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Authors: Manuel Pimentel Siles

Tags: #Histórico

El arquitecto de Tombuctú (41 page)

BOOK: El arquitecto de Tombuctú
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—Tras la llegada de los griegos, nuestra religión comenzó a decaer. Mire este templo. Las figuras están picadas. Los relieves son sombras irreconocibles. Lo hicieron los cristianos, que pusieron aquí sus signos. Ahí está la cruz y aquello hizo las veces del altar. Y con los musulmanes tampoco nos fue mejor. A pesar de ello, algunos sacerdotes lograron clandestinamente mantener las creencias verdaderas y retazos de las antiguas ciencias. Apenas quedan tres o cuatro en todo el Nilo. Ramsés es el más importante. Existe otro mago famoso que vive en los alrededores de Karnak. Es al que buscamos. Ramsés y él se conocieron de jóvenes, durante su etapa de iniciación.

La inteligencia de lo construido me llenaba de asombro y admiración. Mi mente se perdía en las sutilezas de la arquitectura egipcia. ¡Qué talento tuvieron que atesorar sus arquitectos! Por vez primera deseé construir edificios solemnes y hermosos. Siempre fui poeta, y en Egipto germinó mi deseo de trasladar esa poesía a la piedra.

Kolh se perdió por alguno de los oscuros pasillos que circundaban la nave central. Allí me quedé solo, rodeado de los espectros de un ayer glorioso que no se resignaba a morir. Me senté sobre la arena, en respetuoso silencio. Quería construir edificios como aquel, quería sanar a Jawdar, deseaba convertirme en un inmortal.

No se cuánto tiempo permanecí allí, vagando por las sendas inexploradas del ensueño. Pero recuerdo que me sentí bien. Comenzaba a acumular fuerza vital. Los hombres atesoramos una energía que se disipa vanamente. Yo la derroché en Al Ándalus, y en África volví a encontrarme con ella. En el Nilo y sus templos terminé por recuperarla por completo. Cada vez me sentía más fuerte. De nuevo quería sobresalir de la molicie de la mayoría para elevarme a la altura de los genios. Atrás iba quedando el joven inconsciente con sus desatinos y desmesuras, para dar paso al hombre maduro y creador. Eso no lo podía advertir en aquellos momentos, pero lo sé hoy, cuando hago memoria de mi vida.

A mediodía, abandoné el edificio más sagrado del templo. El calor parecía empeñado en derretir a las piedras y a los hombres. Salvo algunas cabras extraviadas, a nadie advertí entre las ruinas y las columnas. Seguía solo, ante Dios y ante mí mismo. El sol golpeaba mi frente, mi cabeza, mi cuerpo, pero no le presté el debido respeto. ¡Se estaba tan bien allí! Sabía que debía salir a buscar a Kolh y a Ramsés, pero no quería hacerlo. Deseaba prolongar mi estancia entre los dioses. Comencé a ir de aquí para allá, intentado descifrar las inscripciones jeroglíficas, ambicionando desentrañar los secretos de las arquitecturas pretéritas. Siempre al sol, bajo un calor aplastante, hasta que todo comenzó a darme vueltas y caí. Perdí la consciencia y el universo se ennegreció. Sufrí una fuerte insolación. Recuerdo que, entre mis delirios, destacaron las figuras de Isis y Osiris. Con perfil hierático me daban la bienvenida a su reino.

LXVI

A
L MAJIB
, EL QUE RESPONDE A LAS SÚPLICAS

Primero fueron murmuras perdidos. Después pude reconocer las palabras.

—Ramsés, parece que Es Saheli ya vuelve en sí.

Se hizo la luz sobre mi inconsciencia.

—Señor, ¿puede oírnos?

Pude oírla. Era la voz de mi esclava negra. Trataba de reanimarme. Abrí los ojos. Tomé consciencia de mi cuerpo y circunstancias. Me encontraba tumbado bajo las pieles de una jaima de pastores. Intenté incorporarme. No pude. La cabeza me dolía y tenía las piernas entumecidas. Kolh me acercó agua.

