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Authors: José Carlos Somoza

Tags: #Intriga

La caverna de las ideas (17 page)

BOOK: La caverna de las ideas
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Menecmo rodeó la estatua con expresión afanosa, como buscando alguna otra esquina desobediente que castigar. Dijo:

—Supongo. Pero sus vidas no me interesaban. Les ofrecí la posibilidad de actuar como coreutas, eso es todo. Ellos aceptaron sin rechistar, y los dioses saben que lo agradecí: mis tragedias, a diferencia de mis estatuas, no me dan fama ni dinero, sólo placer, y no es fácil encontrar gente que participe en ellas…

—¿Cuándo los conociste?

Tras una pausa, Menecmo repuso:

—Durante los viajes que hacíamos a Eleusis. Soy devoto.

—Pero tu relación con ellos no se limitaba a compartir creencias religiosas, ¿no es cierto? —Heracles había iniciado un lento recorrido por el taller, deteniéndose a examinar varias obras con el limitado interés que podría manifestar un aristocrático mecenas.

—¿Qué quieres decir?

—Quiero decir, oh Menecmo, que los amabas.

El Descifrador se hallaba frente a la figura de un inacabado Hermes con caduceo, sombrero pétaso y sandalias aladas. Dijo:

—Sobre todo a Antiso, por lo que veo.

Señalaba el rostro del dios, cuya sonrisa expresaba cierta bella malicia.

—¿Y aquella cabeza de Baco, coronada de pámpanos? —prosiguió Heracles—. ¿Y ese busto de Atenea? —iba de una figura a otra, gesticulando como un vendedor que quisiera encarecerlas—. ¡Yo diría que advierto varios bellos rostros de Antiso repartidos entre las diosas y dioses del sagrado Olimpo!…

—Antiso es amado por muchos —Menecmo reanudó su trabajo con furia.

—Y ensalzado por ti. Me pregunto cómo te las arreglabas con los celos. Imagino que a Trámaco y a Eunío no les agradaría demasiado esta ostensible inclinación tuya por su compañero…

Por un instante, entre las notas del cincel, pareció que Menecmo jadeaba con fuerza: pero al volver el rostro, Heracles y Diágoras descubrieron que sonreía.

—Por Zeus, ¿crees que yo les importaba mucho?

—Sí, puesto que accedían a ser tus modelos y actuar en tus obras, desobedeciendo así los sagrados preceptos que recibían en la Academia. Creo que te admiraban, Menecmo: que, por ti, posaban desnudos o vestidos de mujer, y que, cuando el trabajo finalizaba, empleaban sus desnudeces o sus vestimentas andróginas para tu deleite… y se arriesgaban, de este modo, a ser descubiertos y deshonrar a sus familias…

Menecmo, sin dejar de sonreír, exclamó:

—¡Por Atenea! ¿Crees de veras que valgo tanto como artista y como hombre, Heracles Póntor?

Heracles replicó:

—Para los espíritus jóvenes, que, al igual que tus esculturas, se hallan aún inacabados, cualquier tierra es buena para echar raíces, Menecmo de Carisio. Y mejor que ninguna, la que abunda en estiércol…

Menecmo no pareció escucharle: se dedicaba en aquel momento, con gran concentración, a esculpir ciertos pliegues de la ropa del hombre. ¡Cling! ¡Cling! De repente empezó a hablar, pero era como si se dirigiera al mármol. Su áspera y desigual voz ensuciaba de ecos las paredes del taller.

—Yo soy un guía para muchos efebos, sí… ¿Piensas que nuestra juventud no necesita de guías, Heracles? ¿Acaso… —y parecía emplear su creciente irritación en aumentar la fuerza del golpe: ¡Cling!— … acaso el mundo que van a heredar es agradable? ¡Mira a tu alrededor!… Nuestro arte ateniense… ¿Qué arte?… ¡Antes, las figuras estaban llenas de poder: imitábamos a los egipcios, que siempre han sido mucho más sabios!… —¡Cling!—. Y ahora, ¿qué hacemos? ¡Diseñar formas geométricas, siluetas que siguen estrictamente el Canon!… ¡Hemos perdido espontaneidad, fuerza, belleza!… —¡Cling! ¡Cling!—. Dices que dejo inacabadas mis obras, y es cierto… Pero ¿adivinas por qué?… ¡Porque soy incapaz de crear nada de acuerdo con el Canon!…

Heracles quiso interrumpirle, pero el limpio comienzo de su intervención quedó sumido en el lodazal de golpes y exclamaciones de Menecmo.

