El árbol de vida (15 page)

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Authors: Christian Jacq

Tags: #Histórico, Intriga

BOOK: El árbol de vida
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Apenas hubo entrado el Anunciador en su austera habitación, donde el anciano permanecía clavado en un sillón, el barbudo esbozó una extática sonrisa.

—¡Por fin has llegado! Te esperaba desde hace tanto tiempo… Yo sólo soy capaz de provocar picaduras de insecto. Pero tú originarás el rayo y la carnicería. Hay que poner fin a la ley de Maat y al reinado de su hijo, el faraón.

—¿Qué me recomiendas?

—Una guerra frontal está perdida de antemano. Siembra el terror en territorio egipcio con algunos fieles dispuestos a dar su vida por nuestra causa. Que algunas operaciones concretas provoquen el máximo de víctimas y extiendan el pánico entre la población. El pueblo creerá que Sesostris es el responsable, y su trono se dislocará.

—Soy el Anunciador y exijo la obediencia absoluta de los combatientes que pongas a mi disposición.

—¡La tienes! Pero tendrás que formar a muchos otros. Deja que toque tus manos.

El Anunciador se acercó.

—Es extraño… ¡Diríanse garras de halcón! Eres como yo imaginaba, feroz, implacable, indestructible.

—Si hubieras tenido los medios, ¿por dónde habrías comenzado la conquista?

—Sin dudarlo, por Siquem
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. Allí sólo hay una pequeña guarnición egipcia. La población será fácil de inflamar; puede ser una victoria espectacular.

—Vaya, pues, por Siquem.

—Llama a mis servidores y pídeles que me lleven hasta el umbral de mi casa. Que todos los partidarios de la lucha armada se reúnan.

Con pasmosa vehemencia para un hombre de su edad, el ciego predicó la guerra total contra Egipto y presentó al Anunciador como su sucesor y, a la vez, como el único jefe capaz de llevar a sus partidarios hasta la victoria.

Luego, en un último espasmo de odio, murió.

26

La pequeña ciudad de Siquem estaba adormilada bajo el sol, y la guarnición egipcia se dedicaba blandamente a sus ocupaciones diarias, entre las que el ejercicio ocupaba sólo un escaso lugar. Tras una decena de años pasados en aquel rincón perdido, el comandante no intentaba ya oponerse a los incesantes tráficos de la población local. Los responsables de las grandes familias, que tenían un número incalculable de hijos, se arreglaban entre sí. Se robaba, se asesinaba, se ajustaban cuentas golpeándose por la espalda, pero sin alterar el orden público. En este punto, el comandante se mostraba intratable: puesto que aceptaba no saber nada, no quería ver nada.

En el terreno de la fiscalidad también había renunciado. Los cananeos mentían tanto que no conseguía ya distinguir lo verdadero de lo falso. Y no disponía de un número suficiente de verificadores. Se limitaba, pues, a una recaudación mínima sobre las cosechas que querían mostrarle. Cada vez la misma comedia: sus administrados se quejaban del calor, del frío, de los insectos, del viento, de la sequía, de la tormenta y de cien calamidades más que los reducían a la miseria. El oficial ni siquiera escuchaba aquellos discursos tan aburridos que habrían dormido al más recalcitrante insomne.

Cada día oraba al dios Min, cuya capilla había sido construida al norte del cuartel para que le permitiera regresar lo antes posible a Egipto. Soñaba en ver su aldea natal del Delta, dormir la siesta en el palmeral a lo largo de un canal donde se bañaban durante la estación cálida y poder encargarse de su anciana madre, a la que no había visto desde hacía mucho tiempo.

Con perseverancia, escribía a Menfis para reclamar su traslado, pero la jerarquía militar parecía haberlo olvidado. Tomándose las cosas con paciencia, el oficial se había creado una existencia apacible donde la cerveza fuerte, a menudo de mediocre calidad, desempeñaba el primer papel.

—La caravana del norte ha llegado —le advirtió su adjunto.

—¿No hay nada que comunicar?

—No he llevado a cabo la inspección.

—Olvídala.

—Pero el reglamento…

—Los cananeos harán por nosotros el trabajo. Se entienden bien con los caravaneros sirios.

—Falsificarán los albaranes de entrega, harán trampa con la cantidad de los productos y…

—Como de costumbre —recordó el comandante—. Al parecer te has encaprichado de una indígena.

—Nos vemos, es cierto.

—¿Es bonita?

—Atractiva y muy dotada.

—No te cases con ella. Las muchachas de aquí obedecen más a su clan que a su marido, al que acaban siempre devorando.

—Uno de nuestros centinelas me ha prevenido de un principio de agitación en la entrada sur de la ciudad.

El comandante salió bruscamente de su sopor.

—¿Estás bromeando?

—No lo he comprobado, tampoco.

—¡Pues ocúpate inmediatamente de eso! Un contrato es un contrato. Si los cananeos lo han olvidado, yo se lo recordaré.

Dos horas más tarde el adjunto aún no estaba de regreso.

