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Authors: Manuel Pimentel Siles

Tags: #Histórico

El arquitecto de Tombuctú (36 page)

BOOK: El arquitecto de Tombuctú
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—Por favor —volví a suplicarle—. Deje que embarquemos. No somos fugitivos. Yo tengo una pena de exilio. Jawdar me acompaña.

—Es cierto —alzó su amenazante voz el oficial—. Es un exiliado de Granada. El límite para salir del reino finaliza esta misma mañana. Por lo que veo, el condenado sigue causando problemas. Quiere colarse en tu navío sin pagar el pasaje. También utilizaré ese cargo contra él. Estoy deseando encerrarlo en nuestra mazmorra más profunda.

—Por fa… favor —Jawdar rompió a llorar—. Déjenos su… subir. Trabajaré co… como un esclavo.

—Capitán —volvió a gritar el oficial—. ¿Qué hace? ¿Los deja embarcar, o me lo llevo preso de una vez para siempre?

El maltés guardó silencio. Nuestras miradas se cruzaron. En silencio le imploré clemencia. Mi vida dependía de su decisión.

—Capitán, decídase ya. O lo embarca ahora, o lo prendo antes de que huya a los montes.

—Por fa… favor. Por fa… favor.

La mañana aún estaba fresca y el muelle hervía de actividad. Dicen que los puertos son ventanas a la libertad. Mentira, estaba a punto de ser encarcelado de nuevo. Para siempre. Aquel marino, curtido por mil batallas y mares, parecía inmune a mi angustia.

—Me van a matar si no subo.

Ya no tenía otro horizonte que su respuesta.

—Subid. Ya veremos cómo me pagáis. Tengo que cobrar lo que es mío.

Jawdar me abrazó de alegría. Lo aparté, a pesar del deseo parejo de gritar y saltar de alegría. Ni siquiera pude agradecer al maltés su extraña decisión. No era hombre de sensiblerías. Se giró para dar órdenes a sus marineros. El oficial de la guardia se quedó frustrado. La presa se le escapaba de entre sus mismas fauces. Quien lo había jaleado desde la Granada de las envidias no obtendría la alegría de mi cabeza. Estuve tentado de despedirme de aquel energúmeno con unos versos satíricos, pero, por primera vez en mucho tiempo, la cordura me cerró la boca cuando ya escupía el primer pareado. Sin mirarlo siquiera, subí al barco. Sólo respiré tranquilo cuando el marinero levantó la pasarela que nos unía a tierra.

—¡Zarpamos!

Con viento suave de poniente, las velas desplegadas y los augurios de buena travesía, abandonamos el puerto de Almuñécar con destino a Almería. Fondearíamos allí por una sola noche. Con los brazos apoyados sobre las barandillas de la cubierta, observaba las costas de la Andalucía cruel. Cruel y hermosa, como las amantes despechadas. El blanco de Almuñécar se desdibujó entre las brumas de la distancia. La inmensa mole de la sierra se tornó gris y desvaída. Adiós, Granada. Hola, vientos del mar. Al girarme me lo encontré de bruces. El capitán maltés se había colocado un puñal en la cintura.

—Has tenido suerte. Odio a la justicia. Más, incluso, que a una bolsa vacía.

—Muchas gracias, capitán. Le pagaré, no se preocupe.

Ni siquiera me respondió. Se giró para amenazar a un marinero de popa. Sus gritos severos ocultaban sus entrañas compasivas. Un gran corazón latía bajo el atuendo de corsario.

LVI

A
L HALIM
, EL CLEMENTE

Los principales puertos nazaríes eran Almuñécar, Gibraltar, Algeciras, Almería y Málaga. Mantenían un vivo comercio con el norte de África, con Mallorca y Génova. Los puertos magrebíes de Yebha, Targa, Tetuán, Arcila y Larache eran hermanos de los nuestros. La flota trasegaba de unos a otros en incesante cabotaje. En nuestra travesía hacia Almería nos cruzamos con un sinfín de barcos mercantes y de pesca. El reino bullía de prosperidad, y yo lo abandonaba olvidado y pobre. Sólo guardaba un tesoro entre los pliegues de mi ropa. La carta de recomendación que Ibn al-Yayyab me había redactado para el comerciante amigo de El Cairo. Dicen que lo más importante para el buen caminante es saber adonde quiere llegar. Y que lo más difícil es el primer paso. Yo lo había dado. Mi meta era El Cairo, y surcaba los mares en su busca.

