El ascenso de Endymion (74 page)

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Authors: Dan Simmons

Tags: #ciencia ficción

BOOK: El ascenso de Endymion
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Salto hacia atrás. Tres metros hasta la pared de roca o la cornisa donde está Aenea.

Nemes mece el brazo, una hélice, un susurrante péndulo de acero. Ahora puede llevarme adonde quiera.

Quiere matarme o apartarme. Quiere a Aenea.

De nuevo salto hacia atrás, y esta vez el filo corta la tela justo sobre el cinturón. He saltado hacia la izquierda, más hacia la pared de roca que hacia la cornisa.

Aenea queda desprotegida un segundo. Ya no me interpongo entre ella y la criatura.

La flaqueza de Nemes. Apuesto todo —Aenea— a esto: es una depredadora nata. Tan cerca del final, no podrá resistir la tentación de rematarme.

Nemes se voltea a la derecha, manteniendo la opción de saltar hacia Aenea, pero siguiéndome hacia la pared de roca. La guadaña se dispone a decapitarme.

Tropiezo y ruedo a mi izquierda, alejándome de Aenea. Ahora estoy en los tablones, pataleando.

Nemes se monta a horcajadas sobre mí. Su fluido amarillo me salpica la cara y el pecho. Alza el brazo de guadaña, grita, baja el brazo.

—¡Nave! Aterriza en esta plataforma. De inmediato. Sin discusión.

Jadeo estas palabras por la hebra de comunicaciones mientras ruedo contra las piernas de Nemes. Su antebrazo afilado se hunde en el resistente cedro bonsai, donde un segundo antes estaba mi cabeza.

Estoy debajo de ella. Su afilado brazo está clavado en la madera. Por unos segundos, como está encorvada para rasguñarme, no tiene sostén para liberar el antebrazo. Una sombra desciende sobre ambos.

Las uñas de su mano izquierda arañan el lado derecho de mi cabeza, casi cortándome la oreja, abriendo un corte que pasa cerca de la yugular. Tengo la mano izquierda bajo su mandíbula, tratando de impedir que me hinque esos dientes en el cuello o la cara. Ella es más fuerte que yo.

Mi vida depende de que logre zafarme de ella.

Aún tiene el antebrazo clavado en el suelo de la plataforma, pero esto sirve a su propósito, pues la une a mí.

La sombra se profundiza. Diez segundos. No más.

Nemes se deshace de mis manos y saca el brazo de la madera, levantándose. Mira a la izquierda, hacia Aenea.

Me alejo rodando de Nemes, de Aenea, dejando a mi amiga indefensa. Me apoyo en la roca para incorporarme. Mi mano derecha está inutilizada, un tendón cortado en estos últimos segundos, así que levanto la izquierda, tiro del cordel de seguridad de mi arnés, esperando que esté intacto, y sujeto el gancho al perno con un chasquido metálico, como cerrando esposas.

Nemes gira a la izquierda, olvidándose de mí, fijando los ojos negros en Aenea. Mi amiga se queda donde está.

La nave aterriza en la plataforma, apagando sus repulsares EM tal como ordené, apoyando todo su peso que descansa en la madera, triturando el pabellón de la Meditación Recta con un espantoso crujido, a poca distancia de Nemes y de mí.

La criatura mira la enorme nave negra, decide no darle importancia, se agacha para brincar sobre Aenea.

Por un segundo temo que el cedro bonsai aguante, que la plataforma sea aún más fuerte de lo que sugieren los cálculos de Aenea y mi experiencia, pero luego oigo un crujido desgarrador. La plataforma de la Meditación Recta y gran parte de la escalera de la Mentalidad Recta se desprenden de la montaña.

Veo que la gente que mira desde el mirador se tambalea mientras la nave se balancea.

—¡Nave! —jadeo por las hebras de comunicaciones—. ¡Planea!

Me vuelvo hacia Nemes.

La plataforma cae debajo de ella. Salta hacia Aenea, pero mi amiga no retrocede.

