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Authors: José Carlos Somoza

Tags: #Intriga

La caverna de las ideas (8 page)

BOOK: La caverna de las ideas
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—¡Por Zeus y Apolo Délfico, tú aquí, Heracles Póntor! —chilló con una voz que parecía haber sido arrastrada violentamente por la superficie de un terreno áspero—. ¡Hagamos libaciones en honor a Dioniso Bromion, pues Heracles Póntor, el Descifrador de Enigmas, ha decidido visitar un gimnasio!…

—De vez en cuando es útil cultivar el ejercicio —Heracles aceptó de buen grado su violento abrazo: conocía a aquel anciano esclavo tracio desde hacía mucho tiempo, pues lo había visto desempeñar varios oficios en la casa familiar, y lo trataba como a un hombre libre—. Te saludo, oh Eumarco, y me alegra comprobar que tu vejez sigue tan joven como siempre.

—¡Y dilo otra vez! —no le resultaba difícil al anciano hacerse oír por encima del furioso estrépito del lugar—. Zeus agranda mi edad y achica mi cuerpo. En ti, según veo, ambas cosas van parejas…

—Por lo pronto, mi cabeza no cambia de tamaño —ambos rieron. Heracles se volvió para mirar a su alrededor—. ¿Y el compañero que venía conmigo?

—Allí, junto a mi alumno —Eumarco señaló un espacio entre la multitud con un dedo de larga y retorcida uña semejante a un cuerno.

—¿Tu alumno? ¿Acaso eres el pedagogo de Antiso?

—¡Lo fui! ¡Y que las Benefactoras me recojan si vuelvo a serlo! —Eumarco hizo un gesto
apotropaico
con las manos para alejar la mala suerte que atraía mencionar a las Erinias.

—Pareces enfadado con él.

—¿No es para estarlo? ¡Acaba de ser reclutado, y el muy testarudo ha decidido de repente que quiere custodiar los templos del Ática, lejos de Atenas! Su padre, el noble Praxínoe, me ha pedido que intente hacerle cambiar de opinión…

—Bueno, Eumarco, un efebo debe servir a la Ciudad donde más falta haga…

—¡Oh, por la égida de Atenea ojizarca, Heracles, no bromees con mis canas! —chilló Eumarco—. ¡Aún puedo cornear tu barriga de odre con mi callosa cabeza! ¿Donde más falta haga?… ¡Por Zeus Cronida, su padre es prítano de la Asamblea este año! ¡Antiso podría elegir el destino más cómodo de todos!

—¿Y cuándo ha tomado tu pupilo tal decisión?

—¡Hace unos días! Estoy aquí, precisamente, para intentar convencerle de que se lo piense mejor.

—Hoy los tiempos dictan otros gustos, Eumarco. ¿Quién querría servir a Atenas dentro de Atenas? La juventud busca nuevas experiencias…

—Si no te conociera como te conozco —apostilló el viejo meneando la cabeza—, pensaría: «Habla en serio».

Se habían abierto paso entre el gentío hasta llegar a la entrada de los vestuarios. Riéndose, Heracles dijo:

—¡Me has devuelto el buen humor, Eumarco! —depositó un puñado de óbolos en la agrietada mano del esclavo pedagogo—. Aguárdame aquí mismo. No tardaré. Quisiera emplearte en algún pequeño servicio.

—Te aguardaré con la paciencia con que el Barquero del Estigia espera la llegada de una nueva alma —afirmó Eumarco, alegre por el inesperado regalo.

Diágoras y Heracles permanecieron de pie en la reducida habitación del vestuario mientras Antiso se sentaba sobre una mesa de baja altura y cruzaba los tobillos.

Diágoras no habló enseguida: antes se deleitó en silencio con la asombrosa belleza de aquel rostro perfecto, dibujado con economía de trazos y orlado de bucles rubios dispuestos en un gracioso peinado de moda. Antiso vestía tan sólo una clámide negra, señal de su efebía reciente, pero la usaba con cierto descuido o cierta torpeza, como si aún no se hubiera acostumbrado a ella; por entre las aberturas irregulares de la prenda irrumpía con suave violencia la blancura intacta de su piel. Movía los pies descalzos en furioso vaivén, desmintiendo con este gesto infantil su flamante mayoría de edad.

