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Authors: Manuel Pimentel Siles

Tags: #Histórico

El arquitecto de Tombuctú (31 page)

BOOK: El arquitecto de Tombuctú
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Estas gentes del desierto no tienen límite en sus charlas al fuego de la noche. Cantan, narran historias, beben té. Las mujeres llevaban la cara descubierta, y participaron en el jolgorio de palmas y risas. Las canciones eran de amor y guerra. Nosotros también cantamos con aquellos terribles descendientes de los almorávides, los guerreros de la fe que forjaron en el siglo XI un imperio que llegó desde el Sudán hasta Al Ándalus. Sus grandes ciudades fueron Chinguetti, Walata o Tichit. Hacia ellas nos dirigiremos si somos capaces de liberarnos de las garras de los bandidos.

Aproveché un alto en los cánticos para suplicar nuestra salida.

—Mañana deseamos partir hacia el sur. Nos queda mucho camino hasta Tombuctú. Noble Gazel, te pido tu protección.

—Puedes ir en paz de Dios.

Hemos partido esta mañana. Escribo estas líneas después de una dura jornada de travesía sin incidentes que destacar. Creo que ya vamos por el buen camino. Si Alá lo quiere, llegaremos a Walata en unas dos semanas.

XLIV

A
L MUNTAQUIM
, EL QUE DA JUSTO CASTIGO

La visita a Abdalá me derrumbó hasta el extremo de resultarme del todo imposible acudir a la cita con Layla. El espectro de la mazmorra me subyugaba. No podía compartir su beso de despedida con nadie más. Planté a Layla. Por vez primera no acudiría al encuentro con la amada. No me importaba que se enfadara conmigo. En realidad, nada me importaba.

Deambulé sin rumbo. No quería volver a casa, no me apetecía beber. Sólo intentaba encontrar un sentido a todo lo ocurrido. No lo encontré. Inquirí a las altas estrellas del cielo y no obtuve respuesta. Intenté descifrar los secretos de la brisa de la noche y del murmuro del río, pero no entendí su lenguaje. Sólo la proximidad del alba me hizo recluirme en casa. Llegaba la mañana de la lapidación de Abdalá. En un rato, sería conducido hasta el lugar del tormento. Lo enterrarían hasta la cintura y lo apedrearían hasta la muerte. No utilizarían piedras demasiados grandes, para así alargar el suplicio. Yusuf le arrojaría la primera, otros fieles cumplirían el mandato de la
sharía
. Malditos. Malditos todos ellos.

Me desvestí para acostarme. Dejé mis ropas sobre el arcón. Tenía restos de sangre y suciedad. No besé a Afiya, que dormía todavía. Aún tenía el sabor de los labios de Abdalá, no quería compartirlos con nadie.

Intenté dormir. No lo conseguí. Me levanté sin despertar a mi mujer. Me puse ropa limpia y salí de nuevo a la calle, en busca de un consuelo que no encontraría. Amanecía con quieta transparencia. Me dirigí hacia los descampados del Genil. Estaban lejos, tardaría un rato en llegar. No me importaba. Nadie me esperaba, salvo el horror de la lapidación. Sabía que no debía asistir, pero quería volver a mirar los ojos de Abdalá.

Dos agujeros en la tierra aguardaban a los sodomitas. Redondos, limpios, sombríos. Algunos guardias intentaban mantener el sosiego entre la multitud de fieles y curiosos que allí se arremolinaban.

—¡Allí llegan!

—¡Sí, allí vienen los maricones!

Los estandartes reales precedían a la comitiva. Un arráez y cuatro soldados custodiaban a los dos reos, encadenados sobre un carro. Estaban tan desbaratados que les resultaría del todo imposible caminar. Un mulo tiraba indolente, ajeno a las desdichas del siglo y a las ricas guarniciones que lo adornaban. El campo olía a hierba húmeda. Pronto, la sangre cálida lo regaría.

La chiquillería seguía a la comitiva, entre risas e insultos. Sus padres les habrían recomendado asistir al espectáculo. Así aprenderéis las consecuencias del pecado, les dirían. Id y contádmelo todo, les insinuarían las madres.

