Febrero. Todo sigue pareciendo una farsa. El viaje del rey a Cataluña y las palabras pronunciadas en catalán preocupan al Gobierno, sobre todo a Arias Navarro. Resultó un éxito. Suárez va haciendo su labor como ministro secretario general del Movimiento, aunque los ministros del Gobierno Areilza y Fraga lo miran de reojo con menosprecio. Todo sigue con una lentitud exasperante. Yo me estoy hartando de que todos los hombres busquen lo mismo. Todos quieren llevarme a la cama. Esta vez ha sido un político alemán. Me desnudaba con los ojos.
Primera semana de abril. Juan Carlos piensa en la posibilidad de que Suárez sea presidente. Le preocupa que haya sido vicesecretario general del Movimiento con Franco, incluso que se hubiera puesto la camisa azul y su ministerio actual. Duda. Es obvio que Torcuato anda con ese tema. Suárez, Osorio y yo cenamos con el director general de la BBC Sir Charles Curran, con quien yo había pactado la información.
4 de junio. Viaje de Juan Carlos a Washington. Todo un éxito. Eran las dos menos cuarto hora española. Juan Carlos estaba contento con los resultados positivos del viaje. Una vez más y aprovechando la euforia, le aconsejé que había que legalizar el PCE. Además, allí se lo habían preguntado y se había hecho el sordo.
8 de junio. Juan Carlos sigue elogiando a la oposición. A Felipe González. Y a Tierno Galván. Sigue con aversión al PCE. Torres más altas han caído. Le he prometido que le voy a presentar a gente conocida, a intelectuales, escritores, artistas y todo eso. Que no le pase como a su abuelo Alfonso XIII. Cuando Ignacio Luca de Tena le quiso presentar a Unamuno, el Rey le dijo que entrara en palacio de noche embozado por la puerta del Moro. Pero Unamuno dijo: «Ya es tarde para conocer a ese señor».
9 de junio. Espléndido discurso de Suárez sobre la Ley de Reforma Política. Lo ha dicho todo con palabras ambiguas, de doble sentido, un ejercicio de maestría ambivalente. Con ese discurso ante las Cortes los procuradores pueden hacer encaje de bolillos o suicidarse.
10 de junio. Le digo a Juan Carlos que felicite a Suárez por su discurso. Tiene que alabarle su cintura.
11 de junio. Suárez me concede un lazo. Yo no lo quiero. Juan Carlos le ha dicho que había que condecorarme. No lo quiero. Las declaraciones de don Juan han estado muy bien. Al fin el discurso de Suárez sobre los partidos políticos ha quedado muy bien. Llevaba unos días cabreadísima con él. Entiende Juan Carlos que es un todoterreno, ya que se adapta a todas las circunstancias. Sugerí la peligrosidad de ello. Corren tiempos en que hay que decidirse a marcar un territorio.
13 de junio. Me llama varias veces el rey. Necesita un secretario de prensa urgentemente. A las ocho y cuarto de la noche me habla de la crisis. Suárez candidato y me explica cómo... No me atrevo a comunicárselo a Suárez. Se pondría demasiado nervioso.
17 de junio. Juan Carlos anda dándole vueltas a la pelota. Con el tema del número uno. No sabe qué hacer. El general Alfonso Armada le dice que si nombra a alguien capaz y muy brillante, le quitará imagen. Fraga le propone para Información y Turismo a Aparicio o Quílez o «a un tal Suárez o así». Vaya con Fraga. Es la leche el tío ese. Le propongo de momento para TV a alguien de la oposición moderada. Le hablo de la necesidad de nombrar a alguien en Medio Ambiente y también de nuestro hombre, el de Cebreros.
18 de junio. I’m a man after all before being what I am. I simply adore you... Vaya parejita. Si no fuera por... ¡Qué indignación! No para. Alguien ha comentado que soy muy guapa, pero que no tengo efluvios eróticos. ¿Habrá sido Zubiri? ¿Qué significa no tener esos efluvios, que no soy una quedona? Se ha llegado a decir que soy lesbiana. Esas maldades que se sueltan guiñando el ojo.
