Las minas del rey Salomón (21 page)

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Authors: H. Rider Haggard

Tags: #Aventuras

BOOK: Las minas del rey Salomón
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Terminado el consejo, nos dedicamos a fortificar nuestra posición: casi todo el ejército se empleó en estos trabajos, y durante el día, que nos pareció bien corto, muchas cosas se llevaron a cabo. Los caminos que conducían a la meseta de la colina fueron cerrados con macizas y altas barricadas, y se amontonaron los obstáculos en sus laderas, especialmente en aquellas que ofrecían más fácil ascenso; en una palabra, hicimos cuanto el tiempo nos permitió para convertir nuestra posición en inexpugnable fortaleza. Aglomeramos enormes piedras en varios puntos del borde de la meseta para desprenderlas sobre el enemigo cuando viniera a asaltarnos, señalamos su puesto a cada regimiento y nada de lo que según nuestros unidos ingenios, robustecía la defensa, quedó por efectuarse.

Poco antes de la puesta del sol, cuando descansábamos de las fatigas del día, distinguimos un grupo de hombres, que desde Loo, venían hacia nosotros; uno de ellos traía una palma en la mano como distintivo de su carácter de heraldo.

Al acercarse, Ignosi, Infadús, uno o dos jefes y nosotros bajamos hasta la base de la colina para salirle al encuentro. Era un joven de arrogante figura, y vestía la reglamentaria zamarra de piel de leopardo.

—¡Salud! —gritó, cuando se hubo aproximado lo suficiente para que le pudiéramos oír— salud en nombre del Rey a los que se han alzado en impía guerra contra él, salud en nombre del león a los chacales que gruñen en derredor de sus garras.

—¿Qué queréis? —le pregunté.

—Escuchad las palabras del Rey. Rendios a merced del Soberano, antes de que desgracia mayor caiga sobre vuestras cabezas. Ya el toro negro, con los brazuelos desgarrados y desangrándose, corre por nuestro campo azuzado por el Rey
[3]
.

—¿Cuáles son las proposiciones de Twala? —inquirí por curiosidad.

—Sus proposiciones son magnánimas, dignas de su grandeza. Estas son las palabras de Twala, el tuerto, el poderoso, el esposo de mil mujeres, señor de los kukuanos, guardián del gran camino, bien amado de los que se sientan silenciosos, allá entre las montañas (las tres Brujas), ternero de la vaca negra, elefante cuyo paso estremece la tierra, terror de los malvados, avestruz incansable del desierto, el gigante, el negro, el sabio, Rey de generación a generación, éstas son las palabras de Twala: Seré piadoso y me contentaré con poca sangre. Diezmaré a los rebeldes; los que la suerte señale, morirán; los restantes quedarán libres de todo castigo; pero el blanco Incubu, matador de mi hijo Scragga, el negro su criado, pretendiente a mi trono, e Infadús, mi hermano, quien ha urdido esta conspiración contra mí, sufrirán el suplicio del tormento hasta que mueran en obsequio de los silenciosos. Tales son las palabras magnánimas de Twala.

Después de consultar brevemente con los otros, le contesté en alta voz, para que todos los soldados me pudieran oír.

—Vuélvete, perro, vuélvete a Twala y dile que nosotros, Ignosi, el legítimo Rey de los kukuanos, Incubu, Bougwan y Macumazahn, los sabios blancos de las estrellas, los que apagaron la luna; Infadús, el de la casa real, y los jefes, capitanes y soldados aquí reunidos, le contestan así: Jamás nos rendiremos; antes que el sol se haya hundido dos veces en el horizonte, el cadáver de Twala yacerá rígido y ensangrentado a la misma puerta de su kraal, e Ignosi, el hijo de aquel que asesinó, reinará en su pueblo. Ahora, vete, vete antes de que te arrojemos a azotes, y ¡ay de ti! si levantas la mano contra seres como nosotros.

