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Authors: Christian Jacq

Tags: #Histórico, Intriga

El árbol de vida (3 page)

BOOK: El árbol de vida
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En cuanto descubrieron al extranjero, los niños corrieron a su lado.

—¡Sin duda es un bandido! —exclamó uno de ellos—. Mira, el pastor lo ha capturado, y pedirá una buena recompensa por él.

El mencionado levantó su bastón para asustar a la chiquillería, que, sin embargo, no salió huyendo. Y entre un gran concierto de risas y trinos el cortejo llegó ante la casa del alcalde.

—¿Qué ocurre aquí?

—He encontrado a este muchacho en el desierto —explicó el pastor—. Como tenía las manos atadas a la espalda he desconfiado. Tengo derecho a una recompensa, ¿no?

—Eso lo veremos más tarde. Tú, entra.

Iker obedeció.

El alcalde lo empujó de forma brusca hacia una salita donde estaba sentado un hombre armado con un garrote.

—¡Llegas en el momento preciso, bribón! Precisamente estaba hablando con un policía. ¿Cuál es tu nombre?

—Iker.

—¿Quién te ha atado las manos?

—Unos marineros que me recogieron en una isla desierta antes de abandonarme cerca de aquí, para que muriera de sed.

—¡Deja inmediatamente de contar esas bobadas! Lo más probable es que seas un ladronzuelo que ha creído escapar del castigo. ¿Qué latrocinio cometiste?

—¡Ninguno, os lo aseguro!

—Una buena paliza te devolverá la memoria.

—Escuchémoslo, de todos modos —recomendó el policía.

—Si tenéis tiempo que perder… Muy bien, resolved este asunto. Yo debo ocuparme de mis graneros. Antes de llevaros a ese bandido dejadme un atestado, sólo por puro formulismo.

—Naturalmente.

Iker se preparó para recibir algunos garrotazos, pero ¿es que acaso podía decir algo que no fuera la pura verdad?

—Facilítame más detalles —exigió el policía.

—¿Para qué, puesto que no vais a creerme?

—¿Y tú qué sabes? Estoy acostumbrado a identificar a los mentirosos. Si eres sincero, nada tienes que temer.

Con voz insegura, Iker contó sus desventuras, omitiendo el sueño en el que había visto aparecer la gran serpiente.

El policía escuchó con atención.

—¿Eras, pues, el único superviviente y la isla ha desaparecido en las aguas?

—Eso es.

—¿Y tus salvadores se quedaron con las cajas?

—En efecto.

—¿Cómo se llamaba su barco?

—Lo ignoro.

—¿Y su capitán?

—Lo ignoro también.

Al responder, Iker tomó conciencia de que su relato no se sostenía. Ningún ser sensato podía concederle el menor crédito.

—¿De dónde eres originario?

—De la región de Medamud.

—¿Tienes familia allí?

—No. Un viejo escriba me dio cobijo y me enseñó los rudimentos del oficio.

—Dices que sabes leer y escribir… Haz una prueba.

El policía ofreció al prisionero una tablilla de madera y un pincel, que mojó en tinta negra.

—Tengo las manos atadas —recordó Iker.

—Voy a liberarte, pero no olvides que sé manejar el garrote.

Con aplicada escritura, el muchacho plasmó en la tablilla: «Mi nombre es Iker y no he cometido fechoría alguna.»

—Perfecto —estimó el policía—. No eres un mentiroso.

—¿Me… me creéis?

—¿Por qué iba a ser de otro modo? Ya te lo he dicho, estoy acostumbrado a distinguir a la gente sincera de la fabuladora.

—Entonces… ¿estoy libre?

—Vuelve a tu casa y considérate afortunado por haber salido vivo de semejantes peripecias.

—¿Detendréis a los piratas que querían matarme?

—Nos encargaremos de ellos.

Iker no se atrevía a abandonar la estancia. El policía comenzó a redactar su atestado.

—Bueno, muchacho, ¿a qué estás esperando?

—Tengo miedo de los aldeanos.

El policía llamó a uno de los curiosos que se habían agrupado ante la casa del alcalde.

—Tú, dale una estera y agua.

Debidamente equipado para el viaje, Iker se sentía tan perdido como en la isla del
ka
. ¿En realidad estaba libre? ¿Podía regresar a su aldea?

El policía lo vio partir, y sin aguardar el regreso del alcalde, abandonó de manera precipitada el lugar para reunirse con sus camaradas que recorrían los alrededores en busca de información sobre la tripulación de
El rápido
. Ni él ni los demás pertenecían a la policía del desierto.

6

En pleno mediodía, el ardiente sol del verano transformaba el desierto del este en un horno. Las escasas criaturas que conseguían sobrevivir en aquel infierno, como las serpientes y los escorpiones, se habían enterrado en la arena.

Sin embargo, el pequeño grupo de cinco hombres seguía avanzando. En cabeza iba un personaje longilíneo que les sacaba más de una cabeza a sus subordinados. Barbudo, con los ojos profundamente hundidos en las órbitas y los labios carnosos, parecía insensible al calor. Con la cabeza cubierta por un turbante y una túnica de lana que le caía hasta los tobillos, andaba con pasos regulares.

