El asesinato como diversión (21 page)

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Authors: Fredric Brown

Tags: #Policiaco

BOOK: El asesinato como diversión
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Aquél era un pensamiento absurdo, pero también lo era toda aquella situación. El domingo por la mañana se quedó tendido en la cama pensando en esas cosas, y a punto estuvo de darle un ataque de nervios.

Para colmo, eran las siete de la mañana de un domingo, una hora completamente execrable. Pero la noche anterior se había acostado a las nueve, y después de haber dormido diez horas ya no tenía sueño.

Se hizo el firme propósito de no pensar más en los asesinatos. De todos modos no había nada que él pudiera hacer. Y aquél era el primer día, en mucho tiempo, en el que se vería completamente libre de tener que pensar en escribir los guiones de Radio. Iba a disfrutarlo al máximo.

Y la mejor forma de disfrutarlo al máximo, pensó, no sería no hacer absolutamente nada. Al menos no planearía absolutamente nada.

Se vistió, se duchó con más calma que de costumbre, y bajó a tomar café y a leer los periódicos del domingo. Leyó los diarios mientras tomaba el café.

El descubrimiento del robo del disfraz en «Seabright’s» había devuelto los asesinatos de Santa Claus, tal como ahora los denominaba la Prensa, a la primera plana. Las autoridades policiales prometían novedades; no se especificaba la naturaleza de las mismas. Tracy leyó la nota de uno de los periódicos con el ceño fruncido; después leyó la que publicaba el otro diario que había comprado.

La última frase de la nota del segundo periódico hizo que Tracy dejara de fruncir el ceño y se atragantara de risa.

«La Policía ha retenido a un actor de Radio, cuyo nombre no ha sido desvelado, como testigo importante. »

¡Le estaba bien empleado a Jerry Evers!

Más animado, pasó a la sección de teatros.

Al cabo de tres tazas de café (según cálculos más o menos convencionales, serían las nueve y media de la mañana), regresó al Smith Arms.

La puerta de su apartamento estaba entornada. La había cerrado con llave al salir. Un escalofrío de miedo le recorrió la espalda; empujó la puerta hasta abrirla del todo y se asomó.

El inspector Bates estaba sentado en el sillón Morris; había dejado el sombrero sobre el escritorio y tenía las piernas cómodamente estiradas hacia delante.

—La verdad es que debí llamar, pero la puerta estaba abierta. ¿Puedo pasar? —inquirió Tracy.

Bates sonrió y repuso:

—Creí que no le importaría si esperaba dentro en lugar de fuera. Todavía tengo una llave maestra.

Tracy entró y cerró la puerta.

—La mayoría de los domingos a esta hora suelo estar en el segundo sueño —comentó Tracy—. ¿Alguna novedad?

—Nada espectacular. Imaginé que se levantaría temprano; anoche se fue a dormir muy pronto.

— ¿Ah, sí?

—Apagó la luz a las nueve y veintiocho. Creí que le interesaría saber que soltamos a su amigo Jerry Evers esta mañana. Está libre de cargos..., al menos por lo del asunto de Dineen, y, en mi opinión, eso lo libera de los demás.

—¿Los demás?

—Quiero decir, del otro asunto. El tal Evers está famélico de publicidad, ¿no?

—Bueno..., le gusta mucho la tinta.

—Eso me pareció —dijo Bates, asintiendo—. Es posible que ocultara deliberadamente la coartada. Estaba con su peluquero —el inspector frunció ligeramente los labios a manera de elocuente comentario—, cuando mataron a Dineen. Nos dijo que no se acordaba de dónde había estado.

—¿Y cambió de opinión cuando lo retuvieron en la Comisaria?

—No. Nos enteramos gracias a las investigaciones de rutina. Comprobamos a todos sus contactos, y el peluquero estaba en la lista. Repasó su agenda para cerciorarse de cuándo era la última vez que había atendido a Evers, y así fue como nos enteramos. Todo parece estar en orden. Me pregunto si Evers se había olvidado de verdad, o si simplemente se guardó la coartada como un as en la manga, con la esperanza de que lo acusáramos. ¿Usted qué opina?

—Protesto. La pregunta es improcedente porque con ella sólo conseguiríamos la opinión del testigo —respondió Tracy.

Bates se puso en pie y cogió el sombrero que había dejado sobre el escritorio.

—Es una buena respuesta, aunque debería habérnoslo advertido antes. Es decir, si de verdad quiere que averigüemos quién cometió los asesinatos. Bien, volveremos a vernos.

Se dirigió a la puerta, puso la mano sobre el picaporte y después se dio la vuelta.

—Por cierto, anoche se dejó el maletín.

A Tracy no se le ocurrió una buena respuesta hasta que la puerta se hubo cerrado. E incluso entonces, no la consideró una respuesta demasiado adecuada.

Se sentó y trató de terminar de leer los diarios, pero le costó concentrarse. No paraba de hacerse preguntas.

¿Por qué estaría Bates haciendo que lo siguieran? Podía imaginárselo sin necesidad de pistas. Pero ¿por qué se habría tomado Bates tanto trabajo para hacerle saber que lo estaban siguiendo? Esa sí que era difícil de contestar. En realidad, no se le ocurría un solo motivo lógico.