El heraldo lanzó una burlona carcajada, y contestome con mordaz acento:

—¿Creéis asustar a los hombres con esas hinchadas expresiones? Mostraos tan audaces mañana, vosotros, los que obscurecisteis la luna. Bravead, combatid y divertios, antes que los cuervos os limpien los huesos hasta dejarlos más blancos que vuestras caras. Adiós, tal vez nos encontremos en la pelea, esperadme, os lo suplico, hombres blancos.

Y despidiendo este irónico dardo, se retiró, en el mismo instante en que el sol desaparecía del horizonte.

La noche no nos trajo descanso alguno, porque se dedicó a aumentar los medios de defensa a la luz de la luna, bajo la vigilancia y dirección de todos los jefes. Por fin, a la una de la madrugada, terminados los preparativos que las circunstancias permitían, el silencio del sueño, de cuando en cuando interrumpido por el grito de los centinelas, reinó en nuestro campamento. Sir Enrique y yo, acompañados por Ignosi y uno de los jefes, descendimos de la colina para rondar por los puestos avanzados. A medida que caminábamos, inesperadamente y de ignorados lugares aparecían bruñidos aceros, centelleaban un instante, heridos por los rayos de la luna, y volvían a desvanecerse al pronunciar nosotros la palabra que teníamos como seña. Evidentemente ninguno faltaba a los deberes de su delicado servicio. Cuando regresamos de nuestra ronda tuvimos que pasar por entre miles de dormidos guerreros, muchos de los cuales gozaban por vez postrera de este corto reposo terrenal.

Los rayos de la casta diosa de la noche se quebraban sobre el hierro de sus lanzas y resbalando sobre sus facciones, daban a éstas la palidez del cadáver; el desagradable aire que soplaba, agitaba las plumas de sus penachos, los cuales me recordaban más los tristes ornamentos del féretro que las alegres galas del militar. Allí, echados por el suelo, en desorden, con los brazos extendidos, las piernas encogidas, inmóviles, semejaban un confuso apiñamiento de cuerpos inanimados y no de seres entregados al descanso.

—¿Cuántos de éstos cree usted vivirán mañana a esta hora? —preguntome sir Enrique.

Moví la cabeza con desaliento y volví a contemplar a los dormidos guerreros. Excitada mi imaginación, paréceme reconocer a los que estaban destinados para enrojecer con su sangre el campo de la contienda, y se me oprimió el corazón ante el misterio de la vida humana, ante su futilidad y su amargura. Ahora, esos millares de seres gozan de apacible sueño; mañana ellos, y con ellos muchos más, quizá nosotros mismos, dormirán para nunca despertar; ¡cuánta esposa viuda! ¡cuánto niño huérfano! ¡cuánta choza sin dueño a quien guarecer! Sólo la luna volverá a brillar tranquila, la brisa de la noche a acariciar las hierbas y el anchuroso mundo a descansar sereno, como lo hicieron antes de que esos seres existieran, como lo harán después que su memoria se sepulte en el olvido.

Multitud de reflexiones por el estilo cruzaron por mi mente, pues, a medida que crezco en años, se va apoderando de mí el detestable hábito de filosofar; mientras miraba las filas de los guerreros dormidos, según su dicho, sobre las armas.

—Curtis, aseguro a usted que tengo un miedo de marca mayor.

Sir Enrique se acarició la barba, y se echó a reír.

—Ya antes le he oído hacer la misma confesión.

—Bueno, pero ahora lo digo de veras, porque temo no viva uno solo de nosotros mañana por la noche. Vamos a ser atacados por fuerzas mucho mayores que las nuestras, y dudo podamos sostener la posición.

—De todos modos, daremos buena cuenta de algunos de ellos. Atendedme, Quatermain, el embrollo es bien enmarañado y, hablando juiciosamente, cosa en la que no debíamos mezclarnos; pero ya estamos aquí, y no tenemos más remedio que sacar el mejor partido de él. Por mi parte, prefiero morir matando, a morir de otra manera y, ahora que casi no tengo esperanza de encontrar a mi pobre hermano, la idea se me hace mucho menos desagradable. Sin embargo, la fortuna favorece a los valientes, y tal vez podamos vencer. En uno u otro caso, la carnicería será espantosa, y como debemos velar por nuestra reputación, preciso es que nos vean en los sitios de mayor peligro, allí en donde la lucha sea más obstinada y sangrienta.

