Read La caverna de las ideas Online

Authors: José Carlos Somoza

Tags: #Intriga

La caverna de las ideas (19 page)

BOOK: La caverna de las ideas
11.27Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—En tu dilema, Crántor —repuso Espeusipo sin molestarse en disimular el disgusto que le producía la pregunta—, no me dejas otra opción que elegir la figura de barro, ya que la otra no es escultura sino pintura.

—Hablemos, pues, de figuras de barro —sonrió Crántor—, y no de bellas pinturas.

El robusto filósofo parecía totalmente ajeno a la expectación que había causado, dedicado como estaba a ingerir largos tragos de vino. A los pies de su diván, Cerbero, el deforme perro blanco, daba cuenta, con incansables ruidos roedores, de los restos de la comida de su amo.

—No he entendido muy bien lo que has querido decir —dijo Espeusipo.

—No he querido decir nada.

Diágoras se mordió el labio para no intervenir: sabía que, si hablaba, la armonía del
symposio
se quebraría como un pastelillo de miel bajo el filo de los colmillos.

—Creo que Crántor quiere decir que los seres humanos somos únicamente figuras de barro… —intervino el mentor Harpócrates.

—¿Crees eso de verdad? —preguntó Espeusipo.

Crántor hizo un gesto ambiguo.

—Es curioso —dijo Espeusipo—, tantos años viajando por lejanas tierras… y aún sigues encerrado en tu caverna. Porque supongo que conoces nuestro mito de la caverna, ¿no? El prisionero que ha vivido toda su vida en una cueva, contemplando sombras de objetos y seres reales, y, de repente, queda libre y sale a la luz del sol… advirtiendo que sólo había visto meras siluetas, y que la realidad es mucho más hermosa y compleja de lo que había imaginado… ¡Oh, Crántor, me apeno por ti, ya que aún sigues prisionero y no has vislumbrado el luminoso mundo de las Ideas!
[57]

De improviso, Crántor se levantó con centelleante rapidez, como si se hubiera hartado de algo: de la postura, de los otros comensales o de la conversación. Su movimiento fue tan brusco que Hipsípilo, el mentor que, por sus redondas y grasientas formas, más se parecía a Heracles Póntor, despertó del espeso sueño contra el que había venido luchando desde el comienzo de las libaciones y casi derramó la copa de vino sobre el impoluto Espeusipo. «Y, a propósito», pensó Diágoras fugazmente, «¿dónde está Heracles Póntor?». Su diván se hallaba vacío, pero Diágoras no lo había visto levantarse.

—Sois muy buenos hablando —dijo Crántor, y tensó su erizada barba negra con una retorcida sonrisa.

Entonces empezó a moverse alrededor del círculo de comensales. De vez en cuando meneaba la cabeza y lanzaba una breve risita, como si encontrara toda aquella situación muy graciosa. Dijo:

—Vuestras palabras, a diferencia de la sabrosa carne que me habéis servido hoy, resultan inagotables… Yo he olvidado el arte de la oratoria, porque he vivido en lugares donde no hacía falta… He conocido a muchos filósofos a los que convencía más una emoción que un discurso… y otros que no podían ser convencidos, porque no opinaban nada que pudiera ser enunciado, comprendido, demostrado o refutado con palabras, y se limitaban a señalar con el dedo el cielo nocturno indicando que no habían enmudecido sino que dialogaban como lo hacen las estrellas sobre nuestras cabezas…

Continuó su lento paseo alrededor de la mesa, pero su tono de voz se hizo más sombrío.