Los bajaron. Sayyid imploraba perdón, entre sollozos. Abdalá guardaba un digno silencio. Un grupo de religiosos, con Yusuf a la cabeza, se acercó hasta ellos. Recitaban suras del Corán. Decidí acercarme para lograr entender lo que decían.

A una señal de Yusuf, los depositaron de pie en el interior del agujero. Tenían cadenas en los pies, y las manos atadas a la espalda. Mi amigo miraba al vacío, mientras que Sayyid rogaba compasión a los guardianes.

—¡Por favor! ¡Somos todos hijos de Alá! ¡El es Clemente, Misericordioso!

Babeaba. Apenas se le entendía. Los religiosos no se inmutaron ni interrumpieron su salmodia de aleyas.

Las primeras paladas de tierra sonaron a tambor de muerte. Con rapidez quedaron enterrados hasta la cintura. Fue entonces cuando me fijé en los montones de piedras. Seguro que serían chinos del Genil, cantos rodados del tamaño adecuado para matar lenta y dolorosamente.

Me acerqué aún más, hasta llegar a los que se iban arremolinando alrededor de los condenados. Los religiosos terminaron con sus rezos y dieron unos pasos atrás. Yusuf, investido de una sacra autoridad, pronunció palabras firmes. Pude oírlas, sin terminar de creer que aquello estaba ocurriendo realmente. No se recordaba una lapidación en nuestra ciudad.

—Hermanos. La Ley de Dios debe cumplirse. Han sido sorprendidos en el peor pecado y juzgados según nuestra sagrada
sharía
. Van a morir lapidados, y a nosotros nos corresponde la ejecución. No es fácil obedecer a los mandatos divinos, pero es nuestra responsabilidad.

Los fieles asintieron, eran conscientes del acto de le que el destino les había reservado, y se preparaban para su alta misión.

—¡Coged las piedras!

Los hombres obedecieron las órdenes de Yusuf. Dejé de oler a hierba húmeda. Sayyid sufría convulsiones de terror.

—¡No, por favor! ¡Piedad! ¡El me provocó, no lo volveré a hacer nunca más!

Abdalá seguía firme, sin titubear ni abrir la boca. Me abrí paso entre la muchedumbre que se agolpaba, quería estar más cerca de él.

—¡Yo tiraré la primera! —voceó Yusuf—. ¡Cumplid después vosotros!

Cogió una piedra y la arrojó con fuerza hacia Abdalá. Le dio en el hombro. Mi amigo cerró los ojos, y no abrió la boca. Enseguida otros comenzaron a apedrearlos. Los guardias ordenaban la operación. Dejaban acercarse a dos para que dañaran con su pedrada a los condenados. Una vez cumplida su misión, regresaban hasta la muchedumbre. Otros dos voluntarios se encargaban entonces de hacer cumplir la ley.

—¡Tranquilos! —Yusuf intentaba que no se desmandara la ejecución—. ¡Sé de vuestro celo religioso y todos podréis cumplirlo! ¡Uno a uno seréis brazo de la justicia!

Los condenados sangraban por las numerosas heridas que las piedras les causaban. Yo no sabía qué me horrorizaba más, si el fanatismo asesino de los verdugos voluntarios, o las frías instrucciones de Yusuf.

—¡Que nadie repita! ¡Todos tenéis vuestra oportunidad de demostrar que sois dignos fieles!

Y las piedras seguían atormentando a aquellos desgraciados.

—¡No se las tiréis demasiado grandes! ¡Tampoco a la cabeza! ¡Debemos asegurarnos de que el suplicio se prolonga! ¡No podemos regalar a los reos una muerte dulce!

Una piedra impactó en la boca de Abdalá. Por vez primera, gritó de dolor. Los labios le colgaban. Entre la sangre y la saliva se adivinaban los dientes partidos.

—¡Muy bien! ¡Así, poco a poco!

