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Authors: Juan Jacinto Muñoz Rengel

El asesino hipocondríaco (15 page)

BOOK: El asesino hipocondríaco
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Miro hacia arriba, respiro hondo, y abro los ojos, porque necesito saber adónde se dirige el señor Blaisten para poder seguirlo y acabar con su vida para siempre. Estoy en el tramo final del pasillo del piso, pegado al suelo, y en ángulo forzado puedo ver una esquina de la cama de matrimonio. Con mucho cuidado, porque no sé si podría sorprender a la señorita Melaina en una situación impúdica, me muevo apenas y mi mirada alcanza a ver encima de la cama. Entonces, el receptor de escucha reproduce un sonido nasal propio de un hombre, y con estupor, descubro allí derramado, rodeado por una legión de bolas de pañuelos de papel, y dominado por unos pequeños hipidos un tanto impropios, a Eduardo Blaisten.

No tengo tiempo que perder. Saco fuerzas de flaqueza, me presiono el abdomen con la mano para aplacar el dolor de los tumores carcinoides de mi intestino delgado, hago de tripas corazón, y con los ojos cerrados me incorporo y comienzo a subir las escaleras para acabar con Blaisten cuanto antes. En mi bolsa llevo un cuchillo de carne con una hoja de acero de diecinueve centímetros de largo y un mango remachado de madera de palisandro. Asciendo muy lentamente, porque avanzo a ciegas y tengo que ir contando las plantas y las entreplantas, y me duele el pie derecho al apoyarlo, y el fémur, y tengo muchos ataques de tos esta mañana, y porque me da miedo distraerme, y abrir los ojos, y encontrarme en mitad del aire o dentro de alguien. Durante mi ascenso, en varias ocasiones se oyen voces femeninas por el hueco de la escalera, provenientes de las plantas superiores. Dos mujeres discuten. Se acusan de cosas mutuamente. Hablan de abandono. De cobardía y de valentía. Una de ellas le dice a la otra que se alegrará de no volverla a ver más. La segunda responde lo mismo. Se vuelven a culpar. Una de ellas le pide a la otra un último favor. Como no entiendo nada, oriento mi cabeza en dirección al hueco de la escalera, y de un rápido vistazo distingo en perspectiva vertical y desde abajo a la señorita Melaina y a la hermana de Blaisten, Laura Blaisten. La hermana de mi objetivo es una mujer gruesa, sin llegar a llamar la atención por su exceso de peso, viste un conjunto de falda y chaqueta color burdeos, camisa con chorrera de encaje, y un collar de perlas que le comprime la papada y las arrugas del cuello. En cuanto comienzo a situarme, la conversación se disuelve, y se oyen más golpes de puertas. Cierro de nuevo los ojos y sigo subiendo. Cuando por fin, cuidando que no haya nadie, me interno en la quinta planta del edificio, lo hago tanteando las paredes. Reconozco una primera puerta, que corresponde al piso de la hermana de Eduardo Blaisten, y a pocos metros, frente por frente, una segunda, la de mi objetivo. Una vez que estoy delante de la puerta, casi veintiocho minutos después de haber comenzado a subir, aferrado al pomo para no perder el equilibrio, me equivoco y abro los ojos, como para confirmar que he superado la parte final de una prueba. Entonces, en efecto, veo la puerta del señor Blaisten, sólida, opaca, con el número «5» y la letra «B» de latón sobre la superficie de madera, y comprendo que los síntomas de mi Desorden Neurológico de Procesamiento Sensorial de la Vista se han disipado, sin que mi plan haya siquiera llegado a lograr el grado de tentativa.

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P
rocurando no hacer ruido, he utilizado un lubricante de grafito que llevaba en mi bolsa para aflojar los discos y los pernos de la cerradura de la puerta de Eduardo Blaisten. Con un palpador he comprobado la longitud de los fiadores y la distancia entre ellos, y he optado por usar una ganzúa de rastrillo en lugar de una ganzúa de punzón. La he introducido en la bocallave, y la he pasado con suavidad por los pernos fiadores una y otra vez, ayudado por una herramienta de tensión, hasta que he logrado girar el tambor de la cerradura y se ha abierto la puerta.

He entrado en el piso en estado de alerta, porque Blaisten podría haber abandonado el dormitorio. Sobre la bandeja de la mesa del recibidor he encontrado una nota manuscrita:

Eduardo,

No puedo más. Quédate con tus reproches y tus sutiles dobles sentidos, para ti tu perspicacia y la casi invisible recriminación del fondo de tus frases. Quédate con tu agotador análisis de todo lo analizable y psicoanalizable. Echaré de menos algunas cosas, pero seguro que menos de las que tú crees. Siempre me has dicho que hay que esperar a que se pase el enfado para tomar una decisión. Como ves, no lo estoy haciendo al escribir esta carta. Porque no me da la gana. Quédate también con tus consejos. Incluso con los buenos. A veces a una le gusta equivocarse. Quédate con tu Saeco Talea Touch, su puto molinillo de cerámica y su delicadísimo uso por las mañanas. Quédate con tu mantelería de raso y tu supercómodo sofá color marfil, que se manchan con sólo mirarlos. Quédate con tu tarima de nogal y el no poder andar por la casa con zapatos de calle. Quédate incluso con tu Panasonic gigante, tu selección de vinos, los
mi-cuit
de pato con sal Maldon, tu caviar iraní de beluga, tu pasta fresca hecha a mano y tus carnes argentinas importadas. He aprendido que no dan la felicidad. Quédate con todo menos con tu BMW X5. Tampoco encontrarás en su sitio el juego de maletas Samsonite, lo he usado para meter mis cosas en tu coche. Por cierto, que si vas a comprar otro juego al Corte Inglés de Goya, y luego de paso bajas al súper, te adjunto una lista de otras cosas que puedes necesitar:

