El asesinato como diversión (17 page)

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Authors: Fredric Brown

Tags: #Policiaco

BOOK: El asesinato como diversión
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Al amanecer, Tracy volvió a despertarse y volvió a beber muchísima agua. Después, durmió durante mucho tiempo sin soñar.

Era pleno día cuando Stan lo sacudió hasta despertarlo. Stan se había vestido y le sonreía.

—Son las once, señor Tracy —le dijo—. Han pasado exactamente doce horas desde que lo metí en la cama.

Tracy se sentó. Miró el reloj de la cómoda y lanzó un quejido. Tendría que haber estado en el estudio hacía horas.

—¿Dónde estamos?—le preguntó.

—En el piso de arriba de la taberna —repuso Stan—. Me alojo en el mismo edificio. Es que se quedó usted frito, por eso lo traje aquí. Mire, tengo que marcharme, por eso lo desperté. Tómese el tiempo que quiera para vestirse y marcharse. Supongo que podrá encontrar la salida.

Tracy asintió y le dijo:

—Muchas gracias, Stan. Dios mío, nunca había hecho algo semejante. Llevaba todo el día sin comer, supongo que fue por eso.

Cuando Stan se hubo marchado, Tracy se pasó la mano por la cara para ver si necesitaba afeitarse. Volvió a mirar el reloj y decidió mandarlo todo a paseo. Aunque se diera prisa, no llegaría al estudio hasta el mediodía o incluso más tarde. Y cuando llegara tendría un aspecto lamentable. Era mejor que se olvidara del estudio; al fin y al cabo, el guión para ese día ya estaba arreglado.

Se vistió con calma y se fue al Smith Arms.

Se disponía a meter la llave en la cerradura cuando la puerta de Millie se abrió de par en par.

—¡Tracy! —exclamó—. Gracias a Dios. Me tenías preocupada. ¿Qué ha pasado? Quiero decir..., no es asunto mío si tú..., quiero decir...

Tracy le lanzó una sonrisa pícara y le dijo:

—No es nada de lo que imaginas, tesoro. Pasé la noche con el hermano de Frank Hrdlicka. Esto..., estuvimos hablando hasta tan tarde, que decidí quedarme en su casa cuando me lo sugirió.

—¿El hermano de Frank, el tabernero?

Tracy se mostró sorprendido e inquirió:

—¿Lo conoces?

—No. El sargento Corey lo mencionó. Por eso me enteré de que anoche no dormiste en tu casa. El sargento vino a buscarte esta mañana muy temprano. Al ver que no contestabas, me preguntó si yo sabía dónde estabas. Consiguió la llave maestra, entró en tu casa y vino a decirme que tu cama estaba hecha.

—Ah. ¿Iba a dar parte a la Policía?

—No seas tonto. Dijo que volvería a las dos de la tarde, y que si para esa hora no estabas o no habías aparecido por el estudio o por alguna parte, empezarían a buscarte. ¿Has desayunado, Tracy?

—No, pero antes necesito bañarme y afeitarme. Si te has levantado tan temprano, tú sí que habrás desayunado ya.

—Claro. Iba a prepararme algo de comer. Puedes llamarlo desayuno. ¿Qué tal dentro de veinte minutos?

—Veintiuno —repuso Tracy.

Tardó exactamente veinticinco, pero logró volver a sentirse humano. Creyó que sólo le apetecería tomar café, pero se sorprendió de su voracidad. Comió el doble que Millie.

Terminaron a la una y media, y Millie tuvo que marcharse a una sesión fotográfica.

Tracy regresó a su apartamento a esperar que apareciera Corey. Mientras esperaba, telefoneó al estudio y preguntó por Dotty.

—Habla Tracy —dijo cuando oyó su voz—. ¿Se enfureció su señoría porque no aparecí esta mañana?

—Creo que sí, un poco —repuso la muchacha—. Su secretaria me comentó que hizo que le telefonearan varias veces, pero usted no estaba en casa.

—¿Ah, no? —Tracy logró hacerse el sorprendido—. ¿Qué tal fue el programa de hoy?

