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Authors: Christian Jacq

Tags: #Histórico, Intriga

El árbol de vida (21 page)

BOOK: El árbol de vida
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—Te tomaré en mis brazos —le anunció Iker— y te cuidaré.

Con los grandes ojos marrones llenos de terror, estaba claro que el asnecillo no guardaba un buen recuerdo de sus primeros contactos con la especie humana.

Para calmarlo, Iker se sentó a su lado e hizo un primer intento de caricia. El asnecillo tembló de miedo, convencido de que iban a golpearlo de nuevo. El contacto de una mano dulce y afectuosa lo sorprendió y lo apaciguó. Poco a poco, el joven escriba se ganó su confianza.

—Hay que salir de aquí y alimentarte.

El asno no pesaba demasiado. Iker temía una reacción violenta; sin embargo, por el contrario, su protegido se abandonó, sintiéndose seguro por fin.

Bruscamente, cuando su salvador tomaba el camino que llevaba a los campos de cultivo, el asno se agitó y gimió. No era difícil adivinar la razón de su temor: un campesino armado con una horca se acercaba a ellos a grandes zancadas.

—Arroja ese monstruo al pantano para que sea devorado por los cocodrilos —gritó.

—¿Dónde ves un monstruo? Sólo es un borrico herido y hambriento.

—¡No lo has mirado bien!

—Creo que sí, y he comprobado que había sido maltratado. Si eres el culpable de eso, serás condenado.

—¿Culpable de haberme librado de una criatura maléfica? ¡Más bien me felicitarán!

—¿Por qué lo acusas así?

—Te lo enseñaré.

—No, no te acerques.

—¡Mira en su nuca! ¡Mira la marca!

Iker advirtió la presencia de algunos pelos rojizos.

—¡Esta bestia es una criatura de Set, traerá desgracia!

—El ibis de Tot me ha llevado al lugar donde tú habías abandonado al borrico tras haberlo golpeado. ¿Crees que el dios de los escribas es incapaz de discernir el mal?

—Pero la mancha… ¡Los pelirrojos son criaturas de Set!

—Tal vez ésta posea su fuerza, tras haber sido purificado por el ibis de Tot.

—¿Y tú quién eres?

—Un aprendiz de escriba de la clase del general Sepi.

El tono del campesino cambió.

—Bueno, tal vez podamos arreglarnos. Este borrico es de mi propiedad, pero te lo doy a condición de que no me denuncies.

—Pides mucho.

—Escúchame, he creído actuar bien y, sin duda, un tribunal me absolvería. ¿Cómo podía yo prever la intervención de Tot?

—Trato hecho, amigo.

Feliz de salir tan bien librado, el campesino se largó. Casi de inmediato, el asno se relajó de nuevo.

Cuando la suave brisa procedente del norte comenzó a soplar, el borrico olisqueó el aire con interés. Finalmente, apareció en sus ojos la curiosidad por el mundo que lo rodeaba. Con la mirada llena de un infinito amor hacia su salvador despertaba a la vida.

—Tu nombre es evidente —estimó Iker—. Te llamarás
Viento del Norte
.

35

Ocultos en el Delta, a dos días de marcha hacia el noroeste de la ciudad de Imet, Jeta-de-Través y sus alumnos vivían de la caza y de la pesca. Se daban un banquete cada día y su jefe lo aprovechaba para endurecer más aún el entrenamiento. En semejante medio era fácil organizar emboscadas e imaginar defensas. Dos reclutas habían perdido la vida, pero se trataba de un número de bajas bastante satisfactorio. Demostraba que el trabajo estaba dando sus frutos y que los comandos estarían muy pronto listos para actuar.

El objetivo de Jeta-de-Través era convertirse en el jefe de la mejor pandilla de bandoleros que nunca se había visto en la tierra de Egipto. Infligiría tanto sufrimiento a sus enemigos que acabarían pronunciando con espanto su nombre.

—El vigía nos advierte de que llegan intrusos, jefe.

—No es posible… ¡Vamos a divertirnos! Todo el mundo a sus puestos.

Naturalmente, la eventualidad estaba prevista. Y la pandilla de Jeta-de-Través estaba preparada para eliminar a los que molestaban.

—¿Cuántos curiosos?

—Cuatro hombres.

—¡Demasiado fácil! Dos de nosotros se ocuparán de ellos.

Era un día fasto para Shab
el Retorcido
, pues Jeta-de-través lo reconoció justo antes de lanzar su puñal.

Salió de las cañas como una fiera junto con su acólito.

—¡Salud, camarada! ¿Has hecho buen viaje?

—Me has asustado, imbécil.

—Pero… ¿dónde está el gran patrón?

—Una patrulla de policías del desierto lo detuvo y, probablemente, lo ha llevado a Siquem.

—¿Por qué no los habéis exterminado?

—Eran demasiado numerosos. Y, además, el Anunciador nos ordenó que huyéramos.

—Triste fin para un tipo como él —deploró Jeta-de-Través.

—¿Qué estás diciendo? Iremos a Siquem y lo liberaremos.

