—¡Uf! Buenos días… —Ubach resopló este saludo al llegar a la cima.
—Buenos días —respondió un hombre bajito con una panza prominente que soltaba nubes de humo por la boca. Mientras daba una calada a su cigarrillo, invitó al monje a sentarse a su lado—. ¿Le apetece un poco de té? —le invitó señalándole la tetera.
—¡Muchas gracias! —contestó Ubach, con las manos en la cintura porque notaba unos pinchazos agudos. Tenía flato. Abrió la boca para poder respirar, y al llenarse los pulmones con el aire fresco que se respiraba en aquella vieja cima, ya empezaba a encontrarse un poco mejor.
—¿Qué lo trae hasta aquí arriba?
—Quería comprobar si Aarón, el hermano de Moisés, había pasado por este lugar tal y como apuntan las Sagradas Escrituras. Y usted, si me lo permite, ¿qué hace aquí?
—Vivo aquí.
—¡¿De verdad?! —respondió sorprendido Ubach.
—Sí, soy el guardián del mausoleo y el almuecín de la mezquita del profeta Aarón.
—Entonces, ¿puede asegurarme que sus restos están dentro de esa pequeña mezquita? —Y Ubach le señaló una construcción blanca, pequeña y con las dimensiones del recinto sagrado de los musulmanes que se levantaba detrás de él—. ¿Es cierto que pasó por aquí y que, según aseguran los beduinos, sus despojos están enterrados en el interior?
—Estimado amigo, todas esas preguntas se responden con un simple y sencillo… —dijo haciendo una pausa el guardián mientras chupaba su cigarrillo— …¡sí! Aunque depende del punto de vista desde el que se mire.
—¿A qué se refiere? ¿Están aquí los restos o no? ¡Es así de simple! Sobre ese tema, no hay punto de vista que valga.
—No estaría tan seguro —le respondió el almuecín—. Yo pertenezco a una de las catorce tribus que viven en Petra, la de Al Amarad. Somos descendientes de los nabateos que vivieron en este enclave desde tiempos ancestrales. Y desde pequeño, he oído contar la historia de un filósofo nabateo tan sabio que su reputación llegaba más allá del valle del Arabán. ¿Conoce esa historia?
Ubach movió la cabeza para admitir su desconocimiento y con otro gesto le pidió que prosiguiese.
Y el guardián y almuecín así lo hizo.
—Todos los días lo veían cruzando el desfiladero del Sik con su burro, camino del mercado que estaba más allá del oasis Uad Mataha. El burro trotaba sin desfallecer durante el largo trayecto, porque sabía que, cuando llegase al mercado, lo esperaba un manojo de zanahorias como premio a su esfuerzo. No obstante, lo más curioso de todo era que el sabio siempre iba sentado al revés, es decir, mirando hacia la grupa del animal. Por tanto, no era extraño que algunos pensasen que el sabio, como había acumulado tantos conocimientos, había perdido algún tornillo, pero nadie se atrevía a decírselo porque lo respetaban profundamente. Un día, Rabbel I, el monarca del reino de los nabateos, se enteró de aquella curiosa manera de montar de uno de sus súbditos. Al principio, el rey se rió de aquella costumbre extravagante, pero alguien de la corte le hizo ver que detrás de aquella actitud se escondía un desafío a las buenas costumbres y a las buenas maneras de los nabateos. Un consejero fue todavía más allá y sugirió al monarca que esa costumbre no sólo era un quebrantamiento de las normas de buen comportamiento, sino también un desafío abierto a la dignidad de la corona. Tanto le insistieron, que acabaron consiguiendo que viera lo que ellos querían. Y Rabbel I montó en cólera gritando: «Está claro por qué monta al revés. Por muy sabio que sea, no puede hacerlo». Rápidamente promulgó una ley que prohibía a todos los habitantes de Petra montar al revés, ya fuese a caballo, camello, asno, burra o mula. El sabio siguió montando al revés sin dar importancia al bando que, según la orden real, lo prohibía. Hasta que llegó un día en el que los esbirros de palacio lo detuvieron y lo llevaron ante el monarca, que lo interrogó.
»—¿Por qué actúas así? ¿Por qué te atreves a desobedecer un mandato real? —le preguntó el rey airado—. Eres un hombre sabio y reputado, no entiendo la razón de tu conducta.
»—Con todos los respetos, Su Serenísima Alteza, tengo que decirle que no monto al revés, se trata sólo de una simple cuestión de punto de vista.
»—¿Qué quieres decir? Explícate —le exigió el monarca.
»—Cuando entro en el desfiladero del Sik, suele ser la hora de mis oraciones, y por eso monto en dirección al Khazné, el gran templo que hay a la entrada, es decir, voy montado mirando al gran templo, rezando. Estoy dialogando con Dios… y en ese estado no importa cómo vaya montado.
»—Pero entonces… —dijo un tanto desconcertado el rey—, ¡es tu asno el que va al revés!
»—No, Su Majestad, el asno también va a su aire.
»—¿Qué quieres decir con que va a su aire? —respondió el rey cada vez más confuso.
