Read El asesino hipocondríaco Online
Authors: Juan Jacinto Muñoz Rengel
J
onathan Swift perdió a su padre antes de haber nacido, cuando todavía deambulaba por las calles de un Dublín revuelto dentro del útero de su alocada madre inglesa. Apenas aprendió a gatear fue secuestrado por su niñera, quien trató de ponerlo a salvo llevándolo al hogar de sus abuelos maternos en Whitehaven, Cumberland, Inglaterra. Tiempo después, cuando el párvulo cumplió los cuatro años, su madre regresó a la tierra que la vio nacer, se reencontró con sus padres y con su hijo, y apenas se lo pensó un poco, se volvió a deshacer de él, esta vez para siempre, puso de nuevo un mar de por medio, y lo envió de vuelta a Irlanda al cuidado del hermano de su difunto esposo.
El padre de Edgar Allan Poe, tuberculoso y alcohólico, abandonó a su familia cuando el poeta gótico tenía dos años, para morir más tarde víctima de su enfermedad en paradero desconocido. La madre, también tísica y embarazada entonces de su tercer hijo, murió cuando el señor Poe aún no había alcanzado los cuatro años de edad ni los noventa centímetros de altura, a pesar de su gran cabeza.
René Descartes perdió a su madre cuando tenía un año, el doctor Paracelso cuando tenía seis, el señor Voltaire a los siete, el señor Molière a los diez, el señor Kant a los trece, Jean-Jacques Rousseau cuando apenas tenía unos días.
El padre de Lord Byron murió rodeado de sus muchas amantes y sus muchos acreedores cuando éste tenía tres años, dejando al poeta romántico como sola herencia una larga lista de deudas y los gastos del propio funeral. Su amiga, la escritora Mary Wollstonecraft, apenas heredó de su madre su mismo nombre, antes de que falleciera al cumplir ella los once días, si bien luego el legado de ese primer apellido fue eclipsado cuando contrajo nupcias con el también poeta romántico Percy Shelley.
León Tolstói perdió a su madre, la princesa Maria Nikoláievna Volkonski, cuando aún no había cumplido dos años, y su padre, el conde Nikolái Ilich Tolstói, murió de un ataque de apoplejía cuando el novelista ruso acababa de cumplir los diez.
Cuando Guy de Maupassant tenía cuatro años, su padre y su madre se separaron, y el señor Maupassant no conoció otra figura paterna que la que representó para él el escritor Gustave Flaubert. Cuando Nietzsche cumplió los cinco, su padre, el párroco de Röcken, se mató al caerse por las escaleras de la iglesia. Cuando Coleridge iba a cumplir los nueve, su padre, el vicario de Ottery, murió de forma repentina y el poeta inglés fue de inmediato enviado al internado Christ’s Hospital de Londres, célebre por su irrespirable atmósfera y sus normas inflexibles. Junto a ellos, la lista de los niños huérfanos o abandonados por alguno de sus progenitores incluye al señor Dante, al señor Erasmo y al señor Pascal, a Diderot y a D’Alembert, a Francis Bacon, Arthur Schopenhauer, Søren Kierkegaard, Albert Camus, Jean Paul Sartre y Bertrand Russell. A Gandhi. A Charles Dickens y a Charles Baudelaire. A John Keats, Víctor Hugo y Dostoievski. Al señor Platón y al señor Aristóteles.
Yo perdí a mi madre a los siete años de edad, aplastada por una prensa neumática en el polígono de San Cristóbal Industrial. Poco después mi padre inició una nueva relación, con el alcohol, mediante la que trataba de descubrir la salida al callejón sin salida de su vida, y sólo descubrió la existencia física de su hígado y, al cabo, a mis nueve años, el descarnado rostro de la muerte.
