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Authors: José Carlos Somoza

Tags: #Intriga

La caverna de las ideas (11 page)

BOOK: La caverna de las ideas
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—Un poco mejor que cuando la dejaste. No del todo bien, sin embargo —el niño se detuvo en mitad de uno de los oscuros pasillos y se acercó al Descifrador con aire misterioso—. Ifímaco, el anciano esclavo de la casa, que es amigo mío, dice que grita en sueños —susurró.

—Hoy yo he tenido uno muy propicio para gritar —confesó Heracles—. Lo extraño es que, en mi caso, tales sucesos son muy infrecuentes.

—Eso es signo de vejez.

—¿También eres adivino de sueños?

—No. Es lo que opina Ifímaco.

Habían llegado a la habitación que Heracles recordaba: el cenáculo; pero se hallaba más limpia y luminosa, con lámparas encendidas en los nichos de las paredes y detrás de los divanes y ánforas, así como en los pasillos que se extendían más allá, lo que otorgaba al ambiente una especie de dorada belleza. El niño dijo:

—¿No vas a participar en las Leneas?

—¿Cómo? No soy poeta.

—Se me figuraba que sí. ¿Qué eres entonces?

—Descifrador de Enigmas —repuso Heracles.

—¿Y eso qué es?

Heracles lo pensó un momento.

—Bien mirado, algo parecido a lo que hace Ifímaco —dijo—: Opinar sobre cosas misteriosas.

Los ojos del niño destellaron. De repente pareció recordar su condición de esclavo, porque bajó la voz y anunció:

—Mi ama no tardará en recibirte.

—Te lo agradezco.

Cuando el niño se marchó, Heracles, sonriendo, cayó en la cuenta de que aún no sabía su nombre. Se entretuvo estudiando la diminuta levedad de las partículas que flotaban alrededor de la luz de las lámparas y que, impregnadas por los resplandores, se asemejaban a limaduras de oro; intentó descubrir alguna clase de ley o patrón en el recorrido ligerísimo de aquellas nimiedades. Pero pronto tuvo que desviar la vista, pues sabía que su curiosidad, hambrienta por descifrar imágenes cada vez más complejas, corría el riesgo de perderse en la infinita intimidad de las cosas.

Al entrar en el cenáculo, los bordes del manto de Etis parecieron batir como alas debido a una repentina corriente de aire; su rostro, aún pálido y ojeroso, se hallaba un poco más cuidado; la mirada había perdido oscuridad y se mostraba despejada y ligera. Las esclavas que la acompañaban se inclinaron ante Heracles.

—Te honramos, Heracles Póntor. Lamento que la hospitalidad de mi casa sea tan incómoda: la tristeza no gusta del regalo.

—Agradezco tu hospitalidad, Etis, y no deseo otra.

Ella le indicó uno de los divanes.

—Al menos, puedo ofrecerte vino no mezclado.

—No a estas horas de la mañana.

La vio hacer un gesto, y las esclavas salieron en silencio. Ambos se recostaron en divanes enfrentados. Mientras acomodaba los pliegues de su peplo sobre las piernas, Etis sonrió y dijo:

—No has cambiado, Heracles Póntor. No echarías a perder el más insignificante de tus pensamientos con una sola gota de vino a horas desacostumbradas, ni siquiera para ofrecer una libación a los dioses.

—Tú tampoco has cambiado, Etis: sigues tentándome con el zumo de la uva para que mi alma pierda el contacto con mi cuerpo y flote libremente por los cielos. Pero mi cuerpo se ha hecho demasiado pesado.

—Tu mente, sin embargo, es cada vez más ligera, ¿verdad? Debo confesarte que a mí me ocurre lo mismo. Sólo me queda la mente para huir de estas paredes. ¿Dejas volar la tuya, Heracles? Yo no puedo encerrarla; ella extiende sus alas y yo le digo: «Llévame a donde quieras». Pero siempre me lleva al mismo lugar: el pasado. Tú no comprendes esta afición, claro, porque eres hombre. Pero las mujeres vivimos en el pasado…

—Toda Atenas vive en el pasado —replicó Heracles.