Membrillo

Boniato

Cebollino

Besugo

Gallina

Cabrito

Cordero degollado

Pañuelos

Preservativos

Más pañuelos

Valium

Más pañuelos

Nunca más tuya,

MELAINA KOLH

De toda la nota que la amante de mi objetivo ha dejado sobre la mesa de la entrada antes de marcharse, sólo una cosa me ha causado verdadero desconcierto: su caligrafía de trazos angulosos, y con aspas ascendentes (en las bes, las eles y las tes) muy pronunciadas en comparación con la altura media del texto.

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D
esde muy niño, mucho antes de que le creciera su larga y boscosa barba, León Nikoláyevich Tolstói, como yo, como tantos otros, fue un hombre asediado por la mala suerte. Hijo de Nikolái Ilich Tolstói, descendiente de los condes Tolstói, que adquirieron su sangre aristócrata con el zar Pedro I El Grande, y de la princesa Maria Nikoláievna Volkonski, descendiente de los antiguos príncipes de Volkonski, como era de suponer quedó huérfano de padre y madre a edad muy temprana, abandonado a manos de sus incipientes trastornos neurológicos y de las bellaquerías y trastadas de sus cuatro hermanos. Los mayores, aprovechándose de su debilidad, cada vez que iban a salir a jugar después de la sobremesa, le decían que se quedara sentado en un rincón de la casa hasta el momento en que dejara de pensar en un oso blanco. Y allí permanecía el señor Tolstói durante horas, a través de los gélidos atardeceres de la región tártara, pensando compulsivamente en osos blancos y sin saber cómo dejar de hacerlo.

La enfermedad y sus fantasmas persiguieron al novelista ruso a lo largo de toda su vida, a pesar de sus cuidados, sus paseos matutinos de una hora y media, y su estricto régimen ovolactovegetariano. Las flaquezas de su cuerpo y su disposición natural a los pensamientos morbosos, lo hicieron protagonizar innumerables crisis, pese a las cuales —o puede que precisamente por ellas— era capaz de componer sus obras. Sufrió dolores reumáticos, úlceras gangrenosas, períodos de ansiedad, fatiga, pánico, e incluso una gonorrea, fruto de sus muchos escarceos amorosos, que él tomó por una devastadora sífilis. Tampoco le supuso un gran alivio el comportamiento de su señora esposa Sofía Behrs, que lo mismo salía corriendo medio desnuda por el bosque nevado, que amenazaba con arrojarse a un pozo, o con romperse el corazón a martillazos, o con envenenarse a base de opio y amoníaco, cada vez que Tolstói no satisfacía sus exigencias o le daba algún motivo de queja. Los años posteriores a la producción de
Ana Karenina
, tras el suicidio de la protagonista de la novela, el señor Tolstói cayó en una profunda depresión y mostró repetidas tendencias suicidas. En una obra posterior,
La muerte de Iván Ilich
, el señor Tolstói se esforzó en poner de relieve todas las vacilaciones características de un enfermo terminal, el desesperado recurso a la medicina alopática, a la medicina homeopática, y a los mágicos métodos alternativos, y también el dolor que, más allá del causado por la propia enfermedad, provocan en el acechado por la muerte la indiferencia y la dejadez de todas las personas de su entorno.

La madrugada del 10 de noviembre de 1910, a los ochenta y dos años de edad, León Nikoláievich Tolstói se escapó de su hacienda rural en Yasnaya Polyana, con un raído abrigo de pieles y un pequeño baúl con ropa blanca, pañuelos y unos cuantos libros. Con él también emprendía la huida el doctor Makovitski, por quien se hacía acompañar de un tiempo a esa parte, sobre todo desde que sus dolencias y episodios depresivos parecieron haber aumentado. Antes de marcharse, el señor Tolstói había dejado sobre la bandeja de la mesa de la entrada de la casa, dirigida a su señora esposa, una nota manuscrita:

Querida Sofía,

Mi partida te ofenderá, lo siento. Pero entiéndeme, no puedo obrar de otro modo. No puedo soportar vivir así por más tiempo, ora luchando contra ti y provocando tu irritación, ora sucumbiendo yo mismo a los placeres y las seducciones a los que estoy habituado y que me rodean. Por eso hago lo que haría cualquier persona normal a mi edad: retirarse de la vida mundana para vivir en paz y tranquilidad sus últimos días. Déjame partir. No me busques, ni te disgustes, ni me censures.