—Beba. Le hará bien.

Bebí pequeños sorbos.

—Lo encontramos desmayado a pleno sol. Si tardamos, habría muerto de insolación.

Logré sentarme. El dolor de cabeza me castigaba ferozmente.

—Gracias. No comprendo cómo pude quedarme quieto bajo el sol ardiente.

—¿Qué sentiste, Es Saheli? —me inquirió Ramsés.

—Nada.

—¿Nada?

—Bueno, sí. Paz, tranquilidad, sosiego. Fue como un trance. Quise comprender los jeroglíficos de las paredes, hacer mías las escrituras. Me olvidé de todo lo demás, hasta que el sol impuso sus leyes y me derribó. Hice una locura, que no alcanzo a justificar.

—A veces, con almas sensibles, ocurre —asintió el mago—. No todos perciben el poder de un lugar sagrado. Considérate un privilegiado, Es Saheli.

—¿Qué me pasó? ¿Por qué perdí la voluntad?

—Ya hablaremos, Es Saheli. También me tendrás que explicar lo que soñaste. Pero antes, déjame que te presente a alguien.

Un anciano, de un aspecto similar al de Ramsés, se acercó hasta nosotros.

—Es Or, el mago de Karnak. Recibimos juntos las enseñanzas de los sabios del Valle de los Reyes. Hemos conocido muchas inundaciones del gran río desde entonces.

Me saludó con mirada digna, pero aspecto desconfiado. Su boca desdentada pronunció unas escuetas palabras en una lengua que me resultó imposible descifrar.

—No habla árabe. Sigue expresándose en la lengua antigua.

Lo saludé con un gesto que no fue correspondido.

—Ya conoce el caso de Jawdar. Lo ha visto y coincide en mi diagnóstico. Posee todos los ingredientes de la pócima a falta de uno, que debemos localizar nosotros.

La buena noticia me reanimó. Teníamos la cura de Jawdar al alcance de nuestras manos. La pócima había demostrado su efecto. Desde que comenzamos a administrársela, su mejora había sido evidente. Apenas nos quedaban restos del polvo de la inmortalidad, por lo que debíamos renovar nuestro botiquín con urgencia.

—¿Qué falta?

—Polvo de momia. Pero no es fácil de encontrar. Durante siglos, los saqueadores de tumbas expoliaron los enterramientos de nobles y reyes, y, desde hace un tiempo, abastecen una fuerte demanda de alquimistas y médicos europeos y asiáticos. Conocen de su poder sanador, afrodisíaco y transmutador de materias. Su precio se elevó a las mismas nubes, y los traficantes de momias se afanaron en rastrear hasta la última tumba para convertir en polvo fino el cuerpo disecado de su ocupante. Las momias comenzaron a escasear mientras que la demanda se incrementaba.

Era cierto. En El Cairo se hablaba de comerciantes de momias que habían logrado atesorar auténticas fortunas.

—La momia debe tener más de dos mil años de antigüedad para que tenga poder sanador. Hay muchos estafadores que venden un sucedáneo falso —aclaró Ramsés—. Desentierran a los muertos para forzarles una rápida momificación. Después los venden como si se tratasen de verdaderas momias del tiempo de los faraones. No sirve para nada.

—Consigamos el auténtico —exigí—. Aunque tengamos que pagar mucho más.

—No es tan fácil. Todas las tumbas conocidas están saqueadas. Tan sólo un nuevo hallazgo puede proporcionar material.

Acababa de recibir un golpe más terrible aún que la peor de las insolaciones. Sin aquel elixir, Jawdar recaería en su agonía.

Or intervino con voz queda, dirigiéndose a Ramsés. Sus palabras, pronunciadas en aquella lengua antigua, gutural e indescifrable, ocultaban el rastro del misterio de los templos y pirámides. Quise creer que albergaban, también, las llaves que me conducirían hasta las momias que precisábamos.