Arribamos a Almería. Anochecía. Los marineros bajaron a disfrutar de las delicias del puerto. Yo me quedé en la embarcación, alejado de la llamada de lo prohibido. Llevábamos casi dos días de navegación, y el maltés todavía no se había dirigido a nosotros. Era un hombre taciturno y extraño, que no tenía otra conversación que las órdenes de navegación y las voces del trato comercial. Navegaba y mercadeaba, mercadeaba y navegaba. Su vida transcurría en el laberinto de la embarcación. Jamás se alejaba de ella. La tripulación cantaba su misterio. No tenía familia ni domicilio. Ni dios, ni rey. Nunca dormía fuera del barco. No le gustaba la tierra, era hombre de mar.

—¿Y mujeres? ¿No es enamorado?

—Ese sólo ama a los tiburones. Le gustan más las olas encabritadas que los pechos turgentes de una hembra.

La noche estaba templada, mi ánimo más entonado. Me tumbé sobre la cubierta, ocupado en contar estrellas y barruntar amaneceres. Las horas pasaron plácidas y mis recuerdos comenzaron a endulzar la hiel de mi rencor. Apenas había salido de Granada y ya comenzaba a añorarla.

—¿Melancolía?

Me volví. Allí estaba el maltés. ¿Cómo había podido llegar sin que me percatara?

—No. Miedo a la fiera que llevo en mis entrañas. Si la suelto, reto al mismísimo diablo.

—Ese no es un buen negocio. Todos los que retan al diablo terminan perdiendo. Sé lo que te ocurrió tu última noche de Almuñécar.

—Me emborraché y me robaron el dinero que tenía para ti.

—Ya.

—Trabajé duro, y, al final de la jornada, un enamorado buscó consuelo en mis escritos. Me suplicó que le escribiera una carta de amor que no podía pagar. ¿Quién le niega consuelo a un desamor? Su historia enganchó con la mía y ambos quisimos ahogar las penas en vino. El resto ya lo sabes.

—Sí.

Apenas quedaban luces en el puerto, y los marineros regresaban a la embarcación. Algunos daban tumbos, otros cantaban. Al día siguiente, temprano, zarparíamos hacia Melilla.

—¿Eres poeta?

—Eso dicen —le respondí al maltés.

—Yo también escribí poesía. De joven. Antes de que me exiliaran.

—¿Te exiliaron? ¿De dónde, por qué?

—No es bueno remover los sedimentos del pasado. Soy un exiliado que encontró su hogar en el mar y la soledad. Jamás volveré a tener un hogar en tierra firme. Por eso te compadecí y te dejé embarcar. También serás un viajante de por vida. Lo llevas escrito en el rostro.

No se quejó, no lloró por esos años dorados que los tristes siempre añoran. Aquel gavilán de mar sólo oteaba el horizonte del mañana. Para seguir navegando, para seguir mercadeando. Para seguir huyendo.

—¿Sabes, poeta? Es hermoso el camino.

Y se levantó para empezar a dar órdenes a los hombres.

—¡Borrachos! ¡Antes de dormir, asegurad las amarras!

Las estrellas me confirmaron que el maltés llevaba la razón. El camino también podía resultar hermoso. Y, entonces, por vez primera en muchos días, me dormí en paz.

Trabajo no me faltó, viaje tampoco. Empleé los dos días de singladura en escribir los contratos que el maltés redactaba. Me sorprendió su dominio tanto de las leyes comerciales como de las marítimas. Intenté charlar con el, pero no conseguí arrancarle ni una palabra distinta a la de los contratos que me redactaba. Volvía a ser el duro hombre de mar que ambicionaba tesoros y horizontes. Pagué mi deuda con él. Escribí y redacté hasta ponerle al día toda su documentación. Jawdar limpiaba la cubierta con aljofifa.

