Read La caverna de las ideas Online

Authors: José Carlos Somoza

Tags: #Intriga

La caverna de las ideas (12 page)

BOOK: La caverna de las ideas
9.05Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Por fin, las mariposas se posaron sobre los hombres y comenzaron a morir.
[34]

Cuando Heracles Póntor entró en el jardín de su casa, al mediodía, descubrió que una tersa mortaja de cadáveres de mariposas cubría la tierra. Pero los móviles picos de los pájaros que anidaban en las cornisas o en las altas ramas de los pinos habían empezado a devorarlas: abubillas, cucos, reyezuelos, grajos, torcaces, cornejas, ruiseñores, jilgueros, los cuellos inclinados sobre el manjar, concentrados como pintores en sus vasijas, devolvían el color verde al ligero césped. El espectáculo era extraño, pero a Heracles no le pareció de buen o mal augurio, pues, entre otras cosas, no creía en los augurios.

De improviso, mientras avanzaba por la vereda del jardín, un rebatir de alas a su derecha le llamó la atención. La sombra, encorvada y oscura, surgió tras los árboles asustando a las aves.

—¿Acostumbras ahora a esconderte para sorprender a la gente? —sonrió Heracles.

—Por los picudos rayos de Zeus, juro que no, Heracles Póntor —crepitó la voz añosa de Eumarco—, pero me pagas para que sea discreto y espíe sin ser visto, ¿no? Pues bien: he aprendido el oficio.

Azuzados por el ruido, los pájaros interrumpieron su festín y alzaron el vuelo: sus pequeños cuerpos, agilísimos, se encendieron en el aire y se abatieron verticales sobre la tierra, y los dos hombres parpadearon deslumbrados bajo el resplandor cenital del sol de mediodía.
[35]

—Esa horrible máscara que tienes por esclava me indicó con gestos que no estabas en casa —dijo Eumarco—, así que he aguardado con paciencia tu llegada para decirte que mi labor ha dado algunos frutos…

—¿Hiciste lo que te ordené?

—Como tus propias manos hacen lo que dictan tus pensamientos. Me convertí anoche en la sombra de mi pupilo; lo seguí, infatigable, a prudente distancia, como el azor hembra escolta el primer vuelo de sus crías; fui unos ojos atados a su espalda mientras él, esquivando a la gente que llenaba las calles, cruzaba la Ciudad en compañía de su amigo Eunío, con quien se había reunido al anochecer en la Stoa de Zeus. No caminaban por placer, si entiendes lo que te digo: un claro destino tenían sus volátiles pasos. ¡Pero el Padre Cronida hubiera podido, como a Prometeo, atarme a una roca y ordenar que un pajarraco devorase mi hígado diariamente con su negro pico, que jamás habría imaginado, Heracles, un destino tan extraño!… Por las muecas que haces, veo que te impacientas con mi relato… No te preocupes, voy a terminarlo: ¡supe, por fin, adónde se dirigían! Te lo diré, y tú te asombrarás conmigo…

La luz del sol reanudó el lento picoteo sobre la hierba del jardín. Después se posó en una rama y gorjeó varias notas. Otro ruiseñor se acercó a él.
[36]

Por fin, Eumarco terminó de hablar.

—Tú me explicarás, oh gran Descifrador, lo que significa todo esto —dijo.

Heracles pareció meditar un instante. Después dijo:

—Bien. Todavía preciso de tu ayuda, buen Eumarco: sigue los pasos de Antiso por las noches y ven a informarme cada dos o tres días. Pero antes que nada, vuela presuroso a casa de mi amigo con este mensaje…

—Cuánto te agradezco esta cena al aire libre, Heracles —dijo Crántor—. ¿Sabías que ya no puedo soportar con facilidad el interior lóbrego de las casas atenienses? Los habitantes de los pueblos al sur del Nilo no pueden creer que en nuestra civilizada Atenas vivamos encerrados entre muros de adobe. Según su forma de pensar, sólo los muertos necesitan paredes —cogió una nueva fruta de la fuente y hundió la picuda punta de su daga entre las vetas de la mesa. Tras una pausa, dijo—: No estás muy hablador.

El Descifrador pareció despertar de un sueño. En la intacta paz del jardín un pequeño pájaro desgranó una tonada. Un afilado repiqueteo metálico denunciaba la presencia de Cerbero en una esquina, lamiendo los restos de su plato.

