Las minas del rey Salomón (32 page)

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Authors: H. Rider Haggard

Tags: #Aventuras

BOOK: Las minas del rey Salomón
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Puse, mi mano sobre su brazo y le dije:

—Ignosi, contéstame: cuando vagabas por los del Zulú, y entre los hombres blancos de Natal, ¿tu corazón no te arrastraba hacia la tierra de que tu madre te hablara, en donde viste la luz del día y jugabas cuando pequeñuelo, la tierra en donde estaba tu hogar?

—Sí, Macumazahn, así era.

—Pues de igual manera, nuestro corazón nos arrastra a nuestra tierra, al lugar donde nacimos.

—Sucedió un momento de silencio: cuando Ignosi lo rompió, su tono era bien distinto.

—Bien veo que tus palabras Macumazahn, ahora como siempre, son sabias y justas: el que hiende los aires no desea arrastrarse por el suelo; el blanco no quiere vivir al nivel del negro. Sea así, os iréis; mi corazón os llorará por muertos, que en realidad morís para mí, porque jamás nuevas de vosotros llegarán a mis oídos.

»Pero oídme y llevad a todos los blancos mis palabras. Ningún otro hombre de vuestro color atravesará las montañas, si es que no pierde la vida antes de que las logre pisar. No quiero ver un solo traficante, con sus fusiles y su ron. Mi pueblo combatirá con sus lanzas y beberá agua, como sus padres y los padres de sus padres. No consentiré que persona alguna, ocultando mundanas miras con palabras de cielo, venga aquí a enseñarle la servidumbre para con ellos, y la rebelión para con el Rey, preparando el terreno a los ambiciosos blancos de quienes son los precursores. Si un hombre de vuestra raza llama a mis puertas, lo haré desandar su camino; si vienen cientos los rechazaré; si llega un ejército lo combatiré con todas mis fuerzas y no prevalecerá contra mí. Nadie venga en busca de las piedras relucientes; no, ni aún con un ejército, porque si así fuera, mandaría un regimiento para que cegase el gran pozo, derribase las columnas de la cueva y rellenase ésta con roca, de modo que nadie pueda siquiera llegar a la puerta de que me habéis hablado, cuyo secreto se ha perdido para siempre.

»Pero para vosotros tres, Incubu, Macumazahn y Bougwan, el camino jamás se cerrará; porque, sabedlo, os amo más que a todo cuanto respiro. ¡Sin embargo, me dejáis!

»Infadús, mí tío y mi induna os acompañará con un regimiento. Hay, según he sabido, otro camino que cruza las montañas, él os lo mostrará. ¡Adiós, hermanos míos, valientes blancos! ¡No me veáis más, porque mi corazón no lo resiste! Atended, mandaré y mi mandato se hará público de montaña a montaña, que vuestros nombres, Incubu, Macumazahn y Bougwan, sean como los nombres de los Reyes muertos, y el que los pronuncié morirá
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. Así nuestra memoria vivirá eternamente en nuestra tierra.

»Idos ahora, antes que mis ojos se deshagan en llanto como los de una mujer. Allá, cuando volviendo la vista atrás, miréis a la senda por donde habéis marchado, o cuando, ya viejos, os reunáis y acurruquéis delante del fuego, porque el sol no calienta vuestra sangre; recordaréis cómo, hombre contra hombre, peleamos en aquella gran batalla, que, debo a tus sabias palabras Macumazahn; cómo marchabas a la cabeza de aquella ala que hirió de muerte a Twala por el flanco, Bougwan; mientras tú, Incubu, en el centro de los Grises, te abalanzabas sobre los enemigos, que caían bajo tu hacha como las mieses al golpe de la hoz; si, y cómo domaste la fiereza del salvaje toro (Twala), y abatiste su orgullo. ¡Adiós, para siempre, Incubu, Macumazahn y Bougwan, mis señores y mis amigos!

Se puso de pie, nos miró fijamente con elocuente angustia por algunos segundos, y enseguida se echó sobre la cabeza una punta de su zamarra para ocultarse el rostro.

