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Authors: Manuel Pimentel Siles

Tags: #Histórico

El arquitecto de Tombuctú (32 page)

BOOK: El arquitecto de Tombuctú
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Era cierto. Aunque el repudio era una facultad que tan sólo usaban los hombres, en determinadas circunstancias, también podía ser ejercida por las mujeres. En caso de adulterio probado, por ejemplo.

—¿Sabes qué es esto?

Afiya me mostró la carta de Layla. La maldita nota que dejé olvidada en el bolsillo de mi sayón.

—No —intenté disimular—. ¿Qué es?

—Una cita de una mujer que se llama Layla. Dime, ¿quién es esa puta?

—No sé de lo que me hablas.

—Estaba en tu bolsillo. Huele a perfume. Es una cita. Llevas dos noches sin aparecer por casa.

—No, no, te equivocas. La encontré en el despacho y la guardé para saber a quién pertenecía. Estas dos noches no he estado con ninguna mujer. ¡Visité a Abdalá en las mazmorras! ¡Lo han lapidado, yo mismo lo rematé para que no sufriera más! ¡Estoy destrozado! ¡Bebí para olvidar, me emborraché! Pero no he estado con ninguna mujer.

—Es tarde, Es Saheli. Te he amado durante estos años. Y ahora que volvías a mí, descubro que me eres infiel.

—Podemos hablarlo más tarde —le respondí, intentando dilatar cualquier decisión.

—No. Si no me concedes el divorcio, pediré testigos, e iniciaré el proceso contemplado por nuestras leyes. No creo que nos interese el escándalo.

No. No me interesaba un nuevo escándalo. Cualquier alfaquí daría la razón a mi mujer. Yo había incumplido todas y cada una de las obligaciones matrimoniales.

—Te necesito, Afiya. Ahora más que nunca.

—Es tarde. Me engañas, como siempre. Sal de esta casa. Hueles a otra.

No. No era cierto. No olía a otra. Mi olor era de muerte, de ruina, de vacío, de desesperación.

—Si no te vas, me iré yo. Regreso a casa de mis padres. Ya vendré por mis cosas. Adiós.

—No, no me dejes. Ahora no, por favor.

—Que tengas suerte, Abu Isaq —la oí decir desde la puerta—. La necesitarás. Vaya que la necesitarás.

Aquel día no subí a trabajar. Estaba perdido. Demasiadas tormentas para una embarcación tan frágil. Acababa de ser repudiado por mi propia mujer, la mayor humillación que un hombre podía soportar. Miraba mis manos y las recordaba arrojando la piedra asesina. Desviaba la vista hacia el arcón y me hería el recuerdo punzante de la nota de Layla. Quería hundirme en la ciénaga de la desesperación. Todos los que había querido me dejaban.

Al atardecer, salí a beber. Quería perder la conciencia y la memoria. Apuré un vaso tras otro. Todo comenzó a darme vueltas. Salí a la calle, necesitaba del fresco sanador. Caí al suelo, inconsciente. Desperté al rato, tiritando de frío. Me aseé como pude en una fuente cercana y me dispuse a regresar a… ¿regresar adonde? Mi casa ya no era mi casa. Afiya me había repudiado, no pensaba volver a cruzar aquel umbral. Quizá con otra copa de buen vino encontrara una solución al dilema. Me encaminé hacia el antro en el que se reunían los más voraces trasnochadores, allá por el barrio del Haxaris, cerca de la mezquita al-Taibin o de los conversos. Tuve suerte. Lo encontré lleno de conocidos. Incluso conseguí anacardo.

Mi mente chispeteaba alucinada. No me importaba que todos me abandonaran. Ese era el designio de los elegidos, marchar en solitario entre la incomprensión de los mediocres. Volar como águila sobre el corral de las gallinas. El anacardo recuperó mi seguridad. Quería lucir ante los demás, y crucé la única raya que aún no había profanado. La de la religión.