Comían en el porche. Obedeciendo a los deseos de Crántor, Pónsica —ayudada por el propio invitado— había sacado fuera del cenáculo la mesa y los dos divanes. Hacía frío, y cada vez más, pues el carro de fuego del Sol finalizaba su vuelo dejando tras de sí una curva estela de oro que se extendía, impávida, en la franja de aire por encima de los pinos, pero aún era posible disfrutar con placidez del ocaso. Sin embargo, y a pesar de que su amigo no había dejado de mostrarse locuaz, incluso entretenido, refiriendo millares de odiseicas anécdotas y permitiéndole, además, escuchar en silencio sin tener que intervenir, Heracles había terminado arrepintiéndose de aquella invitación: los detalles del problema que se hallaba a punto de solucionar lo acuciaban. Además, vigilaba de continuo el torcido trayecto del sol, pues no quería llegar tarde a su cita de aquella noche. Pero su sentido ateniense de la hospitalidad le hizo decir:

—Disculpa, Crántor, amigo mío, mi pésima labor como anfitrión. Había dejado que mi mente volara a otro sitio.

—Oh, no quiero estorbar tu meditación, Heracles. Supongo que se halla directamente relacionada con el trabajo…

—Así es. Pero ahora repudio mi poco hospitalario comportamiento. Ea, posemos los pensamientos sobre las ramas y dediquémonos a charlar.

Crántor se pasó el dorso de la mano por la nariz y terminó de engullir la fruta.

—¿Te va bien? En tu oficio, quiero decir.

—No puedo quejarme. Me tratan mejor que a mis colegas de Corinto o de Argos, que sólo se dedican a descifrar los enigmas oraculares de Delfos para escasos clientes ricos. Aquí me solicitan en variados y agudos asuntos: la solución de un misterio en un texto egipcio, o el paradero de un objeto perdido, o la identidad de un ladrón. Hubo una época, poco después de que te marcharas, al final de la guerra, en que me moría de hambre… No te rías, hablo en serio… A mí también me tocó resolver los acertijos de Delfos. Pero ahora, con la paz, los atenienses no encontramos nada mejor que hacer que descifrar enigmas, incluso cuando no los hay: nos reunimos en el ágora, o en los jardines de Liceo, o en el teatro de Dioniso Eleútero, o simplemente en la calle, y nos preguntamos unos a otros sin cesar… Y cuando nadie puede responder, se contratan los servicios del Descifrador.

Crántor volvió a reír.

—Tú también has escogido la clase de vida que querías, Heracles.

—No sé, Crántor, no sé —se frotó los brazos, desnudos bajo el manto—. Creo que esta clase de vida me ha escogido a mí…

El silencio de Pónsica, que traía una nueva jarra de vino no mezclado, pareció contagiarlos. Heracles advirtió que su amigo (pero ¿Crántor seguía siendo su amigo? ¿Acaso no eran ya dos desconocidos que hablaban de viejas amistades comunes?) no perdía de vista a la esclava. Los últimos rayos de sol se posaban, puros, en las suaves curvas de la máscara sin rasgos; por entre las simétricas aberturas del negro manto de bordes puntiagudos que la cubría de la cabeza a los pies, emergían, delgados pero infatigables como patas de pájaro, los níveos brazos. Pónsica depositó la jarra sobre la mesa con levedad, se inclinó y regresó al interior de la casa. Cerbero, desde su esquina, ladró con furia.

—Yo no puedo, no podría… —murmuró Crántor de repente.

—¿Qué?

—Llevar una máscara para ocultar mi fealdad. Y supongo que tu esclava tampoco la llevaría si no la obligaras.

—La complicación de sus cicatrices me distrae —dijo Heracles. Y se encogió de hombros para añadir—: Además, es mi esclava, a fin de cuentas. Otros las hacen trabajar desnudas. Yo la he cubierto del todo.

—¿También su cuerpo te distrae? —sonrió Crántor mesándose la barba con su mano quemada.

—No, pero de ella sólo me interesan su eficiencia y su silencio: necesito ambas cosas para pensar con tranquilidad.

El invisible pájaro lanzó un afilado silbido de tres notas distintas. Crántor volvió la cabeza hacia la casa.

—¿La has visto alguna vez? —dijo—. Me refiero desnuda.

Heracles asintió.