—¡Deliras, Retorcido! ¿Crees que los egipcios cometerán el error de dejar sin vigilancia la ciudad? Allí habrá un verdadero regimiento acuartelado.

—¿No están bien formados tus alumnos?

—Para operaciones concretas, no para un choque frontal.

—No atacaremos el cuartel sino la cárcel.

—En primer lugar, estará bien custodiada, y nada prueba que logremos liberar al Anunciador; luego, sin duda, llegaremos demasiado tarde.

—¿Por qué razón?

—Porque habrá sido ejecutado. ¿Crees que el faraón tratará con mucha dulzura al cabecilla de los rebeldes?

Shab hizo una mueca.

—Tu Anunciador está muerto ya. Ir a Siquem equivaldría a un suicidio, Retorcido.

—¿Qué propones, entonces?

—Aceptemos la fatalidad y ocupémonos de nuestro propio porvenir. Con ese equipo actuaremos mucho mejor que los merodeadores de la arena.

—Sin duda, sin duda, pero el Anunciador…

—¡Olvídalo! Ahora está asándose en los hornos del infierno.

—¿Y si le han dado una oportunidad?

—¿Qué oportunidad? —se extrañó Jeta-de-Través.

—La de evadirse. Sabes muy bien que no es un hombre ordinario. Tal vez sus poderes le permitan escapar de sus enemigos.

—¡De todos modos fue detenido!

—¿Y si lo hubiera querido así?

—¿Con qué intención?

—¡La de demostrarnos que nadie puede encarcelarlo!

—Crees que tu Anunciador es un dios.

—Tiene el poder de los demonios del desierto y sabrá utilizarlo.

—Todo eso son palabras… Nosotros estamos libres, vivos y dispuestos a desvalijar a los egipcios.

—Quedémonos aquí hasta la nueva luna —propuso Shab
el Retorcido
—. Si el Anunciador no ha llegado ese día, partiremos.

—De acuerdo —concedió Jeta-de-Través—. Lo aprovecharemos para comer y beber bien. En las granjas y las villas debe de haber buenas reservas de vino y cerveza. De las mozas nos encargaremos en último lugar.

En una celda con el suelo de tierra batida había una decena de hombres, postrados todos, a excepción del Anunciador. Oculta en un faldón de la túnica de éste, la reina de las turquesas evitaba la mala suerte. De hecho, desde que había sido arrojado a aquella maloliente mazmorra, el porvenir se había aclarado, pues uno de los prisioneros se le parecía como un hermano: casi tan alto como él, con el rostro demacrado y el mismo aspecto, sólo la barba debía crecer algunos días aún. El Anunciador estaba seguro de obtener aquel plazo, puesto que los militares egipcios interrogaban a fondo a los ciudadanos antes de encargarse de los pastores detenidos en las cercanías de la ciudad y reunidos allí.

—No me conocéis —declaró—, pero yo sí que os conozco.

Unas miradas interrogadoras se alzaron hacia él.

—Sois valerosos trabajadores explotados por un ocupante tan cruel que habéis renunciado a luchar. Yo he venido para ayudaros.

—¿Te crees capaz de derribar los muros de esta cárcel? —ironizó el propietario de un rebaño de corderos.

—Lo soy, pero no como imaginas.

—¿Cómo actuarás?

—¿Habéis oído ya hablar del Anunciador?

Sólo un pastor reaccionó.

—¿No será un hechicero aliado con los demonios del desierto?

—En efecto.

—¿Y por qué va a venir a liberarnos?

—No vendrá.

—Entonces estás diciendo tonterías.

—No vendrá porque ya está aquí.

El Anunciador posó la mano en el hombro del tipo alto.

—He aquí a vuestro salvador.

—¿Él? Pero ¡si apenas sabe hablar!

—Hasta ahora no lo habéis reconocido, y ése ha sido vuestro más grave error. En menos de una semana estará listo para vencer al adversario y liberarnos.

Los pastores se encogieron de hombros, y cada uno de ellos se acurrucó en su rincón. El Anunciador comenzó a formar a su sustituto, haciéndole repetir algunas frases sencillas que los habitantes de Siquem habían oído mil veces. Satisfecho de poder escapar al clima opresivo de la cárcel, el bobalicón dio pruebas de buena voluntad.

Acababa de transcurrir una semana.

La puerta de la celda se abrió con estruendo.

—Salid todos, vamos a interrogaros —anunció un policía egipcio.

—Sólo obedecemos al Anunciador —declaró un pastor que había aceptado seguirles el juego.

El policía se atragantó.

—¡Repite eso!

—El Anunciador es nuestro guía. Él y sólo él dicta nuestra conducta.

—¿Y dónde está ese famoso guía?

—Aquí, entre nosotros.

Los prisioneros se apartaron para dejar paso al sustituto, a quien el Anunciador había puesto su turbante y su túnica.

El policía puso el extremo de su garrote en el pecho del extraño personaje.

—¿Tú eres el Anunciador?

—Yo soy.

—¿Y fuiste el que provocó el motín de Siquem?

—Dios me ha elegido para acabar con los opresores del pueblo, y lo llevaré a la victoria.

—¡Ya lo veremos! Te llevaremos ante el general Nesmontu, muchacho.

