Authors: John Norman
La muchacha se volvió bruscamente y echó hacia atrás la cabeza, miró salvajemente el techo, y tiró la cadena sobre su cabeza. Después sollozó de cólera y arrojó la cadena hacia delante, golpeando con ella los armarios, el diván; e hizo lo mismo una y otra vez. Después se agazapó y comenzó a forcejear para quitarse los brazaletes. Incluso corrió al baño y tomó frascos de aceite, y se frotó las muñecas, pero nada pudo hacer para quitarse el acero que la aprisionaba. Finalmente, sollozó y volvió corriendo al centro de la habitación, y de nuevo golpeó el diván con la cadena. Luego, siempre encadenada, se arrodilló frente al diván y descargó sobre él los puños.
Oí un movimiento cerca. Me volví y advertí la presencia de una esclava vestida con la túnica de las cocinas; se aproximaba con una bandeja de frutas y un jarro de vino. La seguía un guardia.
La esclava golpeó tímidamente la puerta de la celda.
La joven se incorporó de un salto, con una toalla se limpió el aceite que le manchaba las muñecas, se echó hacia atrás los cabellos y se irguió arrogante en el centro de la habitación.
—Entra —dijo.
El guardia abrió la puerta y la esclava de la cocina entró respetuosamente, la cabeza inclinada, y depositó la bandeja de fruta y vino en una mesita baja próxima al diván. Después, con la cabeza inclinada, comenzó a retroceder.
—Espera, esclava —ordenó la joven.
La esclava se arrodilló, con la cabeza inclinada.
—¿Dónde está tu amo? —preguntó la joven encadenada.
—No lo sé, ama —dijo la esclava de la cocina.
—¿Quién es tu amo? —preguntó la joven.
—No me está permitido decirlo, ama —gimió la esclava.
La joven se acercó a la servidora, la aferró por el collar y la esclava comenzó a gemir y a llorar, tratando de liberarse. La muchacha encadenada examinó el collar y se rió, y luego con gesto desdeñoso, las manos sobre el collar de la esclava, la arrojó al suelo, donde la mujer yacía inmóvil, temerosa de incorporarse. La joven descargó puntapiés sobre el cuerpo de la mujer.
—Vete, esclava —rugió, y la mujer se incorporó de un salto y huyó por la puerta, que fue cerrada inmediatamente por el guardia.
Fuera, Cernus ordenó a la esclava de la cocina que no se retirase. La mujer se arrodilló inmediatamente en el corredor, y no dijo palabra. Tenía los ojos llenos de lagrimas.
Ahora Cernus atrajo de nuevo mi atención hacia el interior de la celda.
La prisionera ahora parecía más animada. Sus movimientos eran más vivaces. Miró la bandeja de frutas y rió. Tomó una fruta y sonriendo comenzó a comerla.
—Tengo planes acerca de esa joven —dijo Cernus—. Había pensado que la usara un esclavo antes de retirarla de esta casa, pero he cambiado de idea. Esta tarde, después de su captura, envié esclavas sin collar con orden de atenderla y bañarla. La observé, y me interesa. Por lo tanto, antes de que salga de esta casa la usaré yo mismo, pero no sabrá a quién está sirviendo, pues siempre que la visite tendrá el rostro cubierto por una capucha de esclavo.
—¿Qué piensas hacer en definitiva con ella? —pregunté.
—Tiene los cabellos muy hermosos, ¿verdad? —preguntó Cernus.
—Sí —convine—, así es.
—Supongo que se enorgullece mucho de su cabellera —dijo Cernus.
—No lo dudo.
—Haré que le afeiten los cabellos, y que la aten y encapuchen, y la envíen en tarn a otra ciudad. Quizá a Tor, donde la venderán en pública subasta.
—¿No podrías organizar una venta privada? —dije.
—No —replicó Cernus—, tiene que ser pública.
—¿Qué tiene que ver todo esto con la Casa de Portus? —pregunté.
Cernus rió.
—Matador —dijo—, tú no serías Jugador.
Me encogí de hombros.
—Esa joven —explicó Cernus— con el tiempo regresará a Ar. Yo mismo arreglaré el asunto, si es necesario.
