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Authors: José Carlos Somoza

Tags: #Intriga

La caverna de las ideas (22 page)

BOOK: La caverna de las ideas
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—¡Oh Praxínoe, noble entre los nobles!

Era Diágoras de Medonte. Él y un hombre gordo de baja estatura habían llegado al taller un poco antes que Praxínoe, acompañados de otro hombre enorme y de raro aspecto que llevaba un pequeño perro en los brazos. El hombre gordo parecía haberse esfumado, pero Diágoras se había hecho notar durante bastante tiempo, pues todos lo habían visto llorar amargamente, postrado junto a los cadáveres. Ahora, sin embargo, se mostraba enérgico y decidido. Sus fuerzas parecían concentrarse en el punto fijo de la garganta, con el propósito, sin duda, de dotar a sus frases de la coraza necesaria. Tenía los ojos enrojecidos y el semblante mortalmente pálido. Dijo:

—Soy Diágoras de Medonte, mentor de Antiso en…

—Sé quién eres —lo interrumpió Praxínoe sin suavidad—. Habla.

Diágoras se pasó la lengua por los resecos labios y tomó aire.

—Quiero hacer de sicofante y acusar públicamente al escultor Menecmo por estos crímenes.

Se escucharon indolentes murmullos. La emoción, tras lenta batalla, había vencido en el rostro de Praxínoe: sonrojado, alzaba una de sus negras cejas, tirando con lentitud de los hilos del ojo y de los párpados; su respiración era audible. Dijo:

—Pareces estar seguro de lo que afirmas, Diágoras.

—Lo estoy, noble Praxínoe.

Otra voz clamó, con acento extranjero:

—¿Qué ha pasado aquí?

Era, por fin (no podía ser otro), el servidor de los Once, el auxiliar de los once jueces que constituían la autoridad suprema en materia de crímenes: un hombretón vestido a la manera bárbara con pieles de animales. Un látigo de cuero de buey se enroscaba en su cinto. Su aspecto era amenazador, pero tenía cara de necio. Jadeaba con fuerza, como si hubiera venido corriendo, y, a juzgar por la expresión de su rostro, parecía sentirse defraudado de comprobar que lo más interesante había ocurrido durante su ausencia. Algunos hombres (que siempre los hay en tales ocasiones) se acercaron para explicarle lo que sabían, o lo que creían saber. La mayoría, sin embargo, permanecía pendiente de las palabras de Praxínoe:

—¿Y por qué crees tú, Diágoras, que Menecmo les ha hecho esto… a mi hijo y a su viejo pedagogo Eumarco?

Diágoras volvió a pasarse la lengua por los labios.

—El mismo nos lo dirá, noble Praxínoe, si es preciso bajo tortura. Pero no dudes de su culpabilidad: sería como dudar de la luz del sol.

El nombre de Menecmo apareció en todas las bocas: diferentes formas de pronunciarlo, distintos tonos de voz. Su semblante, su aspecto, fue convocado por los pensamientos. Alguien gritó algo, pero se le ordenó callar de inmediato. Finalmente, Praxínoe soltó las riendas del silencio respetuoso y dijo:

—Buscad a Menecmo.

Como si ésta hubiera sido la contraseña esperada, la Ira levantó cabezas y brazos. Unos exigían venganza; otros juraron por los dioses. Hubo quienes, sin conocer a Menecmo siquiera de vista, ya pretendían que padeciera atroces torturas; aquellos que lo conocían meneaban la cabeza y se atusaban la barba pensando, quizá: «¡Quién lo hubiera dicho!». El servidor de los Once parecía ser el único que no acababa de comprender bien lo que estaba ocurriendo, y preguntaba a unos y a otros de qué hablaban y quién era el viejo mutilado que yacía junto al joven Antiso, y quién había acusado al escultor Menecmo, y qué gritaban todos, y quién, y qué.

—¿Dónde está Heracles? —preguntó Diágoras a Crántor, al tiempo que tiraba de su manto. La confusión era enorme.