Sir Enrique pronunció estas últimas palabras como con pesaroso acento; pero el fuego de sus ojos desmentía su entonación. A mi parecer, sir Enrique Curtis, en la actualidad, estaba dominado por los más belicosos deseos.

Enseguida nos recogimos y dormimos un par de horas.

Próximamente al asomar el alba, Infadús nos despertó para decirnos se observaba gran actividad en Loo, y que fuertes destacamentos del enemigo, atacando a nuestras avanzadas, las obligaban a replegarse.

Sin la menor dilación nos pusimos de pie y nos vestimos para la jornada, cubriéndonos con las cotas, que nunca como entonces agradecimos a Twala. Sir Enrique se hizo minucioso tocado, vistiéndose lo mismo que un guerrero nativo, «cuando estés en Kukuana, haz lo que los kukuanos hacen», dijo, al estirar las aceradas mallas sobre su robusto pecho. Y no se contentó con esto. A su petición, Infadús lo había provisto con un uniforme completo de guerra. Sujetó alrededor de su cuello la zamarra de piel de leopardo, distintivo de mando, ató a su frente un penacho de plumas negras de avestruz, insignia que sólo pertenece a los generales de alta categoría y ajustó su cintura con un espléndido ceñidor de colas blancas de buey. Un par de sandalias, una fuerte hacha de combate, con mango de cuerno de rinoceronte, un redondo escudo de hierro forrado con piel blanca y el número reglamentario de «tolas» o cuchillos arrojadizos completaron su equipo, el que aumentó con su revólver. El traje era salvaje, no cabe duda; pero puedo afirmar nunca vi espectáculo más bello que el que sir Enrique presentaba en su nuevo atavío. Su poderosa musculatura se exhibía en todo su desarrollo, y cuando Ignosi se presentó vestido con semejantes arreos, pensé para mí nunca se habían puesto ante mis ojos dos hombres por el estilo. En cuanto a Good y a mí, las cotas nos estaban demasiado holgadas: el primero insistió en no desprenderse de sus pantalones; y su figura, o sea la de un hombre de corta estatura, grueso, con un lente, media cara afeitada, envuelto en una cota de malla, cuidadosamente recogida en unos destartalados pantalones, tenía más de raro que de imponente. Por mi parte, siendo mi cota demasiado ancha, la eché por encima de mi ropa, lo que la hizo tomar una forma nada elegante; me descarté de mis pantalones, resuelto a batirme con las piernas desnudas, para ser el más ligero en caso de una pronta retirada, reteniendo únicamente mis abarcas. Una lanza, el escudo, que no sabía manejar, un par de tolas, mi revólver y un enorme penacho, que afirmé en lo alto de mi sombrero de caza, con el fin de completar mis apariencias de matón; fueron los restantes adminículos de mi modesto equipo. Además agregamos nuestros rifles; pero como las municiones, escaseaban y eran inútiles en caso de una carga, determinamos nos los llevaran uno de los individuos de nuestra escolta.

Terminado esto, comimos apresuradamente algunas viandas, y salimos de nuestra choza para ver cómo marchaban las cosas. En un extremo de la meseta había una especie de cono de piedras obscuras, que servía para indicar el sitio del cuartel general y como torre de observación. Allí encontramos a Infadús, rodeado por su regimiento, los Grises, indudablemente el mejor del ejército de Kukuana y el primero que vimos al entrar en el país. Este regimiento tenía, a la sazón, tres mil quinientos hombres sobre las armas, y, habiendo sido destinado para la reserva, sus veteranos, formados por compañías y de bruces sobre la hierba, seguían con la vista los movimientos del ejército de Twala, que salía de Loo en tres interminables columnas, cada una de once a doce mil hombres por lo menos.

