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Authors: Fredric Brown

Tags: #Policiaco

El asesinato como diversión (16 page)

BOOK: El asesinato como diversión
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Tracy asintió.

—Yo, no —prosiguió Stan—. Yo soy un torpe. Frank tenía la fuerza en la cabeza. Yo tengo la fuerza en los hombros y los brazos. Pero soy lo bastante listo como para saber qué haré si encuentro a quien le clavó ese cuchillo a Frank. Y no pienso usar cuchillos. Lo despedazaré con mis propias manos.

Las tendió hacia delante; Tracy les echó un vistazo y no lo dudó.

—Sé cómo te sientes, Stan, pero no sería sensato. Deja que la Policía se encargue de él.

—La Policía —repitió Stan. Apoyó las manos abiertas sobre la mesa, y añadió—: Mire, he leído los diarios. Sé lo de esos guiones que escribió. Pero ¿qué relación tiene eso con la muerte de Frank?

—No lo sé, Stan.

—Le diré una cosa. Piense que no los leí. Cuéntemelo todo y deje que le haga preguntas. Está todo muy liado. Quizás así logremos aclaramos, ¿eh?

Tracy se mostró dispuesto. Tardó una hora, e iban por la segunda botella de «Slivovitz» cuando terminó.

Stan asintió con la cabeza lentamente, durante un instante, cuando quedó contestada su última pregunta.

—¿Sabes quién podría ser la muchacha rubia de la que habló Frank? —inquirió Tracy.

—No. Debió de conocerla recientemente, Tracy; de lo contrario, me lo habría contado. Quiero decir, me habría contado que la había conocido, aunque pudiese no decirme quién era. Llevaba dos semanas sin verlo. Enamorarse de una chica..., a Frank le resultaba fácil. Era un hombre..., esto..., ¿cómo se dice?

—¿Romántico?

—Eso mismo. Era romántico. Del tipo que cuando se enamora lo hace perdidamente y de repente. No quiero decir que fuera un monje. Había tenido sus amoríos, pero para él no significaban nada. Me parece que tenía un lío de ésos, o había tenido uno con alguna mujer del edificio, del Smith Arms.

—¡Diablos! —exclamó Tracy—. ¿Con quién?

—No lo sé. Sólo sé que, por lo que me contó, no era nada serio, quiero decir, que no estaba enamorado de ella. Era sólo..., bueno, un hombre es humano. ¡Ya sabe a qué me refiero!

—Sé a qué te refieres. ¿Estaba casada? —inquirió Tracy.

—No lo sé. Creo que sí. Cuando supe que habían matado a Frank, fue lo primero que pensé. El marido los encontró juntos o se enteró.

»Sería demasiado simple si fuera así. Quiero decir, era el único móvil, la única razón. La gente mata por amor o por dinero, y Frank no tenía dinero. Pero entonces aparece lo del otro asesinato, y los dos ocurrieron tal y como lo escribió usted en sus guiones. Es una locura, Tracy.

Con tristeza, vació lo que quedaba de la segunda botella de «Slivovitz» en los vasos. Lo hizo con mano firme, y Tracy la observó maravillado. En realidad las observó, porque veía dos manos y dos botellas.

Tracy estaba borracho. Repentinamente se sintió borracho perdido. El bar comenzó a dar vueltas a su alrededor, y parecía formar parte de un inmenso tiovivo que giraba media vuelta en un sentido y otra media en sentido contrario.

Una de las caras de Stan lo miraba con expresión extrañada, la otra, con expresión preocupada. Trató de fijar la vista para unirlas en una sola imagen, pero no pudo.

No era una experiencia nueva, pero nunca antes le había dado tan fuerte ni tan de repente. Se dio cuenta entonces de que nunca antes había bebido un quinto de «Slivovitz», además de unos cuantos whiskies, con el estómago vacío. Se había olvidado por completo de comer.

Se le ocurrió entonces que lo mejor sería ponerse en pie, rápidamente.

