Seguimos avanzando y cuando estuvimos cerca de la primera compañía pudimos contemplar, llenos de asombro, el conjunto más espléndido de hombres que jamás yo haya visto. Todos eran veteranos, como de cuarenta años de edad, y ninguno medía menos de seis pies de estatura. Llevaban en la cabeza grandes plumeros negros, ceñían la cintura y la pierna derecha por debajo de la rodilla con una serie de rodajas blancas, hechas de cola de buey, y tenían en la mano izquierda, escudos redondos, próximamente de veinte pulgadas de diámetro. Estos escudos eran muy curiosos: estaban formados por una plancha de hierro y forrados con una piel de buey tan blanca como la leche. Las armas ofensivas de estos soldados eran tan sencillas como terribles; consistían en una lanza, con moharra de doble filo, de seis pulgadas de anchura en su parte mayor y asta de madera, y tres grandes cuchillos, cada uno de peso de dos libras. Las lanzas no eran armas arrojadizas, como el «bangwan» o azagaya de combate de los zulúes, sólo se emplea en las luchas cuerpo a cuerpo, y las heridas que causa son horribles. Llevaban los cuchillos, uno en la especie de cinturón que ya he descrito y otros dos en el reverso del escudo. Estos cuchillos, llamados
tolas
entre ellos, hacen las veces de las azagayas arrojadizas de los zulúes. Un guerrero kukuano puede lanzarlos con notable destreza a cincuenta varas de distancia, y en los combates acostumbran, al cargar sobre el enemigo, arrojárselos en disparo general, antes de cerrar con él.
Cada compañía, perfectamente alineada, parecía estar compuesta de estatuas de bronce; tal era la inmovilidad y silencio con que esperaban en su posición de firmes, hasta que comenzábamos a pasar por delante de ellos. En este momento y a una señal de sus capitanes que, distinguidos por una zamarra de piel de leopardo, formaban al frente y dentro de sus respectivas fuerzas, todas las lanzas se alzaban a un tiempo y trescientas gargantas confundían en un solo y estentóreo grito el «kum» con que saludan a sus reyes. Cuando rebasábamos la línea que cada una cubría cambiando de frente, venía a formar a nuestras espaldas, siguiéndonos en la marcha hacia el kraal, y en breve todo el regimiento «Gris» (llamado así por el color de sus escudos) los triarios del pueblo kukuano, hacían vibrar el suelo bajo el golpe vigoroso de su uniforme paso.
Por fin, desviándonos del gran camino de Salomón llegamos al ancho foso que circundaba al kraal; por lo menos medía una milla de longitud y como desde lejos advirtiera, servía de defensa a una resistente palanquera de gruesos troncos.
Este foso estaba salvado en la puerta de la plaza por un puente levadizo algo primitivo, y al acercarnos a ella, su guardia lo dejó caer para franquearnos la entrada. El kraal estaba muy bien dispuesto; atravesábalo por el centro, de un extremo a otro, una espaciosa avenida, cortada en ángulo recto por varias calles transversales, de modo que las chozas se agrupaban en manzanas cuadradas, correspondiendo cada una a una sola compañía. Las chozas eran de forma cónica y, a la usanza de los zulúes, estaban fabricadas con paredes de bien tejidos zarzos y buenos techos de hierba, pero, como aquellas, no carecían de puertas, teniéndolas bastante grandes para que se pudiese entrar sin necesidad de bajarse. Eran, además, mucho mayores y las rodeaba una galería de seis pies de ancho, con piso de arena perfectamente apisonado. A lo largo de la avenida, atraídas por la curiosidad, se aglomeraban centenares de mujeres que, para ser africanas, tenían un aspecto en extremo agradable. Altas y graciosas, con el cabello corto, pero más bien crespo que envedijado, ofrecían ejemplos muy frecuentes de facciones aguileñas, sin que las afeara el grueso y abultado labio que distingue a la mayoría de las razas de aquella parte del mundo. Sobre todo, lo que más nos llamó la atención, fue el aire digno y reposado con que nos observaban, dando con ello evidente prueba de tan buena educación, dentro de sus costumbres, como la que distingue a las damas más avezadas a la vida del buen tono; y difiriendo mucho en este particular de las zulúes y de las masáis que habitan al Este de Zanzíbar.
La curiosidad las había traído hasta aquel lugar, pero ni una palabra, ni una contracción del rostro, nada, en fin, vimos en ellas a medida que cansados pasábamos por su frente, que pudiera hacer conocer la impresión que producíamos. Ni aun cuando Infadús les señalaba con disimulado ademán, la maravilla de las preciosas piernas blancas del pobre Good, dejaban reflejar en la mirada, la intensa admiración que sin duda alguna debían de despertar en sus espíritus. Fijaban los negros ojos sobre sus alabastrinas formas y nada más, pero esto era ya demasiado para el modesto marino.
Cuando llegamos al centro del kraal, Infadús se detuvo a la puerta de una espaciosa cabaña, rodeada a cierta distancia por otras más reducidas.
