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Authors: José Carlos Somoza

Tags: #Intriga

La caverna de las ideas (21 page)

BOOK: La caverna de las ideas
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Heracles bebió un sorbo de vino. Su rostro había enrojecido levemente. El de Diágoras, por el contrario, se hallaba pálido como un cuarzo. El Descifrador hizo un gesto ambiguo y dijo:

—No te culpes. Fue Menecmo, sin duda, quien los corrompió.

Diágoras replicó, en tono neutro:

—No me parece mal que Antiso se entregara a ti de este modo, ni siquiera a Menecmo, o a cualquier otro hombre. Al fin y al cabo, ¿hay algo más delicioso que el amor de un efebo? Lo terrible nunca es el amor, sino los motivos del amor. Amar por el simple hecho del placer físico es detestable; amar para comprar tu silencio, también.

Sus ojos se humedecieron. Su voz se hizo lánguida como un atardecer al añadir:

—El verdadero amante ni siquiera necesita tocar al amado: sólo con mirarlo le basta para sentirse feliz y alcanzar la sabiduría y la perfección de su alma. Compadezco a Antiso y a Menecmo, porque desconocen la incomparable belleza del verdadero amor —lanzó un suspiro y agregó—: Pero dejemos el tema. ¿Qué vamos a hacer ahora?

Heracles, que había estado observando al filósofo con curiosidad, demoró en responder.

—Como dicen los jugadores de tabas: «A partir de ahora, las tiradas han de ser buenas». Ya tenemos a los culpables, Diágoras, pero sería un error apresurarnos, pues ¿cómo sabemos que Antiso nos ha contado toda la verdad? Te aseguro que este jovencito hechicero es tan astuto como el propio Menecmo, si no más. Por otra parte, seguimos necesitando una confesión pública o una prueba para acusar directamente a Menecmo, o a ambos. Pero hemos dado un paso importante: Antiso está muy asustado, y eso nos beneficia. ¿Qué hará? Sin duda, lo más lógico: alertar a su amigo para que huya. Si Menecmo abandona la Ciudad, de nada nos servirá acusar públicamente a Antiso.

Y estoy seguro de que el propio Menecmo prefiere el exilio a la sentencia de muerte…

—Pero entonces… ¡Menecmo escapará!

Heracles movió la cabeza con lentitud mientras sonreía astutamente.

—No, buen Diágoras: Antiso está vigilado. Eumarco, su antiguo pedagogo, sigue sus pasos todas las noches por orden mía. Anoche, al salir de la Academia, busqué a Eumarco y le di instrucciones. Si Antiso visita a Menecmo, nosotros lo sabremos.

Y si es necesario, dispondré que otro esclavo vigile el taller. Ni Menecmo ni Antiso podrán hacer el menor movimiento sin que lo sepamos. Quiero que tengan tiempo de desanimarse, de sentirse acorralados. Si uno de los dos decide acusar al otro públicamente para intentar salvarse, el problema quedará resuelto de la manera más cómoda. Si no…

Enarboló uno de sus gruesos dedos índices para señalar las paredes de su casa con lentos ademanes.

—Si no se delatan, utilizaremos a la hetaira.

—¿A Yasintra? ¿Cómo?

Heracles dirigió el mismo índice hacia arriba, puntualizando sus palabras.

—¡La hetaira fue el otro
gran error
de Menecmo! Trámaco, que se había enamorado de ella, le había contado en detalle las relaciones que mantenía con el escultor, admitiendo que su persona le inspiraba, a la vez, sentimientos de amor y de miedo. Y los días previos a su muerte, tu discípulo le reveló que estaba dispuesto a cualquier cosa, incluso a contarle a su familia y a sus mentores lo de las diversiones nocturnas, con tal de verse libre de la dañina influencia de Menecmo. Pero añadió que temía la venganza del escultor, pues éste le había asegurado que lo
mataría
si hablaba. No sabemos cómo Menecmo se enteró de la existencia de Yasintra, pero podemos conjeturar que Trámaco la delató durante un momento de despecho. El escultor supo de inmediato que ella podía representar un problema y envió a un par de esclavos al Pireo para amenazarla, por si acaso se le ocurría hablar. Pero después de nuestra conversación con Menecmo, éste, nervioso, creyó que la hetaira lo había traicionado, y la volvió a amenazar de muerte. Fue entonces cuando Yasintra supo quién era yo, y anoche, asustada, vino a pedirme ayuda.