U
na tarde de abril de 1987 me encontraba sentado en una terraza cerca del Palacio de Cristal del parque del Retiro, junto a un apacible lago artificial, tomando una infusión y revisando unas notas manuscritas, cuando un objeto circular y con los bordes ligeramente curvados hacia dentro, de color amarillo intenso y unos veinticinco centímetros de diámetro, cayó en mi mesa, golpeando la pequeña tetera, así como el azucarero que había traído el camarero y yo ni siquiera había tocado. De inmediato, una chica joven, aún más joven que yo por aquel entonces, se plantó a mi lado y me preguntó si le podía devolver el
frisbee
. Como yo no sabía qué cosa era un
frisbee
, tardé unos segundos en responder y en tenderle el platillo volante de color amarillo intenso; al tiempo que abrí mi boca y dije:
—¿La cosa esto querrer tú parra ti?
Para su asombro, para mi asombro, pronuncié aquella frase con un perfecto acento soviético, de los tiempos en los que la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, bajo el liderazgo de Mijaíl Gorbachov, todavía no había comenzado su proceso de disolución, si acaso con cierta tendencia a una entonación bielorrusa en las sílabas finales de las palabras.
La chica, que antes me había hablado en un español fluido, dudó y luego me dijo:
—
Thank you
.
Hizo un leve gesto con la cabeza, y desapareció de las inmediaciones del lago, del recinto del Palacio de Cristal, y de todo el parque del Retiro.
Agotado por el esfuerzo de perseguirla, con un sombrero calado y una bufanda cubriéndome el rostro hasta los ojos, a lo largo de ese día mi acento fue mudando desde la tonalidad bielorrusa hasta, al caer la noche, ostentar un marcado acento lituano. El lunes siguiente, la musicalidad de mis frases era letona. Para, los días ulteriores, de miércoles a sábado, y de domingo a jueves, ser tomado respectivamente por un emigrante ucraniano y por un desnutrido joven polaco, de contornos huesudos, producto de las huelgas de la Solidarno´s´c.
A esta primera crisis del Síndrome del Acento Extranjero le siguieron casi quince años en los que fui conociendo las cadencias mexicanas, cubanas, chinas, húngaras, centroafricanas, así como de los rincones más insólitos e inexplorados del planeta, en episodios de persistentes accesos que se alternaban con otros períodos de aparente normalidad.
Así fue hasta que una calurosa tarde de agosto de 2001, en la planta baja del edificio de mi apartamento en el punto X de Madrid, le dije a la portera de la finca, según luego supe:
—La quieto persona Mateo, raábica la pola, le caloor.
Si bien yo en realidad quise decirle que no funcionaba mi sistema de aire acondicionado. Ella, según luego supe, me replicó:
—No le he entendido ni una sola palabra, señor Y.
No obstante, entonces yo tan sólo oí: «Arráncate hombrre, la caballeresca mirada».
Algo perplejo, y con todo aún necesitando saber cómo solucionar el problema del aire acondicionado, pues hacía mucho calor, e iba a salir a la calle, y yo siempre lo dejaba funcionando en las horas en las que no estaba en casa, para poder refrescarla sin miedo a resfriarme, le quise decir: «No acabo de comprender bien, señora, qué tengo que hacer». Pero en cambio, con acento de la Baja Sajonia, de la zona montañosa del Harz, le dije:
—Mastícala antes por todos sitios, la quieta pérfide.
Desde aquel primer acceso, desde que aquella tórrida tarde de agosto mi Síndrome del Acento Extranjero degenerara —quizá por el efecto del calor inmoderado en mis áreas temporo-parietales— en una suerte de compleja afasia, he tenido que convivir con paroxismos de uno y otro tipo, sin que jamás ninguno de ellos reportara beneficio alguno para mi vida cotidiana ni para mi oficio.
Hasta hoy.
10.21
DE LA MAÑANA
. I
NTENTO DE HOMICIDIO CON EXIMENTE DE LEGÍTIMA DEFENSA
.
