Pero Tyler pensó en lo que sucedería si se equivocaba. Había siete personas luchando por seguir con vida allí, incluida Dilara Kenner, a quien él había invitado personalmente a visitarlo en la plataforma. Si aquellos pasajeros morían sin que él hubiese hecho lo posible por salvarlos, sus cadáveres pesarían sobre su conciencia, por mucho que nadie más estuviera al corriente de su decisión. Después pasaría meses y meses sin dormir, dándole vueltas y más vueltas a todas las cosas que tendría que haber hecho. Pensar en todas esas noches en vela fue lo que hizo que sus pies no dejaran de moverse.
El capitán Mike
Hammer
Hamilton niveló su F-16 a diez mil quinientos metros de altitud, y el teniente Fred
Fuzzy
Newman, al mando del segundo caza, ajustó su rumbo para mantener la formación. Después de despegar apresuradamente de la base de la Fuerza Aérea de March, situada al este de Los Ángeles, habían dado la máxima potencia a los motores para sobrevolar el océano antes de que el aparato que se disponían a interceptar cruzase la costa. El 737 privado designado November tres cuatro ocho zulú se dibujó claramente en el radar de Hammer. Se acercaban a su posición a una velocidad relativa de tres mil kilómetros por hora.
—Dos minutos para la intercepción —informó Fuzzy.
—Recibido —dijo Hammer—. Control de Los Ángeles, aquí Califa tres dos. ¿Hay más comunicaciones procedentes del objetivo?
—Negativo, Califa tres dos. Seguimos sin recibir nada.
Durante la sesión informativa llevada a cabo en pleno vuelo, Hammer fue puesto al corriente de que se habían interrumpido todas las comunicaciones con el aparato, que había realizado un viraje para rectificar su plan original de vuelo a Honolulú. Cuando efectuó la maniobra, alegó que necesitaba atención médica para algunos pasajeros que se habían indispuesto. Entonces las comunicaciones con el piloto adoptaron un tono paulatinamente más preocupado. Por lo visto, todos a bordo, incluido el personal de vuelo, había caído presa de la misteriosa enfermedad.
Las comunicaciones se volvieron más erráticas y extrañas, como si el piloto sucumbiera a algún tipo de mal. Su última comunicación fue tan extraña que la torre de control de Los Ángeles se la reprodujo a Hammer. Era la conversación más rara que había escuchado en toda su vida.
—
Vuelo November tres cuatro ocho zulú, aquí la torre de control de Los Ángeles. Su último mensaje es confuso. Repita, por favor.
—
¡No veo nada!
—exclamó el piloto, presa del pánico—.
¡Estoy ciego! ¡No veo nada! ¡Dios mío!
Hammer nunca había oído a un piloto perder de ese modo la presencia de ánimo.
—
¿Vuelan con el piloto automático?
—
Sí, con el piloto automático. ¡Dios mío! ¡Puedo sentirlo!
—
¿Sentir qué? Vuelo November tres cuatro ocho zulú, ¿sentir qué? ¿Qué sucede?
—
¡Me estoy fundiendo! ¡Todos nos estamos fundiendo! ¡Haga que pare!
—El piloto lanzó un grito de dolor, momento en que las comunicaciones se interrumpieron de forma abrupta.
De eso hacía una hora y veinte minutos.
—¿Han efectuado la maniobra de descenso? —preguntó Hammer. Desde lo sucedido el Once de Septiembre, la misión principal de la Guardia Aérea Nacional consistía en defender el espacio aéreo patrio. El protocolo estándar de operaciones dictaba la intercepción de cualquier aeronave con la que se hubiese perdido la comunicación. Si existía el menor indicio de que el aparato había caído en manos de terroristas, y era sospechoso de ser utilizado como arma, no quedaba más opción que derribarlo. Pero a juzgar por lo que había oído, Hammer no creyó que ése fuera el caso. Ningún terrorista provocaría esa reacción en un piloto.
—Negativo —dijo el controlador—. No han alterado rumbo ni altitud.
—Recibido. Intercepción dentro de un minuto. Ya lo has oído, Fuzz. Cuando lleguemos, daremos una vuelta y nos situaremos a su lado, a ver qué nos encontramos.
Hammer avistó en la distancia el azul brillante del 737, y el aparato no tardó en copar su campo de visión. Fuzzy y él rebasaron al reactor privado y alabearon para efectuar el viraje, reduciendo a la mitad su velocidad. Se situaron junto al 737, Hammer por babor y Fuzzy por estribor.
—Torre de control de Los Ángeles, hemos interceptado el objetivo. Vuela recto y nivelado —informó Hammer—. Velocidad: quinientos cincuenta nudos; rumbo: cero siete cinco. —Si mantenía ese rumbo sobrevolaría la ciudad de Los Ángeles.
—Recibido, Califa tres dos. Describa lo que se ve ahí fuera.
—El aparato parece estar en condiciones. No se aprecian daños por este costado.
—Tampoco por el mío —apuntó Fuzzy.
—No veo movimiento en el interior. Me acercaré un poco más para ver mejor.