—Palabras… Habláis… Hablo… Leemos… Desciframos el alfabeto… Y, al mismo tiempo, nuestra boca mastica… Tenemos hambre… ¿verdad?
[58]
Nuestro estómago recibe el alimento… Resoplamos y bufamos… Clavamos nuestros colmillos en los retorcidos pedazos de carne…

De repente se detuvo y dijo, poniendo mucho énfasis en sus palabras:

—¡Fíjate que he dicho «colmillos» y «retorcidos»!…
[59]

Nadie comprendió muy bien a cuál de los presentes se había dirigido Crántor con aquella frase. Tras una pausa, reanudó el paseo y el discurso:

—Clavamos, repito, nuestros colmillos en los retorcidos pedazos de carne; y nuestras manos se mueven para llevar la copa de vino a los labios; y nuestra piel se eriza cuando soplan ráfagas de viento; y nuestro miembro se yergue cuando olfatea la belleza; y nuestro intestino, en ocasiones, se muestra perezoso… lo cual es un problema, ¿eh?, reconócelo…
[60]

—¡A quién se lo vas a decir! —se sintió aludido Hipsípilo—. Yo no he defecado bien desde las últimas Tesmofo…

Otros mentores, indignados, lo mandaron callar. Crántor prosiguió:

—Tenemos sensaciones… Sensaciones, a veces, imposibles de definir… Pero ¡cuántas palabras por encima!… ¡Cómo las cambiamos por imágenes, ideas, emociones, hechos!… ¡Oh, y qué torrencial río de palabras es este mundo y de qué forma fluimos sobre ellas!… Vuestra caverna, vuestro precioso mito… Palabras, tan sólo… Voy a deciros algo, y lo diré con palabras, pero después volveré al silencio: ¡todo lo que hemos pensado, lo que pensaremos, lo que ya sabemos y lo que sabremos en el futuro, absolutamente todo, forma un bello
libro
que escribimos y leemos en común! Y mientras nos esforzamos en descifrar y redactar el texto de ese libro… nuestro cuerpo… ¿qué?… Nuestro cuerpo pide cosas… se fatiga… se seca… y termina desmenuzándose… —hizo una pausa. Su amplio rostro se distendió en una sonrisa de máscara aristofánica—. Pero… ¡oh, qué libro más interesante! ¡Qué distraído es, y cuántas palabras contiene! ¿Verdad?

Hubo un denso silencio cuando Crántor terminó de hablar.
[61]

Cerbero, que había seguido a su amo, ladró furiosamente a sus pies erizando el tocón del rabo y mostrando los afilados colmillos, como preguntándole qué pensaba hacer a continuación. Crántor se inclinó como un padre cariñoso que, distraído por la conversación con otros adultos, no se enfada al ser importunado por su hijo pequeño, lo admitió entre sus enormes manos y lo llevó a modo de pequeña y blancuzca alforja, repleta por un extremo y casi vacía por el otro, hacia el diván. A partir de entonces pareció desinteresarse por todo lo que ocurría a su alrededor y se dedicó a jugar con el perro.

—Crántor usa las palabras para criticarlas —dijo Espeusipo—. Como veis, él mismo se desmiente mientras habla.

—A mí me ha hecho gracia lo del libro que reuniera todos nuestros pensamientos —comentó Filotexto desde las sombras—. ¿Podría crearse un libro semejante?

Platón lanzó una breve carcajada.

—¡Bien se nota que eres escritor y no filósofo! Yo también escribí en otros tiempos… Por eso distingo claramente una cosa de otra.

—Quizás ambas sean lo mismo —replicó Filotexto—: Yo invento personajes y tú verdades. Pero no quiero desviarme del tema. Hablaba de un libro que reflejara nuestro modo de pensar… o nuestro conocimiento de las cosas y los seres. ¿Sería posible escribirlo?

Calicles, un joven geómetra cuyo único —pero notorio— defecto consistía en moverse desgarbadamente, como si sus extremidades estuvieran desarticuladas, pidió excusas en ese momento, se levantó y desplazó el juego de huesos de su cuerpo hacia las sombras. Diágoras echó en falta a Antiso, que era el copero principal. ¿Dónde estaría? Heracles tampoco había regresado.

Tras una pausa, Platón objetó:

—Ese libro del que hablas, Filotexto, no puede ser escrito.

—¿Por qué?

—Porque es imposible —repuso Platón tranquilamente.

—Explícate, por favor —pidió Filotexto.

