Authors: John Norman
—Muy bien —dijo Mip.
—Sabes que cazo —dije.
—Los miembros de la casta negra a menudo cazan —dijo Mip.
—¿Sabes si un miembro de los Verdes estuvo en Ko-ro-ba este año, por la época de En´Var?
—Sí —dijo Mip.
Me volví para mirarle.
—Conozco a uno que estuvo allí —dijo Mip.
—¿Y quién es? —pregunté.
—Yo —dijo Mip—. Este año estuve en Ko-ro-ba para En´Var.
En la mano de Mip vi una pequeña daga, un cuchillo arrojadizo de un tipo fabricado en Ar; era más pequeño que la quiva.
—Un cuchillo interesante —dije.
—Todos los Criadores de tarns llevan cuchillo —dijo Mip, mientras jugaba con la hoja.
—Esta tarde —dije—, en las carreras, vi a un jinete cortar las correas de seguridad y separarse de un ave que caía.
—Probablemente lo hizo con un cuchillo como éste —dijo Mip. Ahora lo sostenía por la punta.
—¿Eres hábil con ese cuchillo? —pregunté.
—Sí. Creo que sí. Podría acertar al ojo de un tarn a treinta pasos.
—En ese caso, eres diestro —dije.
—¿Estas familiarizado con estos cuchillos? —preguntó Mip.
—No demasiado —respondí. Mi cuerpo aparentemente estaba relajado, pero tenía todos los nervios en tensión. Sabía que él podía arrojar el cuchillo antes de que yo le alcanzara, antes de que pudiese desenvainar la espada. Tenía cabal conciencia de la altura de la percha, de la calle que estaba aquí abajo.
—¿Quieres examinar el cuchillo? —preguntó Mip.
—Sí —dije.
Mip me arrojó el cuchillo, y yo lo recibí. El corazón casi se me paralizó.
Examiné el cuchillo, el equilibrio, la empuñadura, la hoja afilada.
—Será mejor que salgas de esa percha —dijo Mip—. Es peligrosa.
Le arrojé de vuelta el cuchillo y retorné caminando sobre la estrecha percha. Pocos ehns después había salido del cilindro y regresaba a la Casa de Cernus.
De regreso en la Casa de Cernus atravesé la gruesa puerta con cerrojo que conducía al vestíbulo, frente al cual estaba la lujosa celda donde Cernus solía encerrar a sus detenidas especiales, la misma que ya me había mostrado Ho-Tu. Me sorprendió ver que ahora había cuatro guardias apostados a la puerta.
Cuando regresé a nuestro aposento, encontré a Elizabeth durmiendo sobre una estera, envuelta en una manta, bajo el anillo de los esclavos. Tenía el collar y la cadena alrededor del cuello. En la Casa de Cernus es regla que al dar el decimoctavo toque se encadene a todos los esclavos, salvo los que tienen que realizar tareas. Los guardias se ocupan de adoptar esta precaución. Pero cuando yo estaba en el aposento, como solía ocurrir a esa hora, no se encadenaba a Elizabeth, porque mi presencia era garantía suficiente de que estaría bien custodiada. En noches así atrancábamos la puerta y dormíamos abrazados.
Entré en la habitación, cerré las puertas, y puse la tranca. Con un movimiento de cadenas, Elizabeth se sentó sobre la estera, y se froto los ojos.
Encendí la lámpara y vi que el suelo del aposento había sido lavado con esponja y estropajo, que se habían desempolvado los arcones y los armarios, y que había pieles limpias bien plegadas sobre el diván de piedra. Había insistido en que la joven mantuviese muy pulcro el aposento. No era que me importase mucho un hilo de seda arrojado al suelo, sino que me complacía profundamente el hecho de que la hermosa señorita Elizabeth Cardwell, esclava de la Casa de Cernus, tuviese que ocuparse de mis habitaciones. Me agradaba ver a Elizabeth moviéndose de un lado para el otro, desempolvando, los cabellos protegidos por un lienzo, sirviéndome en esas pequeñas cosas de la vida doméstica. Ella había tenido la temeridad de sugerir que compartiéramos las tareas, pero cuando la amenacé con la barra y el anillo de un esclavo, comprendió irritada que debía someterse a mis deseos. Liberé a Elizabeth del anillo, la cadena y el collar.
Olió suspicaz.
—Volviste a los Baños —dijo.
—Es cierto —contesté.
—¿El Estanque de las Flores Azules?
—Sí.
—¿Las jóvenes son muy bonitas? —preguntó.
—No tan bonitas como tú —contesté.
—Eres una bestia —dijo—. Me llevarás al Estanque de las Flores Azules, ¿verdad?
—En los Baños hay muchas piscinas más hermosas.
—Pero me llevarás allí, ¿no?
—Quizá —dije.
—Bestia —sonrió, y me besó. Después se arrodilló sobre la estera, y yo me senté frente a ella, con las piernas cruzadas—. Mientras te divertías en el Estanque de las Flores Azules, Caprus me habló.
Inmediatamente presté atención. Hasta ahora, el Escriba alto, anguloso y agrio no nos había suministrado información.
