La ejecutiva tomó la bandeja con la ensalada y se levantó para marcharse, pero el bolso se le cayó al suelo desde el regazo, lo que la hizo tropezar y caer sobre Sam, que la ayudó a incorporarse.
—Disculpe —dijo la mujer con leve acento eslavo mientras recuperaba el bolso—. Qué torpe soy.
—Ah, no se preocupe. Me alegro de que los daños no sean mayores —repuso Sam.
Ella arrugó el entrecejo al mirarlo.
—Ay, créame que lo siento, pero veo que lo he manchado de salsa. Deje que se lo limpie. —Sacó un pañuelo del bolsillo y le limpió el antebrazo—. Al menos no llevaba usted puesta la americana.
—No pasa nada.
—En fin, discúlpeme. —Sonrió a Sam y a Dilara, y se encaminó a la papelera.
—Tan galante como de costumbre, Sam —comentó Dilara—. Bueno, ¿en qué necesitas que te aconseje?
Él miró de nuevo a su alrededor antes de responder. Flexionó los dedos como si combatiera un calambre. Volvió a mirar a Dilara. Había preocupación en su mirada. Titubeó antes de pronunciar atropelladamente las siguientes palabras:
—Hace tres días hice un asombroso descubrimiento en el trabajo. Tiene que ver con Hasad.
A Dilara le dio un vuelco el corazón ante la mención de su padre, Hasad Arvadi. Hundió las yemas de los dedos en los muslos para controlar el embate de la ansiedad. Llevaba tres años desaparecido, tres años durante los cuales ella había dedicado todo su tiempo libre a la infructuosa labor de descubrir qué había sido de él. Que ella supiera, nunca había visitado la compañía farmacéutica donde trabajaba Sam.
—¿De qué se trata, Sam? ¿Has encontrado algo en tu trabajo que esté relacionado con la desaparición de mi padre?
—Estuve un día entero pensando en si debía contártelo. En si debía involucrarte en esto, quiero decir. Quise acudir a la policía, pero aún no tengo pruebas. Quizá no me crean y luego sea demasiado tarde. Pero sabía que tú sí me creerías, y necesitaba que me aconsejaras. Todo empezará el próximo viernes.
—¿Dentro de ocho días?
Sam asintió y se acarició la frente.
—¿Te duele la cabeza? —preguntó la joven—. ¿Quieres una aspirina?
—No tiene importancia, Dilara, lo que planean acabará con la vida de millones de personas, miles de millones, tal vez.
—¿Miles de millones? —repitió ella, incrédula, sonriendo. Sam le estaba tomando el pelo—. Estás de broma.
Él hizo un solemne gesto negativo con la cabeza.
—Ya querría.
Dilara buscó en la expresión de su rostro un indicio que le delatara, pero lo único que vio en él fue preocupación. Acto seguido dejó de sonreír. Sam hablaba en serio.
—De acuerdo —dijo lentamente—. No bromeas. Pero estoy confundida. ¿Qué has descubierto? ¿Quiénes son «ellos»? ¿Y qué tiene que ver con mi padre todo esto?
—Él lo encontró, Dilara —explicó Sam, bajando el tono de voz—. Mejor dicho, él la encontró.
Ella supo de inmediato a qué se refería Sam por el modo en que se lo dijo. El arca de Noé. La búsqueda a la que su padre había dedicado toda su vida. Negó con la cabeza, incrédula.
—Te refieres a la embarcación que… —La joven hizo una pausa. El hombre se había puesto lívido—. ¿Sam? ¿Seguro que te encuentras bien? Estás algo pálido.
Él se llevó la mano al pecho, y su rostro se contrajo en una mueca de dolor. Se dobló sobre la cintura y cayó al suelo.
—¡Dios mío! ¡Sam! —Dilara empujó la silla y se abalanzó sobre él. Lo ayudó a tumbarse y voceó a los adolescentes que tenían el teléfono móvil en la mano—. ¡Llamad a Urgencias! —Tras un instante de confundida parálisis, uno de ellos marcó el número.
—¡Vete, Dilara! —exclamó Watson con la voz rota.
—No hables, Sam —dijo ella, intentando guardar la compostura—. Es un ataque al corazón.
—No es un infarto… La mujer del bolso… El pañuelo estaba envenenado, un veneno de contacto…
«¿Veneno?» Ya estaba delirando.
—Sam…
—¡No! —dijo éste, queriendo alzar la voz—. Tienes que marcharte… o ellos también te matarán. Asesinaron a tu padre.
Ella lo miró asustada. Siempre fue su temor más profundo descubrir que su padre había muerto; nunca llegó a permitirse abandonar la esperanza de encontrarlo con vida. Pero… Sam lo sabía. ¡Sabía lo que le había sucedido a su padre! Por eso la había citado allí.
Despegó los labios para decir algo, pero él la asió del brazo.
—¡Presta atención! Tyler Locke, de Gordian Engineering. Obtén su ayuda. Él conoce a… Coleman. —Pronunciaba con gran dificultad cada sílaba—. La investigación de tu padre… lo desató todo. Tienes que… encontrar el arca. —Empezó a delirar—. Hayden… Proyecto… Oasis… Alba… Génesis…
—Por favor, Sam. —Aquello no podía estar pasando. No en ese momento. No cuando por fin obtenía respuestas.
