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Authors: Manuel Pimentel Siles

Tags: #Histórico

El arquitecto de Tombuctú (42 page)

BOOK: El arquitecto de Tombuctú
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—Si tenemos que morir, moriremos juntos.

Por eso, le estaba agradecido. En esto, regresó Kalik con una clara exigencia.

—Tu esclava debe regresar a Luxor. No nos gustan las mujeres forasteras, dan mala suerte.

LXVIII

A
R RASHID
, EL QUE GUÍA POR LA VIRTUD

Con la ayuda de palancas y cuerdas, varios hombres intentaron desplazar la gran losa de entrada a la tumba. El sol se ponía por encima de las montañas que coronaban el estrecho valle funerario. Allí se hicieron enterrar la mayoría de los faraones de Luxor. Y mientras las tinieblas comenzaban a velar los aires del desierto, los hombres se afanaban con cuñas y gruesas sogas. Recordé entonces a Kolh, su rostro de dolor cuando nos separamos, hacía apenas unas horas. Había tenido que regresar a Luxor. Protestó, pero al final se lo ordené con energía.

—Vete. Duerme hoy en la misma fonda que ayer, y cruza el río a primera hora de la mañana.

—Le esperaré en Luxor. Vuelva pronto, por favor.

Así me despidió. No supe qué responderle. Me limité a un convencional «Lo haré, Kolh, lo haré», cuando en verdad quise decirle que me costaba la misma vida separarme de ella y que la recordaría a cada instante. La alquimia del amor comenzaba a mudar el orden de la cosas.

—¡Ayúdanos, necesitamos de todos los brazos!

Éramos más de veinte y tirábamos con todas nuestras fuerzas de las cuerdas que sujetaban la gran piedra de entrada. No se movió. Volvieron a picar sujeciones. Calzaban cuñas de madera en los resquicios y las regaban con agua después para contar con el apoyo de su dilatación. Utilizaban grandes palanquetas de hierro. Volvimos a tirar, pero la gran piedra siguió sin moverse. Pusieron más calzas y más palancas, pero nada conseguimos. Llegaron más hombres del poblado. Ya éramos casi cuarenta los que tirábamos de aquellas gruesas cuerdas, más tres borricos que habían aparejado para la tarea. Unas pocas antorchas iluminaban nuestro esfuerzo y sudor. Algunos gritaban, todos jadeábamos. Y, poco a poco, la gran piedra comenzó a moverse. Al sentir que cedía, redoblamos nuestro brío. Pero ahí quedó todo. No fuimos capaces de hacerla caer.

—¡Parad! —gritó Kalik.

Nos derrumbamos sobre el suelo, agotados.

—Se resiste —comenté al hombre que tenía a mi lado.

—La derrotaremos. Tiene suerte. Ha llegado justo a tiempo. Cada vez nos resulta más difícil encontrar nuevas tumbas. Quién sabe si ésta será la última. Los derrumbes de las montañas protegen sus entradas.

—¿Cuántas tumbas hay en el valle?

—Nadie lo sabe. Conocemos cincuenta, sólo de faraones y familia real. Deben existir muchas más.

—¡Podéis marcharos a descansar!

Decepcionado, me incorporé. Estaba tan agotado que no puse reparos. Bajaríamos al poblado a descansar. Cuando comenzaba a arrastrar los pies, un hombre me agarró por el brazo.

—Tú no. El jefe quiere que te quedes con nosotros.

Kalik hizo un ademán para que los siguiera. Nos encaramamos a la piedra. La luz de las antorchas me permitió descubrir el hueco abierto por el leve movimiento de la losa. De la cripta salió un aire frío y húmedo que refrescó nuestros sudores. Pensé que percibíamos el aliento de los muertos.

—Entraremos ahora —ordenó Kalik—. Estas cosas es mejor hacerlas con poca gente.

