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Authors: Christian Jacq

Tags: #Histórico, Intriga

El árbol de vida (23 page)

BOOK: El árbol de vida
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Infatigable hormiga, Gua fue a ocuparse de otro paciente. Y le llegó al general Sepi el turno de aparecer ante el jefe de provincia.

—¿Y vuestra salud, señor?

—Podría ser peor, pero creo que ha llegado el tiempo de la regeneración.

—Mis ritualistas están listos —declaró Sepi—. El agua de Abydos está a vuestra disposición.

—Necesitarás un escriba ayudante: ¿por qué no Iker?

El general se mostraba dubitativo.

—¿No será demasiado pronto?

—¿Es alguna vez demasiado pronto para formar a un ser cuyo camino han trazado los dioses?

—Me habría gustado tener más tiempo para prepararlo, el…

—Si es quien imaginamos —interrumpió Djehuty—, vivir ese rito lo despertará aún más. Si nos hemos equivocado, será sólo un fanfarrón más que se partirá los dientes con sus propias ilusiones.

Sepi habría deseado proteger todavía más a su mejor alumno, pero sólo podía inclinarse.

Iker seguía sin mantener el menor contacto con sus compañeros, que lo envidiaban a causa de sus excelentes resultados. Nadie dudaba de que el extranjero era el alumno más brillante de la clase, con mucha delantera sobre el segundo. No sólo percibía el sentido de arduos textos con una insolente facilidad, sino que realizaba también cualquier ejercicio como si no tuviera dificultad alguna. Y el general Sepi acababa de confiarle la redacción de un decreto referente a las modalidades de la agrimensura tras la retirada de las aguas de la crecida.

Dicho de otro modo, Iker era nombrado escriba de la provincia de la Liebre y no tardaría ya en abandonar la escuela para ocupar su primer cargo.

Tras su desventura, el muchacho interrogaba al cocinero antes de cada comida. Éste, sabiendo que sería considerado responsable de un nuevo incidente, probaba todos los platos.

—Esta noche —advirtió Sepi— cenarás más tarde. ¿Está listo tu material?

—Nunca me abandona.

—Sígueme, pues.

Iker sintió que no debía hacer preguntas. El general se mostraba recogido como un soldado dispuesto a librar un combate de incierto final.

En la orilla oriental del Nilo, en lo alto de una colina, se habían excavado las tumbas de los señores de la provincia de la Liebre. Por un lado, dominaban el río; por el otro, el desierto en el que se hundía una pista que serpenteaba entre dos acantilados.

Iluminada por numerosas antorchas, custodiada por dos soldados, la morada de eternidad preparada para Djehuty era impresionante, con su profundo pórtico aguantado por dos columnas con capiteles de hojas de palmera, su gran cámara rectangular y su pequeña capilla terminal.

Iker se quedó inmóvil en el umbral.

—Te he ordenado que me siguieras —recordó Sepi.

Con un nudo en la garganta y pasos vacilantes, el muchacho penetró en la tumba.

Djehuty estaba de pie ante la capilla del fondo. Vistiendo un simple taparrabos a la antigua, parecía más alto y más ancho que de costumbre.

De pronto, se hizo la penumbra.

Dos ritualistas con unas jarras se colocaron a uno y otro lado del jefe de provincia. La última lámpara encendida era la que llevaba el general Sepi.

—Enuncia esas fórmulas —le pidió a Iker—. Por tu voz se harán realidad.

El joven escriba leyó el papiro de un soberbio tinte dorado.

—Que el agua de la vida purifique al Señor, que reúna sus energías y refresque su corazón.

Los dos ritualistas elevaron las jarras por encima de la cabeza de Djehuty.

Iker esperaba ver salir agua de ellas, pero quedó deslumbrado por unos rayos de luz que envolvieron el cuerpo del anciano.

Obligado a cerrar los ojos, Iker se creyó víctima de una ilusión. No obstante, se obligó a abrirlos de nuevo, a riesgo de quedar cegado.