—Entrad, hijos de las estrellas, entrad y dignaos descansar un poco bajo nuestro humilde techo. En breve os traerán algunos alimentos para que el hambre no haga holgar los ceñidores que oprimen vuestras cinturas: alguna leche, alguna miel, una o dos terneras, y varios corderos; no lo mucho que yo quisiera, pero, al fin, lo escaso que puedo brindaros.
—Gracias, Infadús, ahora deja que descansemos de nuestro fatigoso viaje por las regiones de los aires.
Enseguida entramos en la cabaña que encontramos convenientemente preparada para nuestro alojamiento. Varias camas de pieles curtidas nos ofrecían un lecho como hacía tiempo no teníamos, y vasijas llenas de agua limpia nos invitaban a librarnos del polvo de la jornada.
Apenas nos habíamos hecho cargo del local cuando oímos unos gritos afuera y yendo a la puerta vimos una hilera de damiselas que nos traían leche, harinas cocidas y un jarro de miel. Detrás de éstas varios mozos conducían una gorda ternera.
Recibimos el presente y uno de los jóvenes, desenvainando su cuchillo, degolló al animal, que en diez minutos estuvo desollado y descuartizado. Separada la mejor carne para nosotros, distribuí la restante, en nuestro nombre, a los guerreros que nos rodeaban, quienes se alejaron con ella para repartirse la dádiva de los blancos.
Umbopa, ayudado por una joven de extraordinaria belleza, comenzó a preparar nuestra comida, cociendo la carne que nos reservamos, en una gran marmita de barro, al calor de una pequeña hoguera que hizo fuera de la cabaña, y cuando ya iba a estar a punto, enviamos una invitación a Infadús, para que con Scragga viniera a comer con nosotros.
Aceptaron, y a poco, sentados en unos de los banquillos, que había en la cabaña, porque, los kukuanos no acostumbran a sentarse en cuclillas como los zulúes, nos ayudaban a concluir con nuestra comida. El viejo militar, Infadús, nos trató con suma amabilidad y cortesía, pero nos pareció que el joven nos miraba con algún recelo. En un principio había sido, como todos los que le acompañaban, completamente subyugado por nuestro color y nuestras facultades mágicas; pero creo que al descubrir que comíamos, bebíamos y dormíamos como cualquier otro mortal, su temor comenzó a ceder dejando lugar a malévolas sospechas y peores intenciones, que nos tenían poco menos que sobre ascuas.
Durante la comida, sir Enrique quiso que yo tratara de averiguar si nuestros comensales sabían algo de su hermano; si le habían visto o habían oído hablar de él; pero después de pensarlo, creí prudente dejar para más tarde esa investigación.
Terminada la comida cargamos nuestras pipas y las encendimos, cosa que dejó atónitos a Infadús y a Scragga, prueba evidente de que los kukuanos desconocen tan deliciosa costumbre. La planta crece abundantemente en su suelo; pero a igual de los zulúes sólo la emplean para hacer rapé y la desconocieron por completo bajo el nuevo aspecto con que se les presentaba.
Pregunté a Infadús cuándo proseguiríamos el viaje, y con placer oí que todo estaba preparado para ponernos en camino a la mañana siguiente; habiendo, al efecto, despachado ya varios correos al rey Twala, avisándole nuestra próxima llegada. Según entendí, éste se hallaba en la residencia principal, denominada Loo, disponiéndose para la gran fiesta que anualmente se celebra en la primera semana de junio, a la que concurren todos los regimientos, excepto los que quedan de guarnición en las principales kraales del país, para formar en parada delante del rey; y en la cual se lleva a efecto la gran «cacería de las brujas».
Debíamos partir al amanecer, acompañados por Infadús, quien esperaba que, si no nos detenía un accidente o algún río crecido, llegaríamos a Loo durante la noche del segundo día.
Cuando nos hubieron participado todos estos informes, se retiraron dándonos las buenas noches; y, habiendo convenido en establecer un turno de vigilancia, tres de nosotros echados sobre las pieles comenzaron a gozar el dulce sueño del fatigado caminante, mientras que el cuarto estaba alerta contra una posible traición.
El Rey Twala
No creo necesario pasar a detallar todos los accidentes de nuestro viaje hasta Loo; duró dos días, y lo hicimos por el gran camino de Salomón que se dirige directamente al centro de la tierra de los kukuanos. Basta el decir que según nos internábamos en aquel país, aumentaban la riqueza de su suelo y el número de los kraales, rodeados siempre por una ancha faja de terrenos cultivados. Todos estaban edificados con arreglo a los mismos principios que observamos en el primero, y perfectamente guarnecidos. En la tierra de Kukuana, lo mismo que en Alemania, y en las tierras de los zulúes y de los masáis, todo hombre que puede llevar las armas es soldado; por consiguiente, la fuerza entera de la nación es hábil para la guerra, sea ofensiva o defensiva. Por el camino encontramos millares de guerreros que con rápido paso marchan a Loo para asistir a la gran revista y fiesta anuales, y por mi parte, aseguro que jamás había visto tantas tropas en movimiento. El segundo día de nuestro viaje, nos detuvimos a la puerta del sol, para descansar un rato sobre la cima de una eminencia que el camino cortaba, y desde aquel lugar distinguimos a Loo en medio de una fértil y preciosa llanura. Demasiado espaciosa para ser una población nativa, medía unas cinco millas de circunferencia, la rodeaban de cerca varios kraales que en las grandes ocasiones servían de cantones para los regimientos allí concentrados, y como dos millas al Norte de ella, se veía una curiosa colina en forma de herradura que estábamos destinados a conocer mejor.