El aire me golpeó el rostro con más fuerza. Yo no quería entrar. Me aterraba ser engullido por las fauces de la oscuridad. Dos niños lograron adelantarse. Por lo visto, siempre era así. Ellos eran más ágiles y flexibles y podían atravesar los huecos imposibles para nosotros. Desparecieron por la hendidura, y se dejaron caer hacia las profundidades ayudados por unas cuerdas.

—Les acompañaremos el andaluz y yo. Vosotros —se dirigió a los tres hombres que allí quedaban—, iros.

Acerqué mi antorcha a la hendidura. No logré ver el fondo. Quedé paralizado. Por allí no podía entrar.

El jefe de los profanadores me agarró por el brazo.

—Ahora tú.

—Yo…

—¿No querías salvar a tu amigo? ¿No me decías que era cuestión de vida o muerte y que tan sólo disponías de uno o dos días?

—Sí, es así.

—Pues entonces baja. Si Alá quiere, hoy podrás tener tu trozo de momia. Nos está esperando.

No podía negarme. Metí una pierna, después otra, buscando infructuosamente un punto de apoyo. No lo encontré. Temía que de un momento a otro un monstruo me arrancara las dos piernas de un mordisco feroz, o que una garra me arrastrara hasta los abismos. No podía ceder al pánico. Debía adentrarme en los infiernos sin más ayuda que la cuerda que sujetaba.

—Deslízate. Utiliza la soga, y apoya los pies en la pared. Los niños te esperan abajo. Te iluminarán con sus lucernas.

Así fue. Poco después de que yo tomara tierra, el jefe bajó con agilidad. Estábamos los cuatro dentro de la tumba. Nuestras lámparas de aceite atacaban titubeantes la oscuridad. Nadie había penetrado allí en miles de años; nos disponíamos a profanar el sagrado descanso de los difuntos.

—Es una galería que baja. Cuidado con los escalones, podemos resbalar.

Seguí a Kalik por aquel túnel en pendiente. El silencio sólo era quebrado por el susurro de nuestros pasos y el jadeo de nuestra respiración. Llegamos a una especie de sala, donde la escalera finalizaba.

—Ahora entramos en la verdadera tumba.

Cuando acercaron las lámparas a las paredes, descubrí los asombrosos dibujos que las decoraban. Sus rojos, oros y negros resaltaban tan vividos que parecieran recién pintados. Dioses con cara de chacal, de halcón, de hipopótamo o buey, siempre de perfil, marcaban el camino de los difuntos hacia la eternidad.

—Mucho cuidado a partir de ahora. Los arquitectos de estas tumbas utilizaban trampas para amedrentar a los profanadores. Son mortales de necesidad. Muchas están activas, el tiempo no las destruye.

Sepulcros, trampas, maldiciones. ¿Cómo había podido meterme en aquella casa del horror? El recuerdo de Jawdar agonizante me animó. No podía retroceder en ese momento.

—Sigamos.

Otra galería comenzó a descender de nuevo. En esta ocasión los escalones habían sido sustituidos por una rampa que parecía no tener fin. El aire se enrarecía a medida que bajábamos. Yo iba el primero, era parte del trato. Nuestra respiración se dificultaba. Las paredes nos guiaban hacia el más allá. Alguno de nosotros tropezó con una piedra que rodó rampa abajo. Durante un tiempo escuchamos el repique de su rodadura. Aún quedaba mucha galena. Nuestro silencio prolongado fue quebrado por la voz de Kalik.

—Debemos tener mucho cuidado. Parece que al final de la rampa hay un foso profundo.

Estábamos en peligro. Estiraba mi brazo para alumbrar el trozo de rampa que tenía por delante. Apenas podía ver unos pasos más allá.

—Tantea con el pie antes de apoyarlo —me aconsejó Kalik.

Bajábamos y bajábamos sin fin.

—Déjame. Yo pasaré delante un rato.

Kalik se puso a la cabeza. Se lo agradecí. Impuso un mayor ritmo de marcha.

—Tenemos que ir más rápido.

Se alejaba de mí. Yo le seguía con pasos inseguros. De repente, lo oímos gritar. Había resbalado, y su lucerna se quebró al caer al suelo.