—No sé —Crántor encogió sus enormes hombros—. Hace un momento estaba olfateando como un perro junto a los cadáveres. Pero ahora…

Para Diágoras hubo dos clases de estatuas en el taller: unas no se movían; otras, apenas. Las sorteó a todas con torpeza; recibió empujones; oyó que alguien lo llamaba entre el tumulto; su manto tiraba de él en dirección contraria; volvió la cabeza: el rostro de uno de los hombres de Praxínoe se acercaba moviendo los labios.

—Debes hablar con el arconte si quieres iniciar la acusación…

—Sí, hablaré —dijo Diágoras sin comprender muy bien lo que el hombre le decía.

Se liberó de todos los obstáculos, se arrancó de la muchedumbre, se abrió paso hasta la salida. Más allá, el día era hermoso. Esclavos y hombres libres se petrificaban frente al pórtico de entrada, envidiosos, al parecer, de las esculturas del interior. La presencia de la gente era una losa sobre el pecho de Diágoras: pudo respirar con libertad cuando dejó atrás el edificio. Se detuvo; miró a ambos lados. Desesperado, eligió una calle cuesta arriba. Por fin, con inmenso alivio, distinguió a lo lejos los torcidos pasos y la marcha torpe, lenta y meditabunda del Descifrador. Lo llamó.

—Quería darte las gracias —dijo cuando llegó junto a él. En su voz se divisaba un apremio extraño. Su tono era como el de un carretero que, sin gritar, pretende azuzar a los bueyes para que avancen más deprisa—. Has hecho bien el trabajo. Ya no te necesito. Te pagaré lo convenido esta misma tarde —y como pareciera incapaz de soportar el silencio añadió—: Todo era, al fin, tal como tú me explicaste. Tenías razón, y yo estaba equivocado.

Heracles rezongaba. Diágoras casi tuvo que inclinarse para escuchar lo que decía, pese a que hablaba muy despacio:

—¿Por qué ese necio habrá hecho esto? Se ha dejado llevar por el miedo o la locura, está claro… Pero… ¡ambos cuerpos destrozados!… ¡Es absurdo!

Diágoras replicó, con extraña y feroz alegría:

—El mismo nos dirá sus motivos, buen Heracles. ¡La tortura le soltará la lengua!

Caminaron en silencio por la calle repleta de sol. Heracles se rascó la cónica cabeza.

—Lo lamento, Diágoras. Me equivoqué con Menecmo. Estaba seguro de que intentaría huir, y no…

—Ya no importa —Diágoras hablaba como el hombre que descansa tras llegar a su destino después de una larga y lenta caminata por algún lugar deshabitado—. Fui yo quien me equivoqué, y ahora lo comprendo. Anteponía el honor de la Academia a la vida de estos pobres muchachos. Ya no importa. ¡Hablaré y acusaré!… También me acusaré a mí mismo como mentor, porque… —se frotó las sienes, como inmerso en un complicado problema matemático. Prosiguió—:… Porque si algo les obligó a buscar la tutela de ese criminal, yo debo responder por ello.

Heracles quiso interrumpirle, pero se lo pensó mejor y aguardó.

—Yo debo responder… —repitió Diágoras, como si deseara aprenderse de memoria las palabras—. ¡Debo responder!… Menecmo es sólo un loco furioso, pero yo… ¿Qué soy yo?

Sucedió algo extraño, aunque ninguno de los dos pareció percatarse de ello al principio: comenzaron a hablar a la vez, como si conversaran sin escucharse, arrastrando lentamente las frases, uno en tono apasionado, el otro con frialdad:

—¡Yo soy el responsable, el verdadero responsable…!

—Menecmo sorprende a Eumarco, se asusta y…

—Porque, vamos a ver, ¿qué significa ser maestro? ¡Dime…!

—… Eumarco le amenaza. Muy bien. Entonces…

—¡… significa enseñar, y enseñar es un deber sagrado…!