Presa de un mal presentimiento, el comandante ordenó a la guarnición que tomara las armas y lo siguiera. De vez en cuando no era inútil una demostración de fuerza. Y si los autóctonos habían causado el menor problema a su subordinado, iban a saber quién era la autoridad en Siquem.

En la entrada sur había más de trescientos hombres reunidos en una masa compacta. El oficial egipcio se sorprendió: la mayoría le resultaban desconocidos.

Ciertamente, con sus escasos efectivos no podría enfrentarse a semejante multitud, tanto menos cuanto a sus soldados, poco preparados para semejante enfrentamiento, les castañeteaban los dientes.

—Jefe —le sugirió uno de ellos—, tal vez haríamos mejor replegándonos.

—Encarnamos la ley y el orden en Siquem, y un montón de extranjeros no nos pondrá en peligro.

Avanzó una muchacha.

—¿Deseas noticias de tu adjunto, comandante?

—¿Quién eres?

—La mujer a quien deshonró y mancilló. Creía que me vería obligada a callar para siempre, pero ni él ni tú habíais previsto la llegada del Anunciador. Gracias a él los cananeos aplastarán Egipto.

—¡Libera de inmediato a mi adjunto!

La muchacha soltó una feroz sonrisa.

—Como quieras, comandante.

Jeta-de-Través arrojó tres sacos a los pies del oficial egipcio.

—Esto es lo que queda de ese torturador.

Con manos temblorosas, el comandante abrió los sacos. El primero contenía la cabeza de su adjunto, el segundo sus manos y el tercero su sexo.

A continuación apareció un hombre de gran talla, de barba cuidadosamente recortada y extraños ojos rojos.

—Depón las armas y ordena a tus hombres que me obedezcan —advirtió con voz suave.

—¿Quién eres?

—Soy el Anunciador, y debes someterte a mi voluntad, como todos los habitantes de Siquem.

—¡Tú debes sometimiento al representante legal de la autoridad! Si eres el instigador de este crimen serás ejecutado, al igual que sus autores.

—Esto no es razonable, comandante. Si inicio las hostilidades, tu atajo de cobardes no resistirá por mucho tiempo.

—Sígueme sin vacilar. De lo contrario…

—Te ofrezco una última oportunidad, egipcio. Obedéceme o morirás.

—Apoderaos de este rebelde —ordenó el comandante a sus hombres.

Los fieles del Anunciador se lanzaron al asalto.

Fue Jeta-de-Través el que atravesó el pecho del oficial antes de que Shab
el Retorcido
lo matara, presa de un ataque de histeria. Ninguno de los soldados corrió lo bastante para escapar de sus perseguidores.

La población de Siquem aclamó a su nuevo dueño, que la convirtió a la religión de la que era el único garante e intérprete. Puesto que su programa consistía en derribar al faraón y extender el territorio de los cananeos, éstos se adhirieron entusiasmados a la nueva ideología.

El cuartel y el templo de Min fueron arrasados entre un gran vociferio. A partir de aquel momento no sería ya levantado ningún templo a la gloria de una divinidad. Y ninguna divinidad sería representada ya en material alguno. Sólo se grabarían las palabras del Anunciador para que cada cual se empapara de ellas, repitiéndolas incansablemente.

El vencedor y sus lugartenientes se instalaron en la mansión del alcalde, lapidado por haber colaborado con los egipcios.

—Exijo la mitad de las tierras —declaró Jeta-de-Través.

—De acuerdo, pero es muy poco —consideró el Anunciador, dejando atónito a su interlocutor—. ¿Acaso tras tantos sufrimientos en las minas de cobre no mereces algo más?

—Viéndolo de ese modo… ¿Qué proponéis?

—Tenemos que formar a jóvenes combatientes dispuestos a morir por nuestra causa infligiendo profundas heridas a Egipto. ¿Te apetece ocuparte de eso?

—¡Sí, me gusta, como me llamo Jeta-de-Través! Pero no se trata de bromear. Ni siquiera entrenándolos contendré mis golpes.

—Así lo entiendo. Sólo será enviada a esa misión una élite perfectamente aguerrida. Con Shab prepararemos a las tropas que te serán confiadas. Y cada mañana explicaré al conjunto de mis fieles las razones de nuestra lucha.

Shab
el Retorcido
se sentía cada vez más orgulloso de haberse asociado tan íntimamente a semejante conquista. Las sencillas palabras del Anunciador lo colmaban y lo convertían en el más convencido de los propagandistas.

Allí, en Siquem, tomaba cuerpo la gran aventura.

27

La corte de Menfis estaba en plena conmoción. Según insistentes rumores, Sesostris, de regreso en la capital, no tardaría en reunir a los altos dignatarios que componían la Casa del Rey, verdadero cuerpo simbólico del monarca. Su función no se reducía a la de los ministros ordinarios. Comparados con los rayos del sol, su papel consistía precisamente en transmitir y hacer vivir los decretos del faraón, como expresión terrenal de la luz creadora.

