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Authors: Manuel Pimentel Siles

Tags: #Histórico

El arquitecto de Tombuctú (44 page)

BOOK: El arquitecto de Tombuctú
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—Logré embarcar en la última faluca de la tarde —me contó con expresión satisfecha—. He pasado todo el día en el templo, orando por su regreso. Desde hace un buen rato espero aquí. Me mataba la impaciencia y la inquietud. Escudriñaba desde la distancia todas las falucas que se acercaban, esperando reconocerle. Así en una barca y otra, hasta que finalmente lo descubrí entre ovejas y cabras. Sólo fui feliz entonces.

Le agarré sus manos con mesura. Deseaba besarla, pero el pudor me impedía manifestar cualquier efusión en público.

Comencé a narrarle todo lo acontecido, pero ella me hizo callar.

—Mejor lo cuenta cuando esté Ramsés delante. Nos esperan.

El sol se ponía cuando llegamos a las ruinas abandonadas del templo. Kolh me condujo hasta una esquina apartada. Los sacerdotes se encontraban dentro de una construcción semiderruida.

—Los antiguos sacerdotes vivían por esta parte.

Entramos. Cuando mis ojos se acostumbraron a la penumbra, descubrí a Jawdar dormido. Respiraba sin vestigios de fiebre ni delirios. Or y Ramsés estaban sentados sobre el suelo, con los ojos cerrados. Parecían inmersos en una honda meditación que no quisimos interrumpir. Nos sentamos y entrelazamos nuestras manos, disfrutando de aquel remanso de paz, hasta que Ramsés abrió los ojos para inquirirme.

—¿Conseguiste el polvo de momia?

—Me traje trozos de una momia que estaba intacta.

Levantó la cabeza con asombro.

—¿Entraste en una tumba recién abierta?

No consideré oportuno extenderme en explicaciones.

—Es una larga historia que algún día contaré.

Escudriñó mi rostro con sorpresa. Sin duda alguna intuía lo acontecido, pero nada dijo. Se limitó a pedirme mi botín.

—Dame lo que traes.

Le extendí las alforjas, incapaz de abrirlas. Ramsés sacó la mano y el trozo de pecho. No pude mirarlos. Un olor a cuero viejo llegó hasta nosotros. Se me agolparon los recuerdos y las emociones de mi bajada a la tumba. Todavía temblaba de terror.

—Debemos preparar rápido el elixir —afirmó resuelto Ramsés—, hemos agotado hasta la última gota que nos quedaba.

Salieron al exterior, arrastrando con dificultad sus morteros y potingues.

—Tardaremos un buen rato. Tenemos que machacar, mezclar, dosificar y hervir. Debemos estar solos. Quedaos aquí dentro. Ya os llamaremos cuando todo esté preparado.

Nos quedamos solos en la segunda de las cámaras. Jawdar dormía en la primera. Apenas profanamos el silencio con nuestras palabras. Extendí mi mano para agarrar la de Kolh.

—Estaba deseando volver a verte.

—Y yo a usted.

—Te veo tan hermosa.

—Gracias, señor. He sufrido mucho, temiendo por su vida.

—¿Qué sientes por mí?

—Algo que jamás debe experimentar una esclava hacia su dueño.

—¿Qué es?

—Amor.

La abracé con fuerza. Rodamos por la arena devorándonos a besos. Jamás había podido figurar tanta pasión. Pantera por sus zarpas y serpiente por sus abrazos. Nos amamos con gozo hasta vibrar de placer al unísono. Ella apoyó su cabeza sobre mi hombro durante un buen rato, sin decir nada.

—Debemos vestirnos. Pueden regresar.

Encendió una lucerna y se levantó. A su trasluz pude admirar su cuerpo de diosa. Sus pechos, pequeños y apretados, apuntaban al cielo con sus pitones azabaches. El sudor de su piel brillaba mientras se acercaba para besarme de nuevo. Se montó encima, ansiosa de un nuevo duelo de amor, pero las voces desde la puerta nos devolvieron a la realidad.

