Authors: John Norman
Permaneció en el mismo lugar, frotándose las muñecas. Tenía la piel manchada de rojo. Me miró con odio. Me volví para examinar el cuarto. Había varias cómodas, que sin duda contenían sedas, cosméticos y joyas; también una pila de lujosas pieles, e imaginé que sobre ellas dormía. En un rincón, una kalika de seis cuerdas y cuello largo. Yo sabía que ella tocaba el instrumento; de la pared colgaba, a pocos pies de distancia, la barra para disciplinar a las esclavas.
La miré. No se había movido, pero ya no continuaba frotándose las muñecas. Tenía maravillosos cabellos negros que le llegaban a los hombros; los ojos también eran negros y muy bellos; el cuerpo exhibía una belleza inquietante.
Me volví, deseoso de encontrar un poco de Ka-la-na, o quizá de Paga, ocultos en la habitación. Comencé a revisar los armarios, pero ella no hizo un solo gesto.
Me acerqué a otro armario.
—Por favor, no abras esos cajones —me dijo.
—Tonterías —repliqué, pensando que allí debía estar la bebida que yo buscaba.
—¡Por favor! —gritó Sura.
Revisé el cajón, pero no encontré nada, excepto collares de cuentas y joyas, y algunas sedas.
—¡No continúes buscando! —gritó.
—Guarda silencio, esclava —dije, y continué revolviendo, y de pronto vi en el fondo del cajón, casi incolora, con ropas raídas, una pequeña y maltratada muñeca que tendría unos treinta centímetros, y estaba vestida con descoloridas Vestiduras de Encubrimiento; la muñeca que las niñas pequeñas usan para jugar en los puentes o en los corredores de los cilindros, y a la que visten y acunan.
—¿Qué es esto? —pregunté divertido, y me volví para mirar a Sura.
Con un grito de cólera, la esclava de placer descolgó la barra de la pared, y la encendió. Vi que giraba el dial hasta el Punto de Matar. Casi instantáneamente, la punta de la barra mostró una línea incandescente. Ni siquiera podía mirarla directamente.
—Muere —gritó, y se arrojó sobre mí apuntándome con la barra.
Solté la muñeca, giré y conseguí aferrarle la mano cuando ya Sura descargaba un golpe. Lanzó un grito de frustración y lloró. Le apreté la mano hasta que soltó la barra, que cayó al suelo. De un puntapié envié lejos el arma, y un momento después la levanté; había dejado de rodar, y ahora, candente, había comenzado a perforar la piedra. Giré de nuevo el dial, de modo que quedara reducido a la carga mínima, y finalmente apagué el artefacto.
Me acerqué a la muñeca y la recogí. Me aproximé a Sura, que había retrocedido hasta la pared, y tenía cerrados los ojos, la cabeza inclinada a un lado.
—Toma —dije. Le entregué la muñeca.
Alargó una mano y la recibió.
—Lo siento, Sura —dije—. Estaba buscando Ka-la-na.
Me miró desconcertada.
—En el último cajón —murmuró.
Abrí el último cajón y encontré la botella y algunos cuencos.
—Te serviré.
—¿Acaso no estamos en Kajuralia? —pregunté.
—Sí, amo.
—Entonces —continué—, si Sura lo permite, yo la serviré.
Me miró con ojos inexpresivos, y sin soltar la muñeca extendió una mano temblorosa, recibió el cuenco de vino y bebió.
Después yo también bebí. Luego me volví y regresé al centro del cuarto y me senté en el suelo, con las piernas cruzadas. Por supuesto, tenía conmigo la botella.
—¿Por qué tienes esta muñeca?
Nada dijo, y en cambio devolvió la muñeca a su escondrijo, debajo de algunas sedas y joyas, al fondo del cajón, en el rincón derecho.
—No respondas si no lo deseas —dije.
Regresó adonde yo estaba, y se arrodilló frente a mí. Llevó el cuenco a los labios y bebió. Después, me miró.