—Muy bien, supongo. Ah, vino Dick Kreburn. Ya está mucho mejor de la garganta. Pudo haber empezado hoy, pero el señor Wilkins dijo que, dado que ya lo habíamos quitado de los guiones, lo dejara correr. Mañana podrá actuar, con tal de que en el guión digamos que sigue un poco ronco.

—Estupendo. —Tracy sintió que se le quitaba un peso de encima—. Oye, con respecto a lo de esta noche, ¿dónde te recojo, a qué hora, adónde vamos a cenar y para qué compro entradas?

—No vayamos a ninguna parte, señor Tracy. Iba a enseñarme cómo se escribe un guión de Radio, ¿no? Quiero que me ayude. Cenemos en mi casa.

—¡Dotty, no me digas que también sabes cocinar!

—No se me da demasiado mal. ¿Le parece bien?

—Me parece maravilloso. ¿Qué puedo llevar, aparte de mi dulce persona?

—Tengo de todo. A menos que quiera traer una botella de vino. Del tipo que quiera, si le gusta el vino, claro.

—Llevaré un cántaro. Una hogaza de pan, un cántaro de vino y tú a mi lado cantando en el de... Por cierto, ¿dónde está el desierto?

Dotty lanzó unas risitas y le dio su dirección. Vivía en el Village. Y por si llegaba a surgir algún inconveniente, o por si se veía obligado a cambiar de planes, le sugirió que tomara nota de su teléfono.

Cuando hubo cortado la comunicación, Tracy se quedó sentado un momento mirando al aparato fatuamente. Maravilloso invento el teléfono. Maravillosa chica Dotty... ¿Dotty qué? Por primera vez se le ocurrió pensar que no sabía su apellido. En fin, a menos que el teléfono no apareciera en la guía, podría averiguarlo fácilmente sin tener que exponerse al bochorno de preguntarle a alguien.

Llamó a información, le preguntó a la operadora y una dulce voz le dijo:

—Un momento, por favor. —Un momento y medio más tarde, le informaron—: El teléfono figura a nombre de la señorita Dorothea Mueller, de Waverly Place número dos catorce, apartamento siete.

—¿Señorita Dorothea
qué
?

—Mueller —repitió la dulce voz, y con dulce comprensión le deletreó el apellido—: Eme, u, e, ele, ele, e, erre.

Esta vez, Tracy se quedó mirando el teléfono, pero sin una sonrisa fatua en los labios.

Era sólo una coincidencia. Tenía que ser una coincidencia. ¿Cuántos Mueller había en Nueva York? Millones. Y el tal Walther Mueller ni siquiera había sido neoyorquino. Era un belga de Brasil que había viajado a Nueva York para vivir allí como jubilado. O por lo menos había viajado a los Estados Unidos para vivir allí como jubilado: probablemente ni siquiera había pensado en quedarse en Nueva York.

¿Qué relación podía existir entre ese hombre y una rubia estenógrafa que escribía novelitas de amor para revistas baratas? Los diarios no habían mencionado que aquel joyero tuviera ningún pariente. Aunque tampoco habían mencionado que no los tuviera.

Pero..., ahí estaba otra vez aquel condenado escalofrío que le recorría la espalda, aquella sensación de picor en el cuero cabelludo. En aquel asunto ya eran demasiadas las coincidencias.

¿De veras? Habían decidido que los dos asesinatos no habían sido coincidencias, ¿o no? Se habían producido en un lapso demasiado corto de tiempo como para serlo. Pero la mera coincidencia de un apellido bastante frecuente..., ésa sí que podía ser genuina, ¿no? «Claro que sí. Al diablo con todo, pues, olvídalo.»

No iba a cometer la tontería de preguntárselo a Dotty.

Inspiró hondo y se sintió mejor.

Sonó el timbre y fue a abrirle al sargento Corey. Eran las dos en punto de la tarde.

Corey entró y fue a sentarse en el sillón sin dejar de sonreír tontamente.

—¿Qué le ha parecido? —le preguntó, y su sonrisa se hizo más ancha.

