimos los primeros golpes. ¿Cómo se explica que una manada entera de lobos
atacara
al pobre Trámaco sin herirle apenas los brazos? Sólo existe una posible explicación: los lobos encontraron a Trámaco,
como mínimo
, inconsciente, y comenzaron a devorarlo sin necesidad de enfrentarse a él… Se fueron directamente a lo más seguro: incluso le arrancaron el corazón…

—Ahórrame los detalles —replicó Diágoras—. Lo que no comprendo es cómo se relaciona todo esto con… —de repente se interrumpió. El Descifrador lo vigilaba con fijeza, como si los ojos de Diágoras expresaran mejor su pensamiento que las palabras—. Un momento: has dicho que los lobos encontraron a Trámaco,
como mínimo
, inconsciente…

—Trámaco nunca se fue a cazar —continuó Heracles, impasible—. Mi hipótesis es que iba a contarlo todo. Probablemente, Menecmo…, y me gustaría pensar que
fue Menecmo
…, lo citó aquel día en las afueras de la Ciudad para llegar a alguna clase de trato con él. Hubo una discusión… y quizás una pelea. O puede que Menecmo ya tuviera pensado silenciar a Trámaco de la peor forma posible. Después, los lobos, por azar, hicieron desaparecer las pruebas. Ahora bien, esto es tan sólo una hipótesis…

—Cierto, porque Trámaco podía estar simplemente durmiendo cuando los lobos lo encontraron —apuntó Diágoras.

Heracles negó con la cabeza.

—Un hombre que duerme es capaz de despertarse y defenderse… No, no lo creo: las heridas de Trámaco demuestran que
no se defendió
. Los lobos encontraron un cuerpo inmóvil.

—Pero puede que…

—… que perdiera el conocimiento por cualquier otra causa, ¿no? Es lo que pensé al principio, por eso no quería revelarte mis sospechas. Pero, si es así, ¿por qué Antiso y Eunío han empezado a tener miedo después de la muerte de su amigo? Antiso, incluso, ha decidido marcharse de Atenas…

—Temen, quizá, que descubramos la doble vida que llevan.

Heracles replicó de inmediato, como si todas las sugerencias que le pudiera hacer Diágoras las considerara terreno conocido:

—Olvidas el último detalle: si tanto miedo tienen a ser descubiertos, ¿por qué continúan con sus actividades? No niego que les preocupe ser descubiertos, pero creo que les preocupa
mucho más
Menecmo… Ya te he dicho que he hecho averiguaciones sobre él. Es un individuo irascible y violento, de peculiar fuerza física a pesar de su delgadez. Puede que ahora Antiso y Eunío sepan de lo que es capaz, y estén asustados.

El filósofo cerró los ojos y apretó los labios. La ira lo sofocaba.

—Ese… maldito —masculló—. ¿Qué sugieres? ¿Acusarlo públicamente?

—Aún no. Primero hemos de asegurarnos del grado de culpabilidad de cada uno de ellos. Después tendremos que saber exactamente lo que ocurrió con Trámaco. Y por último… —el rostro de Heracles adoptó una extraña expresión—. Lo más importante: confiar en que la incómoda sensación que anida en mi interior desde que acepté este trabajo, una sensación que es como un gran ojo que vigilara mis pensamientos, sea falsa…

—¿Qué sensación?

La mirada de Heracles, perdida en el aire de la noche, era inescrutable. Tras una pausa respondió con lentitud:

—La de estar, por primera vez en mi vida, equivocado
por completo
.
[46]

Allí estaba —sus ojos podían verlo en la oscuridad—: Lo había buscado sin cesar, vigilante, entre las opacas espirales de piedra de la caverna. Era el mismo, no cabía ninguna duda. Lo reconoció, como en otras ocasiones, por el ruido: una sorda palpitación, como el puño forrado de cuero de un pugilista que golpeara, a intervalos regulares, el interior de su cabeza. Pero no era eso lo que importaba. Lo absurdo, lo ilógico, lo que su ojo racional se negaba a aceptar, era la flotante presencia del brazo cuya mano aferraba la víscera con fuerza. Allí, más allá del hombro, era adonde debía mirar. Pero ¿por qué las sombras se espesaban precisamente en aquel punto? ¡Apartaos, tinieblas! Era necesario saber qué se ocultaba en aquel coágulo de negrura, qué cuerpo, qué imagen. Se acercó y extendió la mano… Los latidos arreciaron. Ensordecido, se despertó bruscamente… y comprobó con incredulidad que los ruidos proseguían.

