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Authors: Manuel Pimentel Siles

Tags: #Histórico

El arquitecto de Tombuctú (39 page)

BOOK: El arquitecto de Tombuctú
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—Antes de los griegos, los romanos, los cristianos y los musulmanes, Egipto vivió una época de hombres sabios. Construyeron pirámides y templos que aún espantan a los hombres de hoy.

—Esos fueron tiempos oscuros, afortunadamente hoy iluminados por la luz de la fe. Fueron idólatras, y su ciencia queda ampliamente superada por nuestros conocimientos actuales —le respondí para tantearla.

—Puede ser. Pero la sabiduría de los antiguos aún es grande, y está guardada por algunos magos y sabios, que curan al pueblo y eluden a los poderosos.

—¿Quieres decir que aún se conservan las creencias bárbaras de los pueblos antiguos?

—Conozco a un mago. Vive en una de las tumbas de las pirámides de Giza.

—¿Qué quieres decirme? ¿Qué llevemos a Jawdar a un curandero, teniendo El Cairo los mejores doctores? ¡Eso no son más que supersticiones del populacho!

—Como mande, señor.

Bajó la cabeza y salió de la habitación. La visión del delirio de Jawdar, que sudaba y gemía en su lecho de agonía rebajó mi indignación. Magos, magia… ¿cómo podía la gente seguir creyendo en tales patrañas?

Logré descansar, medio tumbado sobre el diván. Pero los gemidos de Jawdar subieron de tono, parejos a los padecimientos que la enfermedad le infligía. Me sentí impotente, inútil a su lado.

—¡Kolh! —grité a la esclava—. ¡Ven!

La negra apenas tardo unos segundos en deslizarse silenciosa como una serpiente hasta la habitación. Encendí una lucerna de aceite que hicieron brillar sus ojos de pantera.

—He pensado que nada se pierde por probar. ¿Dónde podemos encontrar a esos magos?

—Ya se lo dije, en las antiguas tumbas de las pirámides.

—¿Puedes ir a avisarlos?

—Me temo que no, señor. Son muy puntillosos. Jamás salen de su recinto sagrado, ni admiten mensajeros. Ellos leen la mente de sus pacientes y de sus familiares. Si queremos ayudar a Jawdar tendremos que llevarlo hasta allí.

—Nadie puede enterarse de esta locura. Los alfaquíes nos condenarían por apostasía. Ningún creyente cuerdo recurriría a la magia sacrílega.

—Nadie se enterará, señor. Partamos ahora, que la noche nos protege. Llevaremos a Jawdar sobre nuestro carro. Yo engancharé el borrico.

—Sí, partamos cuanto antes. Debemos cruzar el Nilo antes de la amanecida, para no llamar la atención.

LXII

A
L HAKIM
, EL SABIO

Cruzamos como espectros la ciudad que dormía. Pronto, aquel silencio sería profanado por el bullicio de sus habitantes más madrugadores. No tuvimos problemas para que el guardia de la muralla nos dejara salir. Partimos de viaje, le dijimos, y queremos aprovechar la jornada. No se opuso, y con paso lento llegamos hasta uno de los muelles de las afueras. Con suerte podríamos encontrar una faluca que nos ayudara a cruzar el río crecido. Despertamos a un barquero que dormitaba sobre la cubierta de su embarcación.

—Queremos cruzar el río. Ahora.

—Es peligroso. La corriente puede arrastrar troncos. Hasta que amanezca no es prudente zarpar. Más de un barco zozobró por querer madrugar más que el alba.

—Te pagaré bien —le repliqué—. Tenemos interés en llegar pronto a la otra orilla.

El barquero acercó una lámpara al carro para descubrir el bulto tumbado de Jawdar.

—¿Está muerto? No transporto cadáveres, ya saben que está prohibido.

—No, no está muerto. Está enfermo y descansa.

—¿Por qué viajan con un enfermo?

—Vamos a mi aldea, para ver si el aire del desierto lo sana —le argumentó Kolh.

—No me gusta cruzar con moribundos.

—Sólo está enfermo, pronto sanará.

—No puedo.

—Te doblo el importe si salimos ahora.

La bolsa del dinero sonante pudo más que el resto de los argumentos. El tintineo del metal borró todos sus temores. Ni siquiera el peligro cierto de una colisión lo desanimó a la vista de unas buenas monedas. Agarró la bolsa y nos ayudó a embarcar, con carro y burro incluidos.