Sayyid continuaba gritando. Sus alaridos no conmovían a nadie. Alguien lo alcanzó en un ojo, llevándose el párpado por delante. Una monstruosa bola blanca y roja se salió de su órbita para colgar sobre su rostro.

—¡Eso es! ¡Esa le ha dolido!

No podía soportar más. Abdalá sufría convulsiones, pero intentaba mantener una dignidad que contrastaba con las inútiles súplicas de Sayyid. Mejor que muera en silencio, sin darle gusto a los verdugos, pensé para mis adentros. Obsesionado por lo que veía, me acercaba más y más.

—Tú —el guardia se dirigió a mí—. Te toca.

No podía creérmelo. Allí estaba, frente al montón de piedras. Era mi turno. Quise retroceder, pero los cuerpos que se apiñaban a la espera de su turno me lo impidieron.

—¡Coge una piedra, no puedes perder el tiempo, otros muchos aguardan su oportunidad!

Me acerqué al montón. Frente a mí quedaba Abdalá, convertido en un guiñapo sanguinolento. Di un paso más, mareado y absurdo. A punto estaba de romper a correr, cuando mi amigo entreabrió un ojo. Me miró. Nuestras miradas se cruzaron. Estoy seguro de que me descubrió, que supo que allí estaba junto a él. Asintió con la cabeza. Se sintió reconfortado. Y supe lo que me pedía. Me agaché hasta escoger la piedra más grande. Me acerqué hasta Abdalá, que me miraba entre las brumas de su sangre. Debía proporcionarle una pronta muerte. Tomaría impulso. Me pareció que Abdalá me sonreía. Eché mi brazo para atrás, y mirando fijamente a su frente, le arrojé con todas mis fuerzas la piedra letal. Impacto con violencia en el centro de su frente. Un sonoro chasquido descubrió el hueso que se acababa de quebrar.

—¡No! ¡Lo has matado!

Yusuf me descubrió en ese instante. Entretenido con la agonía de Sayyid, no había visto cómo me aproximaba. Se acercó hasta mí, mientras que Abdalá se doblaba hasta quedar rígido e inclinado. Estaba muerto, ya no sufriría más. Lo había matado, lo había salvado.

—¿Qué has hecho, Es Saheli? —me murmuró al oído.

La muerte de Abdalá decepcionó a los fieles. Muchos no habían arrojado aún su piedra de fe. Yusuf los miró con preocupación. No podía permitir que la liturgia finalizara con escándalo.

—¡Seguid arrojando piedras! ¡Hasta que el último lo haya hecho!

Con los brazos caídos, salí del círculo de ejecución. Atrás quedaron los gritos cada vez más tenues de Sayyid y el silencio de muerte de Abdalá. Las piedras seguían cayendo sobre sus cuerpos, mientras se saciaba el celo religioso de los fieles.

—¿Qué has hecho, Es Saheli? —noté el aliento de Yusuf a mis espaldas—. ¿Por qué lo has matado?

Lo reté con la mirada.

—Lo siento, Yusuf. Vine a cumplir con mi deber. Pero no estoy acostumbrado a arrojar piedras.

—Te arrepentirás, pecador, te arrepentirás.

Yusuf volvió a dirigir el aquelarre. Yo me giré y comencé a caminar hacia la ciudad. El campo volvió a oler a hierba húmeda.

Regresé a casa. No me encontraba con fuerzas para subir todavía a la Alhambra. Cuando llegué, mi mujer no estaba. Habrá salido de compras al mercado, pensé. Me tumbé para descansar. Y, entonces, me acordé. La carta de Layla. La había dejado en uno de los bolsillos de la ropa sucia del día anterior. Ya no estaba sobre el arcón. Afiya podría haberla descubierto cuando la mandó a limpiar. No, no podía ser. Salí de la habitación.

—¿Y mi esposa?

—Ha salido —me respondió la sirvienta—. Ha dicho que no la esperemos para comer.

—¿Y mi ropa sucia?

—Está en el patio. Se la van a llevar al lavadero.

—Tráela.