—Por tanto, ella es ahora nuestra única prueba…

Heracles asintió abriendo mucho los ojos, como si Diágoras hubiera dicho algo extraordinariamente asombroso.

—Eso es. Si nuestros dos astutos criminales no quieren hablar, los acusaremos públicamente basándonos en los testimonios de Yasintra. Ya sé que la palabra de una cortesana no vale nada frente a la de un ciudadano libre, pero la acusación le soltará la lengua a Antiso, probablemente, o quizás al propio Menecmo.

Diágoras parpadeó al dirigir la vista hacia el huerto destellante de sol. Cerca del pozo, con mansa indolencia, pacía una inmensa vaca blanca.
[73]
Heracles, muy animado, dijo:

—De un momento a otro llegará Eumarco con noticias. Entonces sabremos qué se proponen hacer estos truhanes, y actuaremos en consecuencia…

Tomó otro sorbo de vino y lo paladeó con lenta satisfacción. Quizá se sintió incómodo al intuir que Diágoras no participaba de su optimismo, porque de repente cambió el tono de voz para decir, con cierta brusquedad:

—Bien, ¿qué te parece? ¡Tu Descifrador ha resuelto el enigma!

Diágoras, que seguía contemplando el huerto más allá del pacífico rumiar de la vaca, dijo:

—No.

—¿Qué?

Diágoras meneaba la cabeza en dirección hacia el huerto, de modo que parecía dirigirse a la vaca.

—No, Descifrador, no. Lo recuerdo bien; lo vi en sus ojos: Trámaco no estaba simplemente preocupado sino
aterrorizado
. Pretendes hacerme creer que iba a contarme sus juegos licenciosos con Menecmo, pero… No. Su secreto era mucho más espantoso.

Heracles meneó la cabeza con movimientos perezosos, como si reuniera paciencia para hablarle a un niño pequeño. Dijo:

—¡Trámaco tenía miedo de Menecmo! ¡Pensaba que el escultor iba a matarlo si él lo delataba! ¡Ése era el miedo que viste en sus ojos!…

—No —replicó Diágoras con infinita calma, como si el vino o el lánguido mediodía lo hubiesen adormecido.

Entonces, hablando con mucha lentitud, como si cada palabra perteneciera a otro lenguaje y fuese necesario pronunciarlas cuidadosamente para que pudieran ser traducidas, añadió:

—Trámaco estaba
aterrorizado
… Pero su terror quedaba más allá de lo comprensible… Era el Terror en sí, la Idea de Terror: algo que tu razón, Heracles, ni siquiera puede vislumbrar, porque no te asomaste a sus ojos como yo lo hice. Trámaco no tenía miedo de lo que Menecmo pudiera hacerle sino de… de algo mucho más pavoroso. Lo sé —y agregó—: No sé muy bien por qué lo sé. Pero lo sé.

Heracles preguntó, con desprecio:

—¿Intentas decirme que mi explicación no es correcta?

—La explicación que me has ofrecido es razonable. Muy razonable —Diágoras seguía contemplando el huerto donde rumiaba la vaca. Inspiró profundamente—. Pero no creo que sea la verdad.

—¿Es razonable y no es verdad? ¿Con qué me sales ahora, Diágoras de Medonte?