Alguien llamaba a la puerta de su casa con fuertes golpes.

—¿Qué…?

No estaba soñando: la llamada era apremiante. Tanteó hasta encontrar su manto, doblado pulcramente sobre un asiento cercano al lecho. Por el leve rasguño del ventanuco de su dormitorio se filtraba, apenas, la mirada vigilante del Alba. Cuando salió al pasillo, un rostro ovalado que consistía tan sólo en las aberturas negras de los ojos se acercó flotando en el aire.

—¡Pónsica, abre la puerta!… —dijo.

Al principio, neciamente, le inquietó que ella no le respondiera. «Por Zeus, aún estoy dormido: Pónsica no puede hablar.» La esclava ejecutó nerviosos gestos con su mano derecha; con la izquierda sostenía una lámpara de aceite.

—¿Qué?… ¿Miedo?… ¿Tienes miedo?… ¡No seas estúpida!… ¡Debemos abrir la puerta!

Rezongando, apartó a la muchacha de un empellón y se dirigió al zaguán. Los golpes se repitieron. No había luces —recordó que la única lámpara la llevaba ella—, de modo que al abrir, el espantoso sueño que había tenido hacía sólo unos instantes —tan parecido al de la noche previa— rozó su memoria de igual forma que una telaraña acaricia los ojos inadvertidos de aquel que, sin vigilar sus pasos, avanza por la penumbra de una antigua casa. Pero en el umbral no le aguardaba ninguna mano oprimiendo un corazón palpitante, sino la silueta de un hombre. Casi al mismo tiempo, la llegada de Pónsica con la luz desveló su rostro: mediana edad, ojos vigilantes y legañosos; vestía el manto gris de los esclavos.

—Me envía mi amo Diágoras con un mensaje para Heracles de Póntor —dijo, con fuerte acento beocio.

—Yo soy Heracles Póntor. Habla.

El esclavo, un poco intimidado por la presencia inquietante de Pónsica, obedeció, indeciso:

—El mensaje es: «Ven cuanto antes. Ha habido otra muerte».
[47]

VI
[48]

El cadáver era el de una muchacha: llevaba un velo en el rostro, un peplo que cubría también sus cabellos y un manto alrededor de sus brazos; se hallaba tendida de perfil sobre el infinito garabato de los escombros, y, por la posición de sus piernas, desnudas hasta los muslos y en modo alguno indignas de contemplar, aun en aquellas circunstancias, hubiérase dicho que la muerte la había sorprendido mientras corría o daba saltos con el peplo alzado; la mano izquierda la mostraba cerrada, como en los juegos en que los niños ocultan cosas, pero la derecha sostenía una daga cuya hoja, de un palmo de longitud, parecía hecha de sangre forjada. Estaba descalza. Por lo demás, no parecía existir lugar en su esbelta anatomía, desde el cuello hasta las pantorrillas, que las heridas no hubieran hollado: cortas, largas, lineales, curvas, triangulares, cuadradas, profundas, superficiales, ligeras, graves; todo el peplo se hallaba arrasado por ellas; la sangre ensuciaba el borde de los desgarros. La visión, triste, no dejaba de ser un preámbulo: una vez desnudo, el cuerpo mostraría, sin duda, las pavorosas mutilaciones entrevistas por los abultamientos grotescos del vestido, bajo los cuales los humores se acumulaban en sucias excrecencias semejantes a plantas acuáticas observadas desde la superficie de un agua cristalina. No parecía que aquella muerte revelara otra sorpresa.

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