»—Mi asno busca sus zanahorias, justa retribución por el trabajo que hace cada día. Por tanto, él también va en la dirección correcta. Aunque nosotros vayamos en el mismo sentido, nuestros puntos de vista son diferentes. Vamos al revés, pero en el mismo sentido —volvía a repetir el sabio al rey—. A su manera, el asno también es sabio.
»—Muy bien —dijo el rey. Entonces cogió aire y preguntó—: Y cuando regresas, ¿por qué haces el camino de vuelta del mismo modo?
»—Por la tarde, cuando volvemos a Petra después de un largo día de camino, mi asno vuelve a un trote ligero, porque tiene ganas de llegar lo antes posible, y así poder tumbarse en la paja del establo, ¡y se lo tiene muy merecido!
»—¿Y entonces por qué vuelves a montar al revés? —quiso saber.
»—Su Majestad, lo entenderá enseguida. Vuelvo siempre mirando hacia la grupa del animal porque vigilo la valiosa mercancía que traigo cada día del mercado. Piense que la subsistencia de mi familia depende de ella. Si fuese un despreocupado y mirase hacia delante o hacia cualquier otro sitio, no podría ver si se cae alguna calabaza o algún fardo de trigo. Ni tampoco oiría nada porque el eco del viento que corre a través de esa garganta no me permitiría oír el ruido de las mercancías al caer. Por eso, Su Majestad, le tengo que decir que por nada del mundo he faltado ni a las leyes ni a las buenas costumbres de los nabateos. Y mucho menos pretendía ofenderlo. —Y añadió—: Sólo se trataba de mi punto de vista y del de mi asno…
El guardián y almuecín de la mezquita de Aarón encendió otro cigarrillo y, dándole una fuerte calada, dijo mientras sacaba el humo entre sus dientes amarillentos:
—Ya lo ve, abuna, el mundo y todo lo que nos rodea pueden tener su propia interpretación. Es un dilema que ya conocían los antiguos nabateos. Ver que nuestra propia realidad no es siempre la verdad del resto, aunque todos podamos ver lo mismo, pero desde diferentes ángulos.
—Ya veo, sí —reconoció Ubach—. El objetivo de esta historia es ver que las razones que motivan los actos de las personas están a veces influidas, o incluso engañadas, por las apariencias. —Ubach empezaba a entender lo que le decía el guardián—. Nuestros puntos de vista son subjetivos, como si viésemos el mundo con las anteojeras que llevan los burros para que miren sólo hacia delante, y no se despisten mirando a los lados. Por tanto, les resulta imposible apreciar el entorno.
—Es muy importante comprender las diferentes circunstancias humanas, tal y como son en realidad, y no como creemos verlas desde nuestra propia apreciación —añadió el beduino—. Si quiere, no obstante, le abro la puerta para que pueda acceder al interior y comprobar con sus ojos que ahí está la tumba de Aarón.
Ubach no necesitaba hacerlo porque creía firmemente en que estaba allí, y no dudaba de esa realidad; pero por otro lado, su curiosidad —que lo corroía por dentro— le pedía a gritos levantarse corriendo detrás del guardián y entrar a ver la tumba, hacer una fotografía y volver hacia abajo con la prueba capturada dentro de su Kodak. Ubach bajaba hacia Petra mientras seguía dando vueltas a aquella parábola ingeniosa, heredera de una tradición antiquísima que intentaba arrojar luz sobre aquello tan complicado que se llama punto de vista subjetivo o personal. El origen de la narración era tan remoto que, al parecer, aparecía ya grabada en una escritura cuneiforme en unas tablillas de terracota.
Es evidente que la lección que atesoraba en su interior había perdurado con el paso del tiempo hasta convertirse en un ejemplo de la magnífica tradición árabe. «Procuraré recordarla para transcribirla al pie de la letra en el diario de viaje», pensó Ubach.
—No hay ningún pueblo por aquí con ese nombre —le contestó el mudir, la autoridad de Petra, el gobernador local.
—¿Cómo que no? ¿Es que no conoce esa localidad? —replicó extrañado Ubach—. Pero si sólo está a unos cuantos días en camello de vuestra casa. —Le pareció que no le daba permiso para visitarla.
—Me refiero a que no hay ningún camino que vaya hasta allí —reconoció.
—¿Está totalmente seguro, señor?
—Bueno… —dijo aclarándose la garganta, y bajó el tono de voz—. Sí que hay un camino que llega hasta allí… —concedió finalmente—, pero es aterrador y totalmente impracticable.
—¿Por qué? Si, tal y como dicen las escrituras, pasó por allí el pueblo de Israel, nosotros también podremos, ¿no cree, mudir?
—No sé qué pasaría con esos israelitas de los que habla, pero ninguno de los que he visto ir por allí ha vuelto. Y estoy convencido de que quienes no se mueren por el camino, que consiste en una serie de desfiladeros y senderos que suben y bajan por un estrecho valle antes de llegar a la llanura del Infierno, pierden la vida cuando llegan a las minas de cobre.