—Creedme a mí, que continúo la senda del Profeta.

—¡Es Saheli, por Alá, calla, que te está oyendo mucha gente!

Alcé la voz. Deseaba que todos oyeran mi buena nueva.

—¡Interpretad la azora de la caverna! ¡Oídla de mi boca!

Todos la conocían. Era una de las más recitadas y enigmáticas del Corán. Burlones, se dispusieron a mi alrededor.

—¡Imán de la noche! —se mofaron los más irreverentes—. ¡Que sean nuestras tus salmodias!

—¡Atended, ignorantes! Todo lo que existe sobre la caverna está creado para loa de su señor. Trescientos años, más los nueve añadidos, dormimos en la caverna. Los siete durmientes y nuestro perro son testigos de la omnisciencia de Alá. Cuando salimos, tras nuestro letargo, no conocimos la maldad que se había instalado en los hombres. El temor de Dios me aconseja volver a recluirme en la caverna. Mi hora aún no ha llegado. Los buenos musulmanes deben esperar aún al mesías que los redima, al
Mahdi
que los guíe.

Aproveché el silencio de estupor que mis palabras habían causado para rematar mi versión de la azora con una proclamación final.

—Yo soy ese
Mahdi
. Tenéis ante vosotros el guía que os salvará.

El silencio se trocó en murmullo de desaprobación. La herejía estaba prohibida incluso en aquellos antros de perversión.

—¡Apóstata! —gritó fuera de sí uno de los presentes—. ¡Te has proclamado profeta, el peor de los sacrilegios!

Aquel energúmeno salió a la calle chillando. Yo me quedé dentro, intentando predicar mi buena nueva entre aquellos descreídos. Aunque algunos me servían vino y se reían conmigo, la mayoría me daba la espalda cuando me acercaba a ellos. Había llegado demasiado lejos, y era un peligro encendido.

No se equivocaban. Instantes después, entraban los miembros de la
shurta
, la policía encargada del orden en la ciudad.

—¿Quién es el apóstata blasfemo? —preguntó el arráez, advertido por el que me había acusado.

Yo no me di por aludido. Yo no era un apóstata blasfemo, era un
Mahdi
, un guía para mi pueblo. No podía dignarme a oír sus súplicas.

—Ese loco, señor.

Varios me señalaron. La policía vino hasta mí.

—¿Qué hacéis? —intenté defenderme—. ¡Dejadme! ¡Puedo descargar mi ira divina sobre vosotros!

Me prendieron. Fui arrastrado hasta los calabozos de su cuartel. Grité como un insensato durante todo el camino, como si deseara que el escándalo fuese aún mayor. Me arrojaron sobre el suelo de la mazmorra y volcaron sobre mí un cubo de agua fría.

—¡A ver si vuelves en ti, imbécil!

Imbécil. Sí, eso es lo que fui. Repudiado, despreciado y encarcelado, finalizaban para siempre mis días de libertad y gloria en Granada.

XLVI

A
L WAHIB
, EL ÚNICO

Escribo por no caer en la desesperación. Alá nos ha abandonado. Estamos perdidos, sedientos, derrotados. Nada somos en medio de un desierto inmenso e indiferente. Desde que partimos de Siyilmassa, todo parece salimos mal. Primero fue la enfermedad y muerte de nuestro guía. Después el extravío que nos condujo a las tierras de Gazel. Ignoro si lograremos sobrevivir a la catástrofe en la que se ha transformado esta caravana que tan feliz se nos prometía. Abandoné mi sueño de regresar a Granada para correr a auxiliar al amigo que siempre me fue fiel. Hoy me arrepiento. El desertor de sus sueños merece el castigo del extravío. Quería ayudar a Jawdar. ¿Quién nos ayudará a nosotros, ahora que podemos morir?