Tras asegurarlos con cuerdas, tendió las velas. Comenzamos a despegarnos poco de poco de la orilla, para adentrarnos en la más negra de las oscuridades. Rodeados de nada, temí lo peor. No había sido prudente empujarlo a realizar esa travesía suicida.

—Los antiguos creían que un barquero llevaba sus almas ante los dioses. Y en falucas fúnebres pasaban sus cuerpos desde las ciudades de los vivos hasta las ciudades de los muertos, en el oeste.

La faluca se deslizaba rápida sobre un río negro cuyas aguas apenas alcanzábamos a divisar. ¿Cómo podría orientarse aquel marinero?

—Las estrellas marcan nuestra ruta —respondió el hombre, que pareció leerme el pensamiento—, y rigen nuestro destino.

No le respondimos. Kolh se encontraba junto a Jawdar, limpiando el sudor de su rostro. Yo intentaba sin éxito atravesar con mi mirada la negrura de aquella oscuridad húmeda.

—Nos da miedo acercarnos por la noche a la zona de las tumbas y las pirámides. Algunos dicen que siguen oyendo voces, como si de ritos funerarios se tratasen. Otros juran haberse cruzado con falucas funerarias, enjaezadas como si un faraón muerto las ocupara.

Nunca me gustaron las historias de aparecidos. Siempre que las oía, me mordía el escalofrío del terror. Y, aquella noche, dirigiéndome con un enfermo hacia las viejas tumbas de los faraones, rememoré todas mis pesadillas infantiles. Los muertos vivientes que salían de sus tumbas para arrastrar a los niños indefensos hasta los infiernos. Me agité sobre la borda que me daba apoyo. ¿Cómo podían esos malditos magos vivir en las tumbas?

—¿No irán hacia la zona de las tumbas, verdad?

—No, por supuesto —le mentí—. ¿Qué se nos puede haber perdido allí?

—Desaparecen personas. No es prudente que se acerquen. Deambular entre penumbras es tentar al diablo.

El barquero comenzó a recoger las velas. Estábamos cerca de la orilla, aunque yo no alcanzara todavía a verla. La noche sin luna y una ligera bruma ocultaban los cañaverales de los cauces. Agucé mis oídos y escuché el romper de las olas y el batir de las cañas. En efecto, ya habíamos llegado. En otras circunstancias habría respirado con alivio, pero aquella noche no lo conseguí. Tenía miedo. Todavía nos quedaba el trance más arriesgado. Adentrarnos en una zona de tumbas antiguas en las que desaparecían gentes y deambulaban espectros y aparecidos. ¿Cómo me había dejado arrastrar por las locuras de una esclava?

—Dentro de un rato amanecerá. No deben avanzar en la oscuridad. Es peligroso.

El hombre no cesaba en sus advertencias. Nos ayudó a desembarcar nuestro carro, y nos deseó suerte.

—Ah, y sobre todo, no se acerquen a las tumbas. Hace un año también crucé a un enfermo. Sus familiares quisieron llevarlo hasta allí.

—¿Qué pasó con ellos? —fingí no tener demasiado interés.

—Desaparecieron. Todos. Nadie más volvió a saber de ellos.

Quise volver. Tuve que vencer la tentación de regresar a la orilla de los vivos. No quería adentrarme en la de los muertos. Pero miré a Jawdar, y supe que tenía que agotar la última esperanza. Amanecía. El cielo comenzó a orlarse con el rojo de la vida, y la promesa de claridad me insufló el valor que la oscuridad me había robado. Nos despedimos del barquero, y nos alejamos del río por un camino de tierra que ascendía hacia una meseta rocosa.

—Iremos hacia las pirámides —mi esclava mantenía su firmeza—. Cerca de ellas encontraremos las tumbas del mago.

—Kolh… ¿no te da miedo ese lugar? Digo…, después de lo que nos han contado.

—En los lugares sagrados de los antiguos sólo se puede encontrar paz. El demonio habita entre los hombres de hoy.

Llegamos a la base de la meseta justo cuando la claridad ya diluía la espesura de la noche. Y entonces las vi. Las pirámides se levantaban ante mis ojos como montañas colosales. Desde El Cairo las había podido observar mil veces, recortadas en el horizonte. Pero aunque había oído hablar de su grandeza, jamás pude figurarme espectáculo semejante. Tales proporciones no podían ser obra de hombres, sino de titanes divinos. Con la mirada fija sobre sus grandiosas siluetas, nos fuimos acercando a su base.