—Lo siento, Dilara.
—¿Quiénes son «ellos», Sam? —El anciano empezó a perder el conocimiento y le aferró los brazos como para retenerlo—. ¿Quién asesinó a mi padre?
Él movió los labios para pronunciar las palabras, pero ningún sonido salió de su boca. Aspiró de nuevo antes de quedarse totalmente inmóvil.
Hizo la maniobra de reanimación y siguió con la compresión del tórax hasta que llegaron los enfermeros de urgencias médicas y la apartaron. Dilara se quedó a un lado, llorando en silencio. Hicieron lo posible por reanimar a Sam, pero fue un esfuerzo inútil. Lo declararon muerto antes de poder subirlo en la ambulancia. La joven prestó declaración a la policía, e incluyó en ella las sorprendentes revelaciones que le había hecho antes de morir, pero ante un caso tan evidente de infarto la policía las desestimó sin prestarles mayor atención. Dilara recogió la mochila y caminó aturdida hacia el autobús que la llevaría hasta su vehículo, estacionado en el aparcamiento reservado a los coches que debían pasar allí una larga temporada. Sam Watson había sido un tío para ella, el único familiar que le quedaba con vida, y ahora se había quedado sola.
Sentada en el autobús, sus palabras no dejaron de resonarle en los oídos. No estaba segura de si eran los delirios de un anciano demente o la advertencia de un ser querido. Pero tan sólo se le ocurrió una manera de comprobar si había algo de cierto en su historia.
Tenía que encontrar a Tyler Locke.
Cuando su limusina Hummer se dirigía al jet privado azul y reluciente, estacionado en la terminal de ejecutivos del aeropuerto Bob Hope de Burbank, Rex Hayden tomó otro sorbo de Bloody Mary, en un esfuerzo por librarse de una vez por todas del intenso dolor de cabeza que le había causado la resaca. Había pasado toda la noche en vela, festejando el estreno de su nueva película, y en ese momento pagaba las consecuencias de las dos chicas y las tres botellas de Cristal. A pesar de las gafas de sol, la mañana era tan radiante que se vio obligado a entornar los ojos. Dio gracias a Dios por el hecho de que Burbank permitiese a las celebridades como él saltarse el puesto de control de pasajeros.
Sidney sería la primera escala en la gran gira asiática de promoción de su último película de suspense. Su reactor privado, un Boeing Business adaptado a sus necesidades, carecía de depósitos con capacidad suficiente para volar a Australia de un tirón, de modo que tendrían que desviarse un poco del trayecto para repostar en Honolulú. Claro que pasar tanto tiempo en el reactor no era ningún sacrificio. Había adquirido aquel 737 modificado porque era el vehículo más lujoso dotado de alas: dormitorio privado, cocina completa, acabados en oro, espacio suficiente para cuando lo acompañaban los amigos, y dos guapísimas auxiliares de vuelo que él mismo había escogido. El avión era un hotel volante que le había costado cincuenta millones de dólares. ¿Y qué? Se lo merecía. A sus treinta años era uno de los actores más cotizados del planeta. Su última película había recaudado más de mil millones de dólares en todo el mundo.
Hayden apuró la bebida y salió trastabillando de la limusina seguido por su séquito. Billy y J-man hablaban por los teléfonos móviles, y Fitz se encargaba del equipaje. Otros tres coches aparcaron cerca con el resto de las personas que le gestionaban la carrera: su agente, el representante, el encargado de las relaciones públicas, su entrenador personal, la nutricionista y una docena más de miembros de su equipo. Trasladarse con un grupo tan numeroso hacía que ese avión fuese necesario, y lo mejor de todo era que su contrato estipulaba que el estudio le reembolsara los costes que acarrease el viaje.
—¿Qué maletas quieres llevar contigo en el avión, Rex? —preguntó Fitz—. ¿O quieres que las guarde todas en el compartimento de equipajes?
En ese momento, lo que menos necesitaba Hayden eran las absurdas preguntas de Fitz. La resaca amenazaba con provocarle vómitos. No podía permitirse el lujo de vomitar ahí en el asfalto, no en presencia de todos. Necesitaba una buena dosis de cafeína.
—Maldita sea, Fitz, ¿para qué te pago? —protestó—. Puede que mi hermano tuviera razón sobre ti. Estoy harto de ser yo quien tome todas tus decisiones. Que lo suban todo a la bodega y listos.
Fitz se apresuró a asentir, y Hayden vio el temor dibujado en su rostro. Estupendo. Posiblemente la próxima vez le echase un par de huevos y cumpliera con su deber.
—Muy bien, ya le has oído —dijo Fitz al conductor—. Y asegúrate de que embarquen todos los bultos. Si falta uno, acabarás conduciendo un coche fúnebre.
—Sí, señor —respondió, amedrentado, el chófer, que se dispuso a acercar la limusina hasta el vehículo de carga.