Tracy lo observó con suspicacia, pero el sargento Corey no desapareció dejando suspendida en el aire su sonrisa.

—¿Que me ha parecido qué? —inquirió Tracy.

—La nota. La publicidad que le conseguí. Apareció en la primera plana de todos los diarios. Bates no quería que se publicase, pero yo lo convencí. Una joya de nota, ¿eh?

—Bueno...

—Sabía que usted deseaba que se publicase. Estaba visto que era la publicidad justa para un escritor.

El sargento estaba de talante jovial. Lanzó una sonora carcajada.

—¿Sabe lo que piensa Bates?

—Sí —respondió Tracy—, piensa que fui yo.

Corey se dio una fuerte palmada en la rodilla y comentó:

—Efectivamente. Cree que se los cargó a los dos. Y puede que también a ese joyero. Está loco. Hasta mi mujer dice que está loco, y ni siquiera ha tenido el gusto de conocerlo a usted..., sólo sabe lo que le he contado de usted, y qué programa escribe.

»¿Sabe? La otra noche ni siquiera se enfadó conmigo cuando me vio llegar borracho. Me dijo que si había estado con el tipo que escribe
Los millones de Millie,
no podía haber hecho nada malo. Me dijo que si un tipo podía escribir cosas como ésas..., bueno, que sólo podía ser un tipo legal, no sé si me explico bien.

Tracy levantó una ceja y le preguntó:

—¿Y qué opina Bates de ese razonamiento?

Corey se atragantó con la risa y repuso:

—Pues lo ve de otro modo. El otro día escuchó un programa, y dice que un tipo que es capaz de escribir esa basura sería capaz de cualquier cosa. Joder, no se puede complacer a todo el mundo.

—¿Un trago? —inquirió Tracy.

—Estoy de ser..., al diablo, claro que me tomaré un trago.

Tracy fue a la cocina a buscar la botella. Sirvió dos vasos, el suyo bien escaso.

—Por el asesinato —brindó Corey—. Oiga, esa chica que vive al otro lado del pasillo, MilIie, anoche se preocupó muchísimo cuando se enteró de que usted no había vuelto a casa. Debe de tenerle mucho aprecio. Si yo tuviera una chica como esa que sintiera eso por mí, no me pasaría la noche llenándome de «Slivovitz» con un primo. Oiga, Tracy, ¿no se arriesgó usted demasiado?

—¿Con qué?

—Con ese Stan. Joder, sería capaz de cogerlo a usted, o a mí, y hacerlo picadillo. Y si alguna vez vuelve a creer que usted mató a su hermano, sabremos dónde ir a buscarlo. Por cierto, allí mismo fui a buscarlo. Aunque no se lo comenté a la señorita Wheeler para no preocuparla.

—¿Ha visto hoy a Stan?

—Claro. Llegué justo cuando usted se había marchado, y me lo contó todo. Tracy, ese tipo podría ser muy mal remedio si volviera a sacar conclusiones erradas.

—Pero ahora sabe a qué atenerse.

—Seguro, señor Tracy, cuando está sobrio. Pero cuando un tipo así se emborracha, le vienen todo tipo de ideas a la cabeza. Beber con él, como hizo usted, es como jugar con
TNT
. Por eso, después de ver a Stan, me fui al estudio y de allí vine hacia aquí.

—¿Vio a Wilkins?

Corey sacudió la cabeza y repuso:

—No quedaba mucha gente. Casi todo el mundo se marchaba al entierro..., al entierro de Dineen.

Tracy chasqueó los dedos y exclamó:

—¡Maldita sea! Ya sabia yo que me había olvidado de algo. Iba a ir... —Echó un vistazo al reloj—. En fin, ya es demasiado tarde.

—Bates ha ido. Oiga, ¿qué sabe usted de ese Jerry Evers del estudio?

—No mucho. Es un tipo simpático.

—Cuando Bates y yo hablamos con él se comportó de un modo muy sospechoso —dijo Corey frunciendo el ceño—. No se acordaba de dónde había estado cuando ocurrieron los hechos, y reconoció que odiaba a Dineen. Además, se mostró muy asustado.