No fue una buena idea. Más bien fue un error. Sentado podría haberse mantenido bastante bien, al menos durante un rato. Pero al ponerse en píe el suelo se inclinó traicioneramente bajo sus pies, y él comenzó a caer hacia delante. Aquél fue su último recuerdo consciente: el inicio de su caída. Jamás llegó a enterarse de si logró aterrizar; tampoco se enteró nunca de si Stan logró cogerlo a tiempo.

CAPÍTULO IX

Aquellos sueños no debían habérsele presentado a un perro; y no lo hicieron. Se le presentaron a Bill Tracy.

La nube rosa con una Dotty Todo Hoyuelos, muy rubia y muy escotada, entronizada en ella, y Tracy tratando de trepar para alcanzarla, y el diablito verde apartándolo con un tenedor inmenso y muy puntiagudo, al tiempo que le gritaba:

—¡No sin permiso de «General»! ¡No sin permiso de «General»!

Y tal como ocurre en los sueños, la mente de Tracy formuló la pregunta sin que sus labios se movieran, y el diablillo le contesto a gritos:

—¡Motors, imbécil, «General Motors»! Tienes que conseguir permiso de «General» para hacer este programa, porque él es el patrocinador y tú no puedes ser un profesional.

—¿Un profesional de qué?—se preguntó Tracy, y el diablillo le aulló:

—Un profesional de lo que sea. Ésta es una hora para aficionados y no puedes salir en el programa si eres profesional. —Dicho lo cual, señaló con el pulgar a la escotada Dotty, que estaba a sus espaldas—. ¿Sabes lo que es ésta? ¡Esta es una hora para aficionados y ella es una
hurí aficionada
!

Y el diablillo verde debió de dejar caer la horquilla, porque aparecía sosteniendo una enorme pancarta que rezaba
RISAS
, pero Tracy no se rió. La nube rosada se abrió y él cayó dentro de ella con caballo y todo, mientras otra voz gritaba «¡Jaaioo, Silver!» desde la oscuridad del interior de la nube; se oyó el golpetear de los cascos de un caballo y unos disparos, y Tracy apareció en camiseta y calzoncillos ante el escritorio de Wilkins, mientras éste lo observaba con ira a través de sus quevedos y le decía:

—Milliemilliemilliemillie.

Tracy se agachó rápidamente antes de que Wilkins lograra ver cómo iba vestido, o mejor dicho, cómo no iba vestido, y asomó la cabeza por encima del escritorio, para contemplar la cara de Wilkins que se iba poniendo cada vez más amarilla, hasta adquirir exactamente el mismo tono del papel de copias que Tracy tenía sobre su propio escritorio, y cuanto más la observaba, aquella cara iba tornándose más vacía y más cuadrada, hasta convertirse en una hoja de papel amarillo en blanco, en la que podía leerse «Milliemilliemilliemillie», y nada más.

La voz de Wilkins surgía de la hoja de papel amarillo y decía:

—Como comprenderá, señor Tracy, en un..., esto..., en un programa que llega a los hogares norteamericanos no podemos ofrecer la más mínima insinuación de lo que usted ya sabe. Acuérdese de mantenerlo limpio, señor Tracy, limpio como el estupendo detergente en polvo que anunciamos en el programa. Los niños lo piden a gritos, ¿por qué no iba a hacerlo usted?

A medida que hablaba, la hoja amarilla de papel en blanco (exceptuando la línea que rezaba «Milliemilliemilliemillie»), que había sido el rostro de Wilkins, volvía a cambiar para transformarse en una cara de rojas mejillas y luenga barba blanca. Se convertía en una cara o una máscara de Papá Noel, pero llevaba unos quevedos de oro, y encima de la máscara se veía un gorro rojo y debajo un traje de franela roja, y en el despacho estaba nevando y hacía un frío tremendo para ser agosto, y Tracy, vestido en ropa interior, temblaba y decía: «Sí, señor Wilkins», cada vez que Wilkins hacía una pausa.

Entonces, Wilkins se llevó la mano a la cara, se quitó la máscara y, en lugar de aparecer la carita recatada de Wilkins, se vieron los ojos penetrantes y el rostro de hurón del inspector Bates. Y Bates le decía: «Aquí, debajo del escritorio, tengo un revólver y le estoy apuntando con él, Tracy. Le estaba apuntando mientras hablaba con ella. ¿Qué le parece?»