—Mientras aguardamos a que venga Eunío, charlaremos un poco tú y yo —dijo Diágoras, y señaló a Heracles—. Es un amigo. Puedes hablar con toda confianza en su presencia —Heracles y Antiso se saludaron con un breve movimiento de cabeza—. ¿Recuerdas, Antiso, aquellas preguntas que te hice sobre Trámaco, y cómo Lisilo me habló de la bailarina hetaira que se relacionaba con él? Yo desconocía la existencia de esa mujer. He pensado que puede haber otras cosas que desconozca…

—¿Qué cosas, maestro?

—Todo. Todo lo que sepas sobre Trámaco. Sus aficiones… Qué le agradaba hacer cuando salía de la Academia… La preocupación que advertí en su semblante durante los últimos días me inquieta un poco, y quisiera, por todos los medios, conocer su origen para impedir que se extienda a otros alumnos.

—No se relacionaba mucho con nosotros, maestro —respondió Antiso dulcemente—. Pero, en cuanto a sus costumbres, puedo aseguraros que eran honestas…

—¿Quién lo duda? —se apresuró a decir Diágoras—. Conozco bien la hermosa nobleza de mis discípulos, hijo. Tanto más me sorprendió, por ello, la información de Lisilo. Sin embargo, todos la confirmasteis. Y como Eunío y tú erais sus mejores amigos, no puedo creer que no sepáis otras cosas que, bien por pudor, bien por bondad de carácter, no os habéis atrevido aún a confesarme…

Un salvaje estrépito, como de objetos rotos, rellenó el silencio: era evidente que la lucha de los pancratistas se recrudecía. Las paredes parecían latir ante el paso de alguna bestia desmesurada. Retornó la calma y, en exacta coincidencia, Eunío penetró en la habitación.

Diágoras los comparó de inmediato. No era la primera vez que lo hacía, pues gozaba estudiando los detalles de las distintas bellezas de sus discípulos. Eunío, de pelo color carbón ensortijado, era más niño que Antiso, y, al mismo tiempo, más varonil. Su rostro parecía una fruta sana y colorada, y su cuerpo, robusto, de piel lechosa, había madurado como el de un hombre. En cuanto a Antiso, con ser mayor, poseía una figura más grácil y ambigua envuelta en una piel tersa y rosácea, sin rastro de vello; pero Diágoras creía que ni siquiera Ganímedes, el copero de los dioses, hubiera podido competir con la belleza de su semblante, a veces un poco malicioso, sobre todo al sonreír, pero hermoso hasta el escalofrío cuando el muchacho adoptaba una expresión de repentina seriedad, lo que tenía por costumbre hacer mientras escuchaba a alguien con respeto. Aquellos contrastes físicos se reflejaban en los temperamentos, aunque de modo opuesto: Eunío era muy tímido e infantil, mientras que Antiso, dotado de un aura de bella jovencita, poseía en cambio el carácter enérgico del auténtico líder.

—¿Me llamabais, maestro? —susurró Eunío nada más abrir la puerta.

—Pasa, te lo ruego. También deseo hablar contigo.

Eunío comentó, con increíble rubor, que el
paidotriba
lo había llamado para unos ejercicios, y que tenía que desvestirse y marcharse pronto.

—No tardaremos, hijo, te lo aseguro —dijo Diágoras.

Lo puso rápidamente en antecedentes y repitió su petición. Hubo una pausa. El balanceo de los sonrosados pies de Antiso acreció su ritmo.