—¿Y Bates sospecha de él?

—¡Qué va! Bates piensa que el tipo finge. Que a lo mejor busca que lo arresten para conseguir un poco de publicidad. Pero yo..., no sé... Pudo haber sido él como cualquier otro. Es el único tipo que conocemos que le tenía manía a Dineen y a Hrdlicka.

—¿Cómo? Si apenas conocía a Frank.

Corey sacudió la cabeza y replicó:

—Nos contó que había jugado con él y con usted a las cartas. Y que habían discutido porque hacía trampas. Nos dijo que era mejor que nos lo contara porque de todos modos íbamos a enteramos.

Tracy se echó a reír y le explicó:

—Pero era sólo una broma. Los dos se tomaban el pelo y decían que tenían cartas guardadas en la manga. Jugábamos al pinocle, a cinco centavos la partida.

—Hay tipos que no bromean con cosas como ésa. Nunca se sabe. En fin, yo venía a verlo para preguntarle si tenía alguna novedad.

—Nada, sargento.

—Entonces, tendré que marcharme. Ya nos veremos. Y..., por cierto..., tenga cuidado con lo que le cuenta a Stan si vuelve a verlo. ¿No se le ocurrió pensar que anoche pudo emborracharlo adrede para ver si hablaba más de la cuenta? En sueños, si es que no lo hacía antes.

—¿Se lo ha dicho él?

—Bueno, no. Pero estuvimos conversando y me comentó que habló usted en sueños. Que dijo algo de una chica llamada Dotty. Nada..., esto..., coherente.

Tracy lanzó una carcajada.

—Pues todavía no hay nada coherente de lo que hablar. ¿Le apetece un refuerzo, sargento?

—¿Eh? Ah, se refiere a otra copa. Supongo que una más no me hará daño.

Al parecer, no se lo hizo. Se marchó incólume.

Tracy se quedó mirando la puerta durante un rato después de que el sargento la hubo cerrado. Luego se dirigió al sillón Morris, se sentó, e intentó pensar.

¿Para qué diablos se habría tomado el sargento Corey el trabajo de decirle que el inspector Bates sospechaba de él? ¿Habría sido idea de Corey, o de Bates? Y, en cualquier caso, ¿por qué?

Según Tracy, existían tres posibilidades. Una, que Corey fuera realmente tan tonto como parecía, y completamente honesto, y que sólo pretendiera mostrarse amistoso y nada más.

Segunda, que fuera un poco más listo que todo eso y resultara maquiavélico como un foxterrier. Probablemente en connivencia con el inspector Bates. ¿Con qué fin? Sólo Dios lo sabía.

Tercera, que fuera todavía más listo. Lo bastante listo como para, deliberadamente, hacerse tan el tonto que pareciera increíble. Una especie de inglés trastornado. ¿Con qué fin? Pues era posible que ni siquiera Dios lo supiera.

Era un problema fascinante. Al cabo de un rato de reflexión considerable, Tracy decidió que la segunda posibilidad era la mejor. No entendía cómo un hombre, que se había fingido tan tonto como Corey, había podido conseguir los galones en el Departamento de Homicidios. Además, en cuanto a la posibilidad de que fuera mentalmente un superhombre..., pues, la verdad, eso tampoco encajaba.

Entonces, se trataba de una sutileza colosal. Pero ¿por qué?

Se dio por vencido; se tomó otra copa y guardó la botella. Esa noche tenía que estar sobrio.

Y sobrio estaba cuando, con una botella de vino y cargado de esperanzas, entró en el edificio del número dos catorce de Waverly Place. Echó un vistazo a los buzones. Sí, Dorothea Mueller, apartamento siete.

Mueller..., maldito fuera ese apellido. ¿Debería preguntarle...? Ni hablar, pensó, ¿para qué arriesgarse a echar a perder la velada? Si resultaba ser que existía alguna relación con un hombre llamado Walther Mueller, si resultaba ser su hija o algo así, entonces...

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