Una suave claridad revestía en aquel momento a Djehuty, que parecía haber rejuvenecido varios años.

—Deseabas conocer el «Círculo de oro» de Abydos dijo el general Sepi—; observa cómo actúa.

38

Iker no había pegado ojo en toda la noche.

Todos los detalles de la extraña ceremonia se habían grabado en su memoria, e intentaba en vano comprender el significado de las extraordinarias palabras pronuncia das por el general Sepi.

Ciertamente, debía encontrar el rastro de quienes habían intentado acabar con él y descubrir la razón de sus actos; pero también debía descubrir el misterio del «Círculo de oro» de Abydos y volver a ver a la sublime sacerdotisa de la que estaba cada día más enamorado.

Demasiadas tareas, demasiadas tareas pesadas y misiones imposibles para un muchacho solitario y sin fortuna. Pero ¡no para Iker! Naturalmente, la duda, la desesperación incluso, intentarían hundirlo mil y una veces. A él le tocaba contener sus asaltos y trazar su camino al margen de ellas.

Las pruebas y las dificultades fortalecían su determinación. Si se mostraba incapaz de superarlas, sería la prueba de su indignidad. Entonces, su vida sería inútil.

—El escriba Iker debe acudir al palacio del jefe de provincia —anunció la voz de un heraldo.

El aludido se vistió apresuradamente, tomó su material y lo puso en una de las bolsas que entonces sí que podía llevar, sin cansarse,
Viento del Norte
.

Djehuty estaba ya instalado en la más confortable de sus sillas de mano.

—Vamos —ordenó.

Iker esperaba ser incluido en una cohorte de escribas que siguieran a su dueño para anotar sus declaraciones.

Pero iba solo y, durante unos instantes, fue presa del pánico. ¿Cómo él, un principiante, conseguiría reemplazar a varios especialistas? Puesto que no le daban la opción de elegir, no retrocedería.

Djehuty siguió por el canal que atravesaba su provincia, contempló la zona verdeante y pantanosa reservada a la caza, recorrió luego parte del terreno agrícola, donde encontró a campesinos, hortelanos, viñateros y pastores. Posteriormente, visitó los talleres de los alfareros, carpinteros y tejedores, conversó también con panaderos y cerveceros, a quienes recomendó que velaran por la calidad de su producción, que había sufrido un bajón las últimas semanas.

La energía de Djehuty era sorprendente. Conocía a cada uno de sus administrados y utilizaba siempre la palabra justa, y sólo formulaba críticas constructivas. En ningún momento, el jefe de provincia dio el menor signo de fatiga.

Su escriba se mostró a la altura de las circunstancias, aunque su muñeca estuviera dolorida debido al trabajo de anotar las entrevistas.

Finalmente, Djehuty regresó a su palacio, donde sació su sed con cerveza ligera, que también ofreció a Iker, cuyo trabajo consultaba ya.

—No te las arreglas mal —estimó—. Redactarás un resumen que me servirá para comprobar si las orientaciones propuestas son, en efecto, seguidas. La discusión es importante, pero sólo los actos cuentan.

—¿Un ritual es un acto?

—Es, incluso, el acto supremo, puesto que pone en presente lo que los dioses realizaron la primera vez.

—Lo que os sucedió ayer por la noche, señor…

—Era una especie de regeneración indispensable para un hombre de mi edad con tan pesadas responsabilidades. ¿Has tomado conciencia de la riqueza de esta provincia y de la necesidad de trabajar encarnizadamente para preservarla? Aquí, nadie protesta ante la tarea. Y si alguien hace trampa, no tardo en identificarlo. Un hombre quiere destruir ese hermoso equilibrio: el faraón Sesostris. Él es nuestro enemigo, Iker.

El joven escriba se sintió turbado. El jefe de provincia no hablaba por casualidad… ¿Le estaba revelando, así, el nombre de quien había deseado su muerte?