—¡Socorro! ¡Ayudadme!

—¡Kalik! ¿Qué ha pasado?

No le veíamos. Había desaparecido.

—¡Ayudadme, me puedo caer al pozo!

Con suma precaución me adelanté. La voz de Kalik emergía de un foso profundo. No estaba excavado al final de la rampa, como habíamos supuesto, sino en mitad de ella. La rampa se hacía más pendiente y resbaladiza delante suyo, para empujar a los incautos hasta sus fauces de muerte. Kalik todavía estaba vivo porque había logrado aferrarse al borde del vacío. Sus manos se agarraban con desesperación a una hendidura del filo. Su vida dependía de la fortaleza de sus brazos.

—¡Ayudadme a salir!

No era fácil conseguirlo. Me extendí sobre el suelo y apoyé la lucerna. Pedí a los niños que también se tumbaran y que me agarraran por los pies. El peso de Kalik podía arrastrarnos. Agarré una de sus manos, y comencé a tirar.

—¡Te tengo! ¡Intenta subir!

Era más fácil decirlo que conseguirlo. Su peso me atraía hacia el abismo. Los niños se esforzaban por sujetarme, pero también resbalaban conmigo. Podíamos terminar despeñados en aquel pozo traidor. Los arquitectos funerarios sabían bien lo que hacían para proteger el descanso de su señor.

—¡Vamos, puedes conseguirlo!

La velocidad de mi deslizamiento se hacía más perceptible. Tenía que tomar una decisión. Si seguía agarrando su mano, todos podíamos morir. Si la soltaba, se despeñaría sin remedio. Su vida dependía de nosotros. La nuestra, de él.

—¡Vamos, inténtalo con fuerza!

Sentí un fuerte tirón hacia abajo. Kalik intentaba subir apoyando sus pies con la pared. Era la única forma en que podía conseguirlo, pero también la invitación más cierta para que todos acabáramos despeñados. Tenía que soltarlo. No me quedaba más remedio, si quería sobrevivir. Comencé a relajar mi mano. El desgraciado de Kalik pronto caería hasta la muerte.

LXIX

A
L BAQI
, EL ETERNO

Con mis manos a punto de ceder, me consideré derrotado. Sólo con los dedos lograba ya retenerlo. Kalik estaba a punto de precipitarse al vacío. Pero, apenas un instante antes de que nos soltáramos, el jefe de los saqueadores hizo un último esfuerzo.

—¡Lo estoy consiguiendo!

Era cierto. Su otra mano había avanzado sobre la rampa, y su rostro sudoroso y desfigurado emergía desde las tinieblas del vacío.

—¡Vamos!

Seguíamos deslizándonos. El peligro, lejos de disiparse, acentuaba sus perfiles de muerte.

—¡Venga, ánimo!

Logró apoyar uno de sus codos en el borde. Disminuyó la tensión sobre mis brazos.

—¡Un poco más!

Y, con un grito gutural de triunfo, pudo sacar medio cuerpo del foso. Sus manos escalaron por mis brazos. Lo estaba arrancando de las fauces del precipicio.

—¡Así, venga!

Lo consiguió. Exhausto, quedó tumbado sobre la rampa. Suspiraba aliviado. Mientras, yo intentaba recuperar la movilidad de mis brazos. No me respondían. Los agitaba con fuerza, con el corazón todavía disparado por la tensión. El buen Alá se había apiadado de nosotros, espantando al maligno ángel del infortunio. Habíamos derrotado a la primera trampa del faraón.

—Muchas gracias, granadino. Sin tu ayuda, ahora estaría muerto.

Las palabras de agradecimiento quedaron entrecortadas por lo acelerado de su respiración. No por ello sonaron menos sinceras.

—Tenemos que regresar —le dije.

—¿Regresar? —parecía asombrado por mi propuesta—. Jamás. Las riquezas del faraón nos esperan. Debemos buscar la forma de sortear el foso.