—Mi madre me la regaló —dijo.
—Ignoraba que las esclavas de placer tuvieran madre —dije. Casi inmediatamente lamenté mis palabras, porque ella no sonrió.
—La vendieron cuando yo tenía cinco años —dijo Sura—. Es lo único que me quedó de ella.
—Lo siento. Ho-Tu te ama.
—Sí —contestó Sura.
—¿A menudo te persiguen en Kajuralia? —pregunté.
—Cuando Cernus recuerda dar la orden. ¿Puedo vestirme? Sura se acercó a uno de los armarios y extrajo una larga capa de seda roja, y se la puso. Se ató el cordel del cuello, y de ese modo aseguró la prenda.
—Gracias —dijo.
Volví a llenar el cuenco de Sura.
—Cierta vez —explicó Sura— en la Kajuralia, hace muchos años, me obligaron a aceptar a un hombre.
—¿Sabes quién fue?
—No. Estaba encapuchada. —Se estremeció—. Lo trajeron de la calle. Recuerdo el cuerpo pequeño e hinchado. Las manos pequeñas y torpes. Gemía y reía. Los hombres sentados a las mesas reían estrepitosamente. Sin duda, era muy divertido.
—¿Y el hijo? —pregunté.
—Lo di a luz, pero también entonces estaba encapuchada. Nunca lo vi. Considerando quién era el padre, sin duda fue un monstruo.
—Quizá no fue así —dije.
Rió tristemente.
—¿Ho-Tu te visita a menudo? —pregunté.
—Sí —replicó Sura—. Toco la kalika para él. Le agrada el sonido.
—Eres Seda Roja.
—Hace mucho, Ho-Tu fue mutilado, y tuvo que beber ácido.
—No lo sabía —dije.
—Antes fue esclavo —dijo Sura—, pero conquistó su libertad con el cuchillo curvo. Había jurado fidelidad al padre de Cernus. Cuando lo envenenaron y Cernus colgó de su cuello el medallón de la casa, Ho-Tu protestó. Por eso lo mutilaron, y lo obligaron a beber ácido. Ha permanecido muchos años en la casa.
—¿Por qué continúa aquí? —pregunté.
—Quizá porque Sura es esclava en esta casa.
—Seguramente ésa es la explicación.
Bajó los ojos, sonriente.
Examiné el cuarto.
—No tengo muchos deseos de regresar inmediatamente a mi aposento —dije—. Además, supongo que los hombres de la casa esperan que continúe un tiempo aquí.
—Atenderé a tu placer —dijo Sura.
—¿Amas a Ho-Tu? —pregunté.
Me miró con expresión reflexiva.
—Sí —dijo.
—En ese caso busquemos algo en qué entretenemos.
Se echó a reír.
—Tu habitación —dije— parece ofrecer pocos elementos de diversión.
Se inclinó hacia atrás, y sonrió.
—Excepto Sura —dijo.
Volví a mirar la kalika en el rincón.
—¿Deseas que toque para ti? —preguntó Sura.
—¿Qué desearías hacer? —pregunté.
—¿Yo? —preguntó divertida.
—Sí —dije—, tú… Tú, Sura.
—¿Kuurus habla en serio? —preguntó con cierto escepticismo.
—Sí, Kuurus habla en serio.
—Sé lo que desearía, pero es muy tonto.
—Bien, después de todo estamos en Kajuralia.
Bajó los ojos, sonrojada.
—No —dijo—, es tan absurdo…
—¿Qué desearías?
Me miró con timidez.
—¿Querrías enseñarme a jugar el juego? —preguntó.
La miré, desconcertado.
Retrocedió inmediatamente.
—Ya lo sé —dijo—. Lo siento. Soy una mujer. Una esclava.
—¿Tienes un tablero y las piezas? —pregunté.
Me miró con expresión feliz.
—¿Me enseñarás? —preguntó complacida.
—¿Tienes un tablero y las piezas?
—No —dijo, deprimida.