—… luchan, y Eumarco cae, claro está…

—¡… enseñar significa moldear las almas…!

—… Antiso, quizá, quiere proteger a Eumarco…

—¡… un buen mentor conoce a sus discípulos…!

—… de acuerdo, pero entonces, ¿por qué destrozarlos así?…

—… si no es así, ¿por qué enseñar?…

—Me he equivocado.

—¡Me he equivocado!

Se detuvieron. Por un momento se miraron desconcertados y ansiosos, como si cada uno de ellos fuera lo que el otro necesitaba con más premura en aquel instante. El rostro de Heracles parecía envejecido. Dijo, con increíble lentitud:

—Diágoras… reconozco que en todo este asunto me he movido con la torpeza de una vaca. Mis pensamientos jamás habían sido tan pesados y torpes como ahora. Lo que más me sorprende es que los acontecimientos poseen cierta lógica, y mi explicación resulta, en general, satisfactoria, pero… existen detalles… muy pocos, en efecto, pero… Me gustaría disponer de algún tiempo para meditar. No te cobraré este tiempo extra.

Diágoras se detuvo y colocó ambas manos en los robustos hombros del Descifrador. Entonces lo miró directamente a los ojos y dijo:

—Heracles: hemos llegado al final.

Hizo una pausa y lo repitió con lentitud, como si hablara con un niño:

—Hemos llegado al final. Ha sido un camino largo y difícil. Pero aquí estamos. Concédele un descanso a tu cerebro. Yo intentaré, por mi parte, que mi alma también repose.

De repente el Descifrador se apartó con brusquedad de Diágoras y siguió avanzando por la cuesta. Entonces pareció recordar algo, y se volvió hacia el filósofo.

—Voy a encerrarme en casa a meditar —dijo—. Si hay noticias, ya las recibirás.

Y, antes de que Diágoras pudiese impedirlo, se introdujo entre los surcos de la lenta y pesada muchedumbre que bajaba por la calle en aquel momento, atraída por la tragedia.

Algunos dijeron que había sucedido con rapidez. Pero la mayoría opinó que todo había sido muy lento. Quizás fuera la lentitud de lo rápido, que acontece cuando las cosas se desean con intenso fervor, pero esto no lo dijo nadie.

Lo que ocurrió, ocurrió antes de que se declararan las sombras de la tarde, mucho antes de que los mercaderes metecos cerraran sus comercios y los sacerdotes de los templos alzaran los cuchillos para los últimos sacrificios: nadie midió el tiempo, pero la opinión general afirmaba que fue en las horas posteriores al mediodía, cuando el sol, pesado de luz, comienza a descender. Los soldados montaban guardia en las Puertas, pero no fue en las Puertas donde sucedió. Tampoco en los cobertizos, donde algunos se aventuraron a entrar pensando que lo hallarían acurrucado y tembloroso en un rincón, como una rata hambrienta. En realidad, las cosas transcurrieron ordenadamente, en una de las populosas calles de los alfareros nuevos.

Una pregunta avanzaba en aquel momento por la calle, torpe pero inexorable, con lenta decisión, de boca en boca:

—¿Has visto a Menecmo, el escultor del Cerámico?

La pregunta reclutaba hombres, como una fugacísima religión. Los hombres, convertidos, se transformaban en flamantes portadores del interrogante. Algunos se quedaban por el camino: eran los que sospechaban dónde podía estar la respuesta… ¡Un momento, no hemos mirado en esta casa! ¡Esperad, preguntémosle a este viejo! ¡No tardaré, voy a comprobar si mi teoría es cierta!… Otros, incrédulos, no se unían a la nueva fe, pues pensaban que la pregunta podía formularse mejor de esta forma: ¿has visto a aquel a quien jamás has visto ni verás nunca, pues mientras yo te pregunto él ya está muy lejos de aquí?… De modo que meneaban lentamente la cabeza y sonreían pensando: eres un estúpido si crees que Menecmo va a estar aguardando a…

Sin embargo, la preguntaba avanzaba.