Entonces nos alejamos cabizbajos y silenciosos.

A la siguiente mañana, y con los rayos del alba, salimos de Loo, en compañía de nuestro viejo amigo Infadús, quien estaba desconsolado por nuestra partida, y del regimiento de los Búfalos, que nos servía de escolta. No obstante lo temprano de la hora, la avenida principal de la población, de un extremo a otro y por ambos lados, estaba materialmente cuajada de un gentío, que nos honró con el saludo real a medida que desfilábamos a la cabeza del regimiento, mientras las mujeres, colmándonos con sus bendiciones por haber librado su tierra del tirano y cruel Twala, cubrían con espesa alfombra de flores el camino que seguíamos. En realidad el espectáculo fue conmovedor y muy distinto de lo que uno está acostumbrado a ver entre los nativos.

Un incidente muy jocoso, sin embargo, vino a turbar la seriedad del momento y, lo que, mucho celebré, a provocar nuestra dormida risa.

Ya, a la salida de la población, una agraciada joven, se nos acercó presurosa con un precioso ramo de fragantes azucenas, que presentó a Good (en general todas se aficionaban a nuestro amigo, a mi parecer, atraídas por su lente y solitaria patilla, que le daban simulada belleza) diciéndole, quería pedirle una merced.

—Habla.

—¡Mi señor! Te suplico muestres, a tu criada tus hermosas piernas blancas para que las pueda contemplar, recordarlas los días de su vida y hablar de ellas a sus hijos; tu criada ha caminado sin sosegar cuatro soles para verlas, porque la fama de ellas está en todas las bocas, de un lado al otro de nuestra tierra.

—¡Que me cuelguen si hago tal! —exclamó Good, impaciente.

—¡Vamos, vamos! mi querido amigo —dijo sir Enrique— usted no debe resistirse a los ruegos de una señorita.

—No y mil veces no —replicó con obstinación— eso, nada tiene de decente.

Sin embargo, al fin hubo de ceder y se me arremangó los pantalones, hasta las rodillas, en medio de las entusiastas aclamaciones de la multitud de mujeres que nos rodeaba y especialmente de la complacida joven, viéndose obligado a seguir en tal guisa, hasta llegar a las afueras de la población.

No creo que las piernas de Good vuelvan a producir semejante admiración. Sus maravillosos dientes y aún su «trasparente ojo» llegaron en cierto modo a vulgarizarse, pero sus piernas, jamás.

Durante la jornada, Infadús nos dijo que había otro paso en las montañas, al Norte del gran camino de Salomón; o, mejor dicho, que había un lugar por donde se podía atravesar la escarpada y altísima muralla, que se alzaba entre el desierto y Kukuana. Según parece, dos años antes, varios cazadores kukuanos habían descendido por este sitio al seco arenal en busca de avestruces, cuyas plumas eran muy estimadas para sus penachos de guerra; y en la cacería, alejándose de la cordillera, se encontraron muy apurados por la sed. En tales circunstancias, descubrieron una arboleda en el horizonte, caminaron hacia ella y llegaron a un fértil oasis de buena extensión y abundantemente regado. Por esta parte nos aconsejó Infadús, efectuáramos nuestro regreso, y la idea nos pareció excelente, tanto porque evitábamos los rigores del frío en la helada garganta del Sheba, cuanto no nos exponíamos a los tormentos de la sed, habiendo, según afirmaban algunos de aquellos cazadores que como guías nos acompañaban, otros oasis en el interior del desierto, visibles desde el primero
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.

Viajando descansadamente, al anochecer del cuarto día nos hallamos por segunda vez en la cumbre de las montañas, límite de Kukuana, unas veinticinco millas al Norte del Sheba, y nuestros ojos descubrieron la arenosa superficie del dilatado desierto.

Al amanecer del día siguiente nos guiaron al arranque de un precipitoso descenso, por el cual debíamos bajar dos mil y más pies para ganar la estéril llanura.