Sólo el derrumbe de la plataforma impide que Nemes complete su salto. Cae a poca distancia, pero clava las zarpas en el borde de piedra, arranca chispas, se afianza.

La plataforma se desgaja, desintegrándose al caer en el abismo, y algunos fragmentos chocan contra la plataforma de abajo, destrozándola, acumulando escombros.

Nemes cuelga de la roca, forcejeando con sus manos y pies, a un metro de Aenea.

Tengo ocho metros de cable de segundad, y la soga está peligrosamente resbaladiza con mi sangre. Usando el brazo izquierdo, suelto varios metros y con una patada me alejo del peñasco.

Nemes se encarama sobre la cornisa. Encuentra una protuberancia o una fisura y salta hacia arriba y fuera como un montañista escalando un saliente. Arquea el cuerpo y mueve los pies, irguiéndose para brincar hacia Aenea, que no se ha movido.

Me balanceo alejándome de Nemes, botando sobre la roca, sintiendo la piedra resbaladiza en mi planta lacerada y descalza, donde Nemes ha rasgado mi bota. La soga de la cual dependo fue deshilachada en la lucha, y no sé si aguantará.

La tenso más, alejándome de Nemes en un arco pendular.

Nemes se encarama a la cornisa donde está Aenea, se pone de rodillas, se incorpora a un metro de mi amada.

Salto hacia arriba, raspándome el hombro derecho. Por un segundo temo no tener suficiente velocidad ni cable, pero luego veo que sí... justo... apenas lo suficiente...

Nemes da media vuelta cuando aparezco a sus espaldas, abriendo las piernas, cerrándolas sobre ella, cruzando los tobillos.

Nemes grita y alza el brazo de guadaña. Mi entrepierna y mi vientre están desprotegidos.

No me importa. No me importa eso, ni el cable ni el dolor. Sólo aprieto con fuerza mientras la gravedad y el impulso nos hacen retroceder. Ella es más pesada que yo. Por otro terrible segundo cuelgo unido a Nemes y ella no cede, pero aún no ha recobrado el equilibrio, se tambalea sobre el borde. Me balanceo hacia atrás, tratando de desplazar mi centro de gravedad hacia mis hombros sangrantes. Nemes sale del borde.

Abro las piernas, soltándola.

Ella mece el brazo de guadaña, errando el golpe hacia mi vientre por milímetros mientras yo retrocedo, pero el movimiento la impulsa hacia delante, alejándola del borde y la pared de roca, hacia el boquete donde estaba la plataforma.

Caigo frotando la pared rocosa, tratando de detener mi impulso. La soga se parte.

Me aplasto contra la pared, resbalo hacia abajo. Mi mano derecha está inutilizada. Mi mano izquierda encuentra una grieta angosta, la pierde. Resbalo. Mi pie izquierdo encuentra una protuberancia de un centímetro. Eso y la fricción me sostienen contra la roca el tiempo suficiente para mirar sobre el hombro izquierdo.

Nemes se retuerce mientras cae, tratando de cambiar la trayectoria para clavar las zarpas o el antebrazo en las prominencias de la plataforma inferior.

Yerra por cuatro o cinco centímetros. Cien metros más abajo, choca contra un saliente y salta hacia fuera sobre las nubes. Escalones, postes, vigas y columnas caen en las nubes un kilómetro debajo de ella.

Nemes grita, un estridente alarido de rabia y frustración, y el eco rebota de roca en roca.

Ya no puedo sostenerme. He perdido demasiada sangre y se me han desgarrado muchos músculos. La roca resbala bajo mi pecho, mi mejilla, mi palma, mi pie izquierdo.

Miro a la izquierda para despedirme de Aenea, al menos con la vista.

Su brazo me aferra en el último momento. Se ha colgado sin sogas de la pared vertical, mientras yo miraba la caída de Nemes.

Mi corazón palpita con el terror de que mi peso nos arrastre a ambos. Me deslizo, siento que las fuertes manos de Aenea patinan. Estoy cubierto de sangre. Ella no me suelta.

