El ascenso de Endymion (55 page)

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Authors: Dan Simmons

Tags: #ciencia ficción

BOOK: El ascenso de Endymion
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Llegaban proyecciones de video en tiempo real de la fiesta desde diversos lugares de la sala de recepción, y el niño y sus invitados observaban con interés.

Nos detuvimos hasta que el chambelán nos indicó que avanzáramos. Nos susurró algo cuando nos aproximamos al trono y el Dalai Lama nos miró.

—No es preciso inclinarse hasta que Su Santidad alce la mano. Luego os debéis inclinar hasta que él deje de tocaros.

Nos detuvimos a tres pasos del fastuoso trono. Carl Linga William Eiheji, jefe de heraldos, dijo con voz suave pero resonante:

—Su Santidad, la arquitecta que está a cargo de la construcción de Hsuan'k'ung Ssu y su asistente.

Su asistente
. Avancé detrás de Aenea, confundido, pero agradeciendo que el heraldo no hubiera dicho nuestros nombres. Veía a los cinco integrantes de Pax por el rabillo del ojo, pero el protocolo exigía que mantuviera la mirada gacha, aunque en dirección del Dalai Lama.

Aenea se detuvo frente a la plataforma, los brazos extendidos, la estola tensa entre las manos. El chambelán puso varios objetos en la estola y el niño los cogió rápidamente, poniéndolos a su derecha en la plataforma. Un sirviente se acercó y se llevó la estola blanca. Aenea unió las manos como si rezara y se arqueó. El niño sonrió dulcemente mientras se inclinaba para tocar la cabeza de mi amiga —mi amada—, poniendo los dedos como una corona sobre el cabello castaño. Comprendí que era una bendición. Cuando apartó los dedos, alzó una estola roja de una pila que tenía al lado y la puso sobre la mano izquierda de Aenea. Luego le cogió la mano derecha y la estrechó, sonriendo aún más. El chambelán indicó a Aenea que se parase frente al trono del regente mientras yo me adelantaba y me sometía a la misma ceremonia.

Apenas tuve tiempo de notar que los objetos puestos en la estola blanca incluían un pequeño relieve en oro de tres montañas que representaba —como Aenea me explicaría luego— el mundo de T'ien Shan, una imagen del cuerpo humano, un libro estilizado que representaba el habla y una
chortera
o templo que representaba la mente.

Ese acto de prestidigitación terminó antes de que pudiera prestarle más atención, y luego tuve la estola roja en una mano mientras el niño me estrechaba la otra. Su apretón era asombrosamente firme. Yo mantenía la mirada baja, pero aún veía su ancha sonrisa. Retrocedí, acercándome a Aenea.

La misma ceremonia se repitió con el regente: estola blanca, objetos simbólicos, estola roja. Pero el regente no nos dio la mano. Cuando recibimos la bendición del regente, el chambelán nos indicó que alzáramos la cabeza y la vista.

Casi eché mano de la linterna láser y me puse a disparar. Además del Dalai Lama, sus sirvientes, el chambelán, el regente, el oráculo del estado, el heraldo, el cardenal, los tres hombres de sotana negra, había una mujer con un uniforme rojo y negro de Pax. Acababa de adelantarse y pudimos verle la cara por primera vez. Fijaba los ojos oscuros en Aenea. Su cabello corto colgaba sobre su frente pálida en mechones flojos. Tenía piel cetrina y mirada de reptil, remota e intensa al mismo tiempo.

Era la criatura que había intentado matarnos en Bosquecillo de Dios cinco años atrás, más de diez para Aenea. Era esa inhumana máquina de matar que había derrotado al Alcaudón y se habría llevado la cabeza de Aenea en un saco si De Soya no hubiera intervenido desde su nave; el padre capitán había usado la energía de fusión de la nave para hundir al monstruo en un caldero de roca hirviente.

Y aquí estaba de nuevo, clavando sus ojos negros e inhumanos en el rostro de Aenea. Obviamente la había buscado a través de los años y los años-luz, y ahora la tenía. Nos tenía.

