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Authors: Alastair Reynolds

Tags: #Ciencia Ficción

El Arca de la Redención (21 page)

BOOK: El Arca de la Redención
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Otros hábitat seguían diseños menos pragmáticos. Había salvajes espirales y hélices, como cristal soplado o conchas de nautilos. Había enormes concatenaciones de esferas y tubos que recordaban a moléculas orgánicas. Había hábitats que cambiaban continuamente de forma, lentos movimientos sinfónicos de arquitectura pura. Otros se aferraban a lo largo de los siglos a un diseño pasado de moda, con cabezonería, resistiéndose a toda innovación o fruslería. Y otros se escondían bajo nieblas de materia pulverizada, ocultando así su auténtico diseño.

Después estaban los derrelictos. Algunos habían sido evacuados durante la plaga y después no habían sufrido ninguna catástrofe importante, pero la mayoría había sido golpeada por fragmentos desprendidos de otros hábitat que ya habían colisionado y ardido. Unos cuantos habían sido hundidos y despedazados mediante cargas nucleares, y de esos no quedaba gran cosa. Otros habían sido reclamados y reparados durante los años de reconstrucción, y algunos aún seguían en poder de sus agresivos ocupantes ilegales, a pesar de todos los esfuerzos de la Convención de Ferrisville por desalojarlos.

Carrusel Nueva Copenhague había capeado los años de la plaga con más éxito que otros lugares, pero no había permanecido del todo ileso. En la época actual, era un único y grueso anillo que rotaba lentamente, y cuyo borde tenía un kilómetro de ancho. Visto desde lejos, parecía una masa difusa y enconada de intrincadas estructuras, como si hubiesen construido una franja de edificios industriales en la parte externa de un neumático. Desde más cerca, surgía la masa de torres de lanzamiento, grúas y muelles de atraque, parecida a un coral, salpicada de torres de servicio y dársenas empotradas, un entramado largo y estrecho que arañaba el vacío, tachonado por un millón de luces vacilantes procedentes de sopletes de soldadura, carteles publicitarios y parpadeantes faros de aterrizaje. Las naves que llegaban y partían, incluso en tiempos de guerra, formaban una nube de insectos en movimiento alrededor del anillo. El control de tráfico alrededor de Copenhague era un infierno.

Antiguamente, la rueda rotaba al doble de su velocidad actual, suficiente para generar una G de gravedad centrífuga en el borde. Las naves amarraban en el centro de desrotación, sin abandonar la caída libre. Pero entonces, en el punto álgido de la plaga, cuando la antigua Banda Resplandeciente se degradaba y estaba convirtiéndose en el Cinturón Oxidado, un pedazo suelto de otro hábitat había arrasado todo el nodo central. El borde había continuado girando solitario, silencioso.

Hubo muertes, era inevitable. Muchos cientos. Estacionaron naves de emergencia donde antes estaba el nodo, para cargar a los evacuados y trasladarlos a Ciudad Abismo. La precisión del impacto resultó sospechosa, pero un examen posterior demostró que había sido provocada por una excepcional mala suerte.

Pero aun así, Copenhague había sobrevivido. El carrusel era viejo y no dependía en exceso de la tecnología microscópica que la plaga había subvertido. Para los millones de personas que vivían en él, la vida continuó casi igual que antes. Como no había lugares cómodos para que atracaran nuevas naves, la evacuación resultaba, en el mejor de los casos, muy complicada. Cuando los peores meses de la plaga quedaron atrás, Copenhague seguía habitada en su mayor parte. La ciudadanía había mantenido su carrusel en marcha allá donde otros habían sido abandonados al cuidado de máquinas cada vez más vacilantes. Lo habían apartado de la ruta de nuevas colisiones y habían adoptado despiadadas medidas para sofocar los brotes de la plaga dentro de sus propios hábitats. Dejando de lado los ocasionales incidentes posteriores (como cuando Lyle Merrick empotró un carguero de motor químico contra el borde, abriendo un cráter que los morbosos turistas aún visitaban extasiados), el carrusel había sobrevivido a las principales catástrofes casi intacto.

En los años de reconstrucción, el carrusel había intentado en varias ocasiones reunir los fondos necesarios para rehacer el nodo central. Pero no habían tenido éxito. Los mercaderes y los dueños de las naves se quejaban de que perdían volumen de negocio, ya que era muy difícil aterrizar en el borde en movimiento. Pero los ciudadanos se negaron a permitir que frenaran la rueda, ya que se habían acostumbrado a la gravedad. Al final, alcanzaron un compromiso que no satisfizo a ninguna de las partes. La velocidad de rotación se aminoró en un cincuenta por ciento, lo que redujo a la mitad la gravedad del borde. Aún era problemático amarrar una nave, pero no tanto como antes. Además, decían los ciudadanos, las naves que partían obtenían un impulso extra del carrusel si tomaban una tangente, así que no podían quejarse. Los pilotos no estaban de acuerdo. Señalaban que durante la fase de aproximación ya habían gastado el combustible adicional que les hubiera permitido alcanzar ese empuje.