—Cuando me interesé por ella en el mercado de Falero, el vendedor la desnudó por completo: pensaba que su cuerpo compensaba con creces el deterioro de su rostro, y eso me haría pagar más. Pero yo le dije: «Vístela otra vez. Sólo quiero saber si cocina bien y si puede llevar sin ayuda una casa no demasiado grande». El mercader me aseguró que era muy eficiente, pero yo quería que ella misma me lo dijera. Cuando advertí que no me respondía, supe que su vendedor había intentado ocultarme que no podía hablar. Éste, muy apurado, se apresuró a explicarme la razón de su mudez, y me contó la historia de los bandidos lidios. Añadió: «Pero se expresa con un sencillo alfabeto de gestos». Entonces la compré —Heracles hizo una pausa y bebió un sorbo de vino. Después dijo—: Ha sido la mejor adquisición de mi vida, te lo aseguro. Y ella también ha salido ganando: tengo dispuesto que, a mi muerte, sea manumitida, y, de hecho, ya le he concedido considerable libertad; incluso me pide permiso de vez en cuando para ir a Eleusis, pues es devota de los Sagrados Misterios, y yo se lo otorgo sin problemas —concluyó, sonriente—. Ambos vivimos felices.

—¿Cómo lo sabes? —dijo Crántor—. ¿Se lo has preguntado alguna vez?

Heracles lo miró por encima del curvo borde de la copa.

—No me hace falta —dijo—. Lo deduzco.

Picudas notas musicales se extendieron por el aire. Crántor entrecerró los ojos y dijo, tras una pausa:

—Todo lo deduces… —se mesaba los bigotes y la barba con la mano quemada—. Siempre deduciendo, Heracles… Las cosas se muestran ante ti enmascaradas y mudas, pero tú deduces y deduces… —movió la cabeza y su semblante adquirió una curiosa expresión: como si admirara la terquedad deductiva de su amigo—. Eres increíblemente ateniense, Heracles. Al menos, los platónicos, como ese cliente tuyo del otro día, creen en verdades absolutas e inmutables que no pueden ver… Pero ¿tú?… ¿En qué crees tú? ¿En lo que deduces?

—Yo sólo creo en lo que puedo ver —dijo Heracles con enorme sencillez—. La deducción es otra forma de ver las cosas.

—Imagino un mundo lleno de personas como tú —Crántor hizo una pausa y sonrió, como si en verdad estuviera imaginándolo—. Qué triste sería.

—Sería eficiente y silencioso —repuso Heracles—. Lo triste sería un mundo de personas platónicas: caminarían por las calles como si volaran, con los ojos cerrados y el pensamiento puesto en lo invisible.

Ambos rieron, pero Crántor se detuvo antes para decir, con extraño tono de voz:

—Así pues, la mejor solución es un mundo de personas como yo.

Heracles levantó cómicamente las cejas.

—¿Como tú? Sentirían en un momento dado el impulso de quemarse las manos, o los pies, o de darse cabezazos contra la pared… Todos andarían mutilados. Y quién sabe si no habría algunos que serían mutilados por otros…

—Sin duda —replicó Crántor con rapidez—. De hecho, así ocurre cada día en todos los mundos. El pescado que me has servido hoy, por ejemplo, ha sido mutilado por nuestros afilados dientes. Los platónicos creen en lo que no ven, tú crees en lo que ves… Pero todos mutiláis carnes y pescados en las comidas. O higos dulces.

Heracles, sin hacer caso de la burla, engulló el higo que se había llevado a la boca. Crántor prosiguió:

—Y pensáis, y razonáis, y creéis, y tenéis fe… Pero la Verdad… ¿Dónde está la Verdad? —y lanzó una risotada enorme que hizo temblar su pecho. Varios pájaros se desprendieron, como afiladas hojas, de las copas de los árboles.

Tras una pausa, las negras pupilas de Crántor contemplaron fijamente a Heracles.