—No comprendo —dije.
Cernus ordenó aproximarse a la esclava de la cocina. —Mira su collar —dijo Cernus.
Leí en voz alta la leyenda grabada en el collar: «Soy propiedad de la Casa de Portus».
—Ella volverá a Ar —repitió Cernus—, y ésa será la caída de la Casa de Portus.
Le miré.
—Naturalmente —dijo Cernus—, es Claudia Tentius Hinrabian.
Observé a Phyllis Robertson ejecutando la danza del cinturón sobre pieles desplegadas entre las mesas, ante los ojos de los Guerreros de Cernus y los miembros de su personal. Al lado, Ho-Tu se metía potaje en la boca con una cuchara de cuerno. La música tenía acentos ásperos, era una melodía del Delta del Vosk. La danza del cinturón es una danza creada y difundida por las bailarinas de Puerto Kar. Como de costumbre, Cernus estaba enfrascado en un juego con Caprus, y tenía ojos únicamente para el tablero.
A medida que pasaban las semanas y se convertían en meses, yo me sentía cada vez más aprensivo e impaciente. Más de una vez había abordado personalmente a Caprus, y le había exhortado a acelerar su trabajo, o a permitirme que enviase parte de los documentos a las Montañas Sardar. Siempre había rehusado. Esas demoras me amargaban, pero poco podía hacer. Caprus no quería informarme del lugar donde se guardaban los mapas y los documentos, y yo no creía que si hacía un intento directo de robarlos y transportarlos tuviera éxito. Además, si me limitaba a robarlos, Cernus informaría a los Otros, y se trazarían diferentes planes. A medida que transcurrían los meses, yo trataba de recordar que Caprus era un agente fiel de los Reyes Sacerdotes, que el propio Misk había elogiado. Debía confiar en Caprus. Confiaría en él. Pero no podía evitar el sentimiento de cólera.
Con la cuchara, Ho-Tu señaló a Phyllis.
—No está mal —dijo.
La danza del cinturón se baila con un Guerrero. Ahora, la joven se retorcía sobre las pieles, a los pies del hombre, moviéndose como si él la hubiera golpeado con un látigo. Tenía una cuerda de seda blanca anudada a la cintura; a esa cuerda estaba unido un estrecho rectángulo de seda blanca, que tendría unos sesenta centímetros de longitud. En el cuello, un collar de esmalte blanco, con cerradura. Ya no usaba la banda de acero en el tobillo izquierdo.
—Excelente —dijo Ho-Tu, mientras dejaba la cuchara.
Ahora Phyllis Robertson yacía de espaldas, y un momento después de costado, y más tarde se volvía y rodaba, y alzaba las piernas, y se cubría el rostro con las manos como si estuviese protegiéndolo de los golpes, y el rostro mismo era una máscara de dolor y miedo.
La música cobró un ritmo más intenso.
La danza se llama así porque la cabeza de la joven nunca debe sobrepasar el nivel de la cintura del Guerrero, pero sólo los puristas se preocupan de tales refinamientos; sin embargo, cuando se ejecuta la danza es imperativo que la joven nunca se incorpore.
Ahora la música se convirtió en un gemido de rendición, y la muchacha estaba de rodillas, la cabeza inclinada, las manos en los tobillos del Guerrero, los labios en los pies del hombre.
—Sura está haciendo un buen trabajo —dijo Ho-Tu.
Estuve de acuerdo.
La danza del cinturón estaba llegando a su punto culminante, y me volví para mirar a Phyllis Robertson.
—Captura de la Piedra del Hogar —oí que Cernus decía a Caprus, quien abría las manos en un gesto de impotencia y de reconocimiento de la derrota.