Mi corazón se aceleró y se me aflojaron las piernas, pero a pesar del choque mi mente funcionaba como una IA. Tenía el láser en un bolsillo del lado derecho de la capa, la unidad de comunicaciones en el bolsillo izquierdo del pantalón. Con la mano derecha lanzaría un rayo cortante a los ojos de esa mujer, luego pondría el selector en haz ancho y cegaría a los sacerdotes de Pax. Con la mano izquierda activaría un mensaje pregrabado para enviarlo a la nave por haz angosto.

Pero aunque la nave respondiera de inmediato y no fuera interceptada por Pax, tardaría minutos en descender por la claraboya del palacio. Para entonces estaríamos muertos.

Y yo conocía la celeridad de esta criatura. Había desaparecido cuando luchaba con el Alcaudón, un borrón de cromo. No llegaría a sacar el láser ni el disco del bolsillo. Estaríamos muertos antes que mi mano tocara el arma.

Entonces advertí que Aenea, aunque debía haber reconocido a la mujer, no había reaccionado como yo. En apariencia ni siquiera había reaccionado. Aún sonreía. Había mirado a los visitantes de Pax, el monstruo incluido, y luego se había vuelto hacia el niño del trono.

El primero en hablar fue el regente Reting Tokra.

—Nuestros huéspedes solicitaron esta audiencia. Su Santidad les comentó que se estaba realizando la reconstrucción del Templo Suspendido en el Aire y deseaban conocer a la joven arquitecta —dijo, con voz tan afectada e inexpresiva como su apariencia.

Entonces habló el Dalai Lama, con una voz generosa que contrastaba con la cautela del regente.

—Amigos míos —dijo, señalándonos a Aenea y a mí—, os presento a nuestros distinguidos visitantes de Pax. El cardenal John Domenico Mustafa, del Santo Oficio de la Iglesia Católica, el arzobispo Jean Daniel Breque, del Cuerpo Diplomático Papal, el padre Martin Farrell, el padre Gerard LeBlanc, y la comandante Rhadamanth Nemes de la Guardia Noble.

Inclinamos la cabeza. Lo mismo hicieron los dignatarios de Pax, incluido el monstruo. Si Su Santidad violaba el protocolo al encargarse de las presentaciones, nadie pareció notarlo.

El cardenal Mustafa dijo con voz sedosa:

—Gracias, Su Santidad. Pero has presentado a estas personas excepcionales sólo como la arquitecta y su asistente. —El cardenal nos sonrió, mostrando dientes pequeños y afilados—. Supongo que tendréis nombre.

Mi pulso se aceleró. Los dedos de mi mano derecha buscaban espasmódicamente la linterna láser. Aenea aún sonreía, pero no parecía dispuesta a responder al cardenal. Me devané los sesos tratando de inventar alias. ¿Pero para qué? Sin duda sabían quiénes éramos. Esto era una trampa. Nemes no nos dejaría salir de esta habitación, o nos estaría esperando cuando lo hiciéramos.

Asombrosamente, fue el Dalai Lama quien habló de nuevo.

—Me complacería mucho terminar mis presentaciones, eminencia. Nuestra estimada arquitecta se llama Ananda y su asistente, uno de sus muchos y diestros asistentes, se llama Subhadda.

Esto me desconcertó. ¿Alguien le había dicho estos nombres al Dalai Lama? Aenea me había contado que Ananda había sido el principal discípulo de Buda y un maestro a su vez; Subhadda era un asceta errante que conoció a Buda pocas horas antes de que éste muriera se convirtió en su último discípulo directo. También me dijo que el Dalai Lama había inventado esos nombres para nuestra presentación, al parecer encantado con la ironía. Ese humor no me causaba gracia.