—¡Y el teatro!… ¡En otra época, el teatro era una orgía donde aun los dioses participaban!… Pero con Eurípides, ¿en qué se convirtió?… ¡En dialéctica barata a gusto de las nobles mentes de Atenas!… —¡Cling!—. ¡Un teatro que es meditación reflexiva en vez de fiesta sagrada!… ¡El propio Eurípides, ya viejo, lo reconoció al final de sus días! —interrumpió el trabajo y se volvió hacia Heracles, sonriendo—. Y cambió de opinión radicalmente…

Y, como si sólo aquella última frase hubiera necesitado de una pausa, reanudó los golpes con más fuerza que antes, mientras proseguía:

—¡El viejo Eurípides abandonó la filosofía y se dedicó a hacer
teatro
de verdad! —¡Cling!—. ¿Recuerdas su última obra?… —y exclamó, con gran satisfacción, como si la palabra fuera una piedra preciosa y él la hubiese descubierto de repente entre los escombros—:
¡Bacantes!…

—¡Sí! —se impuso otra voz—.
¡Bacantes!
¡La obra de un loco! —Menecmo se volvió hacia Diágoras, que parecía desparramar sus gritos con exaltación, como si el silencio que hasta entonces había mantenido le hubiera costado un gran esfuerzo—. ¡Eurípides perdió facultades al envejecer, como nos suele ocurrir a todos, y su teatro se degradó hasta extremos inconcebibles!… ¡Los nobles cimientos de su espíritu razonador, afanado en buscar la Verdad filosófica durante la madurez, cedieron con el paso de los años… y su última obra se convirtió, como las de Esquilo y Sófocles, en un basurero hediondo donde pululan las enfermedades del alma y corren regueros de sangre inocente! —y, sonrojado tras el ímpetu de su discurso, desafió a Menecmo con la mirada.

Después de un breve silencio, el escultor inquirió con suavidad:

—¿Puedo saber quién es este imbécil?

Heracles detuvo con un gesto la airada réplica de su compañero:

—Perdona, buen Menecmo, no hemos venido aquí para hablar de Eurípides y su teatro… ¡Déjame seguir, Diágoras!… —el filósofo se contenía a duras penas—. Queremos preguntarte…

Un estrépito de ecos lo interrumpió: Menecmo había comenzado a gritar mientras paseaba de un lado a otro por el podio. De vez en cuando señalaba a uno de los dos hombres con el pequeño martillo, como si se dispusiera a lanzárselo a la cabeza.

—¿Y la filosofía?… ¡Recordad a Heráclito!… ¡«Sin discordia no hay existencia»!… ¡Eso opinaba el filósofo Heráclito!… ¿Acaso la filosofía no ha cambiado también?… ¡Antes era una fuerza, un impulso!… Ahora… ¿qué es?… ¡Puro intelecto!… ¡Antes…! ¿Qué nos intrigaba?… ¡La
materia
de las cosas: Tales, Anaximandro, Empédocles…! ¡Antes pensábamos en la materia! ¿Y ahora? ¿En qué pensamos ahora? —y deformó la voz grotescamente para decir—: ¡En el mundo de las Ideas!… ¡Las Ideas existen, claro, pero viven en otro lugar, lejos de nosotros!… ¡Son perfectas, puras, bondadosas y útiles…!

—¡Lo son! —saltó Diágoras, chillando—. ¡Lo son, de la misma forma que tú eres imperfecto, vulgar, canalla y…!

—¡Por favor, Diágoras, déjame hablar! —exclamó Heracles.

—¡No debemos amar a los efebos, oh no!… —se burlaba Menecmo—. ¡Debemos amar la
idea
de efebo!… ¡Besar un pensamiento de labios, acariciar una definición de muslo!… ¡Y no hagamos estatuas, por Zeus! ¡Eso es un arte imitativo vulgar!… ¡Hagamos
ideas
de estatuas!… ¡Esta es la filosofía que heredarán los jóvenes!… ¡Aristófanes hacía bien en situarla en las
nubes
!…

Diágoras resoplaba, en el colmo de la indignación.