Depositó el bulto sobre el suelo. Rebusqué en sus bolsillos. No estaba. La carta de Layla había desaparecido. La mañana en la que lapidaron a Abdalá, mi matrimonio naufragaba sin remedio.

No logro recordar bien lo que ocurrió aquella tarde. Arrastraba mi cuerpo a través de una niebla en la que no distinguía lo real del delirio. Subí hasta la Alhambra, a pesar de todo. Tenía que firmar con toda urgencia unos documentos. Lo hice sin leer siquiera su contenido. Finalicé como pude y me dispuse a salir.

—Es Saheli, tenemos que hablar.

El buen Ibn al-Yayyab estaba frente a mí. No deseaba mantener ninguna conversación, pero no pude esquivarlo. Me invitó a pasear, como otras veces, por la alameda del Generalife.

—Nos tienes preocupados. ¿Te ocurre algo?

—No, ¿por qué lo preguntas?

—Has cambiado, ya no pareces feliz como antes, tu trabajo se atrasa.

—No le preocupes. Estoy recuperándome de los sobresaltos. Ya sabes, la liberación de Osmán, los cambios en mi familia, ya sabes.

—¿La condena de Sayyid y Abdalá?

—Bueno, el suplicio de Abdalá, también. Sayyid era un malnacido.

—Es Saheli, cuídate. Suscitas envidias en la corte que propagan a los cuatro vientos tu vida disipada. Que nadie murmure de tu amistad con Abdalá. No des pie al escándalo. Lo utilizarán contra ti.

No le hice caso. Aquella noche, bebí y consumí anacardo. Sólo el estímulo de la droga y el vino lograrían aliviarme de un dolor que no entendía. Pero el alcohol no me arrancó trances alegres, sino violencias retadoras. Mis imprecaciones cada vez eran más osadas, más ofensivas. Y aquella noche, nada me importaba. No respeté ni la moral, ni, lo que aún tenía más importancia en aquella Granada cainita, la autoridad del sultán.

—Los nazaríes son unos impostores —grité en plena enajenación—. Se atribuyen estirpes de las que ni una gota de sangre tienen, y viven de la herencia que les dejó su antepasado Alhamar, el de Arjona, que Alá lo tenga en los fuegos del infierno. Los nazaríes consiguieron su poder ayudando a Fernando a conquistar Sevilla la hermosa y Córdoba la divina. Las mesnadas de Alhamar fueron las más numerosas en los ejércitos del Bizco. El nazarí se cimentó en la ruina de sus ciudades hermanas. El suyo es un poder bastardo, vasallo de los reyes cristianos. Nos toleran porque les pagamos buenas rentas y dineros. Algún día, el tañido de bronce de sus campanas enmudecerá para siempre al canto de nuestros almuecines.

—¡Es Saheli, calla!

Pero no quise hacerlo. Aquella noche no. Gritaba y desvariaba más y más, hasta caer inconsciente en el suelo. En aquella ocasión, nadie me llevó hasta mi casa. Me dejaron tumbado sobre mis vómitos de borracho hasta que el fresco de la madrugada me despertó. Comenzaba a descender hacia los abismos del descrédito. Pero lo peor estaba todavía por llegar.

XLV

A
L BATIN
, EL OCULTO

La casa estaba despierta cuando llegué. La sirvienta me abrió la puerta, y se retiró discreta cuando Afiya vino a mi encuentro.

—Ha sido horroroso —le dije.

Mi mujer había estado llorando. Advertí una extraña determinación en su rostro.

—Han lapidado a Abdalá. Estuve allí, viéndole.

Bajé la cabeza, no tenía ganas de hablar.

—Voy a descansar un rato.

—Abu Isaq, espera, tengo algo que decirte.

Me dolía la cabeza, tenía la lengua seca. Tenía que asearme y descansar.

—Cuando me levante.

—No. Ya he esperado demasiado tiempo.

—¿Qué quieres? —le pregunté con desgana.

—Te presento mi repudio. Quiero el divorcio.

No me lo esperaba. ¿Afiya, el divorcio?

—He hablado con mis padres, y me apoyan. Han consultado en la mezquita y no existe ningún problema.

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