Dos días después de haber partido del campamento de Gazel, fuimos emboscados. Los bandidos hassaniyas nos hostigaron durante todo el día, atacando nuestra retaguardia y causando algunas bajas. ¡Qué poco vale la palabra de un escorpión! Recuerdo los grandilocuentes parabienes de Gazel y escupo en su nombre y sobre la honra de su estirpe. Nos traicionó. Aunque no eran sus hombres los que nos atacaban, a buen seguro que serían los de alguna tribu aliada. Habrán convenido la partición del botín. De alguna forma, adivinaron las riquezas que portábamos.

Al tercer día de hostigarnos, lograron dividir la caravana. Los que íbamos en cabeza conseguimos ponernos a resguardo en un alto farallón de rocas. Afortunadamente, Layla está conmigo. También los camellos con las riquezas. Perdimos el contacto con los que iban atrás. No hemos vuelto a saber de ellos. Probablemente, han sido asesinados. Sus cuerpos serán pasto para las hienas y los buitres que limpian de carroña estas soledades. No tengo lágrimas para llorar su ausencia. La sed aprieta y el calor abrasa. Todos mis jugos se evaporan. Diezmados, hemos logrado atravesar estos cerros pelados. Los bandidos no nos han perseguido. Quizás hemos penetrado en los territorios de otra tribu o quizá se hayan desencantado por el escaso botín de los camellos apresados. Nosotros llevábamos los tesoros, los de detrás los víveres, el agua y los pertrechos de acampada. Parece que han decidido dejarnos morir en la madre de todos los desiertos.

—Aún conservamos nuestros tesoros —intenta consolarme uno de mis lugartenientes.

—Las joyas de nada nos servirán —replico.

Tengo a Layla en mi regazo. Sus ojos jóvenes se van acostumbrando a la barbarie.

—No nos pasará nada, ¿verdad, Es Saheli?

—No te preocupes, chiquilla. Pronto estaremos a salvo.

No sé cómo podremos hacerlo. Paradojas de la vida. Ahora entregaríamos todos nuestros tesoros por un simple odre de agua fresca. ¿Qué es el valor, cuál el precio de las cosas? Pero no podemos quejarnos. Si el oro hubiera caído en manos de los bandidos, hubieran pensado que aún llevábamos más. Nos habrían perseguido hasta las puertas mismas de los infiernos para robárnoslo.

Llevamos dos días de caminar desconcertado a través de unas llanuras atroces. Ni siquiera el viento sopla para aliviarnos de los rigores del clima. Mañana se agotarán nuestras últimas reservas de agua. No tenemos guía ni intérprete. Sólo sabemos que el país de los negros queda al sur. Lejos, muy lejos. Que Alá se apiade de nosotros.

XLVII

A
L MUQSIT
, EL JUSTO

El delito de apostasía era grave. Suplantar al Profeta, aún peor. Tiempo tuve, en el calabozo, de arrepentirme de mis excesos de vino y anacardo. ¿Arrepentirme? Quizá no fuera esa la palabra más adecuada. Dejé pasar el tiempo sin que nada me importara. Evito rememorar la angustia de los días que duró mi cautiverio. El escándalo fue mayúsculo. La gravedad de mi sacrilegio llegó hasta palacio. Fui inmediatamente despedido de mis responsabilidades y honores, incluso antes de que el cadí juzgase y sentenciase. Ibn al-Jatib criticó en público mis excesos y condenó mis desvaríos. Ibn al-Yayyab guardó silencio. De eso me enteraría días después.

Aturdido, apenas resistía la realidad de mi nueva situación. Era como un apestado en la ciudad. Solo, aborrecido por amigos y enemigos, no encontraba abogado defensor. Yo mismo me había arrojado a un pozo que sabía oscuro y sin fondo. Nadie me podría sacar ya de allí.

Tan sólo recibí la visita de mi padre y de mi madre.

—Ya te decía yo, hijo mío, que no trasnocharas tanto, que nada bueno se esconde en la madrugada del bebedor.

Mi padre, más práctico, planeaba una estrategia de defensa para el proceso que se me instruía.

