El asesinato del sábado por la mañana (35 page)

BOOK: El asesinato del sábado por la mañana
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—Eres increíble, no hay nadie como tú —dijo Michael.

El agente de Inteligencia sonrió de oreja a oreja, se remetió la camisa bajo el cinturón y se estiró el jersey; seguramente lo habría tejido su mujer, pensó Michael, que la recordaba vagamente como una mujer regordeta y agradable y, ciertamente, como una cocinera de primera; luego Balilty prosiguió diciendo:

—Me has dicho que la manera de hacerme con la información te daba igual, ¿estamos?, siempre que nadie se enterase. Pero me va a costar más de unas horas, eso te lo digo ya. Es un asunto complicado, necesitaré tiempo, y cuando digo tiempo estoy hablando de varios días, no de unas horas —Michael lanzó un silbido y preguntó con cautela cuántos días pensaba que iba a necesitar—. Dos o tres; cinco, tal vez. No puedo explicarte por qué, pero ya te lo había advertido de entrada. Y ahora puedes mostrarme esas preguntas —y Balilty tomó asiento y cogió con sus manazas el papel que había en el escritorio. Después de hacer una lectura rápida de lo que Michael había anotado, alzó la vista y preguntó—: ¿Quién es esa chica? El monumento que te estaba esperando. ¿Es la mujer de la que nos has hablado? ¿Ésa a la que persigue el chico? Raffi dijo que estaba casada con «el Mazo», ¿es verdad? —Michael asintió y Balilty cogió un cigarrillo del aplastado paquete de Noblesse que había sobre el escritorio—. Me encantaría putearlo, créeme. ¿No le habrá puesto los cuernos? Confía en mí. ¿Quieres información sobre su servicio militar? ¿Armas registradas? ¿Relaciones con el hijo del diplomático despistado? ¿Sale con él? ¡Vamos! ¡Si podría ser su madre!

Michael explicó que Dina Silver había sido la terapeuta de Elisha Naveh y añadió que recordaba vagamente que hacía algún tiempo el juez había estado amenazado de muerte; quería saber si se había comprado una pistola y si alguna persona de la mansión del exclusivo barrio de Yemin Moshe había aprendido a utilizarla.

—¿Por qué no lo averiguas en el ordenador?

Michael explicó que el caso requería discreción.

—Hace mucho tiempo —dijo Balilty pausadamente— que no teníamos un caso con tanta gente importante implicada. Jueces, gobernadores militares, psicólogos... ¡No nos falta de nada!

—No te puedes quejar de que la vida no sea interesante —dijo Michael, y apagó la grabadora—. Vamos a ver cómo van las cosas ahí abajo —cogió el paquete de Noblesse y ambos salieron del despacho y se encaminaron al ala de interrogatorios.

Tzilla, que estaba ocupada interrogando a Hedva Tamari, la joven doctora del Margoa, salió de la sala de interrogatorios al ver a Michael por la ventana y se enjugó la frente. La interrogada no paraba de llorar, le informó.

—Basta con que mencione el nombre de la víctima para que se eche a llorar —dijo—. Llevo una hora con ella y no he descubierto nada, salvo que ha llegado a un acuerdo con el facultativo de guardia para que se quede en el hospital siempre que ella está de guardia. ¡Hay que ver lo que la gente está dispuesta a hacer por una chica guapa!

Michael no se dejó engañar por la volubilidad de Tzilla, sabía que realizaba los interrogatorios con ingenio y eficacia. Había escuchado las grabaciones. El infantilismo y la dulzura de su voz estaban calculados para cumplir los objetivos de la investigación. Y también sabía que los aires de chiquilla encantadora que se daba fomentaban el ambiente de intimidad que se esforzaba en crear con sus colegas.

—El primer interrogatorio duró más, unas dos horas. Con el tal doctor Daniel Voller, del Comité de Formación, ¿lo recuerdas? El que tiene el pelo gris. De ahí tampoco he sacado nada, salvo algunos comentarios despectivos sobre Linder. Los dos están dispuestos a someterse a la poligrafía —añadió sin que se lo preguntaran.

En la sala contigua, Manny estaba interrogando a Tammy Zvielli, la joven en cuyo honor se había celebrado la fiesta, una rubia desteñida de ojos enrojecidos. Ella también, dijo Manny, estaba dispuesta a hacer la prueba poligráfica.

Raffi tampoco había hecho ningún descubrimiento.

—Todos tienen alguna coartada. Nada especialmente planeado, las cosas normales que hace la gente: estaban con su familia, vieron la tele, se fueron a la cama, se levantaron tarde el sábado. Nadie me ha contado nada de particular.

Balilty se marchó a ocuparse de sus asuntos y Michael regresó a su despacho, donde estaba citado con el doctor Giora Biham, jefe de departamento del hospital Kfar Shaul. Resultó ser el tipo calvo y barbado que había acompañado a Dina Silver al entierro.