—¿Tienes papel? ¿Una pluma y tinta?
—Tengo seda —dijo—, y carmín, y botellas de cosméticos.
Poco después habíamos desplegado un gran retazo cuadrado de seda sobre el suelo que había entre nosotros, y con la ayuda del pote de carmín yo había dibujado los cuadros del tablero. Conseguimos una colección de frasquitos y broches y cuentas, que serían las piezas. En definitiva formamos el juego, y mostré a Sura la colocación de las piezas y los movimientos y le expliqué algunas técnicas elementales. Un rato después ella jugaba con mucha vivacidad; sus movimientos rara vez eran agresivos, pero siempre eran por lo menos inteligentes. Le explicaba los movimientos, y los comentaba, y a menudo ella exclamaba:
—¡Comprendo!
—No es frecuente —dije— que uno descubra a una mujer a la que complace este juego.
—Pero es tan hermoso —dijo.
Jugamos otro rato, y en ese breve lapso sus movimientos habían llegado a ser más exactos, más sutiles y vigorosos. Ahora me preocupé menos de proponer que mejorase su juego, y me interesó más proteger mi propia Piedra del Hogar.
—¿Estás segura de que nunca jugaste antes? —pregunté.
Me miró muy complacida.
—¿Me desenvuelvo de un modo aceptable? —preguntó.
Contesté afirmativamente.
Comencé a maravillarme de su inteligencia. Comprendí que había tropezado con una de esas raras personas que poseen una notable aptitud para el juego Sus movimientos no eran refinados pero sí vigorosos. Le chispeaban los ojos.
—¡Captura de la Piedra del Hogar! —gritó.
—¿Qué te parece si tocas la kalika? —propuse.
—¡No! ¡No! ¡Juguemos otra vez!
—Eres sólo una mujer —le recordé.
—¡Por favor, Kuurus! ¡Juguemos otra vez!
De mala gana comencé a disponer nuevamente las piezas.
Asombrado, comencé a ver que desplegaba la Apertura Centiana, creada muchos años atrás por Centius de Cos; es una de las aperturas más sólidas del juego, y los problemas de desarrollo son especialmente graves, sobre todo cuando se trata de mover el Escriba del Ubar.
—¿Estás segura de que nunca jugaste? —pregunté, pensando que era necesario verificar el asunto.
—No —dijo, mientras estudiaba el tablero como un niño que afronta algo nunca visto, algo maravilloso, inquietante y misterioso.
Cuando tuve que hacer mi decimocuarta jugada, la miré.
—¿Qué crees que debería hacer ahora? —pregunté.
Advertí que su mente ágil ya había considerado las diferentes posibilidades.
—Algunas autoridades —le expliqué— prefieren Iniciado de Ubar a Escriba Tres, pero otras recomiendan que se retire el Luchador de Lanza de Ubara para proteger Ubar Dos.
Estudió atentamente el tablero.
—El mejor movimiento es Iniciado de Ubar a Escriba Tres —dijo.
—Concuerdo.
En efecto, era mejor movimiento, pero según se vio no me sirvió de mucho.
Seis movimientos después, y como yo lo había temido, Sura movió su propio Ubar, sobre Ubar Cinco.
—Ahora —dijo— te verás en dificultades para jugar tu Escriba de Ubar. —Frunció el ceño un momento—. Sí, será muy difícil.
—Lo sé —dije.
—En este momento, tu mejor alternativa —explicó Sura— sería aliviar tu posición mediante cambios.
La miré con fastidio.
—Sí —reconocí— Eso sería lo mejor.
Se echó a reír, y yo la imité.
—Eres maravillosa —le dije. Yo conocía bien el juego e incluso los goreanos expertos me consideraban un hombre hábil en este asunto; sin embargo, ahora tropezaba con dificultades para vencer a mi entusiasta antagonista.
—De veras, eres increíble —dije.
—Siempre quise jugar —dijo Sura—. Sentía que podía hacerlo bien.