Y si lo estaban siguiendo, entonces Bates tendría que haber sabido que estaba en «Thompson’s» tomando café. ¿Por qué habría subido a esperarlo? Para la conversación que habían mantenido, podían haberse visto en el restaurante, que, además, a esa hora estaba prácticamente vacío.

Echó una mirada al escritorio y notó que el último cajón estaba ligeramente abierto. Estaba seguro de haberlo cerrado. Se acercó al escritorio y repasó el contenido del último cajón. Los manuscritos no estaban en el mismo orden en que los había dejado.

Bien, ya tenía la respuesta. Bates había subido para revisar los guiones de Tracy, y asegurarse de que no había vuelto a escribir nada para la serie
El asesinato como diversión
.

Entonces, ¿cómo era posible que Bates no se preocupara por volver a colocarlo todo en su sitio y cenar el cajón? El inspector no daba la impresión de ser una persona que actúa de forma descuidada. De no haber querido que Tracy se enterara de que le habían revisado los cajones, habría tenido más cuidado. De acuerdo, Bates debió de haber querido que se enterara.

Una vez solucionado ese punto (¿estaba realmente solucionado?), logró terminar de leer las secciones del diario que deseaba leer.

Eran ya las once y media. Una hora en la que la gente respetable, como Wilkins, estaría levantada. También podía zanjar ese asunto, si lograba ponerse en contacto con él.

Telefoneó a Wilkins y éste se mostró sorprendentemente de acuerdo con que se tomara una semana de vacaciones. E incluso con permitir a Dotty que se olvidara de sus tareas de estenógrafa durante una semana.

—Señor Tracy, ¿está seguro de que podrá hacerlo sola?

—Absolutamente seguro.

—Bien..., no podrá cometer errores con el argumento si sigue ese resumen que me presentó. Y si usted lee los guiones y..., esto..., los pule un poco si hace falta, todo saldrá bien.

—Repasaré los guiones antes de que ella se los entregue. No tengo ningún problema en hacerlo. Y estaré por aquí por si surgiera algo..., no pienso marcharme de la ciudad. Incluso es posible que me pase por el estudio en algún momento.

—Ah, por cierto, señor Tracy. Me he enterado por los diarios de esta mañana de que han retenido a un actor de Radio en relación con ese..., esto..., ese asunto en el que al parecer está usted..., esto..., liado. No se menciona su nombre. ¿Por casualidad sabe si es alguien del estudio?

—Era alguien del estudio, señor Wilkins, pero ha sido una falsa alarma. La Policía descubrió su equivocación, y lo soltaron esta mañana.

—Bien. Era Pete Meyer, ¿verdad?

—¿Cómo? No, era Jerry Evers. Pero todo fue producto de un error y ya lo han soltado.

Cuando hubo colgado, Tracy se quedó mirando el teléfono con aire pensativo. ¿Por qué habría pensado Wilkins que Pete Meyer era el actor que había sido arrestado?

Volvió a coger el teléfono y llamó a Dotty. Se mostró encantada de saber que el plan de Tracy contaba con la aprobación de Wilkins.

—Mañana no tendrás que ir a trabajar —le dijo—. Tienes la semana libre, aparte de los guiones de Millie Mereton, claro.

—Estupendo, Bill. Se me está atrasando el trabajo para las revistas. Tengo en mente dos cuentos que me gustaría escribir.

—¿Es que puedes hacer eso y también lo de Millie? ¿Estás segura?

—Bueno, lo de Millie será facil, Bill. Ya he acabado cuatro guiones. Hoy me dedicaré a terminar el que me falta...; tengo una cita para esta tarde y esta noche, pero no saldré hasta las dos, de modo que me quedan un par de horas.

—¿Ya has hecho cuatro? ¿Desde anoche?

—Sí, Bill. Anoche, cuando te fuiste, escribí dos, y uno esta mañana. Claro que sólo has leído uno y el principio del segundo, y puede que quieras sugerir algunos cambios. ¿Qué te parece si te los llevo al despacho mañana por la mañana y nos encontramos allí? Puedes revisar los cinco guiones y si hubiera que retocar algo, podría hacerlo directamente allí y...

—¡No! —aulló Tracy—. ¡No! Escúchame, Dotty..., ¿es que no te das cuenta de la situación en que me estás poniendo? Si en la oficina se enteran el lunes de que los has hecho todos, no tendrás motivos para faltar toda la semana. Eso por un lado. Y, además, por el amor del cielo..., ¡no!

Al cabo de un momento de furiosa y veloz reflexión, prosiguió:

—Además, hay otra cosa, Dotty. Wilkins es un tipo un poco raro..., si le entregas algo muy de prisa, te lo hará pedazos porque lo hiciste de prisa, sea bueno o malo. Tiene la idea de que para que algo sea bueno, hay que tardar en hacerlo.

—Ah. Gracias por decírmelo. Bueno, para que sepa que estoy trabajando, pasaré mañana por el despacho y le entregaré el guión que tú ya has leído. Dejaré que piense que me pasé todo el fin de semana escribiéndolo, y retocándolo después de que tú leíste el primer borrador. ¿Te parece bien?