En aquel momento, a las puertas mismas de habernos despeñado, lo último que deseaba era seguir adentrándome en aquella ratonera. Admiré a Kalik. Acababa de salvarse de una muerte segura, y ya estaba tentándola de nuevo. Seguir era un suicidio. Los mejores arquitectos de la historia habían diseñado trampas para ahuyentar a los ladrones de tumbas. O sea, a gente como nosotros. Debíamos temer su ingenio y sus artefactos mortales. Pero Kalik no lo dudó ni un instante. Encendió una lucerna y comenzó a tantear las paredes del pozo, que ocupaba la galería entera. Era demasiado ancho como para intentar saltarlo.

—Debemos encontrar la forma de cruzarlo.

—¿No es mejor subir a por cuerdas, escaleras, o algo así? —me atreví a sugerirle.

—Las tumbas deben visitarse la misma noche en la que su puerta se abre. No se debe retrasar más. Nunca sabemos qué genios pueden penetrar en ellas. Debemos descubrir todo el interior, nosotros y ahora. Así desactivaremos la maldición que protege su soledad. Además, si subimos, ya no regresaremos hasta mañana por la noche. Tardarías un día más en llevar tu polvo de momia a Luxor.

Tenía razón. No teníamos tiempo que perder.

—Lleguemos hasta el final, Kalik.

Cruzar el foso era muy peligroso. No se me ocurría forma de conseguirlo. Kalik tomó la iniciativa.

—Mirad. Existen unos huecos, apenas unas muescas, en las paredes. Son para los pies y las manos. Iluminadme, intentaré pasar.

No comprendía cómo podía acumular tanto valor aquel saqueador. Admiré su grandeza. Avanzaba suspendido en el aire, tanteando casi a ciegas con sus pies y sus manos aquellas paredes lisas y traicioneras. Como una salamanquesa, con su barriga pegada al paramento, avanzaba jugando contra el vacío.

Apenas podía respirar. Un mal paso y caería sin remedio, desplomado sobre el fondo de aquel maldito pozo. Pero burlándose de las leyes de la gravedad y de la prudencia, hueco a hueco, Kalik logró llegar hasta el otro lado. Las chispas de su pedernal al encender la tea que llevaba atada a la cintura me permitió advertirle la sonrisa de victoria.

—Ahora os toca a vosotros. Cruzad.

¿Cómo que «cruzad»? ¿Es que acaso soñaba que yo lo intentaría?

—Señor —me animó uno de los muchachos—. Inténtelo. Nosotros iremos después. Estamos acostumbrados.

Tuvo que ser un acto reflejo el que me empujara a buscar con mis pies el primero de los huecos. Mi libre voluntad jamás habría reunido ánimos suficientes. Como pude, me sobrepuse al vértigo que me atraía desde el fondo del vacío.

—¡Venga, ahora despacio, tanteando!

Me olvidé de todo lo que no fuera encontrar asidero para mis pies y mis manos. Uno, dos, tres. Poco a poco fui localizando aquellos vanos hábilmente excavados en las paredes. El tiempo de cruzar se me hizo infinito. Kalik celebró mi gesta.

—¡Ya estás aquí!

Era cierto. Me encontraba en el otro lado, sin entender muy bien cómo lo había conseguido.

—Ahora queda lo más difícil. Encontrar la sala del sarcófago. Pueden existir más trampas, o es posible que nos despistemos por galerías falsas.

En apenas unos instantes, ya estaban los muchachos con nosotros. La experiencia se aliaba con su agilidad. Habíamos dejado las lucernas encendidas al otro lado del agujero. Seguiríamos con las antorchas a partir de ese instante.

Avanzamos por un pasillo horizontal. Las paredes estaban decoradas por completo por aquellos dibujos de dioses y hombres, revividos por el resplandor fugaz de nuestras teas. Me sentía observado por mil ojos de ultratumba. Pero no podía espantarme. Debíamos llegar hasta la momia para obtener su polvo milagroso. Después huiría para siempre de las casas de los difuntos: jamás volvería a pisar una tumba.

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