—Así hablaría Meragro —sonrió ella débilmente. Heracles acompañó su sonrisa, pero entonces percibió su extraña mirada—. ¿Qué nos ocurrió, Heracles? ¿Qué nos ocurrió? —hubo una pausa. Él bajó los ojos—. Meragro, tú, tu esposa Hagesíkora y yo… ¿Qué nos ocurrió? Obedecíamos normas, leyes dictadas por hombres que no nos conocieron y a los que no les importábamos. Leyes cumplidas por nuestros padres, y por los padres de nuestros padres. Leyes que los hombres deben obedecer aunque puedan discutirlas en la Asamblea. A las mujeres ni siquiera se nos permite hablar de ellas en la Fiesta de las Tesmoforias, cuando salimos de nuestras casas y nos reunimos en el ágora: las mujeres debemos callar y acatar, incluso, vuestros errores. Yo, ya lo sabes, no soy más que cualquier otra mujer, no sé leer ni escribir, no he visto otros cielos ni otras tierras, pero me gusta pensar… ¿Y sabes lo que pienso? Que Atenas está hecha de leyes rancias como la piedra de los antiguos templos. La Acrópolis es fría como un cementerio. Las columnas del Partenón son barrotes de jaula: los pájaros no pueden volar en su interior. La paz… sí, hay paz. Pero ¿a qué precio? ¿Qué hemos hecho con nuestras vidas, Heracles?… Antes era mejor. Al menos, todos pensábamos que las cosas eran mejores… Nuestros padres así lo creían.

—Pero se equivocaban —dijo Heracles—. Antes no era mejor que ahora. Tampoco mucho peor. Simplemente había una guerra.

Inmóvil, Etis replicó con rapidez, como si respondiera a una pregunta:

—Antes me amabas.

Heracles se sintió fuera de sí mismo, observándose reclinado en el diván, muy quieto, con expresión indiferente, respirando con calma. Sin embargo, reconocía que en su cuerpo se producían algunos hechos: de repente, por ejemplo, sus manos estaban frías y sudorosas. Ella agregó:

—Y yo a ti.

¿Por qué cambiaba de tema?, pensaba él. ¿Era incapaz de mantener un diálogo razonable, equilibrado, como el que elaboran dos hombres? ¿Por qué ahora, y de repente, aquellas cuestiones personales? Se removió inquieto en el diván.

—Perdona, oh Heracles, por favor. Considera mis palabras como el aliento de una mujer solitaria… Sin embargo, me pregunto: ¿nunca pensaste que las cosas hubieran podido ser de otra manera? No, no es eso lo que quiero decir: sé que nunca lo pensaste. Pero ¿nunca lo sentiste?

¡Y ahora, aquella absurda pregunta! Dedujo que había perdido la costumbre de hablar con las mujeres. Incluso con su último cliente, Diágoras, era posible entablar cierto nivel de conversación lógica, pese a la obvia oposición de temperamentos. Pero ¿con las mujeres? ¿Qué pretendía ella con aquella pregunta? ¿Acaso las mujeres podían recordar todos y cada uno de los sentimientos que habían experimentado en el pasado? Y aun admitiendo que así fuese: ¿qué importaba? Las sensaciones, los sentimientos, eran pájaros multicolores: iban y venían, fugaces como el sueño, y él lo sabía. Pero a ella, que evidentemente lo ignoraba, ¿cómo iba a poder explicárselo?

—Etis —dijo, aclarándose la garganta—: Sentíamos unas cosas cuando éramos jóvenes, y otras muy distintas ahora. ¿Quién puede decir con certeza qué habría ocurrido en uno u otro caso? Ya sé que Hagesíkora fue la mujer que mis padres me impusieron, y, pese a que no me dio hijos, fui feliz con ella y la lloré cuando murió. En cuanto a Meragro, te eligió a ti…

—Y yo lo elegí a él cuando tú elegiste a Hagesíkora, pues fue el hombre que mis padres me impusieron —repuso Etis, interrumpiéndolo—. Y también fui feliz con él y lo lloré cuando murió. Y ahora… aquí estamos ambos, moderadamente felices, sin atrevernos a hablar de todo lo que hemos perdido, de cada una de las oportunidades que desperdiciamos, cada desaire a nuestros instintos, cada insulto a nuestros deseos… razonando… inventando razones —hizo una pausa y parpadeó varias veces, como si despertara de un sueño—. Pero te repito que disculpes estas pequeñas locuras. Se ha marchado el último hombre de mi casa, y… ¿qué somos las mujeres sin los hombres? Tú eres el primero que nos visita después de los ágapes funerarios.