—No lo sé. Mi lógica me dice: «Heracles tiene razón», pero… Puede que tu amigo Crántor supiera explicarlo mejor que yo. Anoche, en la Academia, discutimos mucho sobre eso. Es posible que la Verdad no pueda ser razonada… Quiero decir… Si yo te dijera ahora algo absurdo, como por ejemplo: «Hay una vaca paciendo en tu huerto, Heracles», me considerarías loco. Pero ¿no podría ocurrir que, para alguien que no somos ni tú ni yo, tal afirmación fuera
verdad
? —Diágoras interrumpió la réplica de Heracles—. Ya sé que no es racional decir que hay una vaca en tu huerto porque no la hay, ni puede haberla. Pero ¿por qué la
verdad
ha de ser
racional
, Heracles? ¿No cabe la posibilidad de que existan… verdades irracionales?
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—¿Eso es lo que os ha contado Crántor ayer? —Heracles reprimía su cólera a duras penas—. ¡La filosofía acabará por volverte loco, Diágoras! Yo te hablo de cosas coherentes y lógicas, y tú… ¡El enigma de tu discípulo no es una teoría filosófica: es una cadena de sucesos racionales que…!

Se interrumpió al advertir que Diágoras volvía a menear la cabeza, sin mirarle, contemplando todavía el huerto vacío.
[75]

Diágoras dijo:

—Recuerdo una frase tuya: «Hay lugares extraños en esta vida que ni tú ni yo hemos visitado jamás». Es cierto… Vivimos en un mundo extraño, Heracles. Un mundo donde nada puede ser razonado ni comprendido del todo. Un mundo que, a veces, no sigue las leyes de la lógica sino las del sueño o la literatura… Sócrates, que era un gran razonador, solía afirmar que un
demon
, un espíritu, le inspiraba las verdades más profundas. Y Platón opina que la locura, en cierto modo, es una forma misteriosa de acceder al conocimiento. Eso es lo que me sucede ahora: mi
demon
, o mi locura, me dicen que tu explicación es falsa.

—¡Mi explicación es lógica!

—Pero falsa.

—¡Si mi explicación es falsa, entonces todo
es falso
!

—Es posible —admitió Diágoras con amargura—. Sí, quién sabe.

—¡Muy bien! —gruñó Heracles—. ¡Por mí puedes hundirte lentamente en la ciénaga de tu pesimismo filosófico, Diágoras! Voy a demostrarte que… Ah, golpes en la puerta. Es Eumarco, seguro. ¡Quédate ahí, contemplando el mundo de las Ideas, querido Diágoras! ¡Te serviré en bandeja la cabeza de Menecmo, y tú me pagarás por el trabajo!… ¡Pónsica, abre!…

Pero Pónsica ya había abierto, y en aquel momento el visitante entraba en el soportal.

Era Crántor.

—Oh Heracles Póntor, Descifrador de Enigmas, y tú, Diágoras, del
demo
de Medonte. Atenas está conmovida hasta sus cimientos, y todos los ciudadanos que aún poseen un resto de voz reclaman a gritos vuestra presencia en cierto lugar…

Sonriendo, hizo un gesto para tranquilizar a Cerbero, que se agitaba furibundo entre sus brazos. Después añadió, sin dejar de sonreír, como si se dispusiera a dar una buena noticia:

—Ha sucedido algo horrible.

Imponente, digna, la figura de Praxínoe parecía reflejar la luz que entraba en densas oleadas por las ventanas sin postigos del taller. Apartó con un suave gesto a uno de los hombres que lo acompañaban, y, al mismo tiempo, solicitó ayuda a otro con un nuevo movimiento. Se arrodilló. Permaneció así toda la eternidad de la expectación. Los curiosos imaginaban expresiones para su rostro: congoja, dolor, venganza, furia. Praxínoe los defraudó a todos manteniendo las facciones quietas. El suyo era un semblante provisto de recuerdos, casi todos agradables; las simétricas cejas negras contrastaban con la nívea barba. Nada parecía indicar que en aquel momento contemplaba el cuerpo mutilado de su hijo. Hubo un detalle: parpadeó, pero con increíble lentitud; mantuvo la mirada fija en un punto entre los dos cadáveres, y sus ojos comenzaron a hundirse a la inversa, en un lentísimo atardecer bajo las pestañas, hasta que sus órbitas se convirtieron en dos lunas menguantes. Después, los párpados volvieron a abrirse. Eso fue todo. Se incorporó, ayudado por los que lo rodeaban, y dijo:

—Los dioses te han llamado antes que a mí, hijo mío. Codiciosos de tu belleza, han querido retenerte, haciéndote inmortal.