—Me dijo —explicó Elizabeth— que al fin sobornó a la esclava que atiende las habitaciones de Cernus, y que tendrá acceso a esos lugares en determinadas ocasiones. Por supuesto, los registros que tú buscas no se guardan en la oficina de Caprus.
—Será muy peligroso —dije.
—Caprus afirma que tal vez necesite tiempo —continuó Elizabeth—. Encontró muchas notas y mapas, pero se necesitan meses para copiarlos. No desea llamar la atención ausentándose mucho tiempo de su puesto.
—¿Los mapas son claros? —pregunté—. ¿Las notas están escritas en goreano?
—Caprus dice que así es —contestó Elizabeth.
—Muy interesante —comenté. No se lo dije a Elizabeth, pero yo había supuesto que los mapas se orientarían con cierta clave, y que las notas deberían adoptar algún código.
—Nuestro problema —dijo Elizabeth— será llevar las copias a las Montañas Sardar.
—Eso no será difícil —contesté—, porque puedo salir libremente de esta casa, y tú, cuando concluyas tu instrucción y trabajes con Caprus, de tanto en tanto también podrás abandonar este lugar.
—No creí que el asunto fuera tan fácil —dijo.
—Tampoco yo —contesté. La razón por la cual Elizabeth y yo habíamos sido enviados a la Casa de Cernus era que, de acuerdo con los informes recibidos, Caprus no podía conseguir los documentos, que, según creíamos, debían hallarse en la casa. Habíamos creído que yo, en mi condición de mercenario al servicio de la casa, o Elizabeth, como esclava miembro del personal, podríamos localizar los documentos en cuestión. Eso había sido antes del asesinato del Guerrero de Thentis, que se parecía a mí, un episodio que me había suministrado una razón más para venir a Ar, y disfrazado de Asesino.
—De todos modos —dije—, parece que tendremos que esperar mucho… varios meses.
—Sí —respondió Elizabeth—. Creo que así es.
—Durante ese lapso —agregué—, los Otros pueden aumentar su influencia, crear nuevas bases y estaciones, y quizá incluso un depósito de armas.
Elizabeth asintió.
—Lo mejor —dije— será trasladar en lotes a las Sardar los materiales que Caprus copia. Apenas él termine una parte, organizaremos el envío. Gozo de mucha libertad. Puedo pedir que Tarl el Viejo venga de Ko-ro-ba, y sea nuestro mensajero entre Ar y las montañas de los Reyes Sacerdotes. Además, Al-Ka, el hombre que te trajo a la Casa de Clark en Thentis, ya le conoce.
—Lamentablemente —dijo Elizabeth—, Caprus ha dicho que no se entregarán materiales antes de terminar todo.
—¿Por qué? —pregunté, irritado.
—Teme que apenas salgan de esta casa lo descubran. También teme que haya espías de los Otros en las propias Sardar, y que si descubren que se envía información desde la Casa de Cernus, investiguen y en definitiva lo descubran.
—No lo creo muy probable —dije.
—Pero Caprus piensa así —contestó Elizabeth.
Me encogí de hombros.
—Según parece, tendremos que ajustarnos a los deseos de Caprus.
—No tenemos alternativa —respondió Elizabeth.
—Una vez completada la información —agregué—, creo que los tres partiremos para las Montañas Sardar.
Elizabeth se echó a reír.
—En todo caso, Caprus no querrá quedarse atrás. Sí, estoy seguro de que llevará personalmente los documentos —sonreí—. Imagino que Caprus acierta cuando se niega a confiar en nadie.
—Tarl, él está jugando un juego peligroso.
Asentí.
—De modo que debemos esperar —dijo Elizabeth.
—Además —dije—, desearía descubrir quién mató al Guerrero de Thentis, el que murió en el puente alto de Ko-ro-ba, cerca del cilindro de los Guerreros.
—Ni siquiera lo conoces —observó Elizabeth. Pero cuando la miré severamente, bajó los ojos—. Lo siento —dijo. Reflexionó, y me miró—. Ocurre únicamente que temo por ti.
Tomé suavemente sus manos.
—Lo sé —dije.
—Esta noche —dijo Elizabeth— abrázame fuerte. Tengo miedo.
La abracé y dulcemente la besé, y ella apoyó la cabeza sobre mi hombro izquierdo.
Cerca del tercer toque, como no podía dormir, me aparté de Elizabeth y me puse la túnica del Asesino. Me preocupaba la aparición de Marlenus de Ar. Sabía que el antiguo Ubar, que para sus partidarios todavía era el Ubar de Ubares, no estaba en Ar por su interés en las carreras. Por otra parte, en los baños, la joven Nela, que sin duda oía muchas cosas durante su jornada, se había mostrado evasiva en los asuntos relacionados con el Ubar. Por todas estas cosas, imaginé que en Ar había movimientos de los cuales yo nada sabía. Por ejemplo, antes nada sabía de las muchas expediciones enviadas a las Voltai para hallar y matar a Marlenus, expediciones que siempre habían fracasado. Deduje que los altos jefes de Ar tenían excelentes razones para realizar intentos desesperados para localizar y matar al antiguo Ubar.