—Raul —dice. Su voz tiembla, pero no de fatiga ni temor sino de emoción.

Sólo su pie apoyado en el borde nos sostiene contra la roca. Libera su mano izquierda, la levanta y ata su cable de seguridad al gancho que aún está sujeto del perno.

Ambos caemos, raspándonos la piel. Aenea me estrecha con ambos brazos, ambas piernas. Es una repetición de lo que hice con Nemes, pero impulsada por el amor y la pasión de sobrevivir, no por el odio y el afán de destrucción.

Caemos ocho metros, hasta el final del cable. Me temo que mi peso arranque el perno o parta el cable.

Rebotamos tres veces, colgando sobre el vacío. El perno aguanta. El cable aguanta. Aenea aguanta.

—Raul —repite—. Dios mío, Dios mío. —Creo que me palmea la cabeza, pero comprendo que está tratando de poner mi cuero cabelludo desgarrado en su sitio, de impedir que caiga mi oreja cercenada.

—Está bien —intento decir, pero descubro que tengo los labios ensangrentados y tumefactos. No puedo pronunciar las palabras que necesito decirle a la nave.

Aenea entiende. Se inclina y susurra en mis hebras de comunicaciones:

—Nave, desciende para recogernos. Pronto.

La sombra desciende como para aplastarnos. La multitud está de nuevo en el mirador con los ojos desorbitados, mientras la nave flota a tres metros —ahora hay peñascos grises a ambos lados de nosotros— y extiende una plancha desde el mirador. Manos amigas nos rescatan.

Los brazos y las piernas de Aenea no me sueltan hasta que nos llevan al interior alfombrado de la nave, lejos del abismo.

Oigo vagamente la voz de la nave.

«Se acercan naves de guerra por el interior del sistema. Hay otra encima de la atmósfera, diez mil kilómetros al oeste...»

—Sácanos de aquí —ordena Aenea—. Arriba y afuera. Te daré las coordenadas dentro de un minuto. ¡Vamos!

Me siento mareado y cierro los ojos mientras rugen los motores de fusión. Tengo la vaga impresión de que Aenea me besa y me abraza, besándome los párpados, la frente y la mejilla ensangrentadas. Mi amiga está llorando.

—Rachel —dice Aenea desde lejos—, ¿puedes hacer un diagnóstico?

Otros dedos me tocan fugazmente. Hay punzadas de dolor, pero cada vez más remotas. Siento frío. Trato de mirar pero descubro que la sangre o la hinchazón me cierran los ojos.

—Lo que parece peor es lo menos grave —dice Rachel con voz suave pero tajante—. Las heridas en el cuero cabelludo, la oreja, la pierna rota y demás. Pero creo que hay lesiones internas... no sólo las costillas, sino una hemorragia. Y los zarpazos de la espalda llegan hasta la médula espinal.

Aenea aún está llorando, pero su voz aún es imperiosa.

—Lhomo... A. Bettik... ayudadme a ponerlo en el automédico.

«Lo lamento —dice la nave, una voz distante—, pero los tres receptáculos del autocirujano están en uso. El sargento Gregorius se desmayó a causa de sus lesiones internas y fue alojado en el tercer compartimiento. Los tres pacientes están en soporte vital.»

—Maldición —jadea Aenea—. Raul, querido, ¿puedes oírme?

Voy a responder, a decir que estoy bien, que no se preocupe, pero mis labios hinchados y mi mandíbula dislocada sólo emiten un gemido confuso.

—Raul —continúa Aenea—, tenemos que alejarnos de estas naves de Pax. Vamos a llevarte a un cubículo de fuga criogénica. Vamos a dormirte hasta que haya un compartimiento libre en el autodoc. ¿Me oyes, Raul?

Decido no hablar y asiento con la cabeza. Noto que algo cuelga sobre mi frente como una gorra húmeda. Mi cuero cabelludo.