—Ya está listo. Despertad a Jawdar, vamos a darle la medicina.

La recuperación de mi amigo se aceleró a partir de ese momento. El faraón había cedido una porción de su inmortalidad. A la mañana siguiente, Jawdar logró levantarse sin ayuda, recuperó el apetito, y, a los dos días, ya daba paseos cortos alrededor de las ruinas. Estuvimos unos diez días más, hasta que lo encontré suficientemente recuperado. Aproveché ese tiempo para aprender a amar a Kolh.

—A nuestros dioses no les molesta el amor —reía.

Me enamoré. Paseábamos al amanecer entre las ruinas y ella me contaba historias de sus dioses. Eran hermosas. Yo le recitaba poemas de amor. Después, al amarnos, nos llenamos palabras tiernas. Kolh, al oírlas, se quedaba mirando al vacío.

Yo siempre te amaré, pues mi hogar está en tu boca

al rescoldo de tus dientes, brillante y dulce.

—Kolh —le dije una mañana—, debemos regresar a El Cairo. Jawdar ya está fuerte para el viaje.

Me besó, y me miró con mirada triste.

—Señor…

—No me digas amo. Ya soy Abu Isaq para ti.

—¿De veras?

—No me hables más de usted.

—Me costará, pero creo que lo conseguiré. Debes hablar con Ramsés.

Lo encontramos dentro del templo, rezando sus oraciones de la mañana. Al oírnos llegar, levantó su mirada para cruzarse con la nuestra. Supo que entrábamos para despedirnos.

—Ya deseas partir, ¿verdad, Es Saheli?

—Sí, es hora de regresar a El Cairo. Pienso acercarme hasta el puerto para alquilar una faluca que nos lleve hasta allí. La buscaré de las grandes, que tenga ciertas comodidades.

—Vamos a sentamos —Ramsés me arrastró cálidamente por el brazo—. Tenemos que hablar.

Como siempre, aquel «tenemos que hablar» anticipaba sorpresas. ¿Qué podía ocurrir?

—Yo no me voy, Es Saheli. Soy muy anciano, y apenas me queda vida por delante. Me quedaré en Luxor. En El Cairo ya nadie cree en nuestras ciencias. Aquí, al menos, no estaré solo. Or y algunos fieles mantienen las antiguas liturgias. Por eso viviré los días que me quedan entre ellos. Aquí sabrán sepultarme según el rito que los mamelucos impiden en Giza. Ayudarán a mi alma a llegar hasta el reino de la puesta de sol. Nadie me espera en El Cairo. Nuestro tiempo ya pasó allí.

Me apenaron sus palabras. Fueron resignadas, con la derrota de un futuro sin esperanza. Le había tomado mucho afecto a aquel anciano mago, y lamentaba que no regresara con nosotros.

—Le echaremos de menos, Ramsés. Estamos en deuda con usted.

—Sólo cumplí con mi deber.

—Había pensado darle un dinero…

—Guárdatelo. Ya te dije que te pediría dos favores. El primero ya lo cumpliste. Me trajiste hasta aquí.

—Es cierto. Todavía no me ha pedido el segundo deseo. Considérelo cumplido si está en mi mano realizarlo.

—Está en tu mano.

Kolh se acercó hasta él. Le tomó con devoción sus manos de maestro. No me gustó aquel gesto. Sentí unos celos absurdos que no pude explicar.

—Pídame lo que sea. Se lo daré.

—Quiero la libertad de Kolh.

La miré con cariño. Yo ya la había considerado libre, y la había amado no como concubina forzada sino con amor en plenitud y libertad.

—Kolh es libre. Nunca más será esclava.

—Gracias, Es Saheli. Ahora, debo dejaros a solas.

Kolh me besó. Pero una honda tristeza empañaba su mirada.

—¿Qué ocurre, Kolh? ¿No estás contenta por tu libertad?