—Muy bien. Te telefonearé mañana y nos pondremos de acuerdo para reunirnos; así podré leer los demás guiones.

—Está bien, Bill. Adiós.

En esta ocasión no se quedó mirando el teléfono; se fue a la cocina y se sirvió una copa.

Sudaba un poco. ¿Qué maldito derecho tenía una tonta como Dotty (y era una tonta, porque de lo contrario no le gustarían los seriales radiofónicos) de poseer la capacidad de producir episodios de un serial como una máquina produce salchichas (a metro por segundo), mientras un tipo inteligente como él tenía que sudar la gota gorda para conseguirlo?

Maldita muchacha.

En fin, a esa hora Millie Wheeler ya se habría levantado. No iba a llorar sobre su hombro; ni por un millón de dólares iría a verla en busca de consuelo para aquella pena. Pero, si se quedaba solo mucho tiempo, empezaría a subirse por las paredes.

Millie estaba en casa y se había levantado. Al verle la cara, le preguntó:

—¿Pasa algo malo, Tracy?

—¿Malo? No, nada malo.

—Siéntate y cuéntaselo a mamá. Y, mientras me lo cuentas, en el aparador hay una botella de bourbon y en la nevera tengo
ginger ale
. ¿O preferirías tomártelo solo?

—De las dos maneras. No pasa nada, Millie. En realidad, iba a sugerirte que saliéramos a celebrarlo. Estoy libre por una semana.

—Y después, ¿qué? ¿Vas a la cárcel?

—Qué manera de hablar. Quiero decir que estoy libre de
Los millones de Millie
. Estaba a punto de volverme loco y..., esto..., a través de Wilkins encontré a alguien que podía encargarse de escribir los episodios de una semana.

—Vaya, Tracy, sí que son buenas noticias. Pero ¿podrás...?

—¿Permitirme ese lujo? Tengo unos cientos de dólares en el Banco. No es una fortuna, pero no me moriré de hambre.

Millie había mezclado las bebidas y las llevó a la sala.

—No me refería a eso. ¿Los de la Policía no pondrán pegas a que te marches de la ciudad? Tengo entendido que a veces lo hacen, cuando hay un caso de asesinato. Y tendrías que marcharte fuera. Provincetown es muy bonito en agosto. ¿Por qué no te vas allí?

Tracy bebió unos sorbos de su copa mientras meditaba.

—Mira por dónde, no se me había ocurrido marcharme. Pero, ahora que lo pienso, no tengo ganas. ¿Sabes por qué?

—No. ¿Por qué?

Volvió a tomar unos sorbos de su copa.

—La esencia de la libertad radica en poder quedarse en el ambiente en el que normalmente trabajas sin tener que trabajar. Dejaré la máquina sin su funda durante toda la semana, así podré hacerle un palmo de narices cada vez que pase delante de ella.

—Tal vez no te falte razón —admitió Millie—. Pero, además, la esencia de la libertad radica en no pasarte todo el tiempo sentado con cara larga. ¿Vamos a salir a celebrarlo, o a ahogar una pena secreta de la que no deseas hablarme? Di.

Tracy suspiró y después logró sonreír.

—Está bien, pequeña, lo celebraremos. Pero volvamos a las vacaciones que me pasaré en mi propio ambiente. Creo que con eso gano algo.

—¿Qué?

—Imagínate, por ejemplo, a un empleado que tiene que pasarse ocho horas al día sentado ante un escritorio. ¿Qué es lo que más le ayudaría a recuperar el sentido de la libertad durante unas vacaciones? ¿Marcharse fuera de la ciudad? No. Quedarse en casa e ir a la oficina cada día o casi cada día. Pero no durante ocho horas. Pondría el despertador a la misma hora de siempre para tener el placer de poder apagarlo y seguir durmiendo.

»Cuando se levantara, iría a la oficina tardísimo y no tendría que preocuparse. Piensa en la libertad de poder entrar en el despacho a las diez y media o a las once, y sentarte ante tu escritorio sin que aquello tenga la menor importancia.

—Sigue —le pidió Millie.

—Pues va y se sienta ante su escritorio y apoya los pies sobre él..., sin tener que preocuparse por temor a ser visto, o por temor a no terminar su trabajo, porque no tiene nada que hacer. La satisfacción psíquica de estarse allí sentado, sin hacer nada, y sabiendo que puede levantarse y marcharse cuando le dé la real gana..., eso sería mil veces más provechoso y le haría sentir mil veces mejor que marcharse de la ciudad para regresar hecho una piltrafa.

—Con quemaduras de sol e indigestión.

—Y picaduras de insectos, y sin dinero porque bebió demasiado en una taberna barata y por tratar de derrotar en esas condiciones a un bandido manco.

—Tracy, es una idea. Apuesto a que podrías vender un artículo sobre eso si lo escribieras en el tono correcto. No demasiado serio ni demasiado satírico. Dejando que el lector adivine si estás de guasa o vas en serio. Apuesto a que podrías vendérselo a una de las mejores revistas.

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