—No podemos más —se quejó uno de los que lo seguían.

Como sus compañeros, era un presidiario condenado por robo que, incitado por el alto barbudo, había huido de la granja donde purgaba sus fechorías mediante las diversas tareas que les encomendaban.

—No estamos aún en pleno desierto —estimó el cabecilla.

—¿Qué más quieres?

—Limítate a obedecerme y tu porvenir será radiante.

—Yo doy media vuelta.

—La policía te detendrá y te devolverá a la cárcel —le advirtió un pelirrojo al que llamaban Shab
el Retorcido
.

—¡Siempre será mejor que este infierno! En mi mazmorra me darán comida y bebida, y no tendré que andar sin parar para no ir a ninguna parte.

El barbudo miró con desdén al contestatario.

—¿Olvidas quién soy?

—¡Un loco que se cree investido de una misión secreta!

—Todos los dioses me han hablado, es cierto, y sus voces, hoy, forman sólo una, pues sólo yo poseo la verdad. Y todos los que se opongan a mí, desaparecerán.

—¡Te seguimos porque nos prometiste la fortuna! Aunque aquí no vamos a encontrarla.

—Soy el Anunciador. Los que tengan fe en mí serán ricos y poderosos; los otros, morirán.

—Tus discursos me fatigan. Nos has engañado y te niegas a reconocerlo, ¡eso es todo!

—¿Cómo es que osas injuriar al Anunciador? ¡Arrepiéntete de inmediato!

—Adiós, pobre demente.

El hombre dio media vuelta.

—Shab, mátalo —ordenó tranquilamente el Anunciador.

El pelirrojo pareció molesto.

—Vino con nosotros y…

—Estrangúlalo, y que sus miserables despojos sirvan de alimento a los depredadores. Luego, os llevaré al lugar donde recibiréis la revelación. Entonces, comprenderéis realmente quién soy.

No era el primer crimen que cometía
el Retorcido
. Atacaba siempre por detrás y clavaba en la garganta de su víctima la acerada hoja de un cuchillo de sílex.

Subyugado por el gran barbudo ya desde su primer encuentro, tenía la certeza de que el jefe de la banda, cuyas palabras cortaban como una navaja, lo llevaría lejos. Sin apresurarse, el pelirrojo alcanzó al fugado, lo ejecutó limpiamente y se reunió con el grupito.

—¿Tendremos que andar mucho aún? —preguntó.

—No temas —respondió el Anunciador— y limítate a seguirme.

Aterrorizados por la escena que acababan de presenciar, los otros dos ladrones no se atrevieron a abrir la boca para protestar. También ellos estaban subyugados por su guía.

No brotaba ni una gota de sudor de la frente del Anunciador, y su porte apenas se veía afectado por la menor sensación de fatiga. Además, daba la impresión de saber perfectamente adonde iba.

A media tarde, cuando sus compañeros estaban a punto de desfallecer, se detuvo.

—Aquí es —afirmó—. Mirad bien el suelo.

El desierto había cambiado. Aquí y allá se veían placas blanquecinas.

—Rasca y pruébalo, Shab.

El pelirrojo se arrodilló.

—Es sal.

—No, es la espuma del dios Set que brota de las profundidades del suelo, y que está destinada para que yo sea más fuerte e implacable que el propio Set. Esta llama destruirá los templos y los cultivos, aniquilará el poder del faraón para que reine la verdadera fe, la fe que voy a propagar por toda la tierra.

—Tenemos sed —recordó uno de los ladrones—, y eso no va a calmarla.

—Shab, dámela en gran cantidad.

Ante la pasmada mirada de sus tres compañeros, el Anunciador absorbió tanta sal que su lengua y su boca hubieran debido inflamarse.

—No existe mejor brebaje —afirmó.

El más joven de los bandidos tomó un pedazo de costra y la masticó, pero al momento lanzó un grito desgarrador y se revolcó por el suelo con la esperanza de apagar la quemazón que lo devoraba.

—Nadie más que yo está habilitado para transmitir la voluntad de Dios —precisó el Anunciador—, y quien intente rivalizar conmigo conocerá la misma suerte. Justo es que este impío perezca.

El infeliz dio algunos respingos y luego se puso rígido. Los dos discípulos supervivientes se prosternaron ante su maestro.

—Señor —imploró Shab
el Retorcido
—, no disponemos de tus poderes y reconocemos tu grandeza… Pero ¡estamos sedientos! ¿Puedes aliviar nuestro sufrimiento?

—Dios me ha elegido para favorecer a los verdaderos creyentes. Cavad y quedaréis satisfechos.

El pelirrojo y su acólito cavaron con frenesí. A los pocos minutos descubrieron los bordes de un pozo. Alentados por el hallazgo llegaron a una capa de piedras secas y las apartaron en un tiempo récord.