—Tienen el nombre de los faraones que la construyeron, Keops, Kefrén y Mikerinos —me explicaba Kolh con devoción—. Son las tres más grandes. Existen otras muchas más al sur. Con ellas buscaban la inmortalidad.

El poderoso siempre sueña con la inmortalidad. Como los grandes poetas. Alejandro lo consiguió, al igual que Aristóteles o Avicena. ¿Y qué era ser inmortal? Al fin y al cabo todas las religiones vendían la inmortalidad de nuestras almas. No. El poder sueña con la inmortalidad en el reino de los vivos, no en el paraíso de los muertos. ¿Y cómo se puede conseguir si todos estamos condenados a morir? Pues permaneciendo en la memoria. Eso era. Nunca mueren aquellos cuyos nombres y hazañas se repiten de generación en generación.

El sol ya iluminaba las pirámides con nombre de faraón. Resplandecían solemnes con brillo dorado. Los constructores de esas pirámides quisieron ser inmortales y lo consiguieron. Mi esclava negra pronunciaba con respeto y temor sus nombres, yo mismo me sobrecogía ante su obra. Keops, Kefrén y Mikerinos lograron su inmortalidad. Yo también quise no morir nunca. ¿Cómo conseguirlo? Supe que sólo el legado de mi obra podría garantizar el recuerdo de mi nombre. ¿Pero de qué obra? ¿De los poemas insustanciales que componía para agradar al poder o para seducir a una hermosa mujer? Me sentí insignificante, pequeño. Las pirámides eran obra de hombres grandes, mis poemas simples asideros de un hombrecillo pretencioso.

—Debemos dirigirnos hacia aquellas ruinas, las que están más allá de las pirámides.

¿Quién era en verdad la negra Kolh? Ni su forma de hablar, ni su prestancia, eran propias de la clase esclava. Hasta entonces, no me había interesado por ella. Nada le había preguntado sobre su vida. Los esclavos no son personas para sus señores. Son objetos, instrumentos para el trabajo o el placer. Y aunque había despertado mi lascivia en más de una ocasión, aún no la había requerido.

—Kolh… ¿por qué conoces tan bien estos lugares?

La negra se volvió hacia mí, como si estuviese sorprendida por mi interés.

—No siempre fui esclava. Y aquí viví buena parte de mi juventud.

Calló. Tampoco yo quise indagar más allá de sus escuetas palabras. Llegamos al pie mismo de la pirámide mayor. Comprobé las dimensiones de los bloques de piedra que la conformaban. Ninguna edificación que hubiera conocido alcanzaba siquiera a acercarse a aquella mole conformada por millones de sillares gigantescos.

—¿Cómo los acarrearon hasta allí?

—En la época de crecida, los campesinos no tenían trabajo en sus tierras anegadas. El faraón los empleaba en las pirámides. Transportaban piedras que venían de las canteras del otro lado del río o desde el mismísimo Assuán, muchas leguas al sur. Las piedras se transportaban sobre barcos de papiro, y después eran arrastradas sobre rodillos.

—¿Cómo lo sabes?

—He visto pinturas en las tumbas que lo explican.

Una obra de colosos. Hubiera pasado el día entero allí, absorto en su contemplación. Entonces observé a unos hombres que subían por las pendientes de las pirámides. Con sus picos extraían el revestimiento blanco de las pirámides.

—¿Qué hacen?

—Esos malditos destrozan las pirámides para llevarse las piedras. Con la caliza que extraen, hacen cal. Peor aún es el robo de los sillares. El sultán mameluco ha declarado las pirámides y sus templos como cantera. Ha concedido el privilegio de extracción a sus favoritos. Destruyen la obra de los faraones para utilizar los sillares en sus palacios y mezquitas.

Era cierto. Yo mismo había asistido a conversaciones en las que los cairotas se mostraban orgullosos de utilizar la cal que provenía de las pirámides. Al fin y al cabo sólo eran antiguos vestigios de los tiempos oscuros, muestras de idolatrías bárbaras que convenía desterrar. Comprendí la aberración del expolio. ¿Cómo podía hurtarse la gran obra de inmortalidad de los faraones?

—Que la maldición de los antiguos caiga sobre los mamelucos.

—¡Kolh! ¡No debes decir eso!

—Lo siento, señor.

