El bacilo robado y otros incidentes - Cuentos del espacio y del tiempo (26 page)

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Authors: H. G. Wells

Tags: #Ciencia Ficción, Clásico, Cuento

BOOK: El bacilo robado y otros incidentes - Cuentos del espacio y del tiempo
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Andú, el enorme oso de las cavernas, que vivía en la cueva garganta arriba, no había visto nunca un hombre en toda su sabia y respetable vida hasta que en una ocasión en mitad de la noche, cuando estaba merodeando garganta abajo por el borde del acantilado, vio el resplandor del fuego de Eudena en el saliente, y a Eudena roja y resplandeciente y a Ugh-lomi con una gigantesca sombra que le imitaba sobre el blanco acantilado, yendo de acá para allá, agitando la mata de pelo y ondeando el hacha de piedra —la primera hacha de piedra— mientras cantaba la muerte de Uya. El oso de las cavernas estaba lejos garganta arriba y lo vio todo de forma sesgada y a mucha distancia. Estaba tan sorprendido que se quedó completamente quieto sobre el borde, aspirando el novedoso olor a helechos ardiendo y preguntándose si la aurora no estaba saliendo por el sitio equivocado. Era el señor de las rocas y de las cuevas, era el oso de las cavernas, al igual que su hermano más pequeño, el oso pardo, era el señor de los espesos bosques de abajo, y como el león moteado —el león en esos tiempos tenía motas— era el señor de los arbustos de espino, de los cañaverales y de las llanuras abiertas. Era el mayor de todos los carnívoros. No conocía el miedo, nadie se alimentaba de él, y nadie le presentaba batalla, sólo el rinoceronte le superaba en fuerza. Hasta el mamut evitaba su territorio. Esta invasión le dejó perplejo. Observó que estas nuevas bestias tenían forma de monos y escaso pelo como los cerdos jóvenes.

—Mono y cerdo joven —dijo el oso de las cavernas—. Quizá no esté tan mal. Pero esa cosa roja que salta y la cosa negra que salta con ella allí… ¡jamás en mi vida había visto cosas semejantes!

Se acercó despacio por la cresta del acantilado deteniéndose tres veces a aspirar y observar, y el mal olor del fuego se hizo más fuerte. Una pareja de hienas estaba también tan absorta con aquello de abajo que Andú, acercándose suave y ligero, estuvo a su lado antes de que ellas se percataran de su presencia ni él de la de ellas. Se sobresaltaron culpablemente y marcharon dando tumbos. Volviéndose completamente a cien yardas de distancia empezaron a dar alaridos y a insultarle por el susto que habían sufrido.

—Ya-ha —aullaban—. ¿Quién no sabe escarbar su propia madriguera? ¿Quién come raíces como los cerdos?… ¡Ya-ha!

Pues ya en esos tiempos las maneras de las hienas eran tan ofensivas como lo son en la actualidad.

—¿Quién responde a la hiena? —gruñó Andú mirándolas en la oscuridad de la noche y yendo luego a mirar al borde del acantilado.

Allí estaba Ugh-lomi contando todavía su historia, el fuego apagándose y el olor de la hoguera cálido y fuerte.

Andú estuvo en pie al borde del acantilado de caliza algún tiempo, cambiando su vasto peso de un pie a otro y moviendo la cabeza de un lado a otro con la boca abierta, las orejas estiradas y nerviosas, aspirando por los agujeros del gran hocico negro. Era muy curioso, el oso de las cavernas, más curioso que ninguno de los osos que viven en la actualidad, y el parpadeante fuego y los incomprensibles movimientos del hombre, por no hablar de la intrusión en su territorio indisputable, agitaban su imaginación con la sensación de acontecimientos nuevos y extraños. Había estado tras una cría de ciervo rojo, pues el oso de las cavernas era un cazador que gustaba de la variedad, pero aquello le había distraído por completo de esa empresa.

—¡Ya-ha! —aullaban las hienas por detrás—. ¡Ya-ha-ha!