Un murmullo de admiración celebró sus nobles y virtuosas palabras. Llegaron otros hombres: varios soldados, y alguien que parecía ser médico. Praxínoe levantó la vista, y el Tiempo, que se hallaba respetuosamente detenido, volvió a transcurrir.

—¿Quién ha hecho esto? —dijo. Su voz ya no era tan firme. Pronto, cuando nadie lo mirara, lloraría, quizá. La emoción se demoraba en acudir a su rostro.

Hubo una pausa, pero fue esa clase de momento en que las miradas se consultan para decidir quién intervendrá primero. Uno de los hombres que lo acompañaban dijo:

—Los vecinos escucharon gritos en el taller esta madrugada, pero pensaron que se trataba de otra de las fiestas de ese tal Menecmo…

—¡Vimos a Menecmo salir corriendo de aquí! —intervino alguien. Su voz y su aspecto descuidado contrastaban con la respetable dignidad de los hombres de Praxínoe.

—¿Tú lo viste? —preguntó Praxínoe.

—¡Sí! ¡Y también otros! ¡Entonces llamamos a los servidores de los
astínomos
!

El hombre parecía esperar alguna clase de recompensa por sus declaraciones. Praxínoe, sin embargo, lo ignoró. Alzó la voz una vez más para preguntar:

—¿Alguien puede decirme quién ha hecho esto?

Y pronunció «esto» como si se tratase de una acción impía, digna del acoso de las Furias, sacrílega, inconcebible. Todos los presentes bajaron los ojos. En el taller no se escuchaba ni el sonido de una mosca, a pesar de que había dos o tres trazando lentos círculos cerca del resplandor de las ventanas abiertas. Las estatuas, casi todas inacabadas, parecían contemplar a Praxínoe con rígida compasión.

El médico —una figura flaca y desgarbada, mucho más pálida que los propios cadáveres—, arrodillado, giraba la cabeza observando alternativamente los dos cuerpos; tocaba al viejo, e inmediatamente después al joven, como si quisiera compararlos entre sí, y murmuraba sus hallazgos con la perseverante lentitud de un niño que recitara las letras del alfabeto antes del examen. Un
astínomo
inclinado a su vera escuchaba y asentía con respetuosa aquiescencia.

Los cadáveres se hallaban frente a frente, tendidos de perfil en el suelo del taller sobre un majestuoso lago de sangre. Parecían figuras de bailarines pintadas en una vasija: el viejo, vestido con un astroso manto gris, flexionaba el brazo derecho y extendía el izquierdo por encima de la cabeza. El joven era una réplica simétrica de la posición del viejo, pero se hallaba completamente desnudo. Por lo demás, viejo y joven, esclavo y hombre libre, se igualaban en el horror social de las heridas: carecían de ojos, tenían el rostro desfigurado y cortes profundos les franjeaban la piel; por entre las piernas les asomaba una ecuánime amputación. Había otra diferencia: el viejo sostenía, en su crispada mano derecha, dos globos oculares.

—Son de color azul —declaró el médico como si hiciera un inventario.

Y, tras decir esto, absurdamente, estornudó. Después dijo:

—Pertenecen al joven.

—¡El servidor de los Once! —anunció alguien tronchado el horroroso silencio.

Pero, aunque todas las miradas rastrearon entre el grupo de curiosos que se agolpaba a la entrada del zaguán, nadie pudo advertir quién era el recién llegado. Entonces, una voz repentina, con la sinceridad a flor de palabra, acaparó de inmediato la atención.

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