Al sur del mar Muerto, entre Petra y Zoar, estaba Funon, la tierra de las serpientes de fuego. La llegada a ese territorio bíblico, según los textos sagrados y también según los habitantes de los alrededores, estaba precedida por una travesía infernal. Muerto, yermo, desnudo, seco y batido por el sol: así era el lugar que daba la bienvenida a unas minas de cobre donde antiguamente enviaban a los criminales, pero donde también murieron un gran número de cristianos en la época de Diocleciano y Maximino. Las montañas que lo rodeaban también eran de un color verdoso oscuro que revelaba claramente cuán ricas eran en ese cobre que nacía en sus entrañas. Según lo que les había explicado el mudir, todavía enviaban a los criminales a extraer el mineral, porque, de vez en cuando, se veían pasar caravanas de hombres encadenados a los que conducían a las minas.
Ubach pensó que no era extraño que el pueblo de Israel estuviese a punto de morir de sed. En lugar de atemorizarlo con su puesta en escena para hacerlo cambiar de opinión, el mudir sólo había conseguido animar todavía más al padre Ubach.
El sol extendía su bochorno sobre la tierra, y la arena ardía como una brasa, como ya notaban los camellos en las pezuñas. El calor provocaba un aire sofocante que quemaba la garganta sólo con respirarlo. Las gotas de sudor se secaban en cuanto salían de los poros de la piel.
—¡Parece que nos haya mordido una serpiente de fuego! —exclamó Vandervorst citando los textos sagrados mientras notaba que todo él hervía.
—Desde luego —le respondió Ubach, que notaba que le faltaba el aire porque tenía las paredes del cuello muy resecas y no podía ni tragar saliva para aliviarlo.
—Me tomaré la travesía de este desierto como lo que es: una penitencia por el infierno. Me lo tomaré como una prueba que me pide el Todopoderoso para llegar a ser el Elegido. Sabes, Bonaventura, Él me ha hablado. Me ha designado, me ha señalado como lo que soy: el portador de la Verdad que propagaré por todo el mundo.
Vandervorst deliraba. Ubach lo sabía, lo había visto y oído con las palabras que acababa de pronunciar. Era un estado más o menos duradero de perturbación mental que se manifestaba con aquella gran excitación, la incoherencia de las ideas, las alucinaciones que le causaba la fiebre y que le hacían decir esas barbaridades. Necesitaban llegar a Funon, pero lo único que se abría ante él era una extensión de tierra bañada por un sol que cegaría a cualquiera. De repente, no muy lejos de donde estaban, vio un resplandor.
—¡Sigamos esos reflejos! —anunció el padre Ubach mientras Vandervorst seguía con sus delirios y sus invocaciones.
Azuzaron a los camellos para que cambiasen el paso y siguiesen un poco más deprisa ese brillo antes de perderlo de vista. Los animales estaban también agotados y Saleh temía que en cualquier momento pudiesen caer redondos, lo que agravaría los problemas. Conforme se acercaban, pudieron observar de dónde venían aquellos reflejos que los habían deslumbrado unos segundos antes. Provenían de las cadenas que llevaban en los pies y las manos una procesión de personas que avanzaban unas tras otras formando una larga fila, custodiadas por dos hombres armados que iban a caballo. Uno abría y el otro cerraba la siniestra comitiva. El que iba detrás, además de ir armado con un fusil, blandía un látigo que, cuando no lo hacía chascar en el aire, aplicaba con saña sobre la espalda de alguno de los hombres que parecía estar a punto de desfallecer. Encadenados, el paso de aquellos criminales que llevaban a las minas era pesado y lento, como lo sería su condena dentro de la montaña, extrayendo cobre durante el resto de sus vidas. Al pasar por el lado de aquel grupo de condenados, auténticos despojos humanos después de cruzar el desierto en aquellas condiciones, Ubach no pudo evitar pensar en aquellos cristianos que siguieron un camino parecido, y que fueron martirizados por los emperadores romanos. Era como si viese a san Silvano, obispo de Gaza, a san Peleo y san Nilo, obispos de Egipto, y una treintena más de hombres santos que sufrieron aquellos tormentos, y quién sabe si éstos también acabarían, como aquéllos, lanzados a los hornos de fosa por sus creencias.
—¿Adónde los llevan? —preguntó Ubach.
—¡A las minas! —contestó el hombre del látigo haciéndolo chascar contra la espalda de un desgraciado.
—¿Qué crímenes han cometido?
—Han robado, violado, asesinado, difamado… Padre, no compadezca a estos hombres: son la escoria de la sociedad y ahora tienen que pagar por su castigo.—Y azotó otra espalda.
—Usted tendría que recibir el mismo castigo —espetó desde su camello Vandervorst a aquel vigilante.
Ubach se quedó en tensión al oír que su compañero buscaba pelea. Acompañaba los delirios de grandeza hablando con ínfulas de sabio y de potentado. Por suerte, el soldado que vigilaba la caravana de condenados debía de estar curado de espantos y de actitudes arrogantes, ya que no se lo tomó muy en serio. A pesar de que Vandervorst seguía provocándolo, el vigilante, ignorando las palabras de locura, se dirigió al padre Ubach para darle un consejo.