En aquel instante afloró el agua. Con el cinturón de sus túnicas formaron una cuerda a la que ataron una calabaza. Cuando
el Retorcido
la sacó, llena, la ofreció al Anunciador.

—¡Vos primero, señor!

—El fuego de Set me basta.

Shab y su compañero se humedecieron los labios, y luego bebieron a pequeños tragos antes de mojarse el pelo y la nuca.

—En cuanto hayáis recuperado las fuerzas —decretó el Anunciador— iniciaremos nuestra conquista. La gran guerra acaba de comenzar.

7

Sobek el Protector
(2)
, jefe de la guardia personal del faraón Sesostris, mostraba un nerviosismo desacostumbrado. Para velar por la seguridad del monarca utilizaba sólo los servicios de seis policías, a los que consideraba mucho más eficaces que un batallón de soldados más o menos atentos: parecían fieras, siempre alerta y dispuestos a saltar ante el menor peligro. Y Sobek el Protector no se limitaba a mandar, sino que, tan atlético, rápido y potente como sus subordinados, también participaba en los entrenamientos diarios, durante los cuales nadie podía aguantar sus golpes.

En Menfis, la capital, proteger al monarca ya planteaba mil y un problemas. Allí, en Abydos, en un terreno desconocido, había que esperar peligros inéditos.

Durante el viaje en barco
(3)
no hubo ningún incidente. En el embarcadero, sólo algunos sacerdotes sin armas habían recibido al faraón, que se había dirigido de inmediato al templo de Osiris.

Con cincuenta años de edad y más de dos metros de altura
(4)
, el rey era un coloso de rostro severo. Tercero del linaje de los Sesostris, llevaba los nombres de «Divino de transformaciones», «Divino de nacimiento», «El que se transforma», «El poder de la luz divina aparece en gloria» y «El hombre de la poderosa diosa»
(5)
.

Durante los cinco primeros años de su reinado, a pesar de una indiscutible autoridad, Sesostris no había conseguido que se unieran a él algunos jefes de provincia, cuya riqueza les permitía mantener unas fuerzas armadas y comportarse, en su territorio, como verdaderos soberanos.

Sobek el Protector temía una intervención de sus soldados. ¿Acaso Sesostris no les parecía un aguafiestas que, antes o después, pondría en cuestión su independencia? El viaje a Abydos, territorio sagrado desprovisto de papel económico, se había mantenido en secreto. Pero ¿realmente podía guardarse un secreto en el palacio de Menfis? Persuadido de lo contrario, el jefe de la guardia personal del faraón había intentado en vano convencer al rey de que renunciara al viaje.

—¿Sin novedad?

—Sin novedad —le respondieron sus hombres uno tras otro.

—El lugar está desierto y silencioso —añadió uno de ellos.

—Es normal en el dominio de Osiris —observó Sobek el Protector—, colocaos en los lugares adecuados e interceptad sin miramientos a quien intente acercarse.

—¿Incluso a un sacerdote?

—Sin excepciones.

El nombre tradicional del territorio reservado a Osiris, el dios que poseía el secreto de la resurrección, era «La Gran Tierra». Primer soberano de Egipto, había puesto las bases de la civilización faraónica. Asesinado, pero vencedor de la muerte, reinaba ahora sobre los «justos de voz», y sólo la celebración de sus misterios confería a su heredero, el faraón, la dimensión sobrenatural y la capacidad para mantener los vínculos con las potencias creadoras. Egipto no sobreviviría si no consumaba los ritos osiriacos.

Algunos fértiles campos donde crecían las mejores cebollas del país, algunas casas modestas a lo largo de un canal, el desierto cerrado por un largo acantilado, un gran lago rodeado de árboles, un bosque de acacias, un pequeño templo, capillas, estelas, las tumbas de los primeros faraones y la de Osiris… ése era el paraje de Abydos fuera del tiempo, fuera de la Historia.

Allí estaban la isla de los Justos y la puerta del cielo que custodiaban las estrellas.

Sesostris entró en la salita donde lo aguardaban los sacerdotes permanentes, que se levantaron y se inclinaron en su presencia.

—Gracias por haber venido tan pronto, majestad —dijo el superior, un hombre de edad, con voz pausada.

—Tu carta hablaba de una gran desgracia.

—Vos mismo podréis comprobarlo.

Cuando el superior y el faraón salieron del templo, Sobek el Protector y uno de sus subordinados quisieron escoltarlos.

—Es imposible —objetó el sacerdote—. El lugar adonde nos dirigimos está prohibido para los profanos.

—¡Demasiado imprudente! Si por fortuna…

—Nadie puede violar la ley de Abydos —decidió Sesostris.

El rey se quitó los brazaletes de oro que llevaba en las muñecas y se los entregó a Sobek. En el territorio sagrado de Osiris había que despojarse de cualquier metal.

Inquieto en extremo, el jefe de la guardia personal del faraón vio cómo se alejaban los dos hombres, que rodearon el Lago de Vida flanqueado por los árboles y luego tomaron un camino bordeado por estelas y capillas hasta llegar al bosque sagrado de Peker, centro vital y secreto del país.

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