Abandoné el aposento y caminé por los corredores de la Casa de Cernus, absorto en mis pensamientos. Pasé frente a algunos guardias en los corredores, pero ninguno me dio la voz de alto. En general, podía moverme libremente por la casa.
Me irritaba y frustraba que Caprus no entregase los resultados de su trabajo antes de terminar, pero podía entender su razonamiento y sus temores; por otra parte, el hecho de que hubiese localizado el escondite de los documentos y de que estuviese copiándolos me satisfacía mucho, porque significaba que el trabajo de Elizabeth y el mío en la casa ahora sería poco más que transportar, al cabo de algunos meses, tanto los documentos como a Caprus. Veía escasas dificultades a ese aspecto del asunto. Podía comprar fácilmente un tarn, con su correspondiente canasto de transporte, y en cinco días, acompañado de Caprus y Elizabeth, estaría en las Montañas Sardar, a salvo con Misk, Kusk, Al-Ka, Ba-Ta y mis restantes amigos. Me desconcertaba el hecho de que los mapas y los documentos que Caprus estaba copiando no respondiesen a un código, porque se había utilizado el sencillo goreano. Imaginé que los Otros creían que los materiales estaban a salvo en la Casa de Cernus. En cierto momento, mientras caminaba, oí el grito salvaje, el rugido de un animal, al parecer grande y fiero; imaginé que era la Bestia que tanto temor inspiraba a Ho-Tu y a otros; al parecer lo conocían tan poco como yo; cuando oí el grito, un escalofrío involuntario me recorrió la columna vertebral; sentí que se me erizaba el vello de la nuca y los antebrazos: me detuve; no oí nada más, y continué caminando. No temía a la Bestia, pero a semejanza de Ho-Tu, me complacía que estuviese encerrada en una jaula segura; no me habría gustado encontrarme con ella en los corredores solitarios de la casa.
Comprobé que mis pasos me habían llevado al corredor con la gruesa puerta de cerrojos, la que conducía al vestíbulo al que daba la celda destinada a los prisioneros especiales, la misma que antes me había mostrado Ho-Tu. Los cuatro guardias continuaban apostados cerca de la puerta. Sorprendido, me encontré nada menos que con Cernus, Amo de la Casa de Cernus. Vestía su túnica larga, de tosca lana negra, la que llevaba las dos rayas de seda azules a ambos lados de una amarilla, sobre la manga izquierda. Alrededor del cuello colgaba el medallón de oro de la Casa de Cernus, el tarn que llevaba sujetas cadenas de esclavo en sus garras. Me miró con sus inexpresivos ojos grises. Pero una leve sonrisa se le dibujó en la boca de labios gruesos.
—Es tarde, matador —dijo.
—No podía dormir —dije.
—Pensé que los miembros de la casta negra dormían mejor que el resto de los hombres —afirmó Cernus.
—Algo que comí.
—Por supuesto. ¿Tu cacería ha tenido éxito?
—Todavía no encontré al hombre —dije.
—¡Oh!
—Fue Paga malo —dije.
Cernus se echó a reír.
—Me alegro de que hayas venido. Tengo que mostrarte algo.
—¿Qué? —pregunté.
—La caída de la Casa de Portus —explicó.
Yo sabía que la Casa de Portus era la principal rival que aún competía con la Casa de Cernus, y que le disputaba el control del tráfico de esclavos de Ar. Entre las dos empresas atendían más del setenta por ciento de la carne humana comprada, canjeada y vendida a la ciudad. Varias casas menores habían cerrado sus puertas; había otras, pero eran firmas menores, que luchaban por el restante treinta por ciento del negocio.
—Sígueme —dijo Cernus, y pasó por la puerta que los guardias habían abierto para él. Nos encontramos en el vestíbulo que daba acceso al gran ventanal de cristal respaldado por un enrejado metálico.
De nuevo me encontré mirando a través del vidrio, que del otro lado era un espejo.
Vi el lujoso aposento, con un guardarropa y arcones de sedas, alfombras y almohadones, un diván tapizado con seda y un baño de aguas perfumadas.
Pero ahora en esta habitación cuyas paredes estaban revestidas de colgaduras, con lámparas y adornos, había una prisionera.
Era una joven de belleza sorprendente aunque cruel, que caminaba de un extremo a otro de la habitación, enfurecida, como una bestia salvaje, joven y vigorosa. Le habían quitado las vestiduras de encubrimiento y también el velo. Por lo demás, era digna del esplendor de su atavío; hubiera podido vérsela en los más altos puentes, convertida en la envidia de todas las mujeres libres de Ar.
—Contempla la caída de la Casa de Portus —dijo Cernus.
Contemplé la escena. La joven tenía cabellos negros, largos y bellos, que jamás habían sido cortados, vivaces ojos negros y pómulos altos.
En cada muñeca ostentaba un brazalete de esclava, de simple acero sin adorno, los dos brazaletes estaban unidos por una cadena liviana y reluciente que quizá tendría menos de un metro. No limitaba realmente sus movimientos.
—Deseo —dijo Cernus— que sienta el acero en las muñecas, y el peso de una cadena.