El bacilo robado y otros incidentes - Cuentos del espacio y del tiempo (21 page)

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Authors: H. G. Wells

Tags: #Ciencia Ficción, Clásico, Cuento

BOOK: El bacilo robado y otros incidentes - Cuentos del espacio y del tiempo
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Desde luego, parece una conclusión muy plausible que al observar el interior del cristal lo que el señor Cave en realidad veía era el planeta Marte y sus habitantes. Si ése fuera el caso, entonces la estrella vespertina que relucía con tanto brillo en el cielo de aquella distante visión no era ni más ni menos que nuestra familiar Tierra.

Durante algún tiempo los marcianos —si es que eran marcianos— no parecieron haberse percatado de la inspección del señor Cave. Una o dos veces alguno vino a mirar y marchó al poco a otro mástil, como si la visión no fuera satisfactoria. En ese periodo el señor Cave pudo vigilar los procedimientos de este pueblo alado sin ser molestado por sus atenciones y, aunque su informe es necesariamente vago y fragmentario, resulta, a pesar de todo, muy sugestivo. Imaginad la impresión que tendría de la humanidad un observador marciano que, después de un difícil proceso de preparación y con los ojos considerablemente fatigados, pudiera ver Londres desde el chapitel de la iglesia de San Martín a intervalos, como máximo, de cuatro minutos cada uno. El señor Cave no pudo cerciorarse de si los marcianos alados eran los mismos que los marcianos que saltaban por las calzadas y las terrazas, y si los últimos podían ponerse las alas a voluntad. Vio varias veces unos bípedos torpes, que recordaban vagamente a monos, blancos y parcialmente translúcidos, alimentándose entre algunos de los árboles de liquen, y, una vez, algunos de ellos huían delante de uno de los marcianos saltarines de cabeza redonda. Este último cogió a uno con sus tentáculos y luego la imagen se desvaneció de repente dejando al señor Cave absolutamente intrigado en la oscuridad. En otra ocasión, una cosa enorme, que el señor Cave al principio tomó por un insecto gigantesco, apareció avanzando por la calzada junto al canal con rapidez extraordinaria. A medida que se acercaba más, el señor Cave percibió que era un mecanismo de metales relucientes y sorprendente complejidad. Y luego, cuando volvió a mirar, había desaparecido de la vista.

Pasado algún tiempo, el señor Wace pretendió atraer la atención de los marcianos, y la siguiente vez que los extraños ojos de uno de ellos aparecieron pegados al cristal, el señor Cave gritó y saltó, dieron la luz inmediatamente y empezaron a gesticular como haciendo señales. Pero cuando finalmente el señor Cave examinó de nuevo el cristal, el marciano se había marchado.

Hasta aquí habían avanzado las observaciones a principios del mes de noviembre, y entonces el señor Cave, con la sensación de que las sospechas de la familia sobre el cristal se habían disipado, empezó a llevárselo de acá para allá con el fin de poder disfrutar, surgiera la ocasión de noche o de día, de lo que rápidamente se estaba convirtiendo en lo más real de su existencia.

En diciembre, el señor Wace tuvo mucho trabajo a causa de un examen que se aproximaba, suspendieron de mala gana las sesiones durante una semana, y en diez u once días —no está muy seguro de cuántos— no vio a Cave. Entonces, ansioso por reanudar las investigaciones, y habiendo amainado la tensión de sus trabajos trimestrales, bajó hasta los Siete Cuadrantes. En la esquina observó la contraventana ante el escaparate de un pajarero, y luego otra en el escaparate de un zapatero. La tienda del señor Cave estaba cerrada.

Llamó y le abrió la puerta el hijastro vestido de negro. Éste llamó de inmediato a la señora Cave que, como el señor Wace no pudo por menos de observar, llevaba ropas de luto, baratas, pero amplias y de lo más imponente. Sin gran sorpresa por su parte, el señor Wace supo que Cave había muerto y estaba ya enterrado. Ella lloraba y tenía la voz un poco ronca. Acababa de llegar de Highgate. Parecía tener la mente ocupada con sus propios planes y los honorables detalles de las exequias, pero el señor Wace pudo finalmente conocer los pormenores de la muerte de Cave. Le habían encontrado muerto en la tienda por la mañana temprano al día siguiente de su última visita al señor Wace, apretando el cristal entre sus frías manos. Tenía la cara sonriente, según dijo la señora Cave, y el paño de terciopelo de los minerales yacía a sus pies en el suelo. Debía de llevar cinco o seis horas muerto cuando lo encontraron.

Esto supuso una gran conmoción para el señor Wace, que empezó a reprocharse amargamente por no haber atendido los claros síntomas de la mala salud del viejo. Pero lo que más le preocupaba era el cristal. Abordó el tema con cuidado porque conocía las peculiaridades de la señora Cave. Se quedó de una pieza al saber que lo habían vendido.