—M. Ananda —dijo el cardenal Mustafa, inclinándose levemente—. M. Subhadda. —Nos echó un vistazo—. Perdona mi rudeza y mi ignorancia, M. Ananda, pero no pareces pertenecer a la misma raza que la mayoría de la gente que hemos visto en Potala u otras zonas de T'ien Shan.

Aenea asintió.

—Hay que cuidarse de las generalizaciones, eminencia. Hay zonas de este mundo colonizadas por gente de muchas regiones de Vieja Tierra.

—Desde luego. Y debo decir que tu inglés de la Red tiene muy poco acento. ¿Puedo preguntarte qué región de T'ien Shan es tu hogar y el de tu asistente?

—Por supuesto —respondió Aenea, con voz tan calma como la del cardenal—. Llegué al mundo en una región escabrosa que está más allá de los montes Moriah y Sión, al noroeste de Muztagh Alta.

El cardenal asintió. Noté entonces que su collar —lo que Aenea luego describió como
rabat
o
rabbi
en terminología de la Iglesia— era de seda escarlata, del mismo color que su sotana roja y su gorra.

—¿Profesas la fe hebrea o musulmana —continuó el cardenal—, que según nuestros anfitriones prevalece en esas regiones?

—No profeso ninguna fe —dijo Aenea—, si se define la fe como creencia en lo sobrenatural.

El cardenal alzó levemente las cejas. El hombre llamado Farrell miró de soslayo a su jefe. Rhadamanth Nemes no nos quitaba los ojos de encima.

—No obstante, trabajas para erigir un templo a las creencias budistas —dijo afablemente el cardenal Mustafa.

—Fui contratada para reconstruir un bello complejo. Me enorgullece que me hayan escogido para esta tarea.

—¿Aunque no creas en lo sobrenatural? —dijo Mustafa. Pude oír la Inquisición en su voz. Aun en los brezales de Hyperion habíamos oído hablar del Santo Oficio.

—Tal vez por eso mismo, eminencia —dijo Aenea—. Y porque confío en mis aptitudes humanas, y las de mis compañeros de trabajo.

—¿La tarea es su propia justificación? —insistió el cardenal— ¿Aunque no tenga un sentido más profundo?

—Tal vez una tarea bien hecha sea el sentido más profundo —respondió Aenea.

El cardenal Mustafa rió entre dientes. No era una risa agradable.

—Bien dicho, jovencita. Bien dicho.

El padre Farrell se aclaró la garganta.

—La región que está más allá del monte Sión —dijo reflexivamente—. Durante nuestra inspección orbital notamos que había un portal teleyector en un risco de esa zona. Creíamos que T'ien Shan nunca había formado parte de la Red, pero nuestra documentación mostró que el portal se construyó poco antes de la Caída.

—¡Pero no se usó nunca! —exclamó el joven Dalai Lama, alzando un dedo—. Nadie ha usado el teleyector de la Hegemonía para entrar o salir de las Montañas del Cielo.

—¿De veras? —murmuró el cardenal Mustafa—. Bien, eso supusimos, pero debo pedir disculpas, Su Santidad. Nuestra nave, en su afán de analizar la estructura del viejo portal teleyector desde órbita, derritió accidentalmente las rocas que lo rodeaban. Me temo que el portal quedó sepultado para siempre bajo la roca.

Miré a Rhadamanth Nemes cuando dijeron esto. Ni siquiera pestañeó. Sólo clavaba los ojos en Aenea.

El Dalai Lama extendió la mano en un gesto generoso.

—No importa, eminencia. No sabríamos qué hacer con un teleyector que no se usó nunca... a menos que Pax haya encontrado un modo de reactivar los teleyectores. —Se rió de esa idea. Era una agradable risa de niño, pero llena de inteligencia.

—No, Su Santidad —dijo el cardenal Mustafa, sonriendo—. Ni siquiera la Iglesia ha encontrado un modo de reactivar la Red. Y por cierto es mejor que nunca lo hagamos.