—He notado que no dejas de observar las cicatrices de mi mano derecha —dijo—. ¿También te distraen? ¡Oh Heracles, cuánto me alegro de lo que hice aquella tarde en Eubea, cuando discutíamos sobre un tema parecido a éste! ¿Recuerdas? Estábamos sentados, tú y yo solos, junto a una pequeña hoguera, en el interior de mi cabaña. Yo te dije: «Si ahora sintiera el impulso de quemarme la mano derecha y me la
quemara
, te demostraría que hay cosas que no pueden ser razonadas». Tú replicaste: «No, Crántor, porque sería fácil
razonar
que lo hiciste para demostrarme que hay cosas que no pueden ser razonadas». Entonces extendí el brazo y puse la mano sobre las llamas —imitó el movimiento, colocando el brazo derecho paralelo a la mesa. Prosiguió—: Tú, asombrado, te levantaste de un salto y exclamaste: «¡Crántor, por Zeus, qué haces!». Y yo, sin retirar la mano, repliqué: «¿Por qué te sorprendes tanto, Heracles? ¿No será que, a pesar de tu razonamiento, estoy
quemándome la mano
? ¿No será que, pese a todas las explicaciones lógicas que tu mente te ofrece sobre el motivo de que yo haga esto, lo cierto es, la realidad es, Heracles Póntor, que me estoy
quemando
?» —y soltó otra fuerte carcajada—. ¿De qué te sirve el razonamiento cuando ves que la Realidad se quema las manos?

Heracles bajó los ojos hacia su copa.

—De hecho, Crántor, hay un enigma frente al cual mi razonamiento no sirve de nada —dijo—: ¿Cómo es posible que seamos
amigos
?.

Rieron de nuevo, mesuradamente. En aquel instante, un pequeño pájaro se posó en un extremo de la mesa agitando sus finas alas pardas. Crántor lo contempló en silencio.
[37]

—Observa este pájaro, por ejemplo —dijo—. ¿Por qué se ha posado en la mesa? ¿Por qué está aquí, con nosotros?

—Alguna razón tendrá, pero deberíamos preguntárselo.

—Hablo en serio: desde tu punto de vista, podrías pensar que este pequeño pájaro es más importante en nuestras vidas de lo que parece…

—¿A qué te refieres?

—Quizá… —Crántor adoptó un tono de voz misterioso—. Quizá forme parte de una clave que explicaría nuestra presencia en la gran Obra del mundo…

Heracles sonrió, aunque no se hallaba de buen humor.

—¿En eso crees ahora?

—No. Hablo exclusivamente desde tu punto de vista. Ya sabes: aquel que siempre está buscando explicaciones corre el riesgo de inventarlas.

—Nadie inventaría algo tan absurdo, Crántor. ¿Quién podría creer que la presencia de este pájaro forma parte de… cómo has dicho… una clave que lo explica todo?
[38]

Crántor no respondió: extendió la mano derecha con hipnotizadora lentitud; los dedos, de uñas afiladas y curvas, se abrieron en las proximidades del ave; entonces, de un solo gesto centelleante, atrapó al pequeño animal.

—Hay quien lo cree —dijo—. Voy a contarte una historia —acercó la diminuta cabeza a su rostro y la contempló con expresión extraña (no podría decirse si de ternura o curiosidad) mientras hablaba—. Conocí hace tiempo a un hombre mediocre. Era hijo de un escritor no menos mediocre que él. Este hombre aspiraba a ser escritor como su padre, pero las Musas no lo habían bendecido con igual talento. Así pues, aprendió otras lenguas y se dedicó a traducir textos: fue el oficio más parecido a la profesión paterna que pudo encontrar. Un día, a este hombre le entregaron un antiguo papiro y le dijeron que lo tradujera. Se puso a ello con verdadero afán, día y noche. Se trataba de una obra literaria en prosa, una historia completamente normal, pero el hombre, quizá debido a su incapacidad para crear un texto de su invención, quiso creer que ocultaba una clave. Y ahí empezó su agonía: ¿dónde se hallaba aquel secreto? ¿En lo que decían los personajes?… ¿En las descripciones?… ¿En la intimidad de las palabras?… ¿En las imágenes evocadas?… Por fin, creyó encontrarla… «¡Ya la tengo!», se dijo. Pero después pensó: «¿Acaso esta clave no me lleva a otra, y ésta a su vez a otra, y ésta a otra…?». Como miríadas de pájaros que no pueden ser atrapados… —los ojos de Crántor, repentinamente densos, miraban con fijeza un punto situado más allá de Heracles.

BOOK: La caverna de las ideas
9.05Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Leon's Way by Sunniva Dee
Bachelor Unforgiving by Brenda Jackson
African Laughter by Doris Lessing
Elisabeth Kidd by My Lord Guardian
The Storekeeper's Daughter by Wanda E. Brunstetter
Giving Up the Ghost by Marilyn Levinson
Treasure Me by Nolfi, Christine
St. Raven by Jo Beverley
Superpowers by Alex Cliff