—Existe una posibilidad —tradujo Ramsés—. En el antiguo Valle de los Reyes, al otro lado del río, moran algunas tribus de expoliadores. Es posible que alguno de ellos haya realizado algún descubrimiento en estas últimas semanas.

—No podemos perder tiempo —le respondí mientras me incorporaba con dificultad—. Debemos ir en su busca.

—Esos saqueadores son ladrones. Pueden ser peligrosos.

—El mayor peligro lo corre Jawdar. Si no vamos, morirá.

—Señor —intervino Kolh—. Lo acompaño.

LXVII

A
L WALI
, EL RESPONSABLE DE TODO

Olía a desierto, sonaba a vacío. Estábamos en la orilla de los muertos. La fonda donde recalamos era poco más que una choza enfoscada de barro. En el margen de levante se quedó Ramsés, incapacitado por los achaques y su edad para aventuras en el Valle de los Reyes. Nos aguardaría junto a Or en el templo de Karnak.

—Cuidado con los ladrones de tumbas, que no tienen alma —fueron sus palabras de despedida—. Realizan ritos con los vivos para recuperarla. Sobre todo, no os adentréis en tumbas recién abiertas.

La negra bella dormía a mi lado. Oía su respirar acompasado y sereno. Cada día me parecía más hermosa, más inteligente, más sensual. No la toqué, por más que mi instinto de hombre reclamara alivio. Era mi esclava, podía exigirle lo que deseara. Pero me contuve. Primero debía encontrar el polvo de momia, después Alá diría por qué caminos podrían extraviarse nuestros corazones.

Salimos de la fonda al alba. Queríamos aprovechar el día. El Valle de los Reyes se encontraba a tres horas de camino desde la orilla del río. No nos costó ningún trabajo encontrar el poblado que buscábamos.

—No tiene pérdida —nos había indicado el mago de Karnak—. Sólo ellos se atreven a vivir como muertos.

Los chiquillos nos rodearon a nuestra llegada con la alegre algarabía de la inocencia. Fuimos guiados por una mujer hasta una casucha. Un viejo estaba recostado en su interior.

—¿Deseáis comprar antigüedades o joyas?

—No.

—¿Qué queréis entonces? Nadie viene hasta aquí si no es en busca de tesoros antiguos.

—Queremos polvo de momia.

—De eso no tenemos.

De nuevo encontré las puertas cerradas.

—Estamos dispuestos a pagar bien.

—Los comerciantes de El Cairo compran a precio de oro lo poco que encontramos. Aquí no falsificamos. Pero ahora no tenemos. Cada día es más difícil encontrarlas.

—Por favor, vengo desde muy lejos. No quiero mercadear, lo necesito para salvar a mi mejor amigo. Preciso una cantidad pequeña.

—No nos queda nada, lo siento.

—Estoy dispuesto a bajar a una tumba.

—Insensato. No sabe lo que dice.

Mi insistencia dio su fruto. El anciano hizo llamar a un hombre oscuro y taciturno. Se presentó como Kalik, el jefe del clan.

—¿Momias? ¿Nos tomas por expoliadores?

No me esperaba aquella respuesta. Sin duda, había cometido un grave error al sincerar de súbito mi verdadera intención. En el mundo de los truhanes resultan imprescindibles los tanteos previos.

—No he querido ofenderos. Sois tribus que respetáis las tradiciones. Pero yo preciso polvo de momia y no sé adonde ir.

—¿Quién te habló de nosotros?

Estuve tentado de pronunciar el nombre de Or. Habría sido un error. Los sacerdotes odiaban a los expoliadores que saqueaban los tesoros de su pasado. La animadversión era recíproca.

—Unos mercaderes con los que coincidí en el puerto de Luxor. Me advirtieron que no comprara en el mercado polvo de momia, porque a buen seguro resultaría una estafa. Si quería el auténtico, tendría que subir hasta aquí. Por eso vine.