—¿Cómo puedes opinar con tanto desparpajo sobre algo que ignoras, tú…?

—¡Diágoras! —la firmeza de la voz de Heracles provocó una repentina pausa—. ¿No te das cuenta de que Menecmo pretende desviar el tema? ¡Déjame hablar de una vez!… —y prosiguió, con sorprendente calma, dirigiéndose al escultor—: Menecmo, hemos venido a preguntarte sobre las muertes de Trámaco y Eunío…

Y lo dijo casi en tono de disculpa, como si se excusara por mencionar un asunto tan trivial frente a alguien a quien consideraba muy importante. Tras un breve silencio, Menecmo escupió en el suelo del podio, se frotó la nariz y dijo:

—A Trámaco lo mataron los lobos mientras cazaba. En cuanto a Eunío, me han contado que se emborrachó, y las uñas de Dioniso aferraron su cerebro obligándole a clavarse un puñal en el cuerpo varias veces… ¿Qué tengo yo que ver con eso?

Heracles replicó de inmediato:

—Que ambos, junto con Antiso, visitaban tu taller por las noches y participaban en tus curiosas diversiones. Y que los tres te admiraban y correspondían a tus exigencias amorosas, pero tú favorecías sólo a uno. Y que, probablemente, hubo discusiones entre ellos, y quizás amenazas, pues las diversiones que organizas con tus efebos no gozan precisamente de buena reputación, y ninguno de ellos quería que se hicieran públicas… Y que Trámaco no se fue a cazar, pero el día en que salió de Atenas tu taller permaneció cerrado y nadie te vio por ninguna parte…

Diágoras enarcó las cejas y se volvió hacia Heracles, pues desconocía esta última información. Pero el Descifrador prosiguió, como si recitara un cántico ritual:

—Y que Trámaco, de hecho, fue asesinado o golpeado hasta quedar inconsciente, y abandonado a merced de los lobos… Y que anoche, Eunío y Antiso vinieron aquí después de la representación de tu obra. Y que tu taller es la casa más próxima al lugar donde encontraron a Eunío esta madrugada. Y que sé con certeza que Eunío también fue asesinado, y que su asesino cometió el crimen en otro sitio y luego trasladó el cuerpo a ese lugar. Y que es lógico suponer que ambos lugares no deben distar mucho entre sí, pues a nadie se le ocurriría atravesar Atenas con un cadáver al hombro —hizo una pausa y abrió los brazos, en un ademán casi amistoso—. Como puedes comprobar, buen Menecmo, tienes bastante que ver en todo esto.

La expresión del rostro de Menecmo era inescrutable. Hubiera podido pensarse que sonreía, pero su mirada era sombría. Sin decir nada, se volvió lentamente hacia el mármol, dando la espalda a Heracles, y continuó cincelándolo con pausados golpes. Entonces habló, y su voz sonó divertida:

—¡Oh, el razonamiento! ¡Oh, qué maravilloso, qué exquisito el razonamiento! —emitió una risita sofocada—. ¡Yo soy culpable por un silogismo! Mejor aún: por la distancia que separa mi casa del solar de los alfareros —sin dejar de esculpir, movió la cabeza con lentitud y volvió a reírse, como si la escultura o su propio trabajo le parecieran dignos de burla—. ¡Así construimos los atenienses las verdades hoy día: hablamos de distancias, hacemos cálculos con las emociones, razonamos los hechos…!

—Menecmo… —dijo Heracles con suavidad.

Pero el artista continuó hablando:

—¡Podrá afirmarse, en años venideros, que Menecmo fue considerado culpable por un asunto de longitudes!… Hoy día todo sigue un Canon, ¿no lo he dicho ya muchas veces? La justicia ya es, tan sólo, cuestión de distancia…

—Menecmo —insistió Heracles en el mismo tono—. ¿Cómo sabías que el cuerpo de Eunío fue hallado en el solar de los alfareros? Eso no lo he dicho yo.