—No sabemos mucho más sobre la vida de Trámaco, maestro —dijo este último, siempre dulce, aunque resultaba evidente la antítesis entre su lozana firmeza y el ruboroso apocamiento de Eunío—. Conocíamos los rumores sobre su relación con esa hetaira, pero en el fondo no creíamos que fueran ciertos. Trámaco era noble y virtuoso —«Lo sé», asintió Diágoras, al tiempo que Antiso proseguía—: Casi nunca se reunía con nosotros después de sus lecciones en la Academia, ya que tenía que cumplir deberes religiosos. Su familia es devota de los Sagrados Misterios…

—Comprendo —Diágoras no le dio mayor importancia a aquella información: muchas familias nobles de Atenas profesaban la fe de los Misterios de Eleusis—. Pero yo me refiero a las compañías que frecuentaba… No sé… Quizás otros amigos…

Antiso y Eunío se miraron entre sí. Eunío había comenzado a despojarse de su túnica.

—No sabemos, maestro.

—No sabemos.

De improviso, el gimnasio entero pareció temblar. Las paredes resonaron como si fueran a resquebrajarse. Una multitud enfervorizada aullaba en el exterior, animando a los luchadores, cuyos mugidos, enloquecidos, eran ahora claramente audibles.

—Una cosa más, hijos… Me sorprende que Trámaco, hallándose tan preocupado, decidiera de buenas a primeras salir a cazar en solitario… ¿Era ésa su costumbre?

—Lo ignoro, maestro —dijo Antiso.

—¿Qué opinas tú, Eunío?

Algunos objetos de la habitación cayeron al suelo debido a la creciente vibración: la ropa colgada de las paredes, una pequeña lámpara de aceite, las fichas de inscripción para los sorteos de competiciones…
[22]

—Yo creo que sí —murmuró Eunío. El rubor teñía sus mejillas.

Las fuertes, cuadrúpedas pisadas, se aproximaban cada vez más.

Una estatuilla de Poseidón se tambaleó en la repisa de la pared y cayó al suelo haciéndose añicos.

La puerta del vestuario retumbó con un ruido espantoso.
[23]

—Oh, buen Eunío, ¿recuerdas acaso ocasiones parecidas? —inquirió Diágoras con suavidad.

—Sí, maestro. Al menos dos.

—Así pues, ¿Trámaco acostumbraba a cazar en solitario? Quiero decir, hijo, ¿era una decisión normal en él, aunque le preocupara cualquier otro asunto?

—Sí, maestro.

Una terrible embestida combó la puerta. Se escuchaban arpaduras de pezuñas, bufidos, el poderoso eco de una enorme presencia exterior.

Eunío, completamente desnudo —salvo la cinta perfecta que albergaba sus cabellos negros—, extendía con calma sobre sus muslos un ungüento color tierra.

Diágoras, tras una pausa, recordó la última pregunta que debía hacer:

—Fuiste tú, Eunío, quien me dijo aquel día que Trámaco no asistiría a las clases porque había ido a cazar, ¿no es cierto, hijo?

—Creo que sí, maestro.

La puerta soportó un nuevo embate. Saltaron miríadas de astillas sobre el manto de Heracles Póntor. Se oyó un mugido de rabia.

—¿Cómo lo supiste? ¿Te lo dijo él mismo? —Eunío asintió—. ¿Y cuándo? Quiero decir: tengo entendido que partió de madrugada, pero la tarde anterior había estado hablando conmigo y nada me reveló sobre su intención de marcharse a cazar. ¿Cuándo te lo dijo?

Eunío no respondió enseguida. El pequeño hueso de su nuez embistió su torneado cuello.

—Esa… misma… noche, creo, maestro…

—¿Lo viste esa misma noche? —Diágoras enarcó las cejas—. ¿Solías reunirte con él por las noches?

—No… Me parece que… fue antes.

—Comprendo.

Hubo un breve silencio. Eunío, descalzo y desnudo, con la doble piel del ungüento brillando en sus muslos y hombros, colgó cuidadosamente la túnica del gancho que llevaba su nombre. Sobre una repisa instalada encima del gancho se hallaban algunos objetos personales: un par de sandalias, alabastros de ungüentos, un rascador de bronce para cepillarse tras los ejercicios y una pequeña jaula de madera con un diminuto pájaro en su interior; el pájaro agitó las alas con violencia.

