El Arca de la Redención (107 page)

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Authors: Alastair Reynolds

Tags: #Ciencia Ficción

BOOK: El Arca de la Redención
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La joven magnificó la visión de la batalla, aprovechó el raudal telemétrico procedente de las muchas cámaras que se agitaban alrededor de la nave de la triunviro. Las imágenes se habían fundido sin costuras y luego se habían procesado para eliminar el movimiento, y si bien había algún pequeño problema y alguna caída de la imagen cuando se renovaba el panorama, tenía la impresión de encontrarse flotando en el espacio a solo dos o tres kilómetros de la nave en sí. Se dio cuenta de que el silencio era una de las cosas que los holoculebrones reflejaban bien, pero jamás lo terrible, lo profundamente erróneo que sería ese silencio cuando lo acompañaba una batalla de verdad. Era un vacío deplorable en el que su imaginación proyectaba gritos interminables. Y lo que no ayudaba era el modo en el que la nave de la triunviro surgía de la oscuridad en medio de destellos de luz, tan aleatorios como irregulares, que jamás se quedaban el tiempo suficiente para que ella abarcara la forma de la nave entera. Lo que vio de la pervertida arquitectura de la nave era, de todos modos, conveniente por lo inquietante.

Ahora vio algo que no había visto antes: un rectángulo de luz, como una puerta dorada abierta en algún lugar de la arrugada complejidad del casco de la Nostalgia por el Infinito. Se abrió durante solo un momento, pero fue suficiente para que algo se deslizara por la abertura y saliera. El resplandor del motor del trasbordador que había salido atrapó el escarpado borde vertebral de un contrafuerte volante, y cuando la nave giró y se orientó con estroboscópicos destellos de propulsión, la sombra negra del contrafuerte reptó por un acre del material del casco que tenía la textura escamosa de la piel de un lagarto.

¿Qué hay de los lobos, Felka?

[Todo, Clavain. Al menos todo aquello de lo que me he enterado. Todo lo que el lobo estuvo dispuesto a contarme].

Quizá no sea la imagen global, Felka. Quizá ni siquiera sea una parte de ella.

[Lo sé. Pero sigo pensando que debería contártelo].

No era solo lo de la guerra contra la inteligencia, le dijo a Clavain. Eso solo formaba parte de ello; solo un detalle en su inmenso y entrecortado programa de administración cósmica. A pesar de que todo parece demostrar lo contrario, los lobos no estaban intentando despojar por completo de inteligencia a la galaxia. Lo que estaban intentando hacer era algo parecido a cuando se poda un bosque hasta dejar solo unos cuantos árboles jóvenes, en lugar de incinerarlo o desforestarlo por completo; o como cuando se reduce un incendio a unas cuantas llamas parpadeantes que se manejan con facilidad en lugar de extinguirlo del todo.

Piensa en ello, le dijo Felka. La existencia de los lobos resolvía una adivinanza cósmica: las máquinas asesinas explicaban por qué la humanidad se encontraba casi sola en el universo; por qué la galaxia parecía falta de otras culturas inteligentes. Podría haber sido que la humanidad no fuera más que una rareza estadística en un cosmos de otro modo desolado; que la aparición de una vida inteligente capaz de utilizar herramientas fuese algo asombrosamente escaso y que el universo tuviera que tener un cierto número de millones de años antes de que se diera la contingencia de que surgiera una cultura así. Esa probabilidad perduró hasta los albores de la era espacial, cuando los exploradores humanos empezaron a examinar las ruinas de otras culturas alrededor de estrellas cercanas. Lejos de ser algo escaso, parecía que la vida tecnológica capaz de utilizar herramientas era en realidad bastante común. Pero por alguna razón, todas esas culturas se habían extinguido.

Las pruebas sugerían que los acontecimientos de esa extinción habían ocurrido a lo largo de una corta escala de tiempo en comparación con los ciclos de desarrollo evolutivo de la especie, quizá no más de unos cuantos siglos. Las extinciones también parecían ocurrir más o menos cuando la cultura intentaba realizar una expansión formal por el espacio interestelar.

En otras palabras, más o menos en el punto de desarrollo en el que la humanidad, fracturada, peleada, pero aun así una única especie en esencia, se encontraba en ese momento.

Dada esa premisa, dijo la mujer, no fue demasiado sorprendente encontrarse con la existencia de algo como los lobos, o los inhibidores, como los llamaban algunas de sus víctimas; eran casi inevitables dado el patrón de las extinciones: manadas despiadadas de máquinas asesinas que acechan entre las estrellas, esperando pacientes durante eones a que surgieran señales de una inteligencia...

Salvo que en realidad no tenía sentido, continuó Felka. Si merecía la pena eliminarla inteligencia, por la razón que fuera, ¿por qué no hacerlo en la fuente? La inteligencia surgía de la vida; la vida, salvo en huecos muy escasos y exóticos, surgía de una infusión común de elementos químicos y condiciones previas. Así que, si la inteligencia era el enemigo, ¿por qué no intervenir antes en el ciclo de desarrollo?