Djehuty podía mostrarse satisfecho de la prosperidad de su agricultura, pero la falta de informaciones procedentes de la corte de Menfis lo sumía en la angustia. ¿No demostraba ese aislamiento que el rey sospechaba de su complicidad con los rebeldes de Siquem? En ese caso tendría que tomar su bastón de peregrino y federar a los demás jefes de provincia para rechazar el ineluctable ataque del faraón.

Aquélla era la opinión del general Sepi. El no creía en aquella alianza circunstancial que, desde su punto de vista, desembocaría en un lamentable fracaso, perjudicial para el conjunto de los confederados. Mejor sería negociar directamente con Sesostris e intentar hacerle admitir el punto de vista de Djehuty.

Éste vacilaba.

Y aquellas dilaciones, tan poco adecuadas a su carácter, lo hacían irritable.

Un ibis negro se posó no lejos de Iker y lo miró fijamente. Luego, dio unos pasos antes de quedar inmovilizado y de imprimir la marca de sus patas en el suelo. Con su pico grabó el vértice de un triángulo así formado antes de emprender su vuelo.

—¿Qué te parece? —preguntó Djehuty.

—He aprendido que podíamos consumir con toda confianza el agua que beben los ibis, que nos transmiten la luz de los orígenes trazando signos. He aquí uno de ellos, señor: el triángulo, primera expresión del pensamiento creador. Dicho de otro modo, cread a vuestra vez algo grande y vuestras preocupaciones desaparecerán.

—Tu profesor te ha formado bien. Esa podría ser la solución, en efecto.

En el ánimo de Djehuty acababa de nacer un increíble proyecto. Si conseguía realizarlo, incluso Sesostris quedaría deslumbrado.

—El general Sepi me ha hablado del «Círculo de oro» de Abydos —aventuró Iker—. Me gustaría…

—El general Sepi ha partido hacia una misión de duración indeterminada. Y tú vas a tener mucho trabajo. Desde esta noche residirás en palacio, donde se te ha reservado un despacho. Reunirás el conjunto de informes referentes a las fuerzas y a las debilidades de mi provincia y sacarás de ellos los elementos esenciales. Quiero saber de qué somos capaces en caso de conflicto.

Sentado en una silla de caña, Jeta-de-Través acababa de devorar una pata de gacela mientras Shab
el Retorcido
se aburría contemplando las umbelas de papiro que danzaban al viento.

—Ya hemos esperado bastante, Retorcido. Es hora de ponerse en camino.

Shab carecía ya de argumentos. Aquella vez también él sabía que el Anunciador no llegaría. Privado de semejante jefe, volvería a ser un mediocre ladrón sin porvenir.

—Hemos formado un buen equipo —dijo Jeta-de-Través—, nadie va a resistírsenos. ¡Las ricas villas del Delta son nuestras! Olvida el pasado, amigo, y en marcha hacia la fortuna.

Un grito de dolor llenó el aire húmedo de la marisma.

—El centinela… ¡El centinela ha sido atacado!

Los guerreros formados por Jeta-de-Través tomaron sus armas y se desplegaron para lanzarse contra el agresor, rodeándolo.

La aparición del Anunciador los dejó petrificados.

—¿Cuál de mis fieles se atreverá a emprenderla conmigo?

—¡Vos… Habéis escapado! —exclamó Shab, encantado.

—Caramba —exclamó Jeta-de-Través—. Caramba… ¿Habéis derribado los muros de la cárcel?

—Mejor aún: nuestros adversarios creen que han ejecutado al Anunciador. Para los egipcios ya no existo. Disponemos, pues, de una ventaja considerable: poder actuar en la sombra sin que nadie pueda sospechar de dónde proceden los golpes.

Shab
el Retorcido
bebía las palabras de su guía.

—¿No habrá que seguir extendiendo la revuelta por Canaán, señor?

