Por algún motivo no quería ir a casa. Tampoco quería emborracharse, pero sí deseaba ver a alguien conocido para charlar un rato. Mas, por desgracia, no se le ocurría casi nadie a quien quisiera ver.
Maldición, ¿por qué no habría tenido la precaución de tomar el número de teléfono de Dotty? Podría haberla llamado y quedar con ella para trabajar en los guiones. Aunque muchas ganas de trabajar no tenía, pero aquello le hubiera servido de excusa para verla, y después sugerir que fueran a tomar una copa a algún sitio.
Se metió en la primera taberna que encontró y telefoneó a Wilkins a su casa. Su jefe se puso al teléfono; incluso al decir «¿Dígame?», su voz sonaba tan pequeña, prolija y precisa como su dueño.
—Hola, señor Wilkins —lo saludó Tracy—. Pensé que sería una buena idea ponerle al corriente del estado de Dick Kreburn. Está sano y salvo, guardando cama, y según el médico no es algo tan grave como una laringitis. Volverá a trabajar la semana próxima, con la voz casi normal.
—Bien. ¿Ha vuelto a verlo?
—No. No quiero ir a verlo esta noche, porque insistiría en hablar. Me temo que la idea de escribir notas que utilizamos en el guión de hoy no funcionaría.
—Quizá sería más sensato dejarlo solo, señor Tracy. Ah, por cierto, ¿qué le pasó esta tarde? Esperaba que regresase al despacho a trabajar en el guión de mañana. ¿O es que lo ha hecho en su casa?
—No, tuve un problema. Y estuve liado hasta hace poco. Pero no se preocupe, no será difícil arreglar el guión de mañana, Reggie casi no aparece. Sólo tendré que cambiar unas cuantas frases para introducir lo de su laringitis, y reescribir uno o dos diálogos en los que aparece. Será menos de una hora de trabajo.
—Bien. Dotty podrá echarle una mano si usted quiere. ¿O trabaja mejor solo, cuando no hay prisas?
—No, no. Me gusta trabajar con estenógrafa. Y Dotty es muy buena. Es agradable, me cae bien.
—Tengo entendido que está interesada en escribir guiones. Supongo que el hecho de trabajar con usted la ayudaría. No sé, quizá sería interesante que le explicara los motivos de los cambios que introduce. Y que la dejara hacer sugerencias para ver si vale. Cosas así.
—Encantado —repuso Tracy—. A propósito, ¿sabe dónde vive, o tiene usted su teléfono? Si no tuviera ningún compromiso, podríamos quitamos de encima el trabajo de mañana.
A Tracy le pareció oír una risita seca y ahogada.
—Vamos, señor Tracy, ¿para qué malgastar una velada, si mañana tardará menos de una hora en arreglar el guión? Además, no sé cómo podría ponerse en contacto con ella.
—Su dirección debería figurar en los archivos de la «
KRBY
», ¿no?
—Supongo. Podría usted telefonear y pedirla.
—Quizá lo haga —repuso Tracy—, pero ¿cómo se apellida?
—No lo sé, señor Tracy. La contrató el señor Dineen, y yo apenas la vi un par de veces por el estudio.
—Bueno, gracias de todos modos. Nos veremos mañana por la mañana.
Colgó y volvió al bar a tomarse solitario una cerveza. No iba a hacer nada más, por supuesto. No quería quedar como un imbécil, telefoneando al estudio para averiguar el número de teléfono de una muchacha cuyo apellido ignoraba. No era cuestión de que hubiese malentendidos.
—¡Qué asco pasar solo la Nochebuena! —le dijo al tabernero.
—¿Cómo? —preguntó el tabernero.
—Tómese una copa —lo invitó Tracy, dejando un billete sobre la barra.
—Gracias —dijo el tabernero. Se sirvió una copa de una botella que tenía detrás de la barra—. Bueno, supongo que el año que viene no habrá Nochebuena, ¿no?