A Diágoras le sorprendió la violenta reacción del escultor: se había vuelto hacia Heracles con los ojos muy abiertos, como si este último fuera una gorda Galatea que hubiese cobrado vida de repente. Por un instante no profirió una sola palabra. Después exclamó, con un resto de voz:

—¿Estás loco? ¡Lo comenta toda la gente!… ¿Qué pretendes insinuar con eso?…

Heracles empleó de nuevo su más humilde tono de disculpa:

—Nada, no te preocupes: formaba parte de mi razonamiento sobre la distancia.

Y entonces, como si hubiera olvidado algo, se rascó la cónica cabeza y añadió:

—Lo que no comprendo muy bien, buen Menecmo, es por qué te has centrado únicamente en mi razonamiento sobre la distancia y no en mi razonamiento sobre la
posibilidad
de que
alguien
asesinara a Eunío…, idea mucho más extraña, por Zeus, y que, sin duda, nadie comenta, pero que tú pareces haber admitido de buen grado en cuanto te la he referido. Has empezado por criticar mi razonamiento sobre la distancia y no me has preguntado: «Heracles, ¿por qué estás tan seguro de que Eunío fue asesinado?»… La verdad, Menecmo, no lo entiendo.

Diágoras no sintió ninguna compasión por Menecmo, pese a que advertía cómo las despiadadas deducciones del Descifrador lo sumergían progresivamente en el desconcierto más absoluto, haciéndolo caer en la trampa de sus propias y frenéticas palabras de manera semejante a esos lagos de podredumbre que —según diversos testimonios de viajeros con los que había hablado— engullen con más rapidez a aquellos que intentan salvarse con contorsiones o aspavientos. En el denso silencio que siguió, quiso añadir, por burla, algún comentario huero que dejara bien patente la victoria que habían obtenido sobre aquella alimaña. Y dijo, con cínica sonrisa:

—Bella escultura es ésa en la que trabajas, Menecmo. ¿A quién representa?

Por un momento, creyó que no obtendría respuesta. Pero entonces advirtió que Menecmo sonreía, y aquello bastó para inquietarlo.

—Se llama
El traductor
. El hombre que pretende descifrar el misterio de un texto escrito en otro lenguaje sin percibir que las palabras sólo conducen a nuevas palabras, y los pensamientos a nuevos pensamientos, pero la Verdad permanece inalcanzable. ¿No es un buen símil de lo que hacemos todos?

No entendió muy bien Diágoras lo que quería decir el escultor, pero como no deseaba quedar en desventaja comentó:

—Es una figura muy curiosa. ¿Qué vestido lleva? No parece griego…

Menecmo no dijo nada. Observaba su obra y sonreía.

—¿Puedo verla de cerca?

—Sí —dijo Menecmo.

El filósofo se acercó al podio y subió por una de las escaleras. Sus pasos retumbaron en la sucia madera del pedestal. Se aproximó a la escultura y observó su perfil.

El hombre de mármol, encorvado sobre la mesa, sostenía entre el índice y el pulgar una fina pluma; los rollos de papiro lo sitiaban. ¿Qué clase de vestido llevaba?, se preguntó Diágoras. Una especie de manto muy entallado… Ropas extranjeras, evidentemente. Contempló su cuello inclinado, la prominencia de las primeras vértebras —estaba bien hecho, hubo de reconocer—, los espesos mechones de pelo a ambos lados de la cabeza, las orejas de lóbulos gruesos e impropios…

Aún no había podido verle el rostro: la figura agachaba demasiado la cabeza. Diágoras, a su vez, se agachó un poco: observó las ostensibles entradas en las sienes, las áreas de calvicie prematura… No pudo evitar, al mismo tiempo, admirar sus manos: venosas, delgadas; la derecha atrapaba el tallo de la pluma; la izquierda descansaba con la palma hacia abajo, ayudando a extender el pergamino sobre el que escribía, el dedo medio adornado con un grueso anillo en cuyo sello estaba grabado un círculo. Un rollo de papiro desplegado se hallaba cerca de la misma mano: sería, sin duda, la obra original. El hombre redactaba la traducción en el pergamino. ¡Incluso las letras, en este último, se hallaban cinceladas con pulcra destreza! Intrigado, Diágoras se asomó por encima del hombro de la figura y leyó las palabras que, se suponía, acababa de «traducir». No supo qué podían significar. Decían:

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