—El faraón Sesostris reaccionó con extremado vigor y ha peinado con su ejército el conjunto de la región. La nueva guarnición de Siquem está compuesta por verdaderos soldados que reprimirán ferozmente cualquier intento de sedición. Pero no es eso lo más grave. Al atravesar aldeas y pueblos me he dado cuenta de la cobardía de los habitantes. Son corderos incapaces de rebelarse contra el ocupante y de dar su vida por imponer el reinado del verdadero dios. Apoyarse en ellos sería ilusorio.

—No me sorprende —declaró Jeta-de-Través—. ¡Nunca creí en esos payasos! Nosotros no somos unos gallinas.

—Sin duda tenéis un nuevo plan —aventuró Shab, inquieto.

—La aventura de Siquem ha resultado muy útil —confirmó el Anunciador.

—Entonces —intervino Jeta-de-Través—, ¿comenzamos por una granja o por una villa?

—Elige la mejor solución.

—Una granja aislada, con poco personal. Habrá que entrenarse. Por lo que se refiere al botín…

—Te lo quedarás todo. Shab, cinco hombres y yo mismo vamos a instalarnos en Menfis.

—¿Menfis?… Pero ¡si la ciudad está llena de policías!

—No cometeremos allí fechoría alguna. Muy al contrario, nos integraremos en la población como honestos comerciantes para recoger el máximo de informaciones. Debo conocer mucho mejor a ese faraón y su entorno para poder triunfar. Así pues, nos fijaremos como objetivo obtener un aliado en el propio interior del palacio.

—¡Es imposible! —consideró Jeta-de-Través.

—No hay más solución, amigo mío. Tú, gracias a tus expediciones, te enriquecerás y me proporcionarás la ayuda necesaria cuando te la exija. Y nunca pensarás en traicionarme, ¿no es cierto?

La mirada del Anunciador era más terrorífica que la de un demonio del desierto.

Jeta-de-Través supo que el hombre del turbante descifraba sus intenciones y que no tenía posibilidad alguna de engañarlo. El Anunciador le puso la mano en el hombro, y él tuvo la impresión de que unas zarpas de ave de presa se hundían en su carne.

—Tenías un ínfimo destino de ladronzuelo, y te ofrezco una estatura de asesino que aterrorice a todo un país. Deja de comportarte como un miserable bandido y comprende que el ejercicio del poder supremo descansa sobre dos zócalos: la violencia y la corrupción. Tú serás el primero; Shab, el segundo. La fortuna te recompensará, mi fiel amigo, y podrás permitirte lo que desees. Pero tendrás que ser paciente, golpear sólo con una máscara y avanzar a pasos contados.

Por primera vez, Jeta-de-Través quedó realmente convencido por el discurso del Anunciador. Aquel hombre era un verdadero jefe de guerra que sabía concebir e imponer una estrategia. Obedecerlo era una fuerza, no una debilidad.

—De acuerdo —decidió Jeta-de-Través.

39

Ante la mirada crítica del gran tesorero Senankh, unos especialistas repartían consignas al personal encargado de limpiar los canales y de consolidar los diques con vistas a la próxima crecida. Dada la magnitud de la tarea, algunos campesinos habían sido destinados al trabajo que consistía en llevar a lo alto de los terraplenes los aluviones de tierra, limpiar el fondo de los canales y las albercas y colmar las fisuras. El fuerte calor de junio hacía penoso el trabajo, pero todos conocían su importancia. Debía hacerse todo lo necesario para recoger el máximo de agua, que serviría, hasta la próxima crecida, para irrigar campos y huertos. Algunos equipos hacían reservas de leña para el invierno, otros llenaban jarras con frutos secos, recurso alimenticio indispensable durante los primeros días de la inundación, cuando el Nilo no fuera navegable. Obligados a vivir en autarquía, algunos pueblos debían preocuparse de alimentar a sus habitantes.

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