—El
paidotriba
me espera, maestro… —dijo entonces.

—Claro, hijo —sonrió Diágoras—. Nosotros también nos vamos.

Obviamente incómodo, el desnudo adolescente dirigió una mirada de reojo a Heracles y volvió a disculparse. Pasó por entre los dos hombres, abrió la puerta —que, casi destrozada, se desprendió de sus goznes— y salió de la habitación.
[24]

Diágoras se volvió hacia Heracles esperando cualquier señal que le indicara que ya podían marcharse, pero el Descifrador observaba a Antiso sonriendo:

—Dime, Antiso, ¿qué es lo que te da tanto miedo?

—¿Miedo, señor?

Heracles, que parecía muy divertido, extrajo un higo de la alforja.

—¿Cuál es el motivo, si no, de haber elegido servir en el ejército lejos de Atenas? Desde luego, si yo sintiese el mismo miedo que tú, también intentaría huir. Y lo haría con una excusa tan plausible como la tuya, para que, en lugar de cobarde, me considerasen justo lo opuesto.

—¿Me llamáis cobarde, señor?

—En modo alguno. No te llamaré ni cobarde ni valiente hasta que no conozca la razón exacta de tu miedo. El valor se diferencia de la cobardía únicamente en el origen de sus temores: quizá la causa del tuyo sea de tan espantosa naturaleza que cualquiera en su sano juicio elegiría huir de la Ciudad lo antes posible.

—Yo no huyo de nada —replicó Antiso acentuando las palabras, aunque siempre en tono suave y respetuoso—. Llevaba largo tiempo deseando custodiar los templos del Ática, señor.

—Mi querido Antiso —dijo Heracles plácidamente—, acepto tu miedo pero no tus mentiras. Ni por un momento se te ocurra ofender mi inteligencia. Has tomado esa decisión hace pocos días, y teniendo en cuenta que tu padre le ha pedido a tu antiguo pedagogo que te haga cambiar de opinión, pudiendo él mismo haberse ocupado de tal menester, ¿no quiere eso decir que tu decisión le ha cogido completamente por sorpresa, que se encuentra abrumado por lo que considera un violento e inexplicable cambio en tu actitud y que, sin saber a qué achacarlo, ha acudido al único que, aparte de tu familia, cree conocerte bien? Me pregunto, por Zeus, a qué se ha debido este cambio tan brutal. ¿Quizá la muerte de tu amigo Trámaco ha influido en algo? —y sin transición, con absoluta indiferencia, mientras se frotaba los dedos con los que había sostenido el higo, añadió—: Oh, disculpa, ¿dónde podría limpiarme?

Ajeno por completo al silencio que lo rodeaba, Heracles escogió un paño cercano a la repisa de Eunío.

—¿Acaso mi padre ha requerido también de vuestra ayuda para hacerme recapacitar? —en las suaves palabras del adolescente Diágoras advirtió que el respeto (a semejanza de una res acorralada que, por miedo, abandona su eterna obediencia y embiste con violencia a sus amos) comenzaba a transformarse en cólera.

—Oh, buen Antiso, no te enojes… —balbució, fulminando a Heracles con la mirada—. Mi amigo es un poco exagerado… No debes preocuparte, pues has cumplido la mayoría de edad, hijo, y tus decisiones, aun siendo incorrectas, merecen siempre la mejor consideración… —y, acercándose a Heracles, en voz baja—: ¿Quieres hacer el favor de venir conmigo?

Se despidieron de Antiso con rapidez. La discusión se inició antes de salir del edificio.

—¡Es
mi
dinero! —exclamó Diágoras, irritado—. ¿Lo has olvidado?

—Pero se trata de
mi
trabajo, Diágoras. No olvides eso tampoco.

—¿Qué me importa a mí tu trabajo? ¿Puedes explicarme a qué ha venido esa salida de tono? —Diágoras se enfadaba cada vez más. Su calva cabeza se hallaba enrojecida por completo. Inclinaba mucho la frente, como si estuviera preparándose para embestir a Heracles—. ¡Has ofendido a Antiso!

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