Su situación era admirable; corría por su centro un río, tal vez el mismo que vimos desde el Sheba, y las dos porciones en que la dividía parecían estar en comunicación por varios puentes. A sesenta o setenta millas más allá en la dirección del camino, se levantaban de la llanura tres grandes montañas nevadas dispuestas como las puntas de un triángulo, y de aspecto completamente desemejante al de los picos del Sheba, pareciendo irregulares y casi a plomo en vez de suaves y redondeadas.
—Allí concluye el camino —dijo, Infadús, al vernos mirar hacia aquellos picachos que los kukuanos llaman las «Tres Brujas».
—¿Por qué termina allí? —le pregunté.
—¿Quién puede saberlo? —contestó encogiéndose de hombros— las montañas están llenas de cuevas y una profunda sima las separa. A ellas venían a buscar los hombres de las remotas edades aquello que les atraía a esta tierra, y en ellas está hoy la sepultura de nuestros reyes, en un paraje denominado la «Morada de la Muerte».
—¿Y qué era lo que venían a buscar?
—No lo sé. Mis señores que bajan de las estrellas, ¿acaso lo ignoran?
Nos dirigió una rápida mirada, por la que comprendimos sabía más de lo que nos había dicho.
—Sí, tienes razón, en las estrellas se saben muchas cosas, y para que te convenzas, te diré que los hombres de las antiguas edades venían a buscar en esas montañas piedras relucientes, bonitas baratijas y hierro amarillo.
—Sabio es mi señor —contestome fríamente— a su lado soy un niño y no puedo hablar de tales cosas con él. Debéis dirigiros a Gagaula la vieja, que reside cerca del rey y es sabia también, casi tanto o tanto como mi señor.
Al pronunciar esta última palabra se alejó. Tan pronto como estuvo a alguna distancia volvime a mis compañeros y señalando hacia las montañas dije:
—Allí están las minas de diamantes de Salomón.
Umbopa estaba con ellos, al parecer sumido en uno de aquellos momentos de abstracción tan comunes en él, sin embargo, oyó mis palabras y me dijo:
—Sí, Macumazahn, indudablemente allí están los diamantes, y los obtendréis, ya que los blancos son tan aficionados a esas fruslerías como al dinero.
—¿Cómo sabes eso, Umbopa? —preguntele con bastante acritud porque nada me agradaban sus misterios.
—Lo he soñado durante la noche. —Y sonriendo giró sobre los talones y se alejó de nosotros.
—¿Qué le pasa a nuestro bronceado amigo? Parece que sabe más de lo que dice. Y, a propósito, Quatermain, ¿ha podido él averiguar algo respecto, de… de mi hermano?
—Nada absolutamente, ha preguntado a todos los que han hecho amistad con él, y le han respondido que nunca, hasta ahora, se había visto a un blanco en el país.
—¿Cree usted que pueda haber llegado hasta aquí?, —preguntó Good— nosotros lo hemos podido realizar milagrosamente ¿y lo conseguiría él, de igual manera, sin el auxilio del mapa?
—No lo sé —contestó sir Enrique, con entristecido acento— pero sea como sea, algo me dice que lo encontraré.
En este momento el sol lanzó su rayo postrero desde el lejano horizonte y la noche, tendiendo rápida su manto sombrío, sumió la tierra en completa obscuridad, pues, según creo haber dicho, en estas latitudes el crepúsculo no existe, y la noche sucede al día, tan violenta y repentinamente como el sueño a la vigilia, como la muerte a la vida. A poco de quedar en completas tinieblas, aparecieron en el Oriente suaves y vagas tintas, que creciendo gradualmente en intensidad, se derramaron por la bóveda del cielo y, por último, inundaron la tierra en dulce y misteriosa refulgencia, al asomar la luna su creciente y argentado disco.
Las estrellas, un momento hacía vivas y centelleantes, palidecían más y más a medida que serena y majestuosa se alzaba entre ellas la casta reina de la noche, así como palidecen hasta desvanecerse las hazañas de los héroes de la espada, en presencia de los grandes hechos de los héroes del amor, los bienhechores de la humanidad. Absortos, con el corazón palpitante, contemplábamos la grandiosidad de un espectáculo, del que apenas teníamos conciencia y por consiguiente imposible nos sería describir.