Mirando a la luz de las estrellas Andú vio que ahora había tres o cuatro andando de un lado para otro contra la gris ladera del monte.

—Ahora me estarán rondando toda la noche… hasta que mate —dijo Andú—. ¡Basura del mundo!

Y, principalmente para molestarlas, decidió observar el rojo parpadeo en la garganta hasta que llegara la aurora y se llevara a su casa la escoria de las hienas. Después de un rato desapareció y oyó sus voces —como las que hacen los de los barrios bajos de Londres cuando están de juerga— a lo lejos en los bosques de hayas. Después volvieron a acercarse furtivamente. Andú bostezó y continuó por el acantilado, ellas le siguieron. Luego se detuvo y retrocedió.

Era una noche espléndida, llena de rutilantes constelaciones, las mismas estrellas, pero no las mismas constelaciones que nosotros conocemos, pues desde aquellos tiempos todas las estrellas han tenido tiempo de moverse a sitios nuevos. A lo lejos, cruzando el campo abierto más allá de donde las hienas de pesados hombros y flaco cuerpo merodeaban a lo tonto dando aullidos, había un bosque de hayas y más allá se elevaban las pendientes laderas de la montaña, un oscuro misterio hasta que sus cumbres, cubiertas de nieve, sobresalían blancas, frías y claras, tocadas por los primeros rayos de la todavía invisible Luna. Había un vasto silencio salvo cuando los aullidos de las hienas lanzaban una nota discordante que se desvanecía en la paz o cuando desde el fondo de los montes el son de las trompas de los recién venidos elefantes llegaba débilmente con la suave brisa. Ahora, abajo, el parpadeo rojo había menguado, era constante y relucía con un rojo más profundo, y Ugh-lomi había acabado su relato y se disponía a dormir, y Eudena estaba sentada escuchando las voces extrañas de desconocidas bestias y observaba la oscura parte este del cielo que se volvía profundamente luminosa con la llegada de la Luna. Allá abajo el río hablaba consigo mismo y cosas invisibles iban de un lado para otro.

Después de un rato el oso se marchó, pero una hora más tarde estaba otra vez de vuelta. Entonces, como si se le hubiera ocurrido algo, se volvió y subió garganta arriba…

Pasaba la noche y Ugh-lomi continuaba durmiendo. La Luna menguante salió e iluminó el desvaído acantilado blanco desde arriba con una luz pálida y vaga. La garganta permaneció en una sombra más profunda y parecía todavía más oscura. Luego, por grados imperceptibles, llegó el día colándose tras la luz de la luna. Los ojos de Eudena vagaron por la cresta del acantilado que tenían encima una vez y después otra. Las dos veces la línea del borde se destacaba limpia y clara contra el cielo, no obstante tuvo la oscura percepción de algo que acechaba desde allí. El color rojo del fuego se hizo cada vez más profundo, grises escamas se extendieron sobre él, su vertical columna de humo se volvió cada vez más notoria, y garganta arriba y abajo las cosas que habían sido invisibles se tornaron claras, envueltas en una descolorida iluminación. Puede que se hubiera adormilado.

De repente, con un sobresalto, dejó la posición de sentada, escudriñando, en pie y alerta, el acantilado de arriba abajo. Hizo un ruido levísimo, pero Ugh-lomi, con sueño ligero como un animal, también se despertó al instante. Cogió el hacha y silenciosamente se puso a su lado.

La luz era todavía escasa, el mundo estaba ahora todo de un gris negro y oscuro, y una débil estrella remoloneaba aún en las alturas. El saliente en el que estaban era un pequeño espacio herboso de unos seis pies de ancho por veinte de largo, en pendiente hacia afuera y con un puñado de hierba de San Juan que crecía junto al borde. Por debajo, la suave roca blanca caía en una pronunciada pendiente de casi cincuenta pies hasta el espeso arbusto de avellano que bordeaba con el río. Río abajo esta pendiente se acentuaba hasta que algo más lejos una delgada hierba mantenía sus dominios justo hasta la cresta del acantilado. Por encima, cuarenta o cincuenta pies de roca sobresalían en las grandes masas características de la caliza, pero al final del saliente un barranco escarpado, una ranura de roca descolorida, rasgaba la cara del acantilado y daba pie a una maleza por la que Eudena y Ugh-lomi subían y bajaban.