—No caigo. ¿Por qué no?
—Por Papá Noel. Para entonces, o lo habrán apresado, o seguirá escondido. Lo buscan por asesinato. ¿No leyó los diarios de ayer?
Tracy frunció el ceño y repuso:
—Espere un momento. Quiero hacer una llamada más. Sirva dos copas.
Fue nuevamente hasta el teléfono y marcó el número de Millie. No contestó nadie. Colgó, enfadado consigo mismo por haber intentado llamar otra vez, cuando sabía que no la encontraría en casa. Maldición, ¿acaso no le había dicho que tenía una cita? Y, al fin y al cabo, ¿qué era él..., un Romeo solitario? Bueno, no exactamente, porque si hubiera tenido el número telefónico de Dotty...
Regresó a la barra. El tabernero estaba atendiendo a un cliente, pero había servido una copa para Tracy, y otra más pequeña, para él mismo, esperaba en la parte interior de la barra. Tracy esperó sentado hasta que el tabernero regresó; entretanto, fue sorbiendo su cerveza.
Se preguntó si debía seguir adelante y emborracharse. Se sentía mentalmente fatal. Maldición, a nadie le importaría si se emborrachaba. «¿Qué diablos me está pasando? —se preguntó—. Estoy sobrio y, sin embargo, poco me falta para echarme a llorar sobre mi copa de cerveza, porque a nadie le importa si me emborracho o si me mantengo sobrio.»
A menos que encontrara a alguien con quien conversar...
Sacó la agenda del bolsillo y empezó a hojearla para ver si surgía algún nombre interesante. Era una agenda con nombres apuntados al azar. Harry Burke; no, Harry no estaba en la ciudad. Helen Armstrong; ¿qué mosca le habría picado para apuntar su número de teléfono? Thelma; ¿quién diablos sería Thelma? Vaya. «M. intenta sacar lic. pil.» ¿Qué diablos era aquello? Ah, sí, «lic. pic.» era «licencia de piloto», y «M» era MiIlie Mereton, por supuesto. Se le había ocurrido hacer que se interesara en pilotar aviones, y después había decidido no utilizar la idea; la investigación necesaria para aprender las técnicas y la jerga le hubieran dado demasiado trabajo. Pete Ryland; no, trabajaba por las noches. «
EACD
: Hmbr strngld con su pro. corbata.»
Se quedó mirando la frase preguntándose qué significaría «strngld». Ah, claro, estrangulado. «El asesinato como diversión: hombre estrangulado con su propia corbata.» Había apuntado aquella idea hacía unos días; era un método de asesinato sobre el cual montar un argumento.
Arrancó la hoja, la arrugó y la lanzó a la escupidera. Para empezar, no era una idea demasiado brillante..., una forma no demasiado curiosa de cometer un asesinato. Una idea que jamás escribiría. Por lo tanto, una idea que no se verificaría en la vida real, como dos de las que ya había llevado al papel.
Levantó la cabeza y vio su rostro reflejado en el espejo, y se asustó un poco. Con cuidado, intentó cambiar de expresión.
Por un momento, casi había sentido que su propia corbata se apretaba en torno a su propio cuello. Si alguien estaba llevando a la práctica sus guiones, ¿por qué no podía ser él la siguiente víctima, si es que iba a haberla?
¿Intentaría alguien asesinarlo, tarde o temprano? Pero ¿por qué? Nadie que no fuese un loco homicida tendría motivos serios para cargarse a Bill Tracy..., pero ¿acaso no era lo más acertado pensar que el asesino desconocido era sólo eso, un loco asesino? Entre Dineen y Hrdlicka no existía ninguna relación posible, salvo que ambos habían conocido a Bill Tracy. Nadie que estuviese cuerdo habría tenido un motivo lógico para matarlos a ambos.
Y el único nexo entre ambos, el único nexo posible, era él, Tracy. Un golpe certero en medio de lo que fuera que estuviese ocurriendo y fuera a ocurrir.