A la luz de las antorchas, Phyllis Robertson estaba de rodillas, el Guerrero a su lado, sosteniéndola de la cintura. Había echado hacia atrás la cabeza, y sus manos se movían sobre los brazos del Guerrero, como si deseara apartarlo, para acercarlo después aún más, y la cabeza de Phyllis entonces tocó las pieles, y su cuerpo era un arco cruel en las manos del hombre; y después, con la cabeza inclinada, pareció que ella luchaba y que su cuerpo se enderezaba, hasta que, salvo la cabeza y los talones, descansó sobre las manos del hombre cerradas alrededor de la cintura, los brazos extendidos a ambos lados de la cabeza hasta que los dedos tocaban la piel que recubría el suelo. En este punto, con un toque de címbalos, los dos bailarines permanecieron inmóviles. Después de un instante de silencio bajo las antorchas, la música dio la nota final, con un toque potente y desgarrador de címbalos; el Guerrero la depositó sobre las pieles y los labios de la joven, con los brazos alrededor del cuello del hombre, buscaron ansiosos los labios del Guerrero. Al fin, los dos bailarines se separaron, el varón retrocedió, y Phyllis permaneció abandonada sobre las pieles, sudorosa y jadeante, la cabeza inclinada.
Vi que Sura estaba de pie detrás de las mesas. Por supuesto, no comía con el personal, porque era esclava. Yo no sabía cuánto tiempo hacía que estaba allí.
Cernus había observado el final de la danza; en efecto, su partida había concluido. Miró a Ho-Tu, que le dirigió un gesto afirmativo.
—Dadle un bizcocho —dijo Cernus.
Uno de los hombres sentados frente a las mesas le arrojó un bizcocho a Phyllis, y ella lo atrapó en el aire. Permaneció así un instante, sosteniendo el alimento en las manos, los ojos súbitamente cuajados de lágrimas; después se volvió y huyó de la habitación.
Ho-Tu se volvió hacia Sura.
—Está aprendiendo mucho —dijo.
Durante los últimos meses había pasado el tiempo entretenido en diferentes actividades. Durante la temporada de las carreras a menudo había ido a verlas, y varias veces me había encontrado con Mip, el pequeño Criador de tarns, y después a veces íbamos a comer. Varias veces habíamos salido a pasear montados cada uno en su tarn. Incluso me había enseñado distintos secretos de las carreras, un tema que aparentemente conocía muy bien, sin duda a causa de su relación con los Verdes. Asimismo, yo solía ir a los Baños, incluso después de terminadas las carreras, para comprobar si Nela estaba disponible. Había acabado por aficionarme a la pequeña y robusta nadadora, y creo que yo también le inspiraba simpatía. Por otra parte, parecía que la joven estaba al tanto de todo lo que ocurría en Ar. Los juegos de lucha a muerte entre hombres y bestias en el Estadio de los Filos terminaban hacia fines de Se´Kara, un mes después de la estación de las carreras. Asistí una sola vez a los juegos, y comprobé que este espectáculo sanguinario no me interesaba. Dicho sea en honor de los hombres de Ar, cabe señalar que las carreras despertaban el mayor interés.
No me agrada describir el carácter de los juegos, salvo en ciertos aspectos generales. En mi opinión, tienen poca belleza y mucha sangre. Se organizan encuentros entre combatientes armados o equipos de hombres. En general, los Guerreros no participan en esos juegos, y se elige a hombres de clase inferior, esclavos, criminales condenados y personas por el estilo. De todos modos, algunos se muestran muy diestros con las armas que ellos prefieren, y sin duda pueden equipararse con muchos Guerreros. Al público le agrada ver que se enfrentan diferentes tipos de armas y distintos estilos de combate. El escudo y la espada corta son quizá los más populares, pero en Gor pocas son las armas que no aparecen si se observan los juegos durante tres o cuatro días. Otro conjunto de armas popular, como en la Antigua Roma, es la red y el tridente. En ocasiones, los hombres luchan con el rostro cubierto por capuchas de hierro, y no pueden ver a su contrario. Otras veces, jóvenes esclavas tienen que luchar con otras esclavas, quizá con garras de acero aseguradas a los dedos, o varias muchachas equipadas con distintas armas se ven obligadas a luchar con un solo hombre, o con un reducido número de varones. Por supuesto, las jóvenes que sobreviven se convierten en propiedad de aquellos con quienes lucharon; y por supuesto, se sacrifica a los hombres que pierden.