Se quedaron tan silenciosos como el ciervo espantado, con los cinco sentidos expectantes. Durante un minuto no oyeron nada, y luego llegó un débil ruido de tierra deslizándose por el barranco y el crujir de ramitas.

Ugh-lomi empuñó el hacha y fue hasta el extremo del saliente, pues la protuberancia de la caliza por encima había ocultado la parte superior del barranco. Y de inmediato, con súbito encogimiento del corazón, vio al oso de las cavernas a medio camino, bajando desde la cresta y dando cautelosos pasos hacia atrás con su plano pie trasero. Tenía los cuartos traseros hacia Ugh-lomi y con las garras arañaba las rocas y los arbustos de forma que parecía pegado al acantilado.

La postura no le hacía parecer menos imponente. Desde el reluciente hocico hasta la minúscula cola era como un león y medio, la medida de dos hombres altos. Miró por encima del hombro, la enorme boca se abrió con el esfuerzo de mantener erguida la gran carcasa y sacó la lengua…

Logró hacer pie y bajó despacio, una yarda más cerca.

—Oso —dijo Ugh-lomi mirando alrededor con la cara pálida.

Pero Eudena, con terror en los ojos, estaba apuntando acantilado abajo. Ugh-lomi se quedó con la boca abierta, pues por abajo, con el gran pie delantero contra la roca, se erguía otra gran mole de color gris moreno: la osa. No era tan grande como Andú, pero bastante grande a pesar de todo.

Entonces, súbitamente, Ugh-lomi dio un grito y, cogiendo un puñado de restos de helechos que estaban esparcidos por el saliente, los tiró a las pálidas cenizas del fuego.

—¡Hermano Fuego! —gritó—. ¡Hermano Fuego!

Y Eudena, poniéndose en movimiento, hizo lo mismo.

—¡Hermano Fuego! ¡Socorro, socorro! ¡Hermano Fuego!

El Hermano Fuego tenía todavía rojo el corazón, pero se volvió gris cuando lo esparcieron.

—¡Hermano Fuego! —gritaron.

Pero el susurró y murió y no quedaron más que cenizas. Luego Ugh-lomi bailó de rabia y golpeó las cenizas con el puño. Sin embargo Eudena empezó a martillear la piedra del fuego contra un pedernal. Y los ojos de los dos se volvían una y otra vez hacia el barranco por el que Andú bajaba.

—¡Hermano Fuego!

Súbitamente los enormes y peludos cuartos traseros del oso estuvieron a la vista por debajo de la protuberancia caliza que lo había ocultado. Todavía estaba bajando cautelosamente por la superficie casi vertical. Aún no se le veía la cabeza, pero podían oírle hablando consigo mismo.

—Cerdo y mono —decía el oso de las cavernas—, debería estar bueno.

Eudena sacó una chispa y sopló, centelleó con más brillo y luego se apagó. Ante eso tiró al suelo el pedernal y la piedra del fuego y miró con los ojos en blanco. Luego se puso en pie de un salto y subió gateando una yarda o así por el acantilado por encima del saliente. No sé cómo pudo mantenerse ni siquiera un momento, pues la caliza era vertical y sin nada a lo que un mono pudiera agarrarse. En un par de segundos había resbalado de nuevo hasta el saliente con las manos sangrando.

Ugh-lomi estaba haciendo frenéticos asaltos por el saliente, ya iba hasta el borde, ya hasta el barranco. No sabía qué hacer, no podía pensar. La osa parecía más pequeña que su compañero, mucho más pequeña. Si se lanzaban contra ella los dos a la vez uno quizá viviera.