Bates le hizo su sonrisa invernal y después, envuelto en una ráfaga de nieve, lo miró con sus ojos acerados y le dijo: «Es un problema de dos movimientos, Tracy. Échele un vistazo..., ahí lo tiene, asómese a la ventana.»

Y, sin moverse de donde estaba, Tracy se encontró asomado a la ventana, observando el patio interior de la «
KRBY
», y el patio era un tablero de ajedrez con monstruosas piezas blancas y negras que eran unas grotescas caricaturas de toda la gente que conocía. Al menos, las blancas. Logró reconocer a Jerry Evers, a Millie Wheeler, al señor Wilkins y a la señora Murdock. A Helen Armstrong, a Dick Kreburn, a Dotty y a Pete Meyer.

—Mueven las blancas y dan mate en dos jugadas —le decía Bates.

—Pero ¿y las negras? —inquirió Tracy—, ¿quiénes son negras?

Bates se echaba a reír, y reía a carcajadas, y su risa adquiría un tono cada vez más agudo y un efecto como de eco, y le decía:

—Debería usted saberlo. Usted las escribió..., ¡negras sobre papel amarillo!

Aquella voz se fue haciendo cada vez más chillona hasta transformarse en el zumbido de un aserradero, y Tracy aparecía atado a un carrito que recorría unas vías y lo conducía hacia la enorme sierra mecánica. La sierra cortaba un enorme tronco que iba en el carrito de delante y el siguiente era Tracy, que aparecía completamente desnudo y atado de pies y manos. Intentó gritar, pero no pudo. Logró levantar la cabeza. En el extremo final del tronco que lo precedía, había un cartel. Sus enormes letras rojas rezaban: «
APLAUSOS
». Con un zumbido, la sierra partió en dos el cartel y avanzó entre los pies de Tracy.

Intentó gritar otra vez, pero no pudo. Entonces despertó.

Despertó sumido en una profunda oscuridad y oyó el zumbido de una sierra; podía moverse, pero no lo intentó después de apartarse convulsivamente de la sierra al despertar. A punto estuvo de arrancarle la cabeza (el movimiento brusco, no la sierra). La sierra era alguien que roncaba. Tracy tanteó a ambos lados de su cuerpo, pero estaba solo en la cama.

Fuera, en alguna parte, un reloj marcó la hora. Tracy se sentó en la cama muy despacio y con cuidado, y bajó los pies. Estaba descalzo. Volvió a tantearse con las manos y por esta investigación se enteró que estaba en ropa interior.

La fresca suavidad del linóleo bajo los pies le probó algo de lo que ya estaba casi seguro: no se encontraba en su propio dormitorio.

Tenía la boca como si fuera cuero seco y cuarteado. Todo lo que le importaba en este mundo era beber un sorbo de agua fresca: dos o tres litros de agua fresca.

Un poco a su izquierda, a unos dos metros de distancia, vio una fina línea amarilla que se asemejaba muchísimo a la rendija de abajo de una puerta que conducía a un cuarto iluminado. Con infinito cuidado se levantó y avanzó hacia esa luz, tanteando delante de sí y apoyando los pies con mucha cautela. Llegó a la puerta, encontró el picaporte y la abrió.

Ante él apareció un sucio pasillo con el papel de la pared, de un color verde bilis, que se caía a pedazos.

Con cautela, asomó la cabeza por la abertura y miró a su alrededor. Un tramo de escaleras iba hacia arriba y otro hacia abajo. Al pasillo daban otras puertas cerradas, y había una, pintada de blanco desde hacía mucho tiempo, que estaba entornada. Ese sería el cuarto de baño.

Abrió un poco más su puerta y se volvió para ver mejor la habitación en la que acababa de despertar, aprovechando la escasa luz proveniente del pasillo. Era el dormitorio de una pensión. Además de la cama en la que acababa de despertar, había una cómoda, una mesa, unas cuantas sillas y un sofá. Dormido en el sofá, y roncando como la sierra mecánica del sueño de Tracy, se encontraba Stan Hrdlicka.