«Así pues, hablaba de esto por el dolor que siente», pensó Heracles, comprensivo. Decidió ser amable:

—¿Cómo está Elea?

—Se soporta a sí misma aún. Pero sufre cuando piensa en su terrible soledad.

—¿Y Daminos de Clazobion?

—Es un negociante. No aceptará casarse con Elea hasta que yo muera. La ley se lo permite. Ahora, tras la muerte de su hermano, mi hija se ha convertido legalmente en epiclera, y debe contraer matrimonio para que nuestra fortuna no pase a manos del Estado. Daminos posee la prerrogativa de tomarla como esposa, pues es su tío por línea paterna, pero no me guarda demasiado aprecio, menos aún desde la muerte de Meragro, y está esperando, como dicen que esperan las aves fúnebres el desmayo de los cuerpos, a que yo desaparezca. No me importa —se frotó los brazos—. Al menos, tendré la seguridad de que esta casa formará parte de la herencia de Elea. Además, no tengo donde elegir: ya podrás imaginarte que mi hija no cuenta con muchos pretendientes, pues nuestra familia cayó en deshonor…

Tras breve pausa, Heracles dijo:

—Etis, he aceptado un pequeño trabajo —ella lo miró. El habló con rapidez, en un tono formal—. No puedo revelarte el nombre de mi cliente, pero te aseguro que es una persona honesta. En cuanto a la labor, se relaciona de alguna forma con Trámaco… Creí que debía aceptarlo… y decírtelo.

Etis apretó los labios.

—¿Has venido a verme, pues, como Descifrador de Enigmas?

—No. He venido a decírtelo. No te importunaré más si no lo deseas.

—¿Qué clase de misterio puede relacionarse con mi hijo? Su vida no tenía secretos para mí…

Heracles respiró profundamente.

—No debes preocuparte: mi investigación no está centrada en Trámaco, aunque vuela a su alrededor. Me serviría de mucha ayuda que contestaras a algunas preguntas.

—Muy bien —dijo Etis, pero en un tono que parecía evidenciar que pensaba justo lo opuesto.

—¿Notabas a tu hijo preocupado en los últimos meses?

La mujer frunció el ceño, pensativa.

—No… Era el mismo de siempre. No me pareció especialmente preocupado.

—¿Pasabas mucho tiempo con él?

—No, porque, aunque yo lo deseaba, no quería agobiarlo. Se había vuelto muy sensible en ese aspecto, como dicen que se vuelven los hijos varones en las casas gobernadas por mujeres. No soportaba que nos entrometiéramos en su vida. Quería volar lejos —hizo una pausa—. Ansiaba cumplir la edad de la efebía, y así poder marcharse de aquí. Y Hera sabe que yo no lo censuraba.

Heracles asintió cerrando brevemente los ojos, en un gesto que parecía indicar que estaba de acuerdo con todo lo que Etis dijera sin necesidad de que ella lo dijese. Después comentó:

—Sé que se educaba en la Academia…

—Sí. Quise que fuera así, no sólo por él sino también en recuerdo de su padre. Ya sabes que Platón y Meragro mantenían cierta amistad. Y Trámaco era un buen alumno, según decían sus mentores…

—¿Qué hacía en su tiempo libre?

Tras breve pausa, Etis dijo:

—Te respondería que no lo sé, pero, como madre, creo saberlo: hiciera lo que hiciese, Heracles, no sería muy diferente de lo que hace cualquier muchacho de su edad. Ya era un hombre, aunque la ley no lo admitiese. Y era dueño de su vida, como cualquier otro hombre. A nosotras no nos dejaba meter las narices en sus asuntos. «Limítate a ser la mejor madre de Atenas», me decía… —sus pálidos labios iniciaron una sonrisa—. Pero te repito que no tenía secretos para mí: yo sabía que se estaba educando bien en la Academia. Su pequeña intimidad no me importaba: lo dejaba volar libre.

—¿Era muy religioso?

Etis sonrió y se removió en el diván.

—Oh, sí, los Sagrados Misterios. Acudir a Eleusis es lo único que me queda. No sabes qué fuerzas me da, pobre viuda como soy, tener algo distinto en lo que creer, Heracles… —él no modificó la expresión de su rostro mientras la miraba—. Pero no he contestado a tu pregunta… Sí, era religioso… A su modo. Nos acompañaba a Eleusis, si eso es lo que significa ser religioso. Pero confiaba más en sus fuerzas que en sus creencias.