—El polvo de momia escasea. Es caro.

—Lo sé.

—Antes resultaba fácil encontrar una tumba. Ahora resulta casi imposible.

—Estoy dispuesto a todo, con tal de adquirirla.

Kalik se apartó para charlar con alguno de sus hombres. Advertí en los ojos de Kolh una mirada de orgullo. Había logrado reconducir la conversación con aquellos hombres.

—Los que quieren polvo de momia, tienen que pagar primero, y ganárselo, después.

Me sorprendió su respuesta esquiva. Parecía un jeroglífico.

—Lo del dinero, lo comprendo —les pregunté ingenuamente a aquellos malditos sin alma—. ¿Qué significa el ganárselo?

—Ha aparecido una nueva tumba. Debes entrar en ella.

Ramsés ya me advirtió que bajo ningún concepto aceptara entrar en una tumba recién abierta. Los saqueadores utilizaban monos o personas extraviadas para detectar las trampas de las tumbas.

—¿Debo bajar solo?

—No. Solo no podrías. Pero tendrás que ir en cabeza. Así nunca podrás renegar de los saqueadores. Tú mismo te convertirás en uno de ellos.

Aquellos malditos me empujaban a entrar en la tumba. Les serviría para descubrir posibles trampas, al tiempo que callaban mi boca. Si saqueaba con ellos, no podría después denunciarlos a la policía del sultán. El secreto quedaba sellado como una tumba por descubrir.

—Estoy dispuesto a hacerlo, con una condición.

—No estás en situación de poner condiciones.

—Debo hacerlo.

—Dime. ¿Qué deseas?

—Que tú me acompañes.

Todas las miradas de los presentes se concentraron en Kalik. Si rehusaba, quedaría como cobarde.

—Será un honor, forastero —respondió a regañadientes—. Suelta ahora el dinero.

No quería pagarle antes de disponer lo que deseaba.

—¿Me puedo fiar de tu palabra, Kalik?

—¿Acaso tengo aspecto de estafador? Los que retamos la furia de los muertos somos gente de honor.

Le solté el dinero. Contó minuciosamente las monedas. Asintió. Era la cantidad convenida.

—Bienvenido al clan. Pronto comprenderás que no somos tan malos. Sencillamente utilizamos lo que los muertos ya no necesitan.

—Visto así, tienes razón. El islam quiere entierros sobrios, apenas una mortaja, sin ninguna riqueza para el finado.

—Veo, forastero, que nos comprendes. Mejor así. Debes prepararte para un viaje al más allá. La nueva tumba promete. Está cerrada por una gran piedra. Está misma tarde lograremos retirarla y entraremos. Creemos que está virgen, sin profanar. La momia nos espera allí desde hace miles de años. Tú nos ayudarás, y nosotros te ayudaremos a ti.

—Me parece justo.

Me costaba creerlo. Iba a bajar a una tumba intacta. Sus espíritus, artificios y trampas nos aguardarían. Desobedecí los consejos de Ramsés, pero no tenía alternativa. Negarme hubiera significado la sentencia de muerte de Jawdar. Se nos había acabado el medicamento y su salud se quebraría para siempre si no lográbamos suministrárselo de nuevo en dos o tres días.

Kolh estuvo en todo momento a mis espaldas, en su discreto papel de sirvienta. Cuando nos quedamos solos, se dirigió a mí con respeto.

—Ha sido muy valiente, señor. No debe temer a los espíritus. No los ofende, nada le harán. Los saqueadores buscan dinero, usted, salvar una vida.

La miré con afecto y agradecimiento. Me gustaba tenerla conmigo. Sus ojos inteligentes advertían secretos que a mí se me ocultaban. También ella había sido valiente. Antes de cruzar el río, le pedí que se quedara en la otra orilla, cuidando de Jawdar y Ramsés. Ella insistió en acompañarme. Ramsés le dijo que podía ser un viaje muy peligroso, y ella respondió con decisión:

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