Hammer maniobró los mandos del F-16 hasta situar el ala por delante de la cabina del 737. Su presencia allí no pasaría desapercibida a bordo del reactor. Quienes conservaran la conciencia pegarían el rostro a la ventanilla, pero no vio a nadie que lo hiciera.
—¿Signos de vida, Califa tres dos?
—Negativo. —La brillante luz del sol se filtraba por la ventanilla de estribor y era visible a través de las ventanillas de babor, lo que permitió a Hammer disfrutar de una visión clara de los asientos traseros. Según la sesión informativa, el aparato llevaba a bordo a la estrella de cine Rex Hayden y a su séquito. Esperaba distinguir a alguien tendido en el asiento, pero no vio un alma, y eso le pareció muy extraño.
—Fuzzy, ¿ves algo desde tu posición?
—Negativo, Hammer. Todo esto está tan tranquilo como… —Las siguientes palabras que se disponía a pronunciar, «una tumba», no llegaron a salir de sus labios—. Que yo aprecie no hay nadie en el costado de estribor.
—Torre de control de Los Ángeles, su información no es correcta —dijo Hammer—. No viaja nadie en este vuelo. Será un transporte.
Hubo una pausa antes de que el controlador respondiera:
—Mmm. Negativo, Califa tres dos. El manifiesto muestra veintiún pasajeros y seis tripulantes.
—Entonces, ¿dónde coño se han metido?
—¿Qué hay de la tripulación de cabina?
Hammer maniobró el caza para obtener una visión privilegiada de la cabina. Nada obstruía las ventanillas. Los pilotos de los grandes reactores llevan cinturones de seguridad de cuatro fijaciones. Aun estando inconscientes, los cinturones tendrían que haberles mantenido la espalda pegada al asiento.
En lugar de ello, Hammer reparó en un detalle perturbador. Los cinturones colgaban con las hebillas cerradas. La cabina estaba vacía. Si lo que le estaban diciendo era cierto, veintisiete personas se habían esfumado sobre las aguas del Pacífico.
—Torre de control de Los Ángeles, no hay nadie a bordo del objetivo —concluyó, incapaz de creerse sus propias palabras.
—¿Podría repetir eso, Califa tres dos?
—Repito: no hay nadie a bordo de November tres cuatro ocho zulú. Hemos interceptado un avión fantasma.
A Tyler el corazón le golpeaba el pecho cuando alcanzó la sala de control de la Scotia One, una instalación que estaba a la última en tecnología y que permitía el control de todo lo que gobernaba las operaciones de la plataforma, incluidas las bombas y las válvulas. También hacía las veces de sala de comunicaciones.
Encontró en el interior a tres hombres sentados ante sus terminales, repasando a toda prisa los protocolos de emergencia, mientras Finn aullaba al teléfono. Era un tipo rechoncho con el pelo de color y la consistencia de la lana más tiesa, cuya voz retumbaba con la autoridad de un sargento de instrucción. Tyler prestó atención mientras recobraba el aliento.
—Hay siete personas en el agua… Sí, hubo una explosión… No, nuestro barco de pertrechos partió ayer para colaborar en un vertido de crudo que se produjo en la Scotia Two. Llevan puesto el traje de supervivencia… ¿Cuándo?… De acuerdo, hasta entonces esperaremos sentados. —Y colgó el teléfono.
Tyler se dirigió derecho hacia Finn, consciente del apremio de su voz.
—No podemos esperar sentados.
El encargado de la plataforma señaló con una inclinación de la cabeza el reloj que colgaba de la pared.
—Dentro de cinco minutos la Guardia Costera tendrá un helicóptero de salvamento en el aire. A máxima velocidad, llegarán en menos de dos horas, así que esperaremos hasta entonces.
—La bruma se extiende —le recordó Tyler, sacudiendo la cabeza—. Para cuando llegue el helicóptero de la Guardia Costera, apenas habrá visibilidad en la zona. En esas condiciones, el aparato podría sobrevolar la posición de los náufragos sin verlos siquiera.
—Si tienes alguna sugerencia, será un placer escucharla, pero no sé qué más podemos hacer —dijo Finn, sin disimular cuánto le incordiaba aquella discusión.
Tyler se llevó la mano a la barbilla mientras reflexionaba. Sabía que tras pasar una hora en el agua después de un accidente aéreo, eran pocos los supervivientes recuperados con vida.
—¿Y si llamamos por radio al barco? —propuso.
—¿Acaso crees que no se me había ocurrido ya? —Finn soltó un bufido—. Tardaría cerca de seis horas en regresar de la Scotia Two. Es nuestra única embarcación.
La Scotia Two era la plataforma hermana de la One, situada a unos sesenta kilómetros al norte.
Tyler recordó el rato que había pasado apoyado en la barandilla de la pista. Chascó los dedos.
—Cuando estaba en cubierta, vi un yate a unos siete kilómetros de distancia. Ellos podrían encargarse del rescate.
Finn miró airado a uno de los hombres.
—¿Por qué no se me informó de ello?