—Basta —se dijo, y dio un respingo al caer en la cuenta de que había hablado en voz alta.
El tabernero miró en su dirección, recorrió el pasillo de detrás de la barra, y se le acercó.
—No lo vi regresar —le dijo—. Gracias por el trago. Salud.
—Salud —respondió Tracy. Tenía el pulso firme cuando cogió la copa de whisky y se la bebió de un trago—. Será mejor que me sirva otra, tengo que quitarme la borrachera.
—Hay formas y formas —comentó el tabernero.
Tracy lo miró, y se preguntó si debía intentar hablar con él. Quizás un extraño seria el más indicado. El tabernero parecía un buen tipo. Tenía una cierta pinta de extranjero, quizás, y un ligerísimo acento que podía haber sido ruso o polaco, o de algún sitio de los Balcanes; pero Tracy no conocía los acentos lo suficiente como para identificarlo.
El tabernero era un tipo corpulento y sólido; tenía unos hombros cuyo ancho era casi igual a la estatura del dueño. Los ojos eran tristes y las orejas grandes. Pero notó en él algo familiar. Una de dos, o se parecía a alguien que Tracy conocía, o bien había hablado con él en otras ocasiones, en algún otro bar. Jamás había estado en ése, pero los taberneros suelen cambiar mucho de empleo. Probablemente seria eso.
Tal vez, pensó, tendría que emborracharse lo suficiente como para que le entrasen ganas de hablar con un tabernero, y así quizá no se sentiría tan mal. No era la forma correcta de poner fin a su soledad y a sus miedos, claro, pero, al menos, de aquel modo, tendría algo que hacer. Era mejor que marcharse a casa. Pero lo malo era que, cuando se sentía de aquel modo, cuanto más bebía, más sobrio se encontraba..., hasta cierto punto, al menos.
Tal vez tendría que mantenerse sobrio y fingirse borracho. Al fin y al cabo, y bien miradas, las borracheras son sólo mentales. Quizá mereciera la pena que alguna vez intentara comprobar si lograba ponerse trompa de tanto pensar en sus problemas.
—Fíjese en el dinero que me ahorraría —le dijo al tabernero.
—¿Con qué?
—Pues no bebiendo —repuso Tracy—. Tómese otra.
—De acuerdo. ¿Usted quiere?
—Póngame una a mí también —respondió Tracy. Se apoyó en la barra para estar más cómodo y, al levantar la vista, encima de la caja vio un letrerito. «En este momento, le sirve
STAN
», rezaba.
—Stan, tengo problemas —le dijo Tracy.
—Todos tenemos problemas. Anoche...
—Yo le he pagado la copa —le dijo Tracy con firmeza—. Usted todavía no me ha invitado. De modo que le toca escuchar cuál es mi problema.
Los ojos del tabernero se tornaron más tristes. No dijo palabra. Se quedó mirando a Tracy como si éste fuera un borracho más.
Aquello desconcertó un poco a Tracy. Se preguntó si todos los taberneros le mirarían de la misma manera cuando él estaba borracho de verdad y le entraban ganas de hablar con ellos. Probablemente. Era un pensamiento solemne. Los taberneros debían de oír cantidad de patrañas.
Y los tipos eran humanos. Ese tipo era humano; a pesar de las orejas grandes, los hombros anchos y demás, era un ser humano.
—Stan —dijo—, estaba bromeando al comportarme así. No estoy borracho. Estoy condenadamente sobrio. El par de copas que acabo de tomarme son las primeras del día. Pero ¿qué me diría si le contara que planeé un par de asesinatos..., y que después ocurrieron tal y como los había planeado?
—¿Por casualidad fue usted mismo quien los cometió?
Tracy negó con la cabeza.
—Vamos a ver, ¿diría usted que podría tratarse de una coincidencia si escribiera usted un guión de Radio sobre un hombre que se viste de Papá Noel para cometer un asesinato, y justo al día siguiente de haberlo escrito resulta que alguien lo hace tal como usted lo ideó?