Se podrían haber utilizado miles de formas, sobre todo si se estaba trabajando con una escala de tiempo de miles de millones de años. Podías interferir en los procesos de formación de los propios planetas, perturbar con toda delicadeza los torbellinos de nubes de materia de crecimiento que se reunía alrededor de las estrellas jóvenes. Podrías hacer que no se formaran planetas en las órbitas adecuadas para que se produjera agua, o que solo se formaran mundos muy pesados o muy ligeros. Podrías meter los mundos en un frío interestelar o estrellarlos contra las caras turbias de sus estrellas madre.

O podrías envenenar los planetas, alterar con sutileza el caldo de elementos de sus cortezas, océanos y atmósferas para que fueran poco propicios ciertos tipos de química carbónica orgánica. O podrías asegurarte de que los planetas nunca se acomodaran en esa clase de madurez estable que permite la aparición de la vida multicelular compleja. Podrías hacer que no dejaran de estrellarse cometas contra sus cortezas de tal forma que se estremecieran y convulsionaran bajo una eternidad de bombardeos, atrapados en inviernos permanentes.

O podrías manipular sus estrellas de tal forma que los mundos se vieran rociados por llamas periódicas procedentes de masivas llamaradas coronales, o someterlos a terribles y profundas eras glaciares.

Incluso si llegabas tarde, incluso si tenías que admitir que había surgido la vida compleja y quizá incluso había logrado llegar a ser inteligente y a utilizar la tecnología, había formas.

Por supuesto que había formas.

Una única cultura decidida podía aniquilar toda la vida de la galaxia por medio de una manipulación hábil de los cadáveres estelares superdensos. Se podrían ir reuniendo las estrellas de neutrones hasta que se aniquilaran entre sí en tormentas esterilizadoras de rayos gamma. Los chorros de las estrellas binarias podían manipularse y convertirse en armas de energía dirigida: lanzallamas que alcanzarían una distancia de miles de años luz.

E incluso si eso no fuera factible, o deseable, se podía aniquilar la vida por medio de la pura fuerza bruta. Una única cultura mecánica podría dominar la galaxia entera en menos de un millón de años, y aplastar la vida orgánica hasta que dejara de existir.

Pero ellos no están aquí para eso, le dijo Felka.

¿Para qué, entonces?\e preguntó él.

Hay una crisis, le dijo su compañera. Una crisis en el futuro galáctico más profundo, dentro de tres mil millones de años. Salvo que en realidad no era en absoluto «profundo».

Trece giros de la espiral galáctica, eso era todo. Antes de que los glaciares aparecieran, podrías haber caminado por una playa de la Tierra y haber cogido una roca sedimentaria que tuviera más de tres mil millones de años.

¿Trece giros de la rueda? No era nada en términos cósmicos. Ya casi lo tenían encima.

¿Qué crisis?, preguntó Clavain. Una colisión, le dijo Felka.

38

Una vez que se acercó quinientos kilómetros más a la batalla, Antoinette dejó el puente desatendido, confiando en que la nave se cuidara sola durante tres o cuatro minutos mientras ella se despedía de Escorpio y su escuadrón. Para cuando llegó a la enorme bodega despresurizada donde aguardaban los cerdos, la puerta exterior ya se había abierto y se había lanzado el primero de los tres trasbordadores. La joven vio la chispa azul de su llama de escape girar hacia el resplandeciente nido de luz que era el núcleo de la batalla. Dos triciclos salieron de inmediato tras él y luego se tiró del segundo trasbordador, empujado por los achaparrados arietes hidráulicos que normalmente se utilizaban para mover los voluminosos palés de carga.

Escorpio ya se estaba sujetando a su triciclo, situado al lado del tercer trasbordador. Dado que los triciclos que había a bordo del Ave de Tormenta no habían tenido que hacer todo el viaje desde la Luz del Zodíaco, transportaban mucho más blindaje y armamento que las otras unidades. La armadura de Escorpio era una insultante combinación de colores luminosos y parches brillantes. El armazón de su triciclo era casi imposible de distinguir bajo las capas de armadura y los rebordes y cañones de las armas de proyectiles y de haces. Xavier lo estaba ayudando con las últimas comprobaciones de sistemas y acababa de desconectar un compad del puerto de diagnóstico que había bajo la silla del triciclo. Le hizo una señal con los pulgares alzados y palmeó la armadura de Escorpio.

—Al parecer ya estás listo —dijo Antoinette a través del canal general de comunicaciones de su traje.

—No tenías que arriesgar tu nave —dijo Escorpio—. Pero dado que lo has hecho, haré que el combustible extra sirva para algo.

—No te envidio, Escorpio. Sé que ya has perdido unos cuantos de tus soldados.