21 de junio. «Nadie me da calabazas como tú me das.» De eso estoy segura. Siento obsesión por hablarle al rey del país real. Ni él ni su madre han convencido a don Juan, que anda como si lo hubieran traicionado. Responsabiliza al gordito Sainz Rodríguez. Nunca he conocido a un hombre más inteligente y más malvado.
22 de junio. Sigue muy cavernícola. Fraga no ayuda. Si tuviese a su lado a un presidente que le explicara y le ayudara democráticamente. Al paso que vamos, esto va a ser la ruptura de los cavernícolas. Miedo a Marx. Al Ejército. Al PCE. Tengo que seguir machacando. No se dan cuenta de que estos comunistas son unos santos laicos.
24 de junio. San Juan. Creo que ya está hecho que el señorito sea director de orquesta. La sorpresa va a ser brutal. Besamanos en palacio. Gente de toda clase. Esta fiesta comienza a ser hortera.
25 de junio. Llama Suárez nervioso, con su dirección de orquesta. Le digo que se tranquilice, no vaya a meter la pata. Un rumor sería suficiente para anularle. La ambición nunca debe notarse en el primer peldaño. Le digo que un ambicioso debe enseñar sus cartas cuando ya tiene inmovilizados a sus adversarios.
29 de junio. Acabo de llegar de darme un baño en el Mediterráneo. Es el mar de mis ancestros. Ayer llamó dos veces Juan Carlos para decirme que el día D era mañana. He recibido la noticia al salir del agua, envuelta en una toalla. 30 de junio. De nuevo el rey duda. Le angustia lo de Arias Snoopy, en nuestro argot. A la una menos veinte de la madrugada me llama el rey para decirme que será mañana a la una y cuarto. No sabe bien cómo pedirle la dimisión a Arias Navarro. Lleva tres días angustiado. Hablamos de las posibles reacciones. Volverá y llamará despechado. Venderá el favor al que crea su sucesor o lo tomará a bien. En ese caso el rey lo convidaría a comer.
1 de julio. Día D. Juan Carlos decide pedirle la dimisión a Arias, que tenía su puesto asegurado hasta enero del 79. El camino está abierto para que Suárez, el joven fascista que me dio trabajo años antes, sea nombrado presidente del Gobierno.
2 de julio. Día siguiente a la dimisión de Arias. Me llama el rey. Juan Carlos está eufórico. Incluye a Suárez. Insisto en que hay que hacer la reforma en serio. Es tremendamente conservador. Me pregunto si el hecho de que Suárez fuera vicesecretario general con Franco y ministro secretario general ahora puede dar mala imagen. Le digo que, desde luego, pésima, pero... No traga a Fraga. Suárez está nervioso. En su euforia sólo piensa en algunos retoques. Así no vamos a ningún sitio. Tanto él como don Juan desconfían de Areilza.
3 de julio. Ayer desde las doce y media estuve con Suárez. Estaba nervioso y sereno. «¿Y si al final no...? ¿Y si ha cambiado de idea?» «Que no, tranquilo.» Llaman los periodistas por teléfono. Contesto yo sin identificarme. Rumores y más rumores. Más nerviosismo por parte de Suárez. Areilza encolerizado. Se terminó el champán. Cogí yo el teléfono de la esperada llamada. «Señor...» Recibí la noticia. Le dije a Suárez: «Usa el 127. No vayas a palacio en el Mercedes blanco que te ha conseguido Graullera». Me dice que le espere. Le digo que no porque en cuanto corra la noticia estarán luego todos los medios en su piso de Puerta de Hierro y yo entiendo que no debo estar allí. Refunfuña pero acepta. Me despido del portero. Cuando regresa me llama por teléfono y reconoce que tenía razón en haberme ido. Me da las gracias. Adolfo Suárez no se creía el sueño que estaba soñando. Ahí está esa foto en la que se le ve dentro del coche, a la salida del palacio de la Zarzuela, aquel 3 de julio de 1976, mordiéndose el labio por la sorpresa, convertido en presidente del Gobierno. Cuando le mostraron esa foto que publicaron todos los periódicos en primera página, Suárez creía que se había hecho célebre porque había acertado un boleto de catorce resultados, para él solo, como un tal Gabino, el de las quinielas, que también era igual de famoso.