Tracy dejó la puerta entornada y bajó por el pasillo hasta el cuarto de baño. Bebió varios vasos de agua y regresó al cuarto. Advirtió que Stan se había girado sobre sí y dejado de roncar.

Cerró la puerta suavemente y, tanteando en el aire, regresó a la cama. Se sentó en el borde y durante un instante se sintió fatal. Se preguntó si debía buscar sus ropas y marcharse a casa. No tardó mucho en contestarse; al diablo con todo.

Se tendió otra vez en la cama, y en cuanto cerró los ojos volvió a quedarse dormido.

Volvió a despertarse más tarde, cubierto de un sudor frío. Buscó desmañadamente a los pies de la cama, encontró una sábana y se tapó. Esta vez le costó más dormirse. «Slivovitz», pensó; era la última vez que bebía «Slivovitz».

«Estoy hecho un asco —pensó—. Un asco espantoso. Tengo que dejar de beber tanto. Sobre todo con el estómago vacío. El hombre no vive sólo de alcohol. Y menos aún teniendo que escribir un serial de Radio.»
Millie
..., ¿qué diablos podía ocurrirle a Millie Mereton? Tenía que escribir pronto una nueva secuencia para el personaje, o se quedaría sin trabajo. Estaba quemado. O quizás ahogado.

La señora Murdock..., ¿podría introducir un personaje como ella? Pero ¿cómo encajaría en el argumento? Y..., no, a Wilkins no le gustaría. Se parecía demasiado a muchas de las mujeres que escuchaban el programa. No podía satirizar a la audiencia.

Qué desastre lo del sótano. El inspector Bates montando guardia y apuntándole con un revólver, por si resultaba ser un loco homicida que llevaba a la práctica sus propios guiones. Bates creía que aquello era posible.

Al diablo con Bates. Bates no iba a ir a ninguna parte. Hasta la fecha, la deducción más inteligente que había logrado efectuar era que un hombre había matado a Frank, porque hacía falta la fuerza de un hombre para meter el cuerpo en el hogar de la caldera.

¿Sería realmente así? No si la mujer era la señora Murdock. Parecía fuerte como una mula. ¿Y si Frank (Dios no lo quisiera) había estado liado con ella? Y si hubiera puesto fin al asunto cuando conoció a la rubita con la que deseaba casarse algún día.

Una mujer así podía haberlo matado. Una mujer así era capaz de cualquier cosa. Pero ¿cómo pudo la señora Murdock enterarse del guión del conserje en el hogar de la caldera?

«Un momento —pensó—, no era algo imposible. Frank tenía una llave de su apartamento. Frank pudo haber leído los guiones y pudo habérselos contado a su querida.»

Aquella asombrosa posibilidad lo hizo despertar del todo. Pero después pensó que era una ridiculez que la señora Murdock se hubiera vestido de Papá Noel para matar a Arthur Dineen.

Se dio la vuelta e intentó dormirse. Y esta vez lo logró, pero la idea de que la señora Murdock podía haber asesinado a Frank no lo abandonó. Siguió latente en el trasfondo de su sueño, pero soñó con el señor Murdock, que resultó ser un tipo de dos metros diez, pelirrojo y con dientes salientes. Soñó que había sido el señor Murdock quien había matado a Dineen porque éste se negaba a comprarle una póliza de seguros.

No fue un sueño confuso como el primero; parecía tener mucho sentido que hubiera ocurrido así realmente. Todo se desmandaba cuando el señor Murdock, al huir de la Policía, secuestró a Millie Mereton para tenerla como rehén. Evidentemente, eso solucionaba el problema de la próxima secuencia de
Los millones de Millie
; pero, como a Millie la secuestraban demasiado pronto, no le daba tiempo a reunir el dinero para que su hermano Reggie lograse devolverlo al Banco, y los auditores lo pescaban y lo mandaban a la cárcel. Pero el que acababa en la cárcel era Dick Kreburn, y no el personaje que interpretaba en antena, y era Millie Wheeler —la verdadera Millie— la que ayudaba a Tracy a sacar a Dick de la cárcel antes de que le diera otro ataque de laringitis a causa de la humedad de la celda.

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