—Son nuestros soldados, Antoinette, no solo míos. —Hizo que en el tablero de control de su triciclo se iluminaran las pantallas, las esferas luminosas y las cuadrículas de objetivos, mientras que un poco más allá salió el segundo trasbordador de la bodega cuando los arietes de carga lo empujaron al espacio. El encendido de su motor pintó un duro resplandor azul en la armadura de Escorpio.

—Escucha —le dijo—. Hay algo que deberías valorar. Si supieras cuál es la esperanza de vida de un cerdo en el Mantillo, nada de lo que ha pasado hoy te parecería tan trágico. La mayor parte de mi ejército habría muerto hace años si no se hubieran unido a la cruzada de Clavain. Yo creo que le deben más ellos a Clavain que al revés.

—Eso no significa que debieran morir hoy.

—Y la mayor parte de ellos no lo hará. Clavain siempre supo que tendríamos que aceptar algunas pérdidas, y mis cerdos también lo sabían. Jamás conquistamos una manzana de Ciudad Abismo sin derramar un poco de sangre de cerdo. Pero la mayor parte conseguiremos volver, y lo haremos con las armas. Ya estamos ganando, Antoinette. Una vez que Clavain utilizó el código de pacificación, la guerra de Volyova se terminó. —Escorpio se bajó la visera antidestellos con un guantelete rechoncho—. Ahora ni siquiera estamos librando una guerra. Esto no es más que una operación de limpieza.

—¿Aun así puedo desearte buena suerte?

—Puedes desearme lo que tú quieras, joder. No va a importar. Si importara, eso significaría que no me he preparado lo bastante bien.

—Buena suerte, Escorpio. Buena suerte para ti y todo tu ejército.

Estaban empujando el tercer trasbordador hacia el punto de salida. La joven lo vio partir junto con los triciclos restantes, junto con Escorpio, y luego le dijo a su nave que sellara la entrada y se alejara de la batalla.

Volyova llegó ilesa al arma diecisiete. Aunque la batalla por su nave continuaba bramando a su alrededor, era evidente que Clavain se estaba tomando muchas molestias para asegurarse de que sus premios permanecían intactos. Antes de partir, la mujer estudió las pautas de ataque de sus triciclos, trasbordadores y corbetas, y llegó a la conclusión de que su nave podría llegar al arma diecisiete con solo un quince por ciento de posibilidades de que le dispararan. Por lo común las probabilidades le habrían parecido inaceptablemente bajas, pero ahora, un tanto horrorizada, descubrió que las consideraba bastante favorables.

El arma diecisiete era la única de las cinco que no había vuelto a meter en la seguridad y aislamiento de la Nostalgia por el Infinito. Estacionó el trasbordador a su lado, amarrado lo bastante cerca para que no hubiera posibilidad de atacar el trasbordador sin dañar el arma. Luego despresurizó la cabina entera: no le apetecía pasar por el agotador lío de realizar los ciclos de la cámara estanca. El motor del traje la ayudó a moverse, dándole una falsa sensación de fuerza y vitalidad. Pero quizá no todo debía achacarse al traje.

Volyova se aupó a la esclusa abierta del trasbordador y durante un momento se quedó a medio camino entre la nave y el amenazante costado del arma diecisiete. Se sentía muy vulnerable, pero el espectáculo de la batalla era hipnótico. Mirara donde mirara, lo único que veía eran naves veloces, las chispas bailarinas de las llamas del escape y las breves flores de bordes azules de las explosiones nucleares y de materia-antimateria. En su radio crujían las interferencias constantes. El sensor de radiación de su traje trinaba y se salía de la escala. Desconectó ambos, prefería la paz y el silencio.

Volyova había estacionado el trasbordador justo sobre la trampilla del costado del arma diecisiete. Tenía los dedos torpes cuando introdujo las órdenes en los gruesos tachones del brazalete de su traje, pero trabajó con lentitud y no cometió errores. Dada la orden de cierre que Clavain le había transmitido al arma, Ilia no esperaba que se obedeciera ninguna de sus órdenes.

Pero la trampilla se deslizó y se abrió, y el interior vomitó una luz verde y enfermiza.

—Gracias —dijo Ilia Volyova a nadie en particular.

La mujer se hundió de cabeza en el pozo verde. Todo indicio de la guerra se desvaneció como un mal sueño. Sobre ella, Volyova solo podía ver la esclusa del vientre blindado de su trasbordador y todo lo que distinguía a su alrededor era la maquinaría interior del arma, bañada en el mismo e insípido fulgor verde.

Llevó a cabo el mismo procedimiento que ya había realizado antes. A cada paso esperaba un fracaso, pero también sabía que no tenía nada en absoluto que perder. Los generadores de miedo de la máquina seguían disparando a toda velocidad, pero esta vez la ansiedad le pareció tranquilizadora más que inquietante. Significaba que las funciones críticas del arma seguían activas y que Clavain solo había atontado más que asesinado al arma diecisiete. Jamás se había planteado en serio lo contrario, pero siempre había habido un rastro de duda en su mente. ¿Y si el propio Clavain no había entendido bien el código?

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