El tipo se encogió de hombros, y por respuesta el encargado de la plataforma escupió en una papelera.
—Transmite una llamada de auxilio —ordenó.
El SOS fue transmitido por la radio. Transcurrieron unos segundos. Tyler aguzó el oído, deseando escuchar una voz que respondiera a través de los altavoces de la sala de control, pero lo único que oyó fue el sonido de la estática. No hubo respuesta del yate.
—Inténtalo otra vez —ordenó Finn después de que la audible manecilla del reloj se desplazase unas marcas más. Pero tampoco hubo respuesta.
—Por fuerza habrán visto caer al helicóptero —dijo Tyler, frustrado por el silencio. El yate era la mayor esperanza de salvamento para los supervivientes—. ¿Por qué no responden?
Finn alzó las manos, disgustado, y luego tomó asiento.
—Puede que se les haya estropeado la radio. No importa. El caso es que no responden. Tendremos que esperar a que acuda el helicóptero de la Guardia Costera y confiar en que los vean entre la bruma.
Tyler recordó llevar puesto aquel traje de supervivencia cuando hizo el trayecto en helicóptero a la plataforma. Eran los trajes Mark VII Equipo de seguridad, pero no los más nuevos del mercado. No lo bastante buenos.
De nuevo negó con la cabeza, frustrado.
—La precisión de la baliza de esos trajes es de kilómetro y medio —dijo—. No lo bastante precisa para acotar el área en condiciones de bruma cerrada. ¿Cuál es la temperatura del agua?
—Unos seis grados Celsius —respondió Finn—. A esa temperatura, los trajes pueden aguantar hasta seis horas en el agua.
—Sí, pero las prestaciones de los trajes se limitan a condiciones atmosféricas ideales, es decir, con el mar en calma y sin temporal —objetó Tyler, que perdía la paciencia—. Lo más probable es que esa gente esté malherida y, además, el agua los está sacudiendo de un lado a otro. Si esperamos, ese helicóptero no encontrará más que un puñado de cadáveres.
Finn enarcó las cejas y le dirigió una mirada que vino a decir: «¿Y qué quieres que haga yo al respecto?»
Tyler hizo una pausa mientras repasaba mentalmente las opciones, las instalaciones y equipo de la Scotia One, una a una, asintiendo imperceptiblemente sumido en sus pensamientos. Dio vueltas y más vueltas a las diversas posibilidades, pero no dejó de volver a la única alternativa viable. Clavó la mirada en Finn.
—Se te acaba de ocurrir algo —dijo el jefe de la plataforma.
Tyler asintió antes de responder.
—Y no va a gustarte.
—¿Por qué?
—Vamos a tener que ir nosotros a rescatarlos.
—¿Y cómo, si no tenemos embarcaciones?
—Sí las tenemos. Las barcas de salvamento.
Por un instante, Finn se quedó sin hablar tras escuchar aquella sugerencia. Luego hizo un gesto de negación con la cabeza.
—No. Es demasiado arriesgado. Son nuestro último recurso si nos vemos obligados a abandonar la plataforma. No puedo autorizar su uso para rescatar a nadie.
La Scotia One estaba equipada con cinco barcas con capacidad para cincuenta personas, suspendidas a casi veintitrés metros sobre el agua. Tyler se había interesado por la instalación y uso de las mismas en otra plataforma petrolífera, e incluso había visto cómo arrojaban una al mar.
La peculiaridad de estas barcas es que estaban inclinadas en un ángulo de treinta grados. No había poleas o mecanismos para bajarlas lentamente a la superficie del agua. Cuando una barca de salvamento estaba preparada y se consideraba estanca, los operadores accionaban dos palancas y la barca se deslizaba por una rampa para luego caer al vacío. Era el único modo de evacuar rápidamente una plataforma petrolífera que fuese pasto de las llamas.
Tyler inclinó el cuerpo y asió los brazos del asiento de Finn, acercándose a él. Su complexión era fruto de buenos genes, una tabla regular de flexiones y abdominales y del tiempo que dedicaba a correr a diario, lo cual podía hacer en cualquier parte del mundo donde se encontrase trabajando. Sabía que no podía intimidar a un tipo duro como el jefe de la plataforma, por muy bajito que fuera en comparación con él, pero al menos podía servirse de su tamaño para dar énfasis a sus palabras.
Soltó un gruñido grave y dijo:
—Vamos, Finn. Sabes que es su única oportunidad. Si esperamos más, esa gente morirá.
El hombre se levantó del asiento y se encaró a Tyler tanto como era capaz alguien que medía veinte centímetros menos.
—¡Maldita sea, soy muy consciente de lo que está en juego! —protestó, levantando la voz—. Pero nadie a bordo se ha lanzado antes al agua en una de esas barcas.
«Esta discusión me está llevando demasiado tiempo», reflexionó Tyler. Un tiempo del que no disponían los supervivientes del accidente. Finn no iba a dar su aprobación, a menos que alguien le obligase a ello, y él no podía seguir ahí cruzado de brazos y esperar a que los siete náufragos se ahogasen, por tanto decidió mentir.