En aquel instante, su paso torcido y arrollador alcanzó la minúscula tienda de un alfarero meteco.

—Claro que he visto a Menecmo —dijo uno de los hombres que contemplaban, distraídos, las mercancías.

El que había hecho la pregunta iba a pasar de largo, el oído acostumbrado a la respuesta de siempre, pero pareció golpearse contra un muro invisible. Se volvió para observar un rostro curtido por tranquilos surcos, una barba descuidada y rala y varios mechones de cabellos de color gris.

—¿Dices que has visto a Menecmo? —preguntó, ansioso—. ¿Dónde?

El hombre contestó:

—Yo soy Menecmo.

Dicen que sonreía. No, no sonreía. ¡Sonreía, Hárpalo, lo juro por los ojos de lechuza de Atenea! ¡Y yo por el negro río Estigia: no sonreía! ¿Tú estabas cerca de él? ¡Tan cerca como ahora lo estoy de ti, y no sonreía: hacía una mueca, pero no era una sonrisa! ¡Sonreía, yo también lo vi: cuando lo cogisteis de los brazos entre varios, sonreía, lo juro por…! ¡Era una mueca, necio: como si yo hiciera así con la boca! ¿Te parece que estoy sonriendo ahora? Me pareces un estúpido. Pero ¿cómo, por el dios de la verdad, cómo iba a sonreír, sabiendo lo que le espera? Y si sabe lo que le espera, ¿por qué se ha entregado en vez de huir de la Ciudad?

La pregunta había dado a luz múltiples crías, todas deformes, agonizantes, muertas al caer la noche…

El Descifrador de Enigmas se hallaba sentado ante el escritorio, una mano apoyada en la gruesa mejilla, pensando.
[76]

Yasintra penetró en la habitación sin hacer ruido, de modo que cuando él alzó la vista la halló de pie en el umbral, su imagen dibujada por las sombras. Vestía un largo peplo atado con fíbula al hombro derecho. El seno izquierdo, atrapado apenas por un cabo de tela, se mostraba casi desnudo.
[77]

—Sigue trabajando, no quiero molestarte —dijo Yasintra con su voz de hombre.

Heracles no parecía molesto.

—¿Qué quieres? —dijo.
[78]

—No interrumpas tu labor. Parece tan importante…

Heracles no sabía si ella se burlaba (resultaba difícil saberlo, porque, según creía, todas las mujeres eran máscaras). La vio avanzar lentamente, cómoda en la oscuridad.

—¿Qué quieres? —repitió.
[79]

Ella se encogió de hombros. Con lentitud, casi con desgana, acercó su cuerpo al de él.

—¿Cómo puedes estar tanto tiempo ahí sentado, a oscuras? —preguntó con curiosidad.

—Estoy pensando —dijo Heracles—. La oscuridad me ayuda a pensar.
[80]

—¿Te gustaría que te diera un
masaje
? —murmuró ella.

Heracles la miró sin responder.
[81]

Ella extendió sus manos hacia él.

—Déjame —dijo Heracles.
[82]

—Sólo quiero darte un masaje —murmuró ella, juguetona.

—No. Déjame.
[83]

Yasintra se detuvo.

—Me gustaría hacerte disfrutar —musitó.

—¿Por qué? —pregunto Heracles.
[84]

—Te debo un favor —dijo ella—. Quiero pagártelo.

—No es necesario.
[85]

—Estoy tan sola como tú. Pero puedo hacerte feliz, te lo aseguro.

Heracles la observó. El rostro de ella no mostraba ninguna expresión.

—Si quieres hacerme feliz, déjame a solas un momento —dijo.
[86]

Ella suspiró. Volvió a encogerse de hombros.

—¿Te apetece comer algo? ¿O beber? —preguntó.

—No quiero nada.
[87]

Yasintra dio media vuelta y se detuvo en el umbral.

—Llámame si necesitas algo —le dijo.

—Lo haré. Ahora vete.
[88]

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