4 de julio. Juan Carlos feliz. Optimista con deseos de construir el país. Luego llamó la reina. Como siempre, amiga e inteligente. Ella decía que Suárez era como aire fresco. Confiaba en que no cambiase con el poder.
5 de julio. Aunque Suárez no sea un demócrata, lo hará. Insisto ante Juan Carlos en que el mejor antídoto es el de hacer la reforma, de acelerar, de entrar en contacto con toda la oposición. Llamó don Juan para informarse. Está sumamente dolido.
10 de julio. Insisto y reitero que no hay tiempo que perder. Hay que devolver la voz al pueblo cuanto antes. Me enfado con Suárez. Aquí se ofrece todo el mundo para ser ministro. Celos. Vaya país.
12 de julio. Vuelvo a insistir con Juan Carlos que hay que conceder la amnistía y legalizar el PCE. Más permeable. Teme la reacción del Ejército. Hablo con Suárez. Hay que coordinarse. Me llama Zubiri, estimula esa llamada en medio de tanto jaleo. Entro en el despacho de la Presidencia del Gobierno, en Castellana, 3. La impresión es estremecedora. Pobre país. Pobre rey. Qué horror. Hay una ausencia total de profesionalización. Tiene aspecto de opereta de barrio. Al verlo se entiende la miseria humana de Franco.
Agosto de 1976. Anónimos. Junto a una foto de un negro con un sexo enorme. Has ido a África a chupársela. Cuánto enfermo, cuánta maldad. Si ahora a los treinta y tres años no hubiera situado esas cosas en su sitio, en este momento estaría esquizofrénica. Para esta gente todo es una cuestión sexual. Me elogian en la Hoja del Lunes. Alta, esbelta como un junco, con extraños ojos rasgados, plateados, que arrojan cataratas de luz. Así es el nuevo jefe del gabinete del presidente del Gobierno, Carmen Díez de Rivera Icaza. Carmen for president. Treinta y tres años, aristócrata, licenciada en Ciencias Políticas.
10 de agosto. Suárez y Felipe se caen de cine. No me extraña. Son muy parecidos. Adolfo Suárez caminaba por el bosque lácteo y debajo de cada helecho había un cuaderno escrito cuyas hojas el tiempo había podrido. Al pisarlas levantaban un vapor fermentado que no podía distinguirse de la memoria perdida.
Adolfo Suárez recordaba turbiamente que Fraga, en la tribuna del Congreso, citaba a Bodino y a Montesquieu y él, desde la cabecera del banco azul, le atendía como un alumno de Derecho Político que desea aprender cosas tan lindas, pero a veces tenía una sensación extraña. Las palabras de aquel profesor salían a borbotones de su boca acompañadas de aullidos de lobo y se extasiaban en el aire evanescente del recinto dorado. Fraga se comportaba como un bodeguero eufórico. Hincaba los zapatones en la tarima, echaba un regüeldo con sabor a codillo, expulsaba una nube de azufre por la nariz y se veía a simple vista que las ideas ya le empujaban las cejas entre el rumor de su masa encefálica y el borbotón de palabras mordidas por la mitad comenzaba a manar de su boca. Fraga utilizaba un cabreo perenne para crear a su alrededor un clima de pesimismo triunfal. «A este hombre le sobran exactamente dos litros de sangre —piensa Suárez desde la cabecera del banco azul—. Si le aplicaran sanguijuelas en la pantorrilla para rebajarle la sacudida del pulso, que le estalla en las sienes, tal vez se volvería pálido como un hereje y comenzaría a dudar».