El doctor Biham hablaba con fuerte acento latinoamericano, arrastrando las palabras, como si le agradara el sonido que hacían. El viernes por la noche unos amigos habían ido a cenar a su casa, y el sábado por la mañana se había llevado a los niños a buscar setas en el bosque de Jerusalén. Regresó a casa a las nueve y media, dejó a sus hijos (dos niños y una niña, todos menores de ocho años) con su mujer y se marchó en coche al Instituto.

La doctora Neidorf había sido su profesora en el Instituto, es decir, había dado clases a su curso, formado por diez personas, durante dos años. Ni se había analizado con ella ni lo había supervisado. La admiraba mucho, explicó, pero la doctora no tenía ningún hueco, es decir, precisó al ver la expresión de perplejidad del inspector jefe, no le quedaba tiempo libre; tenía una lista de espera de dos años.

La manera de sentarse del doctor Biham, recostado hacia atrás con las piernas cruzadas, la manera en que rellenaba su ornamentada pipa nacarada, el mechero de oro que sacó del bolsillo de su chaleco, su traje gris y la barbita pulcramente recortada le decían a Michael todo lo que necesitaba saber sobre la opinión que el médico tenía de sí mismo. El placer de oír su propia voz no le permitía ni un instante de silencio. Tenía respuesta para todo, aun cuando no tuviera nada que decir. Había estado en la fiesta, desde luego, le encantaban las fiestas, y además había cogido una cogorza monumental... Habría sido el alma de la fiesta, sin duda. Linder le caía muy bien, lo había estado supervisando durante dos años. Era imposible extraerle una sola palabra crítica con respecto a sus colegas del Instituto.

En un momento dado de la conversación, que a pesar de los esfuerzos de Michael por cambiar de tono no dejó de ser ligera y superficial, Michael le preguntó al doctor Biham si por casualidad imaginaba que él, el inspector jefe Ohayon, era un miembro secreto del Comité de Formación; ¿tal vez ésa era la razón por la que se negaba a decir nada malo de cualquiera de sus miembros?

Biham soltó una carcajada y le preguntó si le permitía citarle. Después, sin el menor asomo de tensión, le explicó con franqueza que se había propuesto no permitirse «albergar ningún sentimiento negativo sobre nadie» hasta que hubiera escalado hasta la cumbre jerárquica del Instituto.

A pesar de las bromas y del tono relajado y natural, Michael, que comenzaba a preguntarse qué podría haber atraído a un hombre así a aquella profesión, detectó indicios de una profunda tristeza, que se revelaba sobre todo en la mirada del sujeto, en la que no había ansiedad ni tensión, pero sí cansancio y abulia.

No creía, dijo el doctor Biham con firmeza, que ninguna persona del Instituto estuviera relacionada con la trágica muerte de la doctora Neidorf, sencillamente no lo creía, por muchos datos que aportara el inspector jefe. Sí, sabía disparar un arma de fuego; claro que había visto la pistola de Linder. No recordaba si había entrado en el dormitorio, debía de estar demasiado borracho como para recordarlo, o, quizá, fue su mujer quien recogió los abrigos. No tenía ninguna objeción que oponer a una prueba poligráfica, podría ser una experiencia fascinante.

Si no fuera por la tristeza de su mirada, se diría que estaba hablando de cualquier curiosidad, pensó Michael; la tristeza parecía profunda y esencial, sin relación con los hechos externos.

En respuesta a la pregunta de cómo se había sentido la mañana en que se suponía que iban a aprobar su presentación, dijo que había estado muy nervioso. Se había dicho a sí mismo que, en el peor de los casos, podrían exigirle que introdujera correcciones, y que se había preparado de antemano para esa eventualidad. No le cabía la menor duda de que lo aceptarían como miembro del Instituto.

—En última instancia —dijo—, una vez que has llegado al octavo curso y te han concedido autorización para tratar a tres pacientes, tienes que hacer algo verdaderamente drástico para que no te acepten; no se me ocurre qué —y sus cejas se enarcaron cómicamente mientras encendía la pipa. No despegó la vista de Michael, que, a pesar suyo, sonrió.

Michael le preguntó con curiosidad qué motivos le habían llevado a convertirse en psicoanalista.

El doctor Biham esbozó una sonrisa traviesa, sin que la tristeza desapareciera de sus ojos, y explicó que, después de oír lo difícil que resultaba ser aceptado, no había podido resistirse a la tentación de intentarlo.

—Y es interesante, ¿sabe?, realmente interesante. Y antes ya había estudiado psiquiatría. Se me habían ocurrido montones de perspectivas y métodos novedosos para aplicar en los hospitales psiquiátricos, por eso me especialicé en psiquiatría; pero en lo relativo al Instituto sólo me movió la ambición. Me costó mucho tiempo convencer a Hildesheimer, que fue uno de los que me entrevistó, de que me tomara en serio, pero tenía un expediente profesional satisfactorio y un buen amigo que se había licenciado en el Instituto y que me recomendó.