—De acuerdo —dice Aenea. Me susurra al oído—: Te amo, mi querido amigo. Te pondrás bien. Lo sé.

Me alzan, me llevan, me tienden sobre algo duro y fresco. El dolor recrudece, pero es algo distante que no me incumbe.

Antes que cierren la tapa del cubículo de fuga, oigo claramente la serena voz de la nave:

«Cuatro naves de Pax nos interceptan. Dicen que si no desactivamos la potencia en diez minutos nos destruirán. Debo señalar que estamos a por lo menos once horas de cualquier punto de traslación, y las cuatro naves de Pax están a distancia de fuego.»

—Sigue este curso hasta las coordenadas que te di, nave —dice la cansada voz de Aenea—. No respondas a las naves de Pax.

Trato de sonreír. Hemos hecho esto antes, tratar de dejar atrás las naves de Pax a pesar de las desventajas. Pero estoy aprendiendo algo que me gustaría explicarle a Aenea, si mi boca funcionara y mi mente se despejara un poco: por mucho que superemos esas desventajas, siempre terminan por alcanzarnos. Es una revelación menor, un
satori
que llega con retraso.

Pero ahora el frío me invade, congelando mi corazón, mi mente, mis huesos, mi vientre. Sólo espero que sean las serpentinas de fuga criogénica, funcionando a mayor velocidad de la que recuerdo. Si es la muerte, bien, es la muerte. Pero quiero ver a Aenea de nuevo.

Es mi último pensamiento.

24

¡Cayendo!

Desperté con feroces palpitaciones, en lo que parecía otro universo.

Estaba flotando, no cayendo. Al principio creí que estaba en un mar salado. Flotaba como un feto en un mar color sepia. Luego advertí que no había gravedad ni olas ni corrientes, y que no era agua sino una luz densa.

¿La nave?
No, un espacio amplio, vacío, penumbroso pero aureolado de luz, un vacío ovoide de quince metros de diámetro, con paredes de pergamino por donde veía la luz filtrada de un sol ardiente y algo más complicado, una vasta estructura orgánica llena de curvas. Moví las manos para tocarme la cara, la cabeza, el cuerpo y los brazos.

Estaba flotando, en efecto, sujeto por unas correas livianas a una franja adhesiva de la pared curva. Estaba descalzo y usaba una túnica de algodón que no reconocí. ¿Pijama? ¿Bata de hospital?

Tenía la cara sensible, con nuevas protuberancias que quizá fueran cicatrices. Había perdido el cabello, mi coronilla estaba llena de costurones, mi oreja estaba muy blanda. Mis brazos tenían cicatrices leves, visibles en la luz penumbrosa. Alcé la pierna y miré lo que había sido una rotura. Sana y firme. Me palpé las costillas. Delicadas pero intactas. Había llegado al autodoc, a fin de cuentas.

Debí decirlo en voz alta, pues una figura oscura que flotaba cerca me respondió:

—Llegaste, Raul Endymion. Pero parte de la cirugía se hizo a la antigua, y es obra mía.

Me sobresalté, haciendo temblar las correas. No era la voz de Aenea.

La silueta oscura se acercó y reconocí la forma, el cabello, la voz.

—Rachel —dije. Tenía la lengua seca, los labios cuarteados. Grazné la palabra, más que pronunciarla.

Rachel se acercó y me ofreció un biberón. Las primeras gotas salieron como esferas rodantes y me mojaron la cara, pero pronto aprendí a echarme las gotas en la boca abierta. El agua sabía fresca y maravillosa.

—Has recibido líquidos y alimento por vía intravenosa durante dos semanas —dijo Rachel—, pero es mejor que bebas directamente.

—¡Dos semanas! —exclamé. Miré en torno—. Aenea... ¿Cómo está...?

—Todos se encuentran bien —dijo Rachel—. Aenea está ocupada. Pasó gran parte de estas dos semanas contigo, velando por ti, pero tuvo que salir con Minmum y los demás, así que me ordenó que me quedara aquí.

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