Cuando estas fuerzas estuvieron por completo fuera de la población, se organizaron en tres cuerpos. Uno se encaminó hacia nuestra derecha, otro hacia nuestra izquierda y el tercero avanzó directa y lentamente sobre nosotros.

—¡Bien! —exclamó Infadús— van a atacarnos simultáneamente por tres puntos.

Grave era el acontecimiento, porque como nuestra posición en la cima de la colina, tenía algo más de milla y media de circunferencia, presentaba una línea muy extensa, y, por otro lado, era de vital importancia el conservar nuestra fuerza, relativamente pequeña, en la mayor concentración posible. Pero no estaba a nuestro arbitrio el disponer cómo se nos debía atacar, y, por consiguiente, lo mejor que pudimos hacer fue dar las oportunas órdenes para que varios regimientos se prepararan a realizar las separadas embestidas.

Capítulo XIII

El ataque

Lentamente, sin la menor apariencia de apresuramiento o excitación, las tres columnas continuaron su avance. Al llegar a unas quinientas varas de nosotros, el cuerpo del centro hizo alto en el arranque de una de las laderas más fáciles y despejadas de la colina, para que las alas tuvieran tiempo de circunvalar nuestra posición, cuya figura, creo ya dijimos, era la de una herradura con su concavidad vuelta a Loo, a fin de que el triple asalto fuera simultáneo.

—¡Oh! ¡un
gátling
aquí —exclamó Good al contemplar las apretadas falanges del enemigo— un
gátling
aquí y en veinte minutos limpiaría la llanura! Pero no lo tenemos, y es tonto suspirar por él. Sin embargo, ¿por qué no arriesga usted un disparo, Quatermain? Déjenos ver cuánto se puede usted acercar a aquel prójimo de elevada talla, jefe de un regimiento, si no me equivoco. Dos contra uno a que lo yerra, y un doblón de a cuatro, a la par, pagaderos con toda honestidad, si libramos bien de este trance, a que la bala no cae en diez varas a la redonda.

Quemado por sus palabras, cargué mi rifle y esperé hasta que el aludido individuo se separó unos diez pasos de su gente, acompañado por un ordenanza, para examinar nuestra posición; entonces, acostándome boca abajo en el suelo y apoyando mi arma en una roca, le apunté cuidadosamente. Como la mira sólo llegaba a trescientas cincuenta varas, calculando a ojo la caída de la trayectoria, dirigí la línea de puntería al centro de su cuello para que la bala lo hiriera en el pecho. Nuestro hombre permanecía inmóvil, circunstancia en extremo favorable para mí; pero, fuera a causa del viento o bien que mi blanco en realidad estaba a tiro muy largo, he aquí lo que ocurrió. Dándolo por cosa hecha en mi interior, apreté el disparador y cuando el humo se disipó, vi con tamaña contrariedad, que continuaba en pie sin injuria alguna, mientras que su ordenanza, a unos tres pasos a su izquierda, había rodado sobre la hierba, en apariencia muerto.

El jefe a quien dedicara mi caricia dio media vuelta y corrió desoladamente hacia su fuerza.

—¡Bravo, Quatermain! —gritó Good— buen susto le ha dado usted.

Me cegué de cólera, pues nada me molesta tanto como errar un blanco en público. Cuando uno tiene solamente una habilidad, pone todo su amor propio en conservar la reputación que por ella haya adquirido; así, pues, desesperado por mi fracaso, arriesgueme a una verdadera temeridad. Cubrí al citado jefe en su precipitado escape e hice fuego en un abrir y cerrar de ojos, con el segundo cañón de mi arma. El pobre diablo alzó los brazos y cayó de boca en el suelo. Esta vez había sido certero; y, lo digo como prueba de lo poco que nos ocupamos de los otros cuando nuestro orgullo o nombre están interesados en un asunto; fui lo bastante bruto para sentirme extremadamente complacido con aquel espectáculo.

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