—Eres soberbia —afirmé. Por supuesto, sabía que era una mujer muy inteligente y capaz. Eso lo había percibido desde el comienzo. Y en todo caso, tenía que ser una persona notable, pues se afirmaba que era la mejor instructora de jóvenes de la ciudad de Ar, y por dudoso que pudiese ser ese honor era imposible alcanzarlo si no se poseían dotes considerables, la principal de todas una inteligencia muy clara.
—No muevas eso —me dijo—, o perderás tu Piedra del Hogar en siete movimientos.
Estudié el tablero.
—Sí —dije al fin—, tienes razón.
Dos jugadas después me declaré vencido. Batió palmas, encantada.
—¿Desearías tocar la kalika? —pregunté con cierta esperanza.
—¡Oh, Kuurus! —exclamó.
—Muy bien —dije, y volví a ordenar las piezas.
Mientras preparaba el tablero me pareció conveniente abordar otro tema, algo más apropiado para su mente femenina.
—Mencionaste que Ho-Tu te visita a menudo.
—Sí —dijo, y me miró—. Es un hombre muy bueno.
—¿El maestro guardián de la Casa de Cernus? —pregunté con una sonrisa.
—Sí —insistió—. Y en realidad es un hombre muy gentil.
Pensé en el poderoso y rechoncho Ho-Tu, con su cuchillo curvo y su aguijón de tarn.
—Conquistó su libertad gracias al cuchillo —le recordé.
—Pero en tiempos del padre de Cernus —arguyó Sura—, cuando se usaban cuchillos curvos envainados.
—Los encuentros a cuchillo que yo vi también se realizaron con hojas envainadas.
—Es así desde que la bestia llegó a la casa —dijo Sura—. Se usan cuchillos envainados de modo que el perdedor sobreviva, y pueda ser arrojado a la bestia.
—¿Qué tipo de bestia es?
—No lo sé.
Yo había oído el grito, y no pertenecía a ninguno de los animales que conocía.
—He visto los restos de su comida —dijo la mujer, estremeciéndose—. Deja muy poco. Rompe los huesos, y se come la médula.
—¿Arrojan a la bestia sólo a los que pierden en los encuentros a cuchillo?
—No. Quien desagrada a Cernus puede ser entregado a la bestia. A veces es incluso un guardia, pero normalmente se trata de esclavos. Generalmente, un esclavo de las mazmorras. Pero también hay casos en que se arroja una muchacha.
Volví a mirar el tablero, el cuadrado de seda marcado con carmín.
—Olvidemos a la bestia —dijo. Sonrió, los ojos fijos en la seda, los frascos y las cuentas—. El juego es tan hermoso.
—Ho-Tu rara vez abandona la casa —dije.
—El último año —respondió Sura— salió una sola vez durante un período prolongado.
—¿Cuándo fue eso?
—En En´Var, y salió de la ciudad por asuntos de la casa.
—¿Qué asuntos?
—Compra de esclavos.
—¿A qué ciudad fue? —pregunté.
—A Ko-ro-ba.
Me puse rígido.
Sura me miró.
—¿Qué ocurre, Kuurus? —preguntó. De pronto, se le agrandaron los ojos, y adelantó una mano.
—¡No, Ho-Tu! —gritó.
Salté sobre el cuadrado de seda, dispersando los frascos y las cuentas que eran las piezas de nuestro juego, y derribando a Sura. Me apreté contra su cuerpo con el fin de protegerla. En el mismo instante, el cuchillo de Ho-Tu se clavó en un armario que estaba detrás, y yo rodé encogiendo las piernas y tratando de desenvainar la espada. Cuchillo en mano, Ho-Tu saltó sobre mí, y la hoja curva buscó mi cuello; puse la mano izquierda entre el cuchillo y mi cuello y sentí el relámpago caliente del dolor en el brazo, y la súbita salpicadura de la sangre en los ojos; pero un instante después aferraba la muñeca de Ho-Tu y trataba de apartar el cuchillo.