—No me importaba ser tu esclava. Te amaba como señor, y te seguiría amando bajo cualquier circunstancia. Te agradezco que me hayas devuelto mi carta de libertad.

—Entonces, ¿por qué estás triste?

—No podré acompañarte a El Cairo. Nuestras vidas se separan hoy.

—¿Qué? ¿Cómo has dicho?

LXXII

A
L HAQQ
, LA VERDAD

No logré comprender el rechazo de Kolh.

—No puedo ir contigo a El Cairo.

La daga afilada de su abandono rasgó mi corazón. Sus palabras me dolieron sin límite. No podía figurarme el futuro sin ella a mi lado.

—Tienes que venir. Seremos felices. Viviremos en una casa hermosa y…

No podía aceptar su separación. La amaba, llevaba días amándola. Habíamos disfrutado de las mieles de la pasión a la sombra del gran templo.

—Debes partir solo. No te acompañaré.

La amaba, la necesitaba, ¿cómo podía dejarme?

—¿Por qué? Pensaba que me querías.

—Y te amo. Más que a mi propia vida.

—Entonces, ¿por qué me dejas?

Le costaba hablar. La vi más hermosa que nunca.

—Tengo una misión que cumplir, y mi sitio está aquí, con Ramsés, con Or, y con los que se esfuerzan para que la religión de nuestros abuelos no se pierda para siempre.

—Eres joven, hermosa, no te entierres para siempre en ruinas y leyendas. Ven conmigo, tenemos una vida por delante.

Me cogió las manos y me hizo sentarme.

—Te contaré una historia que no conoces —me habló con sosiego—. Cuando los mamelucos se hicieron fuertes, arreciaron en sus persecuciones contra la antigua religión. A los judíos y cristianos los despreciaban, pero jamás los persiguieron como hicieron con nosotros. Las familias creyentes se fueron ocultando como pudieron para salvar la vida. Los míos se quedaron en la zona de las pirámides, haciéndonos pasar por pastores. Celebrábamos nuestros ritos en el secreto más clandestino, siempre temerosos de ser descubiertos. Así transcurrió mi infancia, hasta que un día todo acabó. Llegaron los soldados y se llevaron a mi padre y a mis hermanos. Poco después me enteré de que esa misma noche los ejecutaron, acusados de idólatras. A mi madre y a mí nos hicieron esclavas. A ella la prostituyeron en el barrio más sórdido de la ciudad. Una puta barata. En eso la convirtieron. Murió al poco tiempo, infectada de enfermedades y melancolía. Yo tuve más suerte. Después de ser revendida un par de veces, llegué hasta casa de al-Kuwayk, que me trató con respeto. Los anteriores propietarios habían conservado mi virginidad, sabedores del altor valor que cotizaba en los mercados. Al-Kuwayk me desfloró con delicadeza, algo inusual en otros amos que gozan con el sufrimiento y vejación de sus esclavos. Por eso, le estoy agradecida.

Una punzada quebró mi ánimo. Apreciaba a al-Kuwayk, pero unos intensos celos me hicieron odiarlo en aquellos momentos en que descubría que fue el primero en gozar del cuerpo de mi amada Kolh.

—Estuve unos años en su casa, bien tratada, hasta que llegaste tú. Te convertiste en mi nuevo amo. Me sentía imperiosamente atraída por ti, a pesar de ser tú señor y yo esclava. Te amaba en silencio, y sufría por tu dolor. Por eso arriesgué la vida de todos al ir al encuentro de Ramsés. Hoy sé que respondí a la llamada del destino. Pero cuando descubrí los restos de mi antiguo pueblo, algo se removió en mí. La sangre de mis ancestros se reveló en mi interior. Intenté acallarla, repitiéndome que sólo tú me importabas, pero no logré confundirla.