Allí nos despedimos de aquel leal amigo, del viejo y esforzado guerrero, de Infadús, quien con aguados ojos y conmovido acento nos deseó todo género de bienandanzas.

—Nunca, mis señores, tornaré a ver otros semejantes a vosotros. ¡Ah! Incubu, ¡qué manera de batallar! ¡cómo en la pelea tendía a los hombres a sus pies! ¡Ah, qué tajo, qué tajo formidable aquel con que hiciste rodar por el polvo, la cabeza de mi hermano Twala! ¡Fue hermoso… admirable! No espero ver otra igual, excepto, tal vez, en mis felices sueños.

Nos entristeció mucho separarnos de él; Good lo sintió tanto que le dio como recuerdo ¿qué piensan ustedes? pues nada menos que un lente; uno que llevaba reservadamente de repuesto. Este presente encantó a Infadús, no desconociendo lo mucho que acrecentaría su prestigio la posesión de aquella prenda, la que después de varias infructuosas tentativas, logró tener delante de su ojo derecho. Y por cierto que no he visto cosa más rara que el aspecto del viejo general con el citado vidrio. Palpable es, que, lentes no hacen juego con zamarra de piel de leopardo y penachos de plumas de avestruz.

Entonces, habiéndonos asegurado de que nuestros guías llevaban abundante prevención de víveres y agua, aturdidos por el atronador saludo de despedida que nos dieron los Búfalos, apretamos con efusión la mano del viejo veterano y comenzamos nuestro peligroso descenso. Ardua cosa fijó aquella marcha cuesta abajo, pero al fin y sin accidente alguno, a la puesta del sol nos deteníamos en la planicie.

—Saben ustedes —dijo sir Enrique aquella noche, mientras sentados alrededor de una hoguera, mirábamos la unida cresta que corría por encima de nuestras cabezas— saben ustedes que hay en el mundo parajes peores que Kukuana, y que he pasado temporadas más infelices que la de estos dos últimos meses, aunque jamás me han ocurrido sucesos tan singulares.

—¡Ojalá pudiera volver a lo pasado! —dijo Good exhalando un suspiro.

Por mi parte reflexioné que todo es bueno cuando termina bien; pero que nunca, en una larga vida de apuros, había pasado por otros como los que recientemente experimentaba. ¡El recuerdo de la batalla todavía me helaba la sangre, y en cuanto a nuestros sufrimientos en la recámara del tesoro!…

A la siguiente mañana, emprendimos una fatigosa marcha por el desierto, llevándonos los cinco guías una buena cantidad de agua, y acampamos por la noche al raso, prosiguiendo el viaje con el alba del consecutivo día.

A mitad del tercero de nuestra jornada, descubrimos los árboles del oasis de que los guías hablaban, y una hora antes de la puesta del sol, caminábamos otra vez por encima de las hierbas y oíamos el suave rumor de un arroyuelo.

Capítulo XX

¡En el oasis!

Y ahora quizá llegamos a la más extraña de todas nuestras aventuras y a la que mejor demuestra cuan maravillosamente se enlazan los sucesos.

Caminaba tranquilo algunos pasos delante de mis dos compañeros, siguiendo la orilla de la corriente que salía del oasis para perderse a poco, absorbida por las secas y ardorosas arenas, cuando de improviso, quedeme como clavado en el suelo y me froté los ojos, dudando de lo que veía. A unas veinte varas a mi frente, en un lugar encantador, protegida por las ramas de una especie de hoguera y cerca del arroyuelo, se alzaba una reducida choza, construida al estilo de la de los kafires, con hierbas y mimbres, pero que en vez de una entrada de colmena, tenía una puerta de racional tamaño.

—¿Qué significa esto? —me pregunté— ¿qué diantre hace esa choza aquí? No acababa de formularme estas preguntas, cuando, abriéndose la puerta, dio paso a un hombre blanco, vestido de pieles y con una desmesurada barba negra. No cabía duda, el sol me había trastornado el cerebro. Aquello no podía ser sino una alucinación. Ningún cazador se arriesgaba a venir a estos lugares y, mucho menos a establecerse en ellos. Yo le miraba asombrado, de igual manera él a mí, y así estuvimos hasta que llegaron sir Enrique y Good.