Hayden subió la escalera y ordenó a Mandy, una de las auxiliares de vuelo, que le preparase un café. Billy, J-man y Fitz se sentaron cerca en silencio, mientras que el resto de los pasajeros tomaba asiento en la parte delantera del avión. Hayden cayó pesadamente en uno de los asientos reclinables forrado de piel de cordero, y vio alejarse a la limusina. Presionó el botón que lo ponía en contacto con el personal de cabina.
—Vámonos, George.
—Aloha,
señor Hayden —saludó el piloto—. ¿Con ganas de llegar a las islas?
—No pienso desembarcar en Honolulú —respondió—, así que cierra el pico. Salgamos de aquí cagando leches.
—Sí, señor.
Mandy cerró la puerta. Los motores del reactor cobraron potencia, y el 737 echó a rodar en dirección a la pista.
La cafeína bastó para espabilarlo, y el dolor de cabeza de Hayden aflojó la presión. Dado que se sentía mucho mejor, contempló a Mandy. Sabía cómo iba a utilizar el dormitorio privado durante las siguientes quince horas.
Una vez abandonada la terminal, Dan Cutter frenó la limusina Hummer en el lateral de Sherman Way y arrojó la gorra de chófer en el asiento del pasajero. Salió del vehículo y abrió el capó para fingir que tenía problemas con el motor. Luego se sentó en el asiento del conductor y encendió el escáner de frecuencias para escuchar las comunicaciones de la torre de control con el 737 que embocaba la pista de despegue.
Introducir la bolsa en el artefacto había resultado más sencillo de lo que esperaba. Cutter sabía que Crestwood Limos era la compañía de limusinas preferida de Hayden, de modo que bastó con llamar para anular la reserva y presentarse él en su lugar.
Conocía bien a esas celebridades. No prestaban la menor atención al personal de servicio, ni siquiera preguntaban nombres. Se limitaron a dar por sentado que él era el chófer asignado y que todas las bolsas embarcarían sin problemas en el avión, así que ni siquiera lo vieron introducir un bulto adicional. Cuando ese enano llamado Fitz lo amenazó, a Cutter le cruzó un instante por la cabeza la idea de romperle el cuello, sólo para demostrarle lo poco importante que era en realidad. Pero entonces recordó su cometido. La visión del líder fiel. Todo en lo que habían trabajado a lo largo de los últimos tres años. Introducir la bolsa en el avión era mucho más importante.
Fue Cutter quien sugirió poner a prueba el artefacto en el avión de Hayden. Un vuelo de larga distancia sobre el océano era precisamente lo que más les convenía. Los restos se encontrarían a tres millas de profundidad, por tanto salvamento sería incapaz de recuperarlos por mucho que lograsen localizar su paradero. Además acabarían con Hayden, que desde hacía meses se había convertido en un grano en el trasero para la causa. La prensa se volvería loca cuando el avión privado de una de las estrellas del cine más famosas del mundo desapareciera en el océano, lo cual constituiría la distracción perfecta.
Embarcar el artefacto en un avión comercial para ponerlo a prueba habría supuesto un riesgo mayor. Tras facturarlo no habría podido acceder a él de ningún modo, y durante ese tiempo podrían haberse torcido muchas cosas. Podrían haberlo descubierto, y también podrían haberlo olvidado por cualquier motivo, o haberlo embarcado en otro vuelo. Por no mencionar que quienquiera que hubiese facturado la bolsa habría tenido que subirse al avión: por razones de seguridad, las aerolíneas descargaban los bultos del aparato cuando el pasajero no iba a bordo. En el caso de Hayden, Cutter se había asegurado personalmente de que el bulto era introducido en la bodega, y ahora podía observar cómo el avión despegaba de la pista, mientras él permanecía en tierra. A salvo.
La torre dio permiso para que el 737 de Hayden encarase la pista. Justo a tiempo, tal como Cutter sabía. De no haber sido así, Hayden se habría puesto hecho una furia. Era propio de tipos como él pensar que el mundo giraba a su alrededor.
Había llegado la hora. Abrió la tapa del teléfono móvil y consultó la agenda hasta encontrar la entrada que había programado bajo el epígrafe «Nuevo Mundo». Presionó el botón verde de llamada. Al cabo de tres tonos, respondió el otro teléfono con un chasquido metálico. Una serie de pitidos cortos demostraron que el artefacto guardado en la bodega de carga del reactor de Hayden estaba activado. Plegó el teléfono móvil y lo devolvió al interior del bolsillo.
El 737 se detuvo en la cabecera de la pista. En el escáner de frecuencias, Cutter escuchó que la torre de control daba permiso al reactor para iniciar el despegue.
—Vuelo November tres cuatro ocho zulú, aquí torre de control de Burbank. Manténgase a la espera de instrucciones.
—Recibido, torre de control. ¿Hay algún problema?
—Hay una fuga de combustible en la pista debida a la pérdida de un vehículo.
—¿Cuánto tardaremos? Al jefe no va a gustarle nada tener que esperar.
—Aún no lo sabemos.
—¿Vuelvo a la zona de estacionamiento?