—Claro que podría tratarse de una coincidencia. Vamos, si ni siquiera conocía usted al tipo...
—Conocía al tipo —lo interrumpió Tracy—. Al que mataron, quiero decir. Era mi jefe. Y también conocía al otro tipo que mataron.
—Está de guasa —le dijo el tabernero. Apoyó las manos, abiertas, sobre la barra. Eran unas manos enormes. Le lanzó una mirada ceñuda.
—No estoy de guasa —replicó Tracy—. El otro guión trataba de un conserje al que apuñalaban por la espalda e introducían en la cal...
Tracy no se dio cuenta de nada. Notó que la mano del tabernero lo agarraba por la pechera de la americana y la camisa, y tiraba hacia delante hasta casi subirlo encima de la barra. Y vio cómo la cara triste del tabernero se acercaba a la suya, y después notó el súbito cambio en su expresión. Pero no vio cómo se acercaba el puño a su barbilla, y aunque lo hubiera visto, no habría podido esquivarlo.
Pero lo sintió durante la fracción de segundo que medió entre la explosión sobre su mandíbula y el apagón que se le produjo dentro de la cabeza.
Se encontraba en un coche y el coche avanzaba. Se sintió mareado y le dolía la mandíbula. Notó una extraña renuencia a abrir los ojos. Pero llevó la mano (no las tenía atadas) hasta la mejilla, y se la tocó con de delicadeza.
—Ha tenido suerte —le dijo una voz—, no le ha roto nada. —Era una voz amistosa, una voz conocida. Pero no lograba identificarla.
—¿Eh? —dijo, y abrió los ojos.
Era el sargento Corey. Corey iba al volante, y en el coche sólo estaban ellos dos.
—Creí que un poco de aire fresco le sentaría bien, señor Tracy —le explicó el sargento Corey con tono de disculpa.
Tracy pensó en la escena de
Alicia a través del espejo
, en la que Alicia le habla a una oveja que hace punto, y, de pronto, las agujas de tejer se convierten en remos y aparecen sentadas en una barca y la oveja remando. Una de las mejores secuencias oníricas de la literatura.
Pero aquello no era un sueño...
—¿Qué pasó? —inquirió Tracy.
—Pudieron haber pasado muchas cosas si yo no hubiera estado allí. El tipo pudo haberlo matado, señor Tracy. Hay que estar loco..., ¿por qué lo hizo?
—¿Hacer qué?
—Pues ir allí y ponerse a hablar —repuso Core —. Pudo haberlo matado.
Tracy no dijo nada hasta que hubo movido con cuidado la mandíbula unas cuantas veces. No la tenía rota, pero le dolía muchísimo.
—Supongo que empecé mal. Volvamos al principio, sargento. ¿Dónde estoy?
—En mi coche.
—¿Y cómo llegué aquí?
—Yo lo subí, cuando vi que necesitaba un poco de aire fresco. Puede que un trago no le hiciera nada mal ¿eh?
—¿Tiene algo?
—Llevo una petaca en la guantera. Adelante.
Tracy se sirvió. Volvió a enroscar la tapa pero guardó la botellita.
—Pasemos al siguiente punto —dijo—. ¿Por qué me pegó?
—Creyó que usted lo había hecho —le explicó Corey con tono razonable—. Iba a retenerlo y a llamar a la Policía, pero antes quería darle una paliza. De modo que supongo que fue una buena cosa que yo estuviera allí.
—Creyó que yo lo había hecho..., ¿que había hecho qué?
—Matar a su hermano, claro.
—¿Quién?
—Stanislaus, el tabernero. Stan Hrdlicka. —Corey aminoró la marcha—. ¿No irá a decirme que estuvo ahí sentado todo el rato y no sabía quién era ese tipo?
—No puedo creerlo —dijo Tracy.
—Pues no lo crea —gruñó Corey—. Era su hermano.