—¿Conoces a Antiso y Eunío?

—Claro que sí. Sus mejores amigos, compañeros de la Academia y vástagos de buenas familias. En ocasiones, también acudían a Eleusis con nosotros. Tengo la mejor opinión sobre ellos: eran dignos amigos de mi hijo.

—Etis… ¿era costumbre de Trámaco marcharse a cazar en solitario?

—A veces. Le gustaba demostrar que estaba preparado para la vida —sonrió—. Y, de hecho, lo estaba.

—Disculpa el desorden de mis preguntas, por favor, pero ya te dije que mi investigación no se centraba en Trámaco… ¿Conoces a Menecmo, el escultor poeta?

Los ojos de Etis se entrecerraron. Se envaró un poco más en el diván, como un ave que pretendiera echar a volar.

—¿Menecmo?… —dijo, y se mordió suavemente el labio. Tras una brevísima pausa, añadió—: Creo que… Sí, ahora lo recuerdo. Frecuentaba mi casa cuando Meragro vivía. Era un individuo extraño, pero mi marido tenía amigos muy extraños… y no lo digo por ti, precisamente.

Heracles imitó su fina sonrisa. Después dijo:

—¿No lo has vuelto a ver? —Etis respondió que no—. ¿Sabes si, de alguna forma, se relacionaba con Trámaco?

—No, no lo creo. Desde luego, Trámaco nunca me habló de él —él semblante de Etis reflejaba preocupación. Frunció el ceño—. Heracles, ¿qué ocurre?… Tus preguntas son tan… Aunque no puedas revelarme lo que investigas, dime, al menos, si la muerte de mi hijo… Quiero decir: a Trámaco lo atacó una manada de lobos, ¿no es cierto? Eso es lo que nos han dicho, y fue así, ¿no es verdad?

Heracles, siempre inexpresivo, dijo:

—Así es. Su muerte no tiene nada que ver en esto. Pero no te molestaré más. Me has ayudado, y te lo agradezco. Que los dioses te sean propicios.

Se marchó apresuradamente. Su conciencia le remordía, pues había tenido que mentirle a una buena mujer.
[33]

Cuentan que aquel día sucedió algo inaudito: la gran urna de las ofrendas en honor a Atenea Niké dejó escapar, por descuido de los sacerdotes, los centenares de mariposas blancas que contenía. Y esa mañana, bajo el radiante y tibio sol del invierno ateniense, las vibrátiles alas, fragilísimas y luminosas, invadieron toda la Ciudad. Hubo quien las vio penetrar en el impoluto santuario de Artemisa Brauronia y buscar el camuflaje del níveo mármol de la diosa; otros sorprendieron, en el aire que rodea la estatua de Atenea Prómacos, móviles florecillas blancas agitando sus pétalos sin caer al suelo. Las mariposas, que se reproducían con rapidez, acosaron sin peligro los pétreos cuerpos de las muchachas que sostienen, sin necesidad de ayuda, el techo del Erecteion; anidaron en el olivo sagrado, regalo de Atenea Portaégida; descendieron, en el resplandor de su vuelo, por las laderas de la Acrópolis y, convertidas ya en un levísimo ejército, irrumpieron con molesta suavidad en la vida cotidiana. Nadie quiso hacerles nada, porque apenas eran nada: tan sólo luz que parpadeaba, como si la Mañana, al hacer vibrar las ligerísimas pestañas de sus ojos, dejara caer en la Ciudad el polvillo de su brillante maquillaje. De modo que, observadas por un pueblo asombrado, se dirigieron, sin obstáculos, a través del impalpable éter, al templo de Ares y a la Stoa de Zeus, al edificio del Tolo y al de la Heliea, al Teseion y al monumento a los Héroes, siempre fúlgidas, inestables, obstinadas en su transparente libertad. Después de besar los frisos de los edificios públicos como niñas fugaces, ocuparon los árboles de los jardines y nevaron, zigzagueando, sobre el césped y las rocas de los manantiales. Los perros les ladraban sin daño, como a veces hacen ante los fantasmas y los torbellinos de arena; los gatos saltaban hacia las piedras apartándose de su indeciso camino; los bueyes y mulos alzaban sus pesadas cabezas para contemplarlas, pero, como eran incapaces de soñar, no se entristecían.

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