El primer impulso de la señora Cave tan pronto como el cuerpo de Cave estuvo en el piso de arriba, había sido el de escribir al loco clérigo que había ofrecido cinco libras por el cristal, informándole de su recuperación, pero tras una violenta búsqueda en la que se le unió su hija se convencieron de que habían perdido la dirección. Como no disponían de los medios necesarios para llorar y enterrar a Cave con el esmerado estilo que exige la dignidad de un antiguo habitante de los Siete Cuadrantes, habían apelado a un anticuario amigo de la calle Great Portland, quien amablemente se había hecho cargo de parte de las mercancías a precio de tasación. La tasación la había hecho el mismo y el huevo de cristal estaba incluido en uno de los lotes. El señor Wace, después de las condolencias pertinentes, expresadas, quizá, un poco bruscamente, marchó de inmediato y apresuradamente a la calle Great Portland. Pero allí se enteró de que el huevo de cristal ya había sido vendido a un hombre alto y moreno, vestido de gris. Y ahí terminan súbitamente los hechos materiales de esta historia curiosa y, al menos para mí, muy sugestiva. El anticuario de la calle Great Portland no sabía quién era el hombre alto vestido de gris, ni lo había observado con la suficiente atención como para describirlo minuciosamente. Ni siquiera sabía qué dirección había tomado al salir de la tienda. Durante un tiempo el señor Wace permaneció en la tienda poniendo a prueba la paciencia del anticuario con inútiles preguntas, desahogando su propia exasperación. Por fin, dándose cuenta repentinamente de que todo el asunto se le había ido de las manos, había desaparecido como una visión nocturna, volvió a sus habitaciones un poco asombrado de encontrar las notas que había escrito todavía tangibles y visibles sobre su desordenada mesa.

Naturalmente, su disgusto y decepción fueron muy grandes. Hizo una segunda visita (igualmente infructuosa) al anticuario de la calle Great Portland y recurrió a anuncios en aquellos periódicos que probablemente caerían en las manos de coleccionistas de chucherías. También escribió cartas a
The Daily Chronicle
y a
Nature
, pero ambos periódicos, sospechando una broma, le pidieron que reconsiderara su acción antes de imprimir, aconsejándole que una historia tan extraña, por desgracia tan desprovista de pruebas que la apoyaran, podría poner en peligro su reputación de investigador. Además, las obligaciones de su propio trabajo le urgían. Así que después de un mes más o menos, salvo por algún ocasional recordatorio a ciertos anticuarios, tuvo que abandonar de mala gana la búsqueda del huevo de cristal que, desde ese día hasta hoy, sigue sin ser descubierto. De vez en cuando, sin embargo, según me dice y yo le creo absolutamente, le dan arrebatos de celo en los que abandona las ocupaciones más urgentes y reanuda la búsqueda.

Si permanecerá o no perdido para siempre con su material y su procedencia son todo conjeturas por el momento. Si el actual comprador es un coleccionista era de esperar que las indagaciones del señor Wace llegaran a sus oídos a través de los anticuarios. Ha conseguido descubrir al clérigo y al oriental del señor Cave, que no eran otros que el reverendo James Parker y el joven príncipe de Bossokuni, en Java. Les estoy muy agradecido por ciertos detalles. Los motivos del príncipe eran simplemente la curiosidad… y extravagancia. Estaba tan empeñado en comprar porque Cave se resistía de forma tan extraña a vender. También es posible que el comprador en la segunda ocasión fuera simplemente un comprador casual y no un coleccionista en absoluto, y el huevo de cristal puede que se encuentre en estos momentos, vaya usted a saber, a una milla de aquí, decorando un salón o sirviendo de pisapapeles con sus extraordinarias propiedades completamente desconocidas. Desde luego que es en parte la idea de tal posibilidad la que me ha llevado a narrar la historia de una forma que le dé la oportunidad de llegar a lectores habituales de ficción.

Mis ideas sobre este asunto son prácticamente idénticas a las del señor Wace. Creo que el cristal en el mástil en Marte y el huevo de cristal del señor Cave están en algún tipo —por el momento completamente inexplicable— de comunicación física, y los dos pensamos también que el cristal terrestre debe de haber sido enviado aquí desde ese planeta, posiblemente en fecha remota, para proporcionar a los marcianos una visión próxima de nuestros asuntos. Posiblemente los compañeros de los cristales que están en los otros mástiles también se encuentran en nuestro planeta. Ninguna teoría de la alucinación es suficiente para explicar los hechos.

LA ESTRELLA

Fue el día de Año Nuevo cuando tres observatorios anunciaron casi simultáneamente que los movimientos del planeta Neptuno, el más exterior de los que giran alrededor del Sol, se habían vuelto muy irregulares.

Ogilvy ya había llamado la atención sobre una sospechosa disminución de su velocidad en diciembre. Semejante noticia apenas si estaba pensada para interesar a un mundo en el que a la mayor parte de sus habitantes les pasa desapercibida la existencia del planeta Neptuno, ni fuera de la profesión astronómica el subsiguiente descubrimiento de una débil y remota mancha de luz en la región del perturbado planeta causó ninguna gran excitación. Los científicos, sin embargo, consideraron la información bastante notable incluso antes de saberse que el nuevo cuerpo se hacía rápidamente más grande y brillante, que sus movimientos eran completamente diferentes del ordenado progreso de los planetas, y que la desviación de Neptuno y de su satélite adquiría proporciones sin precedentes.