—Muy bien, Jawdar. Un gran visir podría almorzar sobre ella.

África se alzaba frente a nosotros. Dejamos a nuestra derecha la fortaleza de Melilla y su blanco caserío encaramado sobre el cortado. El puerto de Gasasa nos recibió acogedor y en mar plana. Nos tocaba despedirnos.

—Muchas gracias, capitán. Le debo la vida.

—Pagaste con tu trabajo. No me debes nada.

—Se equivoca. Me enseñó que lo hermoso es el camino, no la meta.

—No hay meta, sólo camino.

—Por eso.

Se giró para ordenar que reforzaran algún nudo, dejándome con la conversación iniciada.

—¡Poeta! —me gritó cuando ya desembarcaba—. ¡Sigue con la poesía antes de que te conviertas en camino y huida!

No dijo más. De un salto volvió a subirse en el barco y desapareció entre los sacos de cubierta. Regresaba a su reino errante. Jamás lo abandonaría. Su vida era huir. Por eso me pedía que me agarrara a la poesía. Él la abandonó, rompió los lazos que lo ataban a los demás. Navegaría y navegaría hasta que una tormenta lo hiciera zozobrar, o unos piratas lo atravesaran con el sable. Pero le daba igual. Seguiría huyendo después de muerto. Su espíritu surcaría los mares y otearía el rojo de los amaneceres. Nunca descubriría qué desamor le robó su poesía.

Yo también era un exiliado. Pero seguiría con mis poemas. No quería huir de la vida. Recorrería la senda apoyado sobre el cayado de mis versos. Quería disfrutar del camino, no convertirme en él.

Tenía todo el tiempo del mundo y un destino lejano, El Cairo, la ciudad victoriosa de los antiguos fatimíes. Y portaba un único pasaporte. La carta de presentación que me escribiera Ibn al-Yayyab.

«¿Sabes, poeta?», me dijo el capitán, «El camino es hermoso». Tenía el África entera para comprobarlo. Todo para mí ya era camino. Sólo camino por recorrer. Atrás, la nada; por delante, el todo. Pájaro de futuro que, aventado por el infortunio, se disponía a sobrevolar los espacios infinitos del África redentora.

LVII

A
L MATIN
, EL INVENCIBLE

Acabo de alcanzar Walata. ¡Qué hermosa es! Sus habitantes tienden a pintar las casas con dibujos geométricos y son hospitalarios. Viven de las caravanas y se enriquecen de un rico mercado. Hace una semana que partí del poblado en el que recuperé la vida, después de la zozobra del extravío en el desierto. No logramos rescatar a ningún otro miembro de la embajada. Todos murieron y duermen bajo las arenas. Recuerdo a Layla y el dolor de la ausencia me lacera.

Durante cuatro días he viajado con mercaderes que nada me cobraron al descubrir mi historia triste. Me despedí de ellos y me presenté en la oficina del
wali
.

—Soy Es Saheli, el único superviviente de la gran embajada del emperador Kanku Mussa.

El
wali
abrió sus ojos con gran sorpresa.

—¿Es Saheli, el granadino?

—Desgraciadamente, el mismo.

—Tu fama te precede. Siéntate, por favor.

Se dirigió a sus sirvientes.

—¡Traed té!

Parecía impresionado. Me trató como a un gran señor.

—Todo el mundo te admira. Recita tus poemas, imita el estilo de tus mezquitas.

—Sólo Alá es grande.

—¿Qué te ha ocurrido? ¿Cómo tú por aquí?

—Es una historia triste. Regresábamos exitosos de una embajada ante el sultán de los meriníes Abu l-Hasán. Mi caravana se extravió, fuimos atacados y la sed acabó con todos los demás.

El
wali
ya conocía el desenlace de la guerra de Fez contra Tremecén. Las noticias corren raudas por los desiertos a lomos de los camellos.

—Los hombres del Mali entramos en la ciudad derrotada junto al gran sultán. Nos agradeció nuestro apoyo con un tesoro, que duerme ahora en las arenas.

—Los únicos tesoros son la vida y la fe. Eres un afortunado, Es Saheli, pues ambos conservas.