Cuando me he despertado esta regalada mañana de viernes, cuando me he descubierto aún con vida tocado por los tímidos rayos de este amanecer inesperado, he tenido que tirar con todas mis fuerzas de mi descompuesto cuerpo para conseguir arrancarlo del lecho, he tropezado a los pies de la cama con los aparatos de respiración asistida, he querido decir: «¿Por qué la mala suerte me persigue?», y en su lugar he dicho: «¡Attention, señoor, le voiture!». Y entonces lo he visto claro: tan sólo había de venir a buscar a Eduardo Blaisten al Starbucks de la calle Virgen de los Peligros esquina con Alcalá, donde los viernes, al igual que los martes, viene a tomarse su café matinal, dirigirme a él y esperar a que cualquiera de sus comentarios me suene como una amenaza de muerte, y en ese momento acabar de una vez por todas con su vida, con la eximente de que yo creeré hacerlo en legítima defensa.
Estoy sentado en un taburete alto, junto a la vidriera. Me cubre toda la cabeza una máscara de poliestireno que he confeccionado para la ocasión, y sobre ella llevo una peluca de pelo natural de color pajizo. Parezco más grueso de lo que soy, más resistente de lo que soy, y, a pesar de los rasgos rudos y pendencieros que me he modelado, menos peligroso de lo que en realidad soy.
En estos momentos, a través de los cristales, acabo de ver aparecer al señor Blaisten, acompañado de su amante. El señor Blaisten nunca viene acompañado de su amante, y a mí nunca me han gustado los cambios. Él lleva un abrigo largo de color gris perla, una larga bufanda de tres colores que la atraviesan en línea de un extremo a otro arrollada al cuello, y el plano y rígido maletín forrado en piel que nunca lo abandona. Su amante lleva un ceñido abrigo de lana y algodón hasta las rodillas, con cuadritos negros y amarillos, un gorro negro de punto de lana, unos pendientes de dijes de azabache, y botas altas oscuras. En pocos minutos han pedido sus bebidas, y ahora están sentados junto a mí en dos taburetes altos.
Tomo una bocanada de aire, me aprieto el abdomen para aliviar el dolor que me consume, pongo mi cuerpo en tensión, me aproximo a él para pedirle que me acerque el periódico del establecimiento, le toco el hombro y le digo:
—La blanca negra cosa, espicorrábico.
El señor Blaisten me mira con extrañeza, se aclara la voz, y me pregunta:
—¿Amable caballeresca mirada?
Su comentario no me ha parecido demasiado agresivo, así que no tengo excusa para matarlo. Tampoco puedo tratar de provocarlo, porque entonces la ley podría no contemplar mi derecho a la legítima defensa. Así que insisto, y vuelvo a pedirle la prensa de hoy:
—La quieto noticias, negras cosas pasan.
El señor Blaisten, sin perder su sonrisa, se interesa de nuevo:
—¿Cosa dit, psicopúrtide?
Su amante lo agarra desde atrás por el brazo, y tirando de él le advierte en voz baja:
—Muerte perra, abasto noticias.
Este comentario quizá podría ser tomado como algo amenazador, pero la amante de Eduardo Blaisten no es mi objetivo. Así que cambio de estrategia, y decido dirigirme a ella, hablarle de cómo los bucles de su pelo parecen ingrávidos cuando camina por la calle y son vistos desde atrás, del olor de su pelo, de sus ojos soñadores, y de cómo deja la boca entreabierta cuando mira a través de las ventanas, por si de esta forma consiguiera despertar los celos de él.
—Fuego y lenta mirada, la quieto persona, Mateo, con luna fémina —digo.
La amante del señor Blaisten retrocede un poco, refugiándose detrás de su compañero. No estoy muy seguro de si mi máscara de poliestireno seguirá intacta y con buen aspecto. Debajo de ella debo de haber alcanzado los treinta y siete grados y medio con facilidad, y el sudor no tiene por dónde salir. Trato de secarme con un pañuelo, pero en la superficie de mi frente de polímero termoplástico no hay nada que secar.