Pero aquel inusual acuerdo demostró proporcionar beneficios imprevistos. En los años, en ocasiones sin ley, que vinieron a continuación, su carrusel fue inmune a casi todas las formas de piratería. Los okupas optaban por ir a otra parte, y algunos pilotos decidían atracar sus naves a propósito en el borde de Copenhague porque preferían realizar ciertas reparaciones con gravedad, y no en los habituales muelles de caída libre que ofrecían los demás hábitats. Antes del estallido de la guerra, las cosas incluso habían comenzado a resolverse. De la rueda surgieron andamios provisionales en dirección al centro, arranque de los radios en los que se convertirían después, y que vendrían seguidos de un nuevo nodo.

En el borde había millares de diques secos, de diversas formas y tamaños para acomodar a las principales clases de naves intrasistema. En su mayoría estaban empotrados en la parte interior del borde, con su parte inferior abierta al espacio. Las naves tenían que frenar en un muelle, normalmente con la ayuda de un remolcador robótico, antes de anclar con seguridad mediante abrazaderas de amarre de uso industrial. Todo lo que no estuviera anclado volvía a precipitarse al espacio, por lo general para siempre. Eso hacía peligroso trabajar en las naves atracadas, y era una labor que requería resistencia al vértigo, pero siempre había interesados.

Xavier Liu no se había encargado antes del mantenimiento de la nave en la que estaba trabajando (él solo, ahora que sus monos habían ido a la huelga), pero se había ocupado de muchas del mismo tipo base. Era una nave rápida del Cinturón Oxidado, un pequeño carguero semiautomatizado, diseñado para viajes cortos entre hábitats. Su casco era un armazón esquelético del que se podían colgar numerosos tanques de almacenamiento, como los adornos de un árbol de Navidad. El carguero cumplía servicio entre el cilindro de Swift-Augustine y un carrusel controlado por la Casa Correctiva, una enigmática empresa especializada en deshacer discretamente los procesos de cirugía cosmética.

Había pasajeros dentro del carguero, cada uno embalado en un tanque de almacenamiento individual y personalizado. Cuando el transporte había detectado un fallo técnico en su sistema de navegación, había localizado el carrusel más cercano donde pudiera disponer de una reparación inmediata y había planteado una propuesta de trabajo. La empresa de Xavier había devuelto una oferta competitiva y el carguero se había dirigido rumbo a Copenhague. Xavier se había asegurado de tener disponibles unos remolcadores robóticos para conducir al carguero hacia su dársena, y ahora se encaramaba al armazón de la nave, adherido al metal frío y al ralentí gracias a los parches adhesivos de sus palmas y suelas. Del cinto de su traje espacial colgaban herramientas de diversa complejidad, y llevaba un moderno compad sujeto de la manga izquierda. De vez en cuando extendía una línea, la enchufaba a un puerto de datos del chasis del carguero y se mordía la lengua mientras interpretaba los números.

Sabía que el fallo en el sistema de navegación, fuese lo que fuese, resultaría relativamente fácil de arreglar. Una vez localizabas el problema, por lo general solo era cuestión de pedir a los almacenes un componente de reemplazo. Por lo general un mono podría traérselo en pocos minutos. El problema era que llevaba cuarenta y cinco minutos trepando por el carguero, y el origen exacto del error aún se le escapaba.

Eso era un problema, ya que los términos de la oferta lo obligaban a devolver el carguero a su ruta en menos de seis horas. Ya había gastado la mayor parte de la primera hora, incluyendo el tiempo que habían tardado en estacionar la nave. Normalmente, cinco horas era tiempo de sobra, pero comenzaba a tener la preocupante sensación de que aquel iba a ser uno de esos trabajitos en los que su empresa acababa pagando dinero de penalización.

Xavier se arrastró por detrás de una de las vainas de almacenamiento.

—Dame una puta pista, maldito cabrón...

La subpersona del carguero sonó chillona en su auricular:

—¿Ya ha encontrado el fallo que tengo? Estoy ansioso por proseguir mi misión.

—No, y cierra la boca. Necesito pensar.

—Repito, estoy muy ansioso...

—Que cierres la puta boca.

Había una zona despejada cerca de la parte delantera de la vaina. Hasta el momento había evitado prestar demasiada atención a los pasajeros, pero en esta ocasión vio más de lo que pretendía. Había algo dentro, como un caballo con alas, si no fuera porque los caballos, incluso los caballos con alas, no tenían un rostro femenino perfectamente humano. Xavier apartó la mirada cuando los ojos de aquella cara se encontraron con los suyos.