—Perdí vidas que amaba —pensé en Layla—. Duelen más que la propia.

—Que la tristeza no nos amargue este encuentro feliz. Te buscaré un alojamiento digno. ¿Cuánto tiempo permanecerás entre nosotros?

—El preciso para unirme a la primera caravana que parta hacia Tombuctú. Un amigo enfermo me aguarda.

—Tienes suerte. Dentro de una semana sale una.

—Pues dentro de una semana partiré entonces. Estoy deseando postrarme ante el emperador para narrarle las cuitas de su embajada.

Estoy habilitado en un ala del propio palacio del
wali
. Aprovecharé estos días de descanso para avanzar en mi
Rihla
. Quiero poner al día los azares de mi existencia. Tengo todo el papel y la tinta que preciso, y una semana de sosiego por delante para ello. La aprovecharé con ahínco y escribiré el resto del camino de mi vida.

LVIII

A
L QUDDUS
, EL SANTO

Regreso al verano de 1324, cuando arribamos a Alejandría. Atrás quedaban casi dos años de viaje desde que nos exiliáramos de Granada. Nuestros pasos hollaron los caminos de Marruecos, Ifriquiyya y Libia. Viajamos por tierra y nos detuvimos en aquellos lugares en los que éramos bien recibidos. Hicimos muchas jornadas con peregrinos andaluces que se dirigían a La Meca, generosos a la hora de compartir su alimento y cobijo. A veces trabajábamos para ganar algún dinero. Yo como escribiente, y Jawdar en cualquier trabajo en el que fuera precisa la fuerza de un toro. Pasamos semanas en urbes prósperas y concurridas. Orán, la perla de la Berbería, Argel, con sus palacios de piratas, Túnez, ensoñación de Cartago, Kairouán, la santa, la Cirenaica líbica y romana. Llegábamos hasta ellas, orábamos en sus mezquitas, hablábamos con sus gentes, y dejábamos que el tiempo transcurriera plácido y fecundo. Pasados unos días, o unas semanas, o unos meses, cuando sentíamos de nuevo la llamada del camino, partíamos sin otro equipaje que el deseo de nuevos horizontes y con el sortilegio de la ruta.

—Jawdar, seguimos. El Cairo nos espera.

Me fui recuperando de mis delirios y desvíos. El tiempo se alió con la prudencia para alejarme de los excesos. Que las delicias del pecado siempre estuvieron más cercanas en el Al Ándalus feliz que en la África berberisca y severa. Apenas probé el vino durante tan largo periodo, y el anacardo no era más que un amargo recuerdo. Viví con lo escaso del asceta. Recé con la esperanza del peregrino.

Ya era un hombre nuevo cuando Egipto nos recibió por Alejandría, la gran ciudad creada por Alejandro Magno. Apenas nos detuvimos en ella. Su biblioteca, la mayor que los siglos vieran, había ardido bajo las llamas de las contiendas de los romanos y el fanatismo de los cristianos. Los sabios musulmanes aún lloraban su pérdida. ¡Cuánto saberes antiguos volaron como ceniza! El destino de los libros y de los poetas parecía maldito desde siempre. El fuego, la destrucción, el exilio. ¿Quién es, en verdad, el loco y quién el cuerdo? ¿El que consume madrugadas rimando versos que emocionan? ¿El que reza para condenar después, y sin compasión, los credos de los demás? ¿El que destruye lo que teme? La mayor de las bibliotecas de Al Ándalus, la del califa cordobés Al Hakem II, fue quemada por el general Almanzor en su deseo de ganarse a los alfaquíes más severos. Que el exceso de fe crea más locos que el anacardo y más incendios que el rayo. En mi camino me encontré a muchos de ellos. Se adivinaban iluminados por el brillo de sus ojos. Predicaban una
yihad
que no era la del Libro Santo. También, confundidos entre esos religiosos furiosos, encontré creyentes humildes, de buen corazón y esperanza sabia. Rehusé la compañía de los primeros, me arrimé a las cofradías de los mansos de corazón.

BOOK: El arquitecto de Tombuctú
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