El doctor Biham estaba dispuesto a charlar por los codos sobre cualquier tema, e incluso cuando su expresión se tornaba grave, como cuando Michael sacaba a relucir el asesinato, no se veían en su rostro indicios de miedo ni de tensión. Pero, una vez más, el inspector jefe Ohayon sintió un extraño malestar mientras acompañaba al sujeto a la puerta. No hay que creer en lo que se ve, se dijo a sí mismo. Nunca es verdad. Lo que se ve no es más que la punta del iceberg, menos de su quinta parte. Aunque es posible que realmente no tenga ninguna relación con el caso, recapacitó mientras echaba un vistazo a su reloj, rebobinaba la cinta y le decía que estaba demasiado ocupado a Tzilla, que había abierto la puerta sin llamar para comunicarle que eran las tres de la tarde, la hora de tomarse un descanso para comer. Mas sus intentos de disuadirla fracasaron.

—Sólo iremos hasta la esquina; ya sabes que detesto comer sola, y Eli no está, ni siquiera ha llamado.

Exhalando un suspiro, Michael se puso el chaquetón y le ofreció el brazo a Tzilla; también recogieron a Manny por el camino.

—Los asuntos no se nos van a escapar corriendo —dijo Tzilla satisfecha.

Mientras Michael tomaba a sorbos el fuerte café turco que el viejo del café de la esquina de la calle Heleni Hamalka había colocado jovialmente sobre la mesita bamboleante, se le ocurrió de pronto que, más que cualquier otra cosa, el doctor Biham había demostrado un fuerte deseo de agradar, de caer bien, aunque ni mucho menos con la desesperación de Linder, que ya estaba al borde del abismo. Sea como fuere, esa idea no le ayudó a comprender la tristeza que se veía en sus ojos. Un día de ésos tendría que comentarlo con Hildesheimer.

14

Hacía dos semanas, desde que Michael le encargó recabar información sobre el coronel Yoav Alon, que Balilty había desaparecido de la faz de la tierra. En un principio Michael no le dio importancia, pero cuando ya habían pasado cinco días comenzó a buscarlo activamente. Cuando al fin consiguió localizarlo, en su casa y a altas horas de la noche, el agente de Inteligencia se negó a decirle nada.

—Estoy en ello, Ohayon. Cuando tenga algo que decir, serás el primero en enterarte, créeme.

Michael le creyó, pero estaba impaciente.

—¿Y qué hay de la mujer? Al menos cuéntame algo de ella.

Pero Balilty le advirtió que no dijera nada más por teléfono.

La investigación se convirtió en algo rutinario. El tiempo mejoró. Acabaron de interrogar a los asistentes a la fiesta y a los pacientes. La prueba poligráfica demostró que todos habían dicho la verdad. Dina Silver todavía no se había sometido a ella. Según alegó para solicitar un aplazamiento, estaba aquejada de una sinusitis muy fuerte. No había salido a la luz ningún hecho nuevo. Michael pensó que había llegado el momento de tomar cartas en el asunto y remover un poco las cosas, «de preparar la escena para que ocurra algo», le dijo a Eli en una de sus reuniones diarias.

A decir de sus colegas, siempre que Michael estaba trabajando en la resolución de algún caso «un demonio lo poseía». Shorer se refirió a ello durante una de sus charlas de ese período de espera.

—¿Se ha convertido esa chica en tu demonio? No pretendo decir que siempre te equivoques, pero dime tú si siempre has acertado. Tiene neumonía; he hablado con su médico de cabecera, y aunque no esté peligrosamente enferma, no tienes motivos para molestarla. Sólo te apoyas en una corazonada. No te olvides de quién es su marido.

Fuera del trabajo, durante una cena tardía en el mercado de Mahaneh Yehuda, Shorer reconoció que si Dina Silver no hubiera estado casada con «el Mazo», probablemente él se habría conducido con menor delicadeza.

—Pero también es culpa tuya —dijo golpeando sonoramente el plato con el tenedor—. Tráeme a alguien que viera su coche el sábado por la mañana. ¡Tráeme algo!

Michael, que había perdido el apetito durante la última semana, le contó sombríamente sus conversaciones con los vecinos, con la gente que había estado jugando al tenis esa mañana en las pistas que había enfrente al Instituto, e incluso con el vigilante que estaba patrullando la calle.

—Nadie la vio marcharse. Un montón de personas la vieron llegar al Instituto a las diez en punto, pero nadie la vio antes. A pesar de todo tengo una sensación extraña.

—Las sensaciones no bastan —dijo Shorer a la vez que se secaba la espuma de cerveza que tenía en los labios—. No es que descarte su importancia ni su pertinencia, pero, con el debido respeto a tu intuición, recuerda que estamos hablando de la mujer de un juez de distrito; tiene neumonía, y no se va a escapar del país; y la última consideración a tener en cuenta, pero no la menos importante, es que no se me ocurre qué móvil pudo tener. Tú mismo me has comentado que en la clínica psiquiátrica te dijeron que desarrollaba un trabajo de primera calidad, y Rosenfeld te aseguró que el Comité de Formación no vacilaría en dar el visto bueno a su exposición. Así pues, ¿qué móvil pudo haber tenido?

Michael abrió la boca para decir algo pero, en lugar de hablar, introdujo en ella un poco de ensalada y asintió desalentado.

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