Desde la tribuna del Congreso Fraga apuntaba con el dedo a Suárez y le gritaba: «Oiga, joven, yo nunca he dudado de nada. Desde mi primera juventud estoy escalando con grandes resoplidos la ley de la gravedad contra la historia, aunque éste es un momento estelar en mi biografía. Corren malos tiempos. Sólo yo sé qué es la patria. Usted la ha traicionado. Es usted un analfabeto. Yo he leído diez mil libros. El Estado me cabe en la cabeza. En mi juventud me sabía de memoria el listín de teléfonos y estaba a los pies de aquella estatua de mármol, que es España, con un obcecado furor por ser el primero en todo. No había tribunal que se me resistiera. Entré con la fuerza de un estibador en los volúmenes de la biblioteca y me los zampaba con cuchara, de tres en tres, como hago ahora con las fabadas. En cambio, usted, Suárez, nunca ha leído un libro. Ni siquiera ha leído las solapas del fascículo titulado: Cómo hacerse demócrata en diez días».
Pese a sus ladridos, a Fraga le había dado un barniz liberal la extrema derecha, los Guerrilleros de Cristo Rey que iban rompiendo escaparates de librerías progresistas y de galerías de arte donde se exponían grabados de Picasso. De hecho, en el hemiciclo del Congreso a veces se veía cruzar en vuelo rasante a Blas Piñar, a media altura como Superman, el brazo extendido de frente, el traje de caucho bien ceñido a las partes viriles, con una ese de fuego en el pecho, la ceja arqueada por la ira y el mentón aproado, cortando el aire. Los diputados estaban acostumbrados a estos trucos de especialista. Cuando Blas Piñar pasaba por el cielo del hemiciclo, seguido por una ráfaga luminosa de cohete borracho, los diputados no levantaban la vista del crucigrama y Suárez aprovechaba el número para ir al lavabo. Al final de la legislatura, al ver que esos alardes no servían de nada, Blas Piñar llegaba al Congreso hecho un caballero cristiano, masajeado con Aqua Velva, y todas sus bravatas terminaban tomándose un pincho de tortilla en el bar. La democracia siempre acaba por amansar a los héroes.
Los idiotas creen todavía que Fraga había domado a la extrema derecha y la había introducido en el juego de la democracia. Fue al revés, pensaba Suárez. «Hubiera podido driblarle cien veces sólo con la cintura, era muy torpón, pero al final me ganó la partida. Fraga me expulsó del sistema y cortó el queso de la derecha española por la mitad con Franco dentro y la inoculó de autocracia y de rencor africanista donde no hay adversarios, sino amigos o enemigos, sin término medio; al amigo se le regala una barrica de leche de camella y al enemigo se le pega una patada en la barriga. Eso es todo.»
Por otro lado, cuando Carrillo subía a la tribuna del Congreso, Suárez ensayaba media sonrisa interior al recordar ciertos sucesos que lo habían hecho feliz. Ahora eran amigos, después de haberle tenido tanto miedo. Un día Carrillo se quitó la peluca y se apareció a los suyos, como hizo el Nazareno con los discípulos de Emaús después de la resurrección. Los periodistas elegidos para presenciar el milagro fueron llegando uno a uno en secreto a un piso de la calle Alameda, en Madrid. Estaban todos sentados en una sala, como en un pequeño teatro, y llegado el momento se abrió la cortina y detrás, en una hornacina, apareció Santiago Carrillo sin peluca. Flanqueado por dos cirios en lo alto del altar, aquel genio burlón se presentaba con la traza de un viejo pícaro, con el ojito estallado en los lentes, la napia carnosa, el rostro macerado por los golpes de la vida y un cigarrillo en la mano. La concurrencia produjo un rumor de asombro. ¡¡¡Oooohhh, Carrillo en carne mortal!!! Era la primera vez que Carrillo se mostraba a la intemperie desafiando la clandestinidad.