—¡Ufl —exclamó el oso de las cavernas, y Ugh-lomi se volvió de nuevo y vio sus ojitos mirando por debajo de la protuberancia de la caliza.

Eudena, encogida de miedo en el extremo del saliente, comenzó a gritar como un conejo atrapado. Eso produjo una especie de locura en Ugh-lomi. Con un potente grito cogió el hacha y corrió hacia Andú. El monstruo dio un gruñido de sorpresa. En un momento Ugh-lomi estaba agarrado a un arbusto justo debajo del oso, en el siguiente estaba colgado de su espalda medio sepultado en piel, agarrado con un puño al pelo por debajo de la mandíbula. El oso estaba demasiado sorprendido ante este fantástico ataque para hacer otra cosa que agarrarse pasivamente. Y luego el hacha, la primera hacha de todas, resonó en su cráneo.

La cabeza del oso giró de un lado a otro y él inició un quejido malhumorado y gruñón. El hacha golpeó a una pulgada del ojo izquierdo y la sangre caliente le cegó esa parte. Acto seguido, el bruto rugió de sorpresa e ira y sus dientes rechinaron a seis pulgadas del rostro de Ugh-lomi. Luego, el hacha, bien agarrada, cayó pesadamente en el ángulo de la mandíbula.

El siguiente golpe cegó el lado derecho e hizo exhalar un rugido, esta vez de dolor. Eudena vio que los enormes pies planos resbalaban y se deslizaban y de repente el oso dio un torpe salto lateral como para alcanzar el saliente. Luego todo desapareció, aplastaron los avellanos y un rugido de dolor y un tumulto de gritos y gruñidos subió desde muy lejos, por abajo…

Eudena gritó y corrió al borde a mirar por encima. Durante un momento el hombre y los osos formaron una masa juntos, con Ughlomi en la parte superior, luego él se había separado de un salto y estaba trepando por el barranco de nuevo, con los osos dando vueltas y golpeándose uno a otro entre los avellanos. Pero él había dejado el hacha abajo y tres rayas de color carmín con yemas en las puntas le brotaban muslo abajo.

—¡Arriba! —gritó, y en un momento Eudena marchaba por delante hacia la parte superior del acantilado.

En medio minuto estaban en la cresta, los corazones latiendo ruidosamente, con Andú y su esposa muy lejos y seguros por debajo de ellos. Andú estaba sentado sobre las ancas, las dos garras activas, tratando de limpiar con rápidos y exasperados movimientos la ceguera de sus ojos, y la osa estaba a cuatro patas un poco más lejos con aspecto encrespado y gruñendo airadamente. Ugh-lomi se tiró cuan largo era sobre la hierba y estuvo tumbado jadeando y sangrando con el rostro sobre los brazos.

Durante un segundo Eudena contempló a los osos, luego vino a sentarse junto a él, mirándolo… Pronto alargó tímidamente la mano y lo tocó y emitió el sonido gutural que constituía su nombre. Él se dio la vuelta y se levantó apoyándose en el brazo. Tenía la cara pálida, como alguien que tiene miedo. La miró fijamente un momento y luego súbitamente se rió.

—¡Guau! —exclamó exultante.

—¡Guau! —replicó ella.

Una conversación sencilla, pero expresiva.

Después Ugh-lomi vino a arrodillarse junto a ella y, apoyado en las manos y las rodillas, miró por encima de la cresta y examinó el desfiladero. Tenía ahora la respiración uniforme y la sangre había dejado de fluir por la pierna, aunque los arañazos que le había hecho la osa estaban abiertos y eran anchos. Se incorporó sentado y se quedó mirando atentamente las huellas de los pies del gran oso cuando llegaron al barranco: eran tan anchas como su cabeza y dos veces más largas. Luego se puso en pie de un salto y caminó por la cara del acantilado hasta que pudo ver el saliente. Allí estuvo sentado un rato pensando mientras Eudena lo observaba. Al poco, ella vio que los osos se habían ido.

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