Ahora bien, en aquel terreno, como en muchos otros, Sesostris acababa de efectuar una profunda reforma, reduciendo el número de responsables pertenecientes a la Casa del Rey, que funcionarían como un tribunal supremo donde se planificaría el porvenir del país.

Y todos se preguntaban, con inquietud y envidia, si sería uno de los afortunados elegidos. Algunos viejos cortesanos habían calmado los ardores de los ambiciosos recordándoles el enorme peso que los titulares soportarían sobre sus hombros.

Medes exteriorizaba su inquietud mientras aguardaba los nombramientos. ¿Conservaría su puesto? ¿Sería trasladado o, peor aún, exiliado a una ciudad de provincias? Estaba seguro de no haber cometido error alguno y, por consiguiente, de que no merecía reproche alguno. Pero ¿sabría el rey apreciar en su justo valor sus cualidades?

Cuando dos de los policías de Sobek el Protector solicitaron verlo, Medes se sintió desfallecer. ¿Qué indicio podía haber dado una pista a aquel maldito perro guardián? ¡Gergu… Gergu se había mostrado demasiado charlatán! Aquella basura no sobreviviría a su fechoría, pues Medes iba a acusarlo de mil delitos.

—Os llevamos a palacio —anunció uno de los esbirros.

—¿Por qué razón?

—Nuestro jefe os lo dirá.

Era inútil resistir. Medes no debía dejar que se advirtieran sus temores, pues tal vez pudiera alegar inocencia y conseguir convencer al monarca.

Ante Sobek le faltó valor. Ninguna de las frases que había preparado salió de sus labios.

—Su majestad me ha ordenado anunciaros que no sois ya responsable del Tesoro.

Medes oía ya cómo se cerraba la puerta de su celda.

—Ahora, os encargaréis de la secretaría de la Casa del Rey. Como tal, registraréis los decretos reales y velaréis por su ejecución en el conjunto del territorio.

Durante largo rato, Medes creyó que se había extraviado en un sueño. ¡Lo habían asociado al corazón del poder! Ciertamente, no entraba en el círculo fundamental cuyo centro era el faraón, pero se hallaba en una posición tangencial. Situado justo por debajo de los principales personajes del reino, sería el primero en conocer sus verdaderas intenciones.

Tenía que aprovechar del mejor modo aquella nueva situación.

Eran sólo cuatro en la sala de audiencias del palacio real de Menfis: Sobek el Protector, Sehotep
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, Senankh y el general Nesmontu.

Silenciosos, no se atrevían a mirarse ni a pensar que habían sido elegidos por el rey, en efecto, para formar su consejo restringido. Ninguno pensaba en los honores y sí en las dificultades que les aguardaban, sabiendo que Sesostris no admitía el fracaso ni las evasivas.

Cuando apareció el faraón, símbolo del Uno que ponía lo múltiple en armonía, se levantaron y se inclinaron. Gracias a su tocado
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, el pensamiento del monarca atravesaba el cielo a modo de halcón divino, recogía la energía solar y celebraba la más misteriosa de las comuniones, la de Ra y Osiris; por su taparrabos, que llevaba un nombre análogo al de la acacia
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, el rey testimoniaba su conocimiento de los grandes misterios, y por sus brazaletes de oro macizo, su pertenencia simbólica a la esfera divina.

El faraón se sentó lentamente en su trono.

—Nuestra principal función consiste en hacer que reine Maat en esta tierra —recordó—. Sin rectitud y sin justicia, el hombre se convierte en una fiera para el hombre y nuestra sociedad en inhabitable. Nuestro corazón debe mostrarse atento, nuestra lengua debe decidir, nuestros labios formular lo verdadero. Nos corresponde proseguir la obra de Dios y de los dioses, recomenzar cada día la creación, fundar de nuevo este país como un templo. Grande es el Grande cuyos grandes son grandes. Ninguno de vosotros puede comportarse de un modo mediocre, ninguno de vosotros debe debilitar el arte real.

La mirada del monarca se posó en Sehotep, un treintañero elegante y apuesto, de rostro fino animado por unos ojos que brillaban de inteligencia. Heredero de una rica familia, experto escriba, con el ingenio rápido hasta el punto de ser, a veces, nervioso, no era muy apreciado por los cortesanos.

—Te nombro Compañero único, Portador del sello real y Superior de todas las obras del faraón. Velarás porque se respete el secreto de los templos y por la prosperidad del ganado. Sé recto y auténtico como Tot. ¿Te comprometes a cumplir tus funciones sin desfallecer?

—Me comprometo a ello —juró Sehotep con voz conmovida.

Sesostris se dirigió luego a un cuadragenario de mejillas rechonchas y floreciente panza. Aquel aspecto de vividor, amante de la cocina refinada, ocultaba a un especialista de las finanzas públicas, de riguroso carácter, y también a un conductor de hombres tan intransigente como temido. Puesto que disponía de un limitado sentido de la diplomacia, con frecuencia topaba con los halagadores y los holgazanes.

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