El sol comenzaba a picar cuando llegamos ante unas ruinas informes. Atrás quedaron las inmensas pirámides. Muros destruidos, cubiertos por arenas, se esforzaban en mantener el vestigio de las grandezas pasadas. Oscuras oquedades se abrían a la profundidad de los abismos. Un manto de soledad y silencio distanciaba aquel lugar del reino de los hombres.

—Estamos ante las tumbas de los nobles. Son las moradas de los magos.

Jamás viviría en un lugar como aquel. Si a pleno día producía escalofríos, no quería ni figurarme el espanto de la noche. Recordé las lúgubres palabras del barquero, de los muertos vivientes y desaparecidos. Me asuste, y tuve que contener mi impulso de huir de aquella morada de magos y espectros.

—Espere, voy a buscar a Ramsés.

—¿Quién es Ramsés?

—¿No se lo había dicho? Es el mago que buscamos.

LXIII

A
L ‘AZIZ
, EL PODEROSO

Kolh se introdujo con agilidad en una de aquellas bocas del infierno. Admiré su figura esbelta. Cuando la oscuridad se la hubo tragado, sequé el sudor de Jawdar, que persistía en su fiebre. Habíamos improvisado un toldo sobre el carro para protegerlo de un sol feroz. Estaba pálido, demacrado. Y en su cara comenzaban a perfilarse los rasgos delgados de la muerte. Si no lo sanábamos pronto, moriría sin remedio.

Kolh entraba y salía de las oquedades, buscando al mago subterráneo que salvaría a Jawdar. También yo confiaba en sus poderes. No tenía otra esperanza. La esclava negra demostraba el valor de los héroes al adentrarse sin vacilar en el reino de los muertos y las tinieblas. Y todo por un hombre, Jawdar, al que apenas conocía.

—¡Venga, señor! —oí una voz de ultratumba que procedía de un estrecho agujero.

Miré por última vez a Jawdar para animarme, y penetré por la hendidura que dejaban los muros semidestruidos. De allí había salido aquella voz espectral. Mis ojos tardaron en habituarse a la ausencia de luz. Un pasillo, bajo y estrecho, mostraba el camino hacia las entrañas de la tierra. Encomendándome al mismísimo Alá, me adentré en el pasadizo. A los pocos pasos, la oscuridad se hizo absoluta. Tenía que avanzar a tientas, respirando con dificultad por la excitación y la densa humedad de la atmósfera. Rompí a sudar copiosamente, pero seguí bajando por la rampa. Kolh debía encontrarse en algún lugar de aquellas profundidades. Cada vez que mis manos se apoyaban sobre telarañas densas y pegajosas, gritaba de repugnancia. No debía demostrar miedo ante los que me aguardaban abajo. Pero mi claustrofobia crecía a medida que el pasadizo se estrechaba y el aire se hacia más cargado y extraño. Las dudas comenzaron a carcomer mi seguridad. ¿Y si la voz no había salido de aquella puerta y procedía de cualquier otra? ¿Y si me perdía en uno de los laberintos que protegían a los difuntos? El miedo comenzó a congelar mi determinación. Decidí volverme. Y, justo entonces, me pareció apreciar una luz temblorosa. Un difuso murmullo me llegó desde los adentros. Alguien se encontraba allá abajo. Aceleré mis pasos. Fuera hombre o demonio, pronto me encontraría de frente con él. Al poco, pude apreciar con mayor claridad la luz y distinguir las voces. Una era grave, de hombre, y la otra más aguda, de mujer. Kolh había encontrado al mago que podría salvar a mi amigo. Si así era, habría merecido la pena mi pavorosa bajada a los infiernos. Si, por el contrario, me había adentrado en la caverna equivocada, jamás volvería a ver la luz del día. Con la decisión que otorga el saber que el destino es inevitable, llegué hasta una sala. Allí finalizaba aquel maldito pasadizo. En la esquina más alejada, los encontré. Kolh estaba agachada, hablando con quien parecía ser un hombre tumbado. Una lucerna de aceite confería una luz espectral al recinto. Me fijé entonces en sus paredes. Estaban pintadas con figuras humanas rígidas y hieráticas, pero de un vivo colorido y una extraña coherencia. Todas se mostraban de perfil. La presencia de un gran sarcófago de piedra situado al fondo de la habitación confirmó lo que sabía desde un principio. Estaba en las entrañas de una de las tumbas de los antiguos.

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