Tanto los juegos como las carreras son populares en Ar, pero como ya he dicho, el hombre común de Ar prefiere mucho más las carreras. Puede señalarse que en los juegos no hay facciones. Además, como puede suponerse, los que prefieren los juegos no suelen asistir a las carreras y quienes prefieren las carreras no concurren a menudo a los juegos. Los aficionados a cada uno de estos entretenimientos, aunque quizá semejantes por el fanatismo, no suelen ser los mismos hombres. La única vez que fui a los juegos tuve la suerte de ver luchar a Murmillius. Era un hombre muy corpulento y un espadachín soberbio. Murmillius siempre combatía solo, jamás formando equipo, y de un total de ciento quince combates, jamás perdió uno. Nadie sabía si inicialmente había sido esclavo, pero en todo caso seguramente había conquistado muchas veces su libertad; de todos modos, Murmillius era un enigma en Ar, y parecía conocerse poco de su persona. Tenía una actitud extraña a juicio de los espectadores. Por una parte, jamás mataba a su contrario, aunque éste a menudo ya no podía volver a luchar. La tarde que yo le vi, la multitud exigía la muerte del antagonista derrotado, que yacía cubierto de sangre sobre la arena, pidiendo compasión; y Murmillius había alzado la espada como dispuesto a matar al hombre, pero después había echado hacia atrás la cabeza y había reído; así, volvió a envainar la espada y salió de la arena; la multitud se mostró atónita y después se enfureció, pero cuando Murmillius se detuvo poco antes de la salida, y se volvió para mirar a la gente, todos se pusieron de pie y proclamaron su nombre y lo ovacionaron estruendosamente. Tampoco se conocía el rostro de Murmillius porque jamás, ni siquiera cuando la turba emitía sus clamores más estrepitosos, este hombre aceptaba quitarse el gran yelmo que disimulaba sus rasgos; y era probable que hasta el día en que muriese sobre la arena blanca, Murmillius continuara siendo desconocido para los habitantes de Ar.
Aunque ya hacía varios meses que había salido de la casa, Claudia Tentius Hinrabian había sido mantenida más de dos meses en la celda destinada a los prisioneros especiales. Durante este período le habían afeitado varias veces la cabeza. En general, se le permitía vestir lujosas túnicas, pero se le habían prohibido la capucha y el velo. Durante este período, jamás se le quitaban los brazaletes y las cadenas de las muñecas. Y si le quitaban los brazaletes para bañarla o lavarla, se le aplicaba una tobillera de acero, de modo que jamás su cuerpo estuviese completamente libre de los signos de la esclavitud; todas las noches, cinco hermosas esclavas de largos cabellos acudían a su celda para bañarla y perfumarla, y prepararla para el amor. Por orden de Cernus, estas jóvenes se mostraban muy respetuosas, salvo que se divertían constantemente a costa de la prisionera, y se burlaban de la cabeza afeitada y reían y bromeaban entre ellas. Cuatro veces Claudia había intentado matar a una de las jóvenes, pero las otras habían logrado impedírselo; y la prisionera debía soportar el baño y la aplicación de los perfumes; una vez concluida la operación, las jóvenes servidoras le aplicaban sobre la cabeza una capucha de esclava, y la Hinrabian, desnuda, perfumada, encapuchada y encadenada, debía esperar al hombre para quien la habían preparado. Después de dos meses de este tratamiento, Cernus, quizá porque se había cansado del cuerpo de la prisionera, o porque creía que ya estaba preparada, y que había alcanzado la culminación de sus odios y sufrimientos, ordenó que la enviasen a Tor, donde según oí decir le pusieron un collar, la marcaron y la vendieron en subasta pública durante la Novena Mano de Pasaje, la que precedía al solsticio de invierno. Se creía que probablemente regresaría a Ar al cabo de dos meses. La venta no había sido clandestina, y era improbable que ella no pudiera convencer a su amo de que pertenecía a una elevada familia de Ar, y de que podía obtener por su persona un elevado rescate. Si el amo en cuestión no aceptaba la historia, uno de los agentes de Cernus realizaría una buena oferta por la joven, fingiendo que estaba convencido de su identidad, y devolviéndola sin demora a Ar. Por supuesto, era mejor que el amo, probablemente ignorante de la intriga, se ocupase por sí mismo del asunto.