—Aduciremos locura. No pueden condenar a un loco.

—No estoy loco, padre.

—Lo estás, hijo. Cuerdo, jamás habrías profanado el nombre del Profeta.

Mis días de calabozo fueron una travesía de la nada. No llegaban noticias de fuera. Tampoco me interesaban. Mi propia vida había dejado de importarme. Me tumbaba, miraba al techo, y dejaba pasar el tiempo.

Mi fiel Jawdar fue el único que me removió los atisbos de vida que aún respiraban en mi interior.

—Pro… pronto saldrás de a… aquí.

—Sí, Jawdar. Pronto volveremos a estar juntos.

Fui citado ante el cadí. Para mi sorpresa, Yusuf era uno de sus ayudantes. No negué ninguno de los cargos que pesaban contra mí. Me limitaba a bajar la cabeza y callar. Sus acusaciones eran un rumor indiferente.

—¿De verdad te consideras un elegido, un
Mahdi
?

No contestaba, ¿de qué me serviría?

—¿Es cierto que corregiste la azora de la caverna para proclamarte profeta?

Mis ojos se dirigían hacia mis pies, y mi mente hacia un lugar lejano y transparente. No me importaban aquellos jueces severos con sus barbas y sus leyes.

—¿Por qué has atacado en público la dignidad de nuestra casa real?

El silencio por única respuesta. ¿A quién le importaba el sultán y sus pompas?

—¿Por qué decidiste finalizar con el suplicio de Abdalá?

Levanté la cabeza. No. Eso no lo podía consentir.

—Porque era mejor que todos vosotros, hipócritas.

—¡Guardias, al calabozo!

Tras varias sesiones, incomunicado de visitas, dieron por concluido el proceso. Sólo la eximente de la locura podría salvarme de la ejecución.

La sentencia tardó varios días en ser dictada. Sonó terrible a mis oídos.

—Destierro del reino por diez años. Tienes diez días para abandonarlo. Si no lo haces, serás ejecutado.

Diez días para abandonar una vida, diez días para iniciar un exilio hacia lo desconocido.

—Y has tenido suerte —me confió el oficial que me liberó—. Sin tus influencias, cualquier otro habría sido condenado a muerte.

Abandoné el calabozo con la mente en blanco. Insensibilizado al dolor y al ridículo. Sin rumbo, sentido ni meta. Pasaría primero a ver a mis padres, después prepararía algunas cosas y… ¿qué haría después, buen Alá? Nadie me preparó jamás para afrontar un destierro.

—Hay alguien esperándote. Quiere verte antes de que abandones el calabozo.

El destino me tenía reservada una sorpresa. Ibn al-Yayyab me aguardaba.

—He venido a despedirme, Es Saheli. Hemos luchado para salvar tu vida. Algunos ulemas reclamaban para ti la pena más severa. El destierro es una bendición, dadas las circunstancias.

—Te agradezco tu esfuerzo. Quizá deberías haber dejado que me mataran. Me lo merecía.

—No. Tú no eres malo, han sido los excesos los que te arrastraron. Podrás empezar una nueva vida lejos de aquí.

—¿Existe vida fuera de aquí?

—La encontrarás.

Me entregaron ropa limpia. Me aseé la cara y los brazos con un balde de agua. Ibn al-Yayyab seguía junto a mí.

—Yusuf fue el peor. Te odia. Deseaba tu condena a muerte.

—Él está todavía más loco que yo.

—Lo sé. Es un fanático. Destrozará nuestras buenas costumbres.

—¿Qué he hecho? ¿Por qué he tenido que acabar así?

—No debes quejarte. Así es el destino. Inicias un nuevo camino.

Me hicieron firmar un documento que ni siquiera leí.

—¿Sabes quién luchó también por ti?

—No. ¿Quién?

—El general Hakim. Tiene una gran influencia en la corte, y por lo visto tanto él como su mujer te están muy agradecidos por tu gestión en su herencia.

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