LEV TOLSTÓI

El novelista ruso había escrito aquella carta de despedida en la que hablaba de sus últimos días hacía diez años. Desde entonces la había llevado consigo, junto con otros papeles, en el bolsillo interior de su abrigo, sin atreverse nunca —a pesar de que ya había huido de su mujer en dos ocasiones anteriores, en concreto desde que tomó la decisión de legar sus propiedades y los derechos de sus obras a los pobres, y no a los miembros de su familia— a hacer uso de ella.

Tras aquel abandono, transcurrieron varios días sin que se supiera nada del paradero de los dos prófugos. Hasta que el 14 de noviembre, a causa del esfuerzo, el señor Tolstói se vio asaltado por un penetrante dolor en un costado del tórax. El escritor se llevó la mano al pecho, palpando bajo su barba boscosa, y supo que aquélla era la verdadera enfermedad que acabaría con su vida. Le abordó la fiebre y una tos incontenible, hasta que el ataque de neumonía le hizo caer en redondo. Cerca de allí se encontraba la estación de tren de Astapovo. Un revisor y el doctor Makovitski transportaron al inconsciente señor Tolstói —como a una suerte de paquete-de-novelista-ruso— hasta la casa del jefe de estación. En un cuarto oscuro y miserable, tendido en un sobrio camastro tan duro como el suelo, el escritor agonizó durante seis días más. Poco antes de morir, su mujer llegó a la estación, pero el señor Tolstói no le permitió el paso. Sus últimas palabras fueron:

—Doctor Makovitski, en el bolsillo interior de mi abrigo guardo un sobre con mi testamento. A usted se lo confío. Sólo usted podrá lograr que Sofía no lo haga desaparecer.

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13.32
DE LA TARDE
. I
NTENTO DE HOMICIDIO CON ATENUANTE POR CONSENTIMIENTO DE LA VÍCTIMA.

Desde que he entrado en el piso de mi objetivo no he oído ruido alguno, ni sonido de pañuelos en el dormitorio, ni el más mínimo eco que insufle algo de vida a las habitaciones de la casa. Avanzo con sigilo por el pasillo principal, como ya hice en otra ocasión, poniendo especial cuidado en no sufrir un
déjà vu
provocado por lo parecido de las circunstancias. Según un equipo de investigadores de la Universidad de Leeds, el setenta por ciento de la población ha experimentado al menos una vez en la vida el fenómeno de creer que se está reviviendo algo ya vivido. Pero el
déjà vu
tiene su origen en una anomalía neuronal momentánea en los circuitos responsables de la memoria a corto plazo, que hace que la mente consciente tenga un ligero retraso en la recepción de los datos perceptivos, y por lo tanto que la mente inconsciente perciba el entorno antes que ella. Y como la debilidad de mi córtex cerebral es ya un hecho probado y yo no soy en absoluto un caso más de la estadística, todas las precauciones son pocas para no padecer este tipo de aberraciones neurológicas, que en el fondo quién sabe si pueden desembocar en otros desórdenes como la epilepsia del lóbulo temporal o como la propia esquizofrenia.

Voy dejando atrás la cocina y el despacho del señor Blaisten; luego, el salón con la televisión de plasma gigante, el primer baño, la habitación de invitados, y el trastero de cuyo altillo Melaina cogió las maletas para llevarse sus pertenencias. Con la mano izquierda sostengo la bolsa con mis cosas, que por ser de plástico no deja de susurrar en el aire, y con la derecha estoy sacando de ella el cuchillo con la hoja de acero de diecinueve centímetros de largo. A mi izquierda se encuentra ya el dormitorio. La puerta está abierta, y me asomo despacio, con el cuchillo alzado cogido del revés, como un asesino, y sin ningún pretexto que me exima de mi responsabilidad criminal. Sin embargo, en la habitación no hay nadie.

A la derecha queda el segundo baño, y es la única habitación en la que puede estar Blaisten, que por otro lado no puede haber salido del piso. Agarro el picaporte con la mano izquierda, mientras sujeto la bolsa entre los dientes, procurando no hacer ruido ni pensar en los gérmenes y en las manos sudorosas y sucias que pueden haber rondado esas asas, con el cuchillo aún alzado en la derecha. Giro el pomo con una lentitud imperceptible para el ojo humano no profesional. Y cuando consigo ver dentro, distingo a Blaisten sumergido en la bañera. En el suelo hay unas cuchillas que no se ha atrevido a usar, dada la ausencia de sangre en el agua, y una caja de Largactil ® 100 mg y otra de Sinogan ® 0.25 mg abiertas. La gente normal se suicida con somníferos ordinarios, pero se ve que el señor Blaisten, como psicólogo, tiene amigos que le permiten el acceso a los neurolépticos.

Me acerco a la bañera sin confiarme demasiado, y tropiezo con las cuchillas del suelo, que resuenan contra los azulejos de mármol que imitan la textura del bambú. Levanto mi cuchillo, alerta como un felino ante cualquier imprevisto que pueda surgir. Blaisten abre los ojos, me mira, y muy despacio, con la boca pastosa, me dice:

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