—Kolh, si vives conmigo podrás seguir rezando a tus dioses, jamás te lo impediré…

—Deja que termine. He pensado mucho durante estos días felices. Mi corazón se arrojaba a tus brazos, pero mi sangre me impulsaba al sacerdocio de los egipcios antiguos. Le pedí a Ramsés que me aceptara como novicia. Me preguntó varias veces si estaba segura de querer aceptar el sacrificio. Le respondí que sí. Que nada anhelaba más que estar al servicio de los grandes dioses. Me preguntó si para ello estaba dispuesta a renunciar incluso a tu amor. Dudé mucho la respuesta, pero al final le dije que sí. Sólo entonces me aceptó como alumna. Deseo que me transmita todo el conocimiento que atesora, para que la ciencia de mi pueblo no se pierda para siempre.

—¿Aunque tengas que renunciar a mí?

—Aunque tenga que hacerlo. Sufriré el tormento de tu separación. Ser sacerdotisa de los míos es más importante.

No lo aceptaba. No quería aceptar alejarme de la mujer que amaba.

—No podemos separarnos para siempre, esto no puede quedar así.

—No nos separaremos. Para siempre quedará en mí algo tuyo.

—El recuerdo no es suficiente.

—Quizá no sea sólo recuerdo —me sonrió.

Se acarició el vientre, con delicadeza.

—¿No estarás…?

—No puedo todavía saberlo, pero intuyo que sí.

La abracé con ternura. Besé sus mejillas y sus labios. La apreté con fuerza. Quise estar siempre allí, con ella.

Jawdar nos interrumpió.

—Me di… dicen que la faluca zarpa ma… mañana.

Amé de nuevo a Kolh aquella noche.

—No me dejes —le suplicaba—, por favor, no me dejes.

—Nunca te dejaré. Siempre estaremos unidos.

Me dormí en su regazo. Soñé con grandes lagos, con orillas de juncos y papiros. Los pájaros sobrevolaban los cielos, y los peces rompían con sus saltos el espejo de su superficie. Todo era paz, armonía, felicidad…

Desperté. Kolh no estaba a mi lado.

—¡Kolh! ¡Kolh! ¿Dónde estás?

Nadie respondió.

Salí a medio vestir.

—¡Kolh! ¡Kolh!

No la encontré. Fui hasta donde dormían Ramsés y Or. Tampoco se encontraban allí.

—Los oí salir muy temprano —me contó uno de los pastores a los que pregunté—. Todavía era de noche. Se dirigían al desierto.

No. No podía haberse marchado.

—¿Qué o… ocurre?

Mis voces habían sobresaltado a Jawdar.

—Que Kolh se ha marchado para siempre.

Regresé hasta nuestra alcoba. Allí encontré la nota. Era escueta.

Amado Abu Isaq.

Parto para el desierto, donde me iniciaré. Estaré algunos meses en soledad. No me busques, jamás me encontrarías. Regresa a El Cairo y vive tu vida en este siglo que no es el mío. Te amo con todas mis fuerzas. Quizá, si así lo quiere el destino, volvamos algún día a encontrarnos. Quizá no, quién lo sabe. Pero te seguiré amando.

Quiero que sepas que criaré a nuestro hijo en los secretos de la magia. Será el último gran sacerdote.

Adiós. Espero que siempre me recuerdes como algo hermoso en tu vida.

Los besos más dulces. Kolh

Rompí a llorar. De nuevo conocía el dolor de un amor imposible. Una herida punzante que desangraba el desconsuelo.

Quise salir en su busca. ¿Para qué? Jamás la encontraría. Los templos secretos de iniciación estarían ocultos a los ojos de los hombres. Kolh me amaba, de eso estaba seguro. Pero escogió otro camino. Y yo, por mucho que me doliera, debía regresar al mío. Durante un buen rato paseé con el nervio del indeciso. No quería apartarme de allí. ¿Y si se arrepentía y regresaba a mí? No. No lo haría. Advertí el compromiso en su mirada.

—Te… tenemos que ir… irnos. El bar… barco saldrá pron… pronto. Me giré hacia el desierto. ¿Dónde se escondería?

—¿Qué ha… hacemos?

—Salimos para El Cairo —respondí resignado.

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