Tiró de su línea hasta otro enchufe, con la esperanza de atrapar esta vez el problema. Quizá en realidad no hubiera ningún problema en el sistema de navegación, solo en la red de diagnóstico de fallos... ¿No había pasado ya en una ocasión algo así, con un carguero que llegó cargado de congelados desde el hotel Amnesia? Miró el indicador de tiempo de la esquina inferior derecha de su visor. Le quedaban cinco horas y diez minutos, y eso incluía el tiempo necesario para pasar los controles de salida y deslizar el carguero de vuelta al espacio vacío. No tenía buena pinta.

—¿Ha encontrado el fallo que tengo? Estoy muy...

Pero al menos eso mantenía su mente apartada del otro tema, se dijo. Yendo contrarreloj, con un espinoso problema técnico por resolver, no pensaba en Antoinette con la frecuencia habitual. No resultaba nada fácil enfrentarse a su ausencia. Xavier no había estado de acuerdo con su pequeña misión, pero sabía que lo último que necesitaba ella era que tratara de convencerla de no hacerlo. Sus propias dudas ya debían de ser lo bastante fuertes.

Así que había hecho todo lo posible por ayudarla. Había intercambiado favores con otra tienda de reparaciones a la que le quedaba algo de espacio libre y habían conducido el Ave de Tormentaasu bodega de servicio, la segunda más grande de todo Copenhague. Antoinette lo había contemplado nerviosa, convencida de que las abrazaderas de anclaje no lograrían sostener ni por un segundo al carguero en su sitio, enfrentadas a sus cien mil toneladas de fuerza centrífuga. Pero la nave había aguantado y los monos de Xavier le habían dado un repaso completo.

Luego, con el trabajo ya terminado, Xavier y Antoinette habían hecho el amor por última vez antes de que ella partiera. Antoinette había desaparecido tras la mampara de la cámara estanca y pocos minutos más tarde, al borde de las lágrimas, Xavier había visto partir el Ave de Tormenta y alejarse hasta que pareció increíblemente pequeño y frágil.

Poco tiempo después de aquello, la tienda había recibido la visita de un proxy de la Convención de Ferrisville desagradable e inquisitivo, un amenazador artilugio de bordes afilados que estuvo paseándose por allí durante varias horas, en apariencia solo para intimidar a Xavier. Pero no encontró nada y acabó por perder el interés.

No había sucedido nada más digno de mención.

Antoinette ya le había avisado que mantendría la radio apagada cuando estuviera en la zona de guerra, así que al principio Xavier no se extrañó de no recibir noticias suyas. Entonces las redes de noticias generales trajeron vagos reportajes sobre algún tipo de actividad militar cerca de Sueño Mandarina, el gigante gaseoso donde Antoinette planeaba enterrar a su padre. No estaba previsto que ocurriera algo así. Antoinette había organizado su tránsito para que coincidiera con una tregua en las maniobras militares de esa zona del sistema. Los informes no mencionaban que una nave civil se hubiera visto atrapada en la confrontación, pero eso no quería decir nada. Puede que hubiese sido alcanzada por el fuego cruzado y que nadie salvo Xavier supiera de su muerte. O tal vez sí conocían lo ocurrido pero no querían dar publicidad al hecho de que una nave civil hubiese podido adentrarse tanto en un volumen en disputa.

Cuando los días se convirtieron en semanas y seguía sin haber noticias suyas, Xavier se obligó a aceptar la idea de que estaba muerta. Había muerto noblemente, haciendo algo valeroso, aunque absurdo, en medio de una guerra. No había permitido que la cínica abnegación la engullera. Se sentía orgulloso de haberla conocido, y torturado en silencio por no volver a verla nunca más.

—Debo preguntarlo de nuevo. ¿Ha encontrado el fallo...?

Xavier tecleó unos comandos en su manga para desconectar las comunicaciones de la subpersona. Que ese cabrón sufra un rato, pensó.

Echó un vistazo al reloj. Cuatro horas cuarenta y cinco minutos, y aún no se hallaba cerca de identificar el problema. De hecho, una o dos líneas de investigación, que le habían parecido bastante prometedoras unos minutos antes, habían resultado ser callejones sin salida.

—A la mierda con este puto trozo de...

Algo verde parpadeó en su manga. Xavier lo estudió en medio de una nube de irritación y cierto pánico. Qué irónico sería, reflexionó, que la tienda fuese de todos modos a la quiebra a pesar de que él se había quedado allí...

Su manga le estaba diciendo que recibía una señal de emergencia procedente de más allá de Carrusel Nueva Copenhague. Estaba llegando justo en ese momento, redirigida hasta la tienda mediante la red general de comunicaciones del carrusel. El mensaje era solo de audio, y no había posibilidad de responder en tiempo real, ya que quien lo estuviera enviando se encontraba demasiado río abajo, lo que significaba que estaba a mucha distancia del Cinturón Oxidado. Xavier indicó a su manga que reprodujera el mensaje en su casco, retomando el principio de la transmisión.

—Xavier... confío en que esto te llegue. Espero que la tienda siga en marcha y que no hayas gastado demasiados favores últimamente, porque he de pedirte que solicites unos cuantos más.

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