—Decidme ¿es aquel hombre un blanco o estoy viendo visiones?

Sir Enrique y Good volvieron las caras en la dirección que les indicaba y antes que tuvieran tiempo para despegar los labios, el hombre de la negra barba lanzó un grito y vino cojeando apresuradamente hacia nosotros. Cuando estuvo cerca, cayó al suelo con un vértigo.

De un salto sir Enrique se puso junto a él.

—¡Gran Dios! —exclamó— ¡es mi hermano Jorge! —A las voces, otro individuo también cubierto con pieles, salió de la choza y carabina en mano vino corriendo a nuestro encuentro. Al verme, dejó escapar una ruidosa exclamación.

—¡Macumazahn! ¿no me conoce, señor? Soy Jim, el cazador. Se me perdió el papel que me dio para mi señor, y hace cerca de dos años que estamos aquí. —Y el infeliz se echó a mis pies revolcándose sobre la hierba y llorando de alegría.

—¡Ah, descuidado bribón! Bien mereces que te caliente las costillas.

Entretanto el hombre de la barba negra había vuelto en sí y ya de pie, se abrazaban él y sir Enrique con extremos de cariño, pero sin pronunciar una palabra. Cualquiera que hubiese sido la causa de su mutuo disgusto (sospecho era una dama, aunque nunca se lo pregunté) evidentemente estaba todo olvidado.

—Mi querido hermano —exclamó al fin sir Enrique— ya te creía muerto. He cruzado la montaña de Salomón en busca tuya, y ahora, cuando menos lo esperaba, te encuentro, semejante a un viejo Aasvögel (buitre) escondido en el desierto.

—Hace dos años yo traté de atravesarlas —contestó con la voz vacilante del hombre que por largo tiempo no ha tenido oportunidad de hablar su idioma— pero al llegar aquí, una pesada piedra se me desplomó sobre esta pierna y me dejó imposibilitado para seguir adelante o retroceder.

En este momento Good y yo nos aproximamos a ellos, y le saludé.

—¿Cómo está usted, señor Neville? ¿ya no me recuerda usted?

—¡Vaya! ¿no es usted Quatermain? ¡Hola, y Good también! Sostenedme un momento, amigos, me acomete otro vahído… ¡La sorpresa es tan grande! ¡después de haber perdido toda esperanza, ser tan feliz!

Aquella tarde, tranquilamente acomodados en torno de una pequeña fogata, Jorge Curtis nos refirió su historia, que, aunque por otro estilo, contaba no menos accidentes que la nuestra, y en breves palabras hela aquí. Hacía poco menos de dos años, salió del kraal de Sitanda con objeto de llegar a la cordillera. Respecto a la nota que le envié con Jim, ya hemos visto que éste la había perdido, y por primera vez Jorge Curtis tuvo conocimiento de tal cosa. Pero de acuerdo con los informes que de los nativos pudo adquirir, se encaminó, no a las cumbres del Sheba y sí, al estrecho y pendiente pasaje por donde precisamente acabábamos de bajar, el que era sin la menor duda, mejor derrotero que el señalado en el plano del antiguo fidalgo don José da Silvestre. Grandes y muchas penalidades sufrieron en el desierto, mas, al cabo alcanzaron aquel oasis, donde una terrible desgracia ocurrió al hermano de sir Enrique. El mismo día de su llegada a dicho sitio, se sentó a orillas del arroyo, mientras Jim cogía la miel de una colmena de abejas sin aguijón, bastante comunes en el desierto, situada precisamente a su espalda y sobre su cabeza en el borde del escarpado, a cuyo pie descansaba. Parece que el criado en su ocupación, desprendió una enorme piedra que cayéndole a plomo sobre la pierna derecha le destrozó el hueso. Desde aquel instante Jorge Curtis quedó tan lisiado que le fue imposible avanzar o retroceder, prefiriendo morir en aquel lugar a perecer en el desierto.

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