—Ningún enemigo conseguirá vencerme, pues soy el aliado de los demonios del desierto.

—Atadlo —ordenó el policía a sus colegas.

El verdadero Anunciador se acercó.

—Nosotros somos pastores —murmuró— y nada comprendemos de esa historia.

Nuestros animales nos aguardan. Si no nos ocupamos pronto de ellos lo perderemos todo.

Hijo de campesinos, el policía fue sensible a aquel argumento.

—Bueno, vamos a interrogaros. Luego, veremos.

Siguiendo el plan previsto, los pastores alegaron su total inocencia. Uno tras otro fueron liberados. La policía estaba tan satisfecha por haber descubierto al pez gordo que desdeñaba encargarse de la pequeña pescadilla.

El general Nesmontu miró con suspicacia al hombre enturbantado.

—¿De modo que eres el rebelde que ordenó la matanza de la guarnición egipcia de Siquem?

—Soy el Anunciador. Dios me eligió para vencer a los opresores del pueblo y…

—…Y los llevarás a la victoria, ya sé. Lo has repetido veinte veces. ¿Quién está detrás de ti? ¿Los asiáticos, los libios o sólo los cananeos?

—Dios me eligió para…

El general abofeteó a su prisionero.

—A veces lamento que el faraón prohíba la práctica de la tortura. A pregunta clara, respuesta clara: ¿actúas solo o por encargo de alguien?

—Dios me eligió…

—¡Ya basta! Lleváoslo y que sigan haciéndole preguntas. Cuando tenga demasiada sed, tal vez acabe hablando.

Gracias a las enseñanzas del Anunciador, el bobalicón estaba convencido de poder plantar cara a los egipcios. Ninguno de ellos consiguió arrancarle nada más que las fórmulas cuyo enunciado lo hacía imperturbable.

—Le hemos echado el guante a ese loco criminal —dijo el ayuda de campo del general.

—Considero necesaria una última comprobación: paseadlo por las calles de la ciudad.

Tras sus primeros pasos, la patrulla encargada de la misión creyó que el prisionero era sólo un impostor, pues nadie se manifestaba a su paso.

De pronto, una mujer aulló:

—¡Es él, lo reconozco!

Y un anciano exclamó:

—¡El Anunciador ha regresado!

En pocos instantes, la gente se arremolinó. Los policías disolvieron con dureza la concentración y devolvieron a su prisionero al cuartel.

—No cabe duda alguna, mi general —declaró un oficial—. Ese demente es, en efecto, el Anunciador. Si deseamos evitar disturbios hay que mostrar su cadáver a la población lo antes posible.

—Que tome el veneno —ordenó Nesmontu.

Mientras el general redactaba un largo informe para el faraón, el bobalicón se sumía en la muerte con perfecta inconsciencia. ¿Acaso el Anunciador no le había prometido que sería admitido en un palacio magnífico, poblado por soberbias criaturas, muy acogedoras, que satisfarían todos sus deseos mientras los coperos se encargarían de ofrecerle los mejores vinos?

36

Iker no había entablado relación alguna con sus condiscípulos y se consagraba exclusivamente a su trabajo. Por la noche se limitaba a una sopa de lentejas y habas hervidas, sazonada con cebolla, y a un mendrugo de pan frotado con ajo antes de encender varias lámparas alimentadas con aceite de ricino. Poco costoso, utilizado como ungüento por los más pobres, servía, sobre todo, como combustible para la iluminación.

El aprendiz de escriba copiaba los textos clásicos para grabarlos en su memoria, moldear su mano y obtener una escritura tan rápida como legible. Dibujando el pensamiento, lo hacía tan vivo que se ceñía a sus múltiples contornos. Los jeroglíficos eran mucho más que una sucesión de imágenes; en ellos resonaban los actos creadores de las divinidades para dar a cada palabra su plena eficacia.

¿Era posible prolongar la vida y hacerla coloreada escribiendo? A medida que su espíritu asimilaba los signos, que él iba transformándose en ellos y por ellos, Iker estaba cada vez más convencido de ello. Ser un simple escriba confinado a tareas administrativas no le interesaba; quería indagar el misterio de aquel lenguaje, abstracto y concreto a la vez, que había creado la civilización egipcia.

Mediante el duro trabajo, el muchacho evitaba pensar en ella. Pero al final de una frase, su rostro reaparecía y lo arrastraba a una insensata esperanza. Nunca volvería a verla, salvo si su competencia de escriba le abría las puertas de Abydos. Tal vez hubiera otras fiestas u otros ritos y ella los honrara con su presencia.

No, no iba a renunciar. Por ella se lanzaba a la conquista de la gramática, del léxico, de la acertada disposición de los jeroglíficos, que, por su colocación en la madera, el papiro o la piedra, emitían una armonía que sólo conocían los maestros de la escritura.

A menudo, Iker iba a ver a su asno, cómodamente instalado en una yacija que el muchacho cambiaba cada mañana. Provisto de un buen apetito,
Viento del Norte
engordaba a ojos vista y su herida pronto sería, sólo, un mal recuerdo.

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