—La tenue dulce —le digo aún a ella, que todavía me mira a los ojos guarecida al otro lado del señor Blaisten—, siempre.
El señor Blaisten se levanta, se vuelve a abotonar el abrigo, que aún no se había quitado, coge los dos vasos de cartón con sus tapaderas de plástico, el maletín de piel, le ofrece el brazo por el codo a su amante, y salen del local. Antes de irse, se despide de mí:
—Morrocotuda cabeza, escusami.
A lo que ella añade:
—Minino.
El sudor de mi frente ha encontrado por dónde salir, y lo hace por las dos aberturas de mi careta para los ojos. Ahora sí, lo seco con el pañuelo, y dejo caer sobre el estante del ventanal la pequeña cafetera de acero inoxidable y boquilla afilada, con el logotipo de Starbucks, con la que pensaba matar a Blaisten.
R
ené Descartes nació en la aldea de La Haye, en la región de la Touraine, una pequeña población francesa que crecía arropada por el último tramo del río Creuse, un primaveral 31 de marzo de 1596. De su madre, a la que perdió cuando tenía un año de vida, heredó una tos seca y una fisonomía pálida, además de una fortuna que le permitió vivir con cierto desahogo económico por el resto de sus días. Su padre, al ver un niño tan endeble y quebradizo, siempre dio por supuesto que no viviría demasiado.
El 10 de noviembre de 1619, el señor Descartes se encontraba en los cuarteles de invierno del ejército de Maximiliano de Baviera, en un remoto paraje a orillas del Danubio. Pasaba el día solo y encerrado en una habitación con las ventanas atrancadas con traviesas para evitar la entrada del frío, sentado al lado de una estufa, tomando una infusión, con toda la tranquilidad necesaria para entregarse por entero a sus pensamientos.
Como fuera que el señor Descartes acostumbraba a dormir más de diez horas diarias, lo que le dejaba una mirada turbia y de apariencia pendenciera, el placentero bochorno de aquella estufa le fue venciendo y le hizo caer en un profundo sopor, a lo largo del cual tuvo tres sueños. En el primero de ellos se hallaba en una calle barrida por un fuerte vendaval que le impedía mantener el equilibrio, también a causa de su debilidad en la rótula de la pierna derecha, pero los compañeros que se encontraban junto a él conseguían sostenerlo. Después, el señor Descartes cayó al suelo y se despertó. Y de nuevo, arrullado por las soflamas calientes, sucumbió a la somnolencia. Entonces le volvió a despertar el estallido de un trueno que iluminó toda la habitación, y que, sin embargo, era de nuevo parte de un sueño. Se durmió otra vez. Y soñó que descubría un libro sobre el tablero de su sobrio escritorio. Comenzó a hojearlo, y su vista tropezó con las palabras
quid vitae sectabor iter?
, sentencia que tomó como una interpelación acerca de la vida que debía seguir y que, ni que decir tiene, acabó por despertarlo de nuevo. Y así permaneció el filósofo francés por el resto del día en tierras germanas, atufado por la estufa. Y no obstante, incluso antes de salir por completo del sopor, el señor Descartes ya había empezado a vislumbrar el sentido del primer sueño como una advertencia hacia los errores del pasado y los inconvenientes de pretender apoyarse en los demás, el segundo como el descenso del Espíritu de la verdad para tomar posesión de su cuerpo, y el tercero como una señal de que pronto se le abrirían todos los tesoros del conocimiento verdadero. Cuando el señor Descartes terminó de despertarse, tosió, escupió algunas flemas viscosas teñidas de sangre, como mermelada de grosellas, y asintió con la cabeza. Había tomado la decisión más importante de su vida: había gestado el ambicioso plan de crear un método para descubrir la verdad en cualquier rama de la ciencia.