Poca gente sin preparación científica puede darse cuenta del enorme aislamiento del sistema solar. El Sol, con sus manchas de planetas, su polvo de planetoides y sus impalpables cometas flota en una inmensidad vacía que casi derrota a la imaginación. Más allá de la órbita de Neptuno hay espacio, vacío hasta donde la observación humana ha penetrado, sin calor, ni luz, ni sonido, puro vacío, con una extensión de veinte millones de veces un millón de millas. Ése es el cálculo más bajo de la distancia que hay que atravesar para llegar a la más próxima de las estrellas. Y, salvo algunos cometas más inmateriales que la llama más liviana, ninguna materia, que se sepa, había atravesado jamás este abismo espacial hasta que al comienzo del siglo XX apareció este extraño trotamundos. Era una ingente masa de materia, voluminosa y pesada, que salía sin avisar del negro misterio del cielo precipitándose en la luminosidad del sol. El segundo día del año era claramente visible con cualquier telescopio decente como una mancha de diámetro apenas apreciable en la constelación de Leo, cerca de Régulo. Al poco se le divisaba con gemelos de ópera.

Al tercer día los lectores de periódicos de los dos hemisferios fueron alertados por primera vez de la importancia real de esta inusitada aparición celeste.
Una colisión de planetas
titulaba la noticia un periódico de Londres, y proclamaba la opinión de Duchaine de que este extraño planeta nuevo probablemente chocaría con Neptuno. Los escritores más leídos abundaron en el tema. De forma que en la mayoría de las capitales del mundo el tres de enero había una expectación, aunque vaga, de algún inminente fenómeno en el cielo, y a medida que la noche seguía a la puesta de sol por todo el globo, miles de hombres volvieron sus ojos al cielo para ver… únicamente las viejas estrellas familiares de siempre.

Hasta que amanecía en Londres y se estaba poniendo la constelación de Pólux y las estrellas, arriba, empezaron a palidecer. Era un amanecer invernal, una pastosa acumulación de luz diurna que iba filtrándose, y la luz del gas y de las velas brillaba amarilla en las ventanas mostrando dónde la gente estaba en movimiento. Pero el policía que bostezaba lo vio, las atareadas muchedumbres de los mercados se quedaron con la boca abierta, y los obreros que iban temprano al trabajo, los lecheros, los repartidores de periódicos, los disipados que volvían a casa hastiados y pálidos, los vagabundos sin techo, los centinelas en sus rondas, y, en el campo, los labriegos pateando el campo, los furtivos volviendo sigilosamente a casa, por todo el país que latía en la oscuridad podía verse —y en el mar por los marineros que vigilaban la llegada del día—, ¡una gran estrella blanca que entró de repente en el cielo por el oeste!

Era más brillante que ninguna otra estrella de nuestro cielo. Más brillante que Venus en su ápice de fulgor. Todavía relucía, blanca y grande, no una mera mancha de luz que pestañea, sino como un pequeño disco redondo, claro y refulgente, una hora después de haber salido el Sol. Y donde la ciencia no ha llegado los hombres miraron y temieron, hablándose unos a otros de las guerras y las pestes que son anunciadas por estas terribles señales de los cielos. Robustos bóers, oscuros hotentotes, negros de la Costa de Oro, franceses, españoles, portugueses estaban en pie en la cálida salida del sol observando cómo se ponía esta extraña estrella nueva.

En cientos de observatorios había habido una contenida excitación, que casi alcanzó el nivel del grito, cuando los dos remotos cuerpos se habían precipitado el uno contra el otro, y apresurados ires y venires para conseguir espectroscopios y aparatos fotográficos, y este aparato o el otro para registrar esta novedosa y sorprendente vista, la destrucción de un mundo. Porque era un mundo, un planeta hermano de nuestra Tierra, mucho mayor, desde luego, que nuestra Tierra, el que tan de repente se lanzaba como un rayo a una muerte flameante. Neptuno era el que había sido alcanzado de lleno por el extraño planeta venido del espacio exterior, y el calor de la colisión había convertido atropelladamente los dos sólidos globos en una vasta masa incandescente. Ese día, dos horas antes del amanecer, la grande y pálida estrella blanca giró alrededor del mundo, apagándose sólo cuando desaparecía por el oeste y el Sol se elevaba sobre ella. En todas partes los hombres quedaron maravillados, pero de todos los que la vieron ninguno más sorprendido que los marineros, vigilantes habituales de las estrellas, que lejos en alta mar no habían tenido ninguna noticia de su llegada y la veían ahora levantarse como una Luna pigmea y ascender en dirección al cenit y colgarse allá arriba y desaparecer en dirección oeste con el paso de la noche.

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