Atusándose la grisácea barba con lentitud, Platón dijo:

—Desde hace bastante tiempo, los miembros de esta Academia sabemos que el conocimiento de cualquier objeto contiene cinco niveles o elementos: el nombre del objeto, la definición, la imagen, la discusión intelectual y el Objeto en sí, que es la verdadera meta del conocimiento. Pero la escritura llega tan sólo a los dos primeros: el nombre y la definición. La palabra escrita no es una imagen, y por ello es incapaz de alcanzar el tercer elemento. Y la palabra escrita no piensa, y tampoco puede acceder al elemento de la discusión intelectual. Mucho menos, desde luego, sería posible alcanzar con ella el último de todos, la Idea en sí. De este modo, un libro que describiera nuestro conocimiento de las cosas sería imposible de escribir.

Filotexto permaneció un instante pensativo. Entonces dijo:

—Si no te importa, ofréceme un ejemplo de cada uno de esos elementos, para que yo pueda entenderlos.

Espeusipo intervino enseguida, como si la tarea de poner ejemplos no fuera cometido de Platón.

—Es muy sencillo, Filotexto. El primer elemento es el nombre, y podría ser cualquier nombre. Por ejemplo: «libro», «casa», «cenáculo»… El segundo elemento es la definición, y son las frases que hablan de esos nombres. En el ejemplo de «libro», una definición sería: «El libro es un papiro escrito que forma un texto completo». La literatura, como es obvio, sólo puede abarcar nombres y definiciones. El tercer elemento es la imagen, la visión que cada uno de nosotros se forma en la cabeza cuando pensamos en algo. Por ejemplo, al pensar en un libro yo veo un rollo de papiro extendido sobre la mesa… El cuarto elemento, el intelecto, es justo lo que estamos haciendo ahora: discutir, usando nuestra inteligencia, acerca de cualquier tema. En nuestro ejemplo, consistiría en hablar del libro: su origen, su propósito… Y el quinto y último elemento es la Idea en sí, esto es, el verdadero objeto del conocimiento. En el ejemplo del libro, sería el Libro en sí, el libro ideal, superior a todos los libros del mundo…

—Es por eso que nosotros consideramos la palabra escrita como algo muy imperfecto, Filotexto —dijo Platón—, y conste que con ello no queremos menospreciar a los escritores… —se escucharon risas discretas. Platón añadió—: En todo caso, creo que ya comprendes por qué un libro de tales características sería imposible de crear…

Filotexto parecía pensativo. Tras una pausa dijo, con su trémula vocecilla:

—¿Nos apostamos algo?

Las carcajadas, ahora, fueron unánimes.

Diágoras, a quien la discusión empezaba a parecer estúpida, se removió en el diván con inquietud. ¿Dónde se habrían metido Heracles y Antiso? Al fin, con gran alivio, distinguió la obesa silueta del Descifrador regresando desde la oscuridad de la cocina. Su rostro, como de costumbre, permanecía inexpresivo. ¿Qué habría sucedido?

Heracles ni siquiera volvió a su diván. Agradeció la cena que le habían ofrecido, pero adujo que ciertos negocios lo reclamaban en Atenas. Los mentores lo despidieron rápida y cordialmente, y Diágoras lo acompañó hasta la salida.

—¿Dónde estabas? —le preguntó cuando se aseguró de que nadie podía oírlos.

—Mi investigación se halla a punto de concluir. Sólo falta el paso definitivo. Pero ya lo tenemos.

—¿A Menecmo? —Diágoras, nervioso, se percató de que aún sostenía la copa de vino en la mano—. ¿Es Menecmo? ¿Puedo hacer una acusación pública contra él?

—Aún no. Mañana se decidirá todo.

—¿Y Antiso?