Mi tensión se estaba transformando en náusea. Ese feo hombrecillo le estaba diciendo a Aenea que sabía cómo había llegado a T'ien Shan y que no podría escapar por ese medio. Miré de soslayo a mi amiga, pero ella parecía tranquila y poco interesada en la conversación. ¿Existiría un segundo portal teleyector del cual Pax no sabía nada? Al menos esto explicaría por qué aún estábamos con vida: Pax había tapado la cueva del ratón y tenía varios gatos —su nave diplomática en órbita, y sin duda más naves de guerra escondidas en el sistema— al acecho. Si yo hubiera llegado unos meses después, habrían capturado o destruido nuestra nave y todavía tendrían a Aenea donde querían. ¿Pero por qué esperar? ¿Y por qué este juego?

—Nos interesaría mucho ver el Templo Suspendido en el Aire. Parece fascinante —dijo el arzobispo Breque.

El regente Tokra frunció el ceño.

—Puede ser difícil de coordinar, excelencia —dijo—. Se aproximan los monzones, las cablevías serán muy peligrosas y aun la Vía Alta es inestable durante las tormentas de invierno.

—¡Pamplinas! —exclamó el Dalai Lama, ignorando el mal ceño del enjuto regente—. Nos alegraría organizar esa expedición. Debéis ver Hsuan'k'ung Ssu, por cierto. Y todo el Reino Medio... incluso el T'ai Shan, el Gran Pico, donde la escalera de veintisiete mil escalones sube hasta el Templo del Emperador de Jade y la Princesa de las Nubes Azules.

—Su Santidad —murmuró el chambelán, la cabeza inclinada, pero sólo después de intercambiar una mirada paternalista con el regente—, debo recordaros que sólo es posible llegar al Gran Pico del Reino Medio por cablevía en los meses de primavera, por la elevación de las nubes venenosas. En los próximos siete meses, T'ai Shan será inaccesible para el resto del Reino Medio y del mundo.

El Dalai Lama dejó de sonreír, no por malhumor, pensé, sino porque le disgustaba que lo trataran con paternalismo. Sus próximas palabras tenían el filo de la autoridad. Yo no conocía a muchos niños, pero había conocido a bastantes oficiales militares y, a juzgar por mi experiencia, este niño llegaría a ser un hombre y un comandante digno de respeto.

—Chambelán —dijo el Dalai Lama—, claro que sé que se cierra la cablevía. Todos lo saben. Pero también sé que en la temporada invernal algunos voladores intrépidos vuelan desde Sung Shan hasta el Gran Pico. ¿De qué otra manera comunicaríamos nuestros edictos a nuestros amigos, los fieles de T'ai Shan? Y algunas paravelas pueden sustentar a más de un volador... incluso pasajeros, ¿verdad?

El chambelán se inclinó tanto que temí que su frente tocara los mosaicos.

—Sí, sí, desde luego, Su Santidad —dijo con voz trémula—. Sabía que lo sabías, señor... Sólo quise decir...

—Sin duda el chambelán quiso decir, Su Santidad —intervino el regente Tokra—, que aunque algunos voladores efectúan el viaje todos los años, muchos más perecen en el intento. No querríamos poner en peligro a nuestros huéspedes.

El Dalai Lama volvió a sonreír, pero esta vez la sonrisa no era aniñada sino más astuta y más adulta, casi socarrona.

—Tú no temes morir, ¿verdad, eminencia? —le dijo al cardenal Mustafa—. Ése es el propósito de tu visita, ¿no? Mostrarnos las maravillas de tu resurrección cristiana.

—No es el único propósito, Su Santidad —murmuró el cardenal—. Venimos ante todo para compartir la buena nueva de Cristo con quienes desean oírla y también para hablar sobre posibles relaciones comerciales con tu hermoso mundo. —El cardenal sonrió—. Y aunque la cruz y el Sacramento de la Resurrección son regalos directos de Dios, Su Santidad, es preciso recobrar una parte del cuerpo o del cruciforme para que el sacramento se conceda. Entiendo que nadie regresa de vuestro mar de nubes.

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