—Se ha ido. Pero no te preocupes: será vigilado esta noche —sonrió Heracles—. Ahora debo marcharme. Y tranquilízate, buen Diágoras: mañana sabrás la verdad.
[62]

VIII

Me había dormido sobre la mesa (no es la primera vez que me ocurre desde que estoy aquí), pero desperté de inmediato al oír aquel ruido. Me incorporé con densa lentitud y me palpé la mejilla derecha, que había soportado todo el peso de la cabeza aplastada sobre los brazos. Moví los músculos del rostro. Me limpié un débil rastro de saliva. Al levantar los codos, arrastré algunos papeles con el final de la traducción del capítulo séptimo. Me froté los ojos y miré a mi alrededor: nada parecía haber cambiado. Me encontraba en la misma habitación rectangular, sentado ante el escritorio, aislado en el charco de luz de la lámpara. Sentía hambre, pero eso tampoco era una novedad. Entonces examiné las sombras y supe que, en realidad,
algo sí
había cambiado.

Heracles Póntor, de pie en la oscuridad, me contemplaba con sus apacibles ojos grises. Murmuré:

—¿Qué haces aquí?

—Andas metido en un buen lío —dijo. Su voz era la misma que yo había imaginado al leerlo. Pero esto lo pensé después.

—Tú eres un personaje de la obra —protesté.

—Y esto es la obra —replicó el Descifrador de Enigmas—. Es obvio que formas parte de ella. Pero necesitas ayuda, y por eso he venido. Razonemos: has sido secuestrado para traducir esto, aunque nadie te garantiza que vayas a recobrar la libertad cuando termines. Ahora bien, a tu carcelero le interesa mucho la traducción, no lo olvides. Sólo tienes que descubrir el motivo. Es importante que descubras por qué quiere que traduzcas
La caverna de las ideas
. Cuando lo sepas, podrás efectuar un canje: tú deseas la libertad, él desea algo. Ambos podéis obtener lo que deseáis, ¿no crees?

—¡El hombre que me ha secuestrado no desea nada! —gemí—. ¡Está loco!

Heracles meneó su robusta cabeza.

—¿Y qué más da? No te preocupes ahora por su grado de cordura sino por sus intereses. ¿Por qué es
tan
importante para él que traduzcas esta obra?

Medité un instante.

—Porque contiene un secreto.

Por la expresión de su rostro deduje que no era ésa la respuesta que esperaba. Sin embargo, dijo:

—¡Muy bien! Ésa es una razón obvia. Toda pregunta obvia debe tener una respuesta obvia.
Porque contiene un secreto
. Por lo tanto, si pudieras averiguar qué secreto contiene, estarías en disposición de ofrecerle un trato, ¿no? «Conozco el secreto», le dirías, «pero no hablaré, a menos que me dejes salir de aquí». Es una buena idea.

Esto último lo había dicho en tono alentador, como si no estuviera seguro de que fuese una idea tan buena pero deseara infundirme ánimos.

—Realmente he descubierto algo —dije—: Los Trabajos de Hércules, una muchacha con un lirio que…

—Eso no significa nada —me interrumpió con un gesto impaciente—. ¡Son simples imágenes! Para ti, pueden ser los Trabajos de Hércules o una muchacha con un lirio, pero para otro lector serán cualquier otra cosa, ¿no comprendes? ¡Las imágenes varían, son imperfectas! ¡Has de encontrar una idea final que sea
igual
para todos los lectores! Debes preguntarte: ¿cuál es la
clave
? ¡Tiene que haber un sentido oculto!…

Balbucí torpes palabras. Heracles me contempló con curiosa frialdad. Después dijo:

—Bah, ¿por qué lloras? ¡No es momento para desanimarse sino para trabajar! Busca la idea principal. Usa mi lógica: ya me conoces y sabes cómo razono. ¡Indaga en las palabras! ¡Tiene que haber algo!… ¡
Algo
!

Me incliné sobre los papeles con los ojos aún húmedos. Pero de repente me pareció mucho más importante preguntarle cómo había logrado salir del libro y aparecer en mi celda. Me interrumpió con un gesto imperioso.

BOOK: La caverna de las ideas
11.27Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

The First Time by Jenika Snow
Jet: A Marked Men Novel by Crownover, Jay
Demelza by Winston Graham
Broken Branch by John Mantooth
Iron Inheritance by G. R. Fillinger
White Death by Philip C. Baridon
Something to Curse About by Gayla Drummond
Take Me As I Am by JM Dragon, Erin O'Reilly
Wyvern by Wen Spencer