Read El bacilo robado y otros incidentes - Cuentos del espacio y del tiempo Online
Authors: H. G. Wells
Tags: #Ciencia Ficción, Clásico, Cuento
Ahí están las tres palmeras. Tiene que estar en línea con esa mata de arbustos —dijo su compañero—. Fíjate bien. Si vamos hasta esos arbustos y luego nos metemos en el bosque en línea recta desde aquí daremos con ello cuando lleguemos al río.
Ya podían ver dónde se abría la boca del río. Al verla, Evans revivió.
—¡Date prisa, hombre! —exclamó—, o por los cielos que tendré que beber agua del mar.
Se mordió la mano y miró al destello de plata entre las rocas y la verde espesura. Pronto se volvió casi furioso hacia Hooker.
—Dame el remo —le dijo.
Y de ese modo alcanzaron la boca del río. Un poco más arriba Hooker cogió un poco de agua en el hueco de la mano, la probó y la escupió. Algo más arriba aún lo intentó de nuevo.
—Ésta servirá.
Y empezaron a beber con ansia.
—Maldita sea —dijo Evans bruscamente—. Esto es demasiado lento. Se inclinó peligrosamente por la parte delantera de la canoa y comenzó a sorber el agua directamente con los labios.
Pronto terminaron de beber, y, acercando la canoa a una pequeña cala, estuvieron a punto de desembarcar entre la maraña de plantas que daba a la orilla.
—Tendremos dificultad en abrirnos paso a través de la maleza hasta la playa para encontrar nuestros arbustos y seguir la línea hasta el sitio —observó Evans.
—Sería mejor que rodeáramos remando.
Así que volvieron a meterse en el río y remaron de nuevo hasta el mar, y por la costa hasta el lugar donde crecía la mata de arbustos. Aquí desembarcaron, arrastraron la ligera canoa hasta lo alto de la playa y luego subieron hacia el borde de la jungla hasta que pudieron ver la apertura en el arrecife y los arbustos en línea recta. Evans había sacado de la canoa una herramienta de los nativos. Tenía forma de L, y la pieza transversal estaba armada con una piedra pulida. Hooker llevaba el remo.
—Ahora es todo recto en esta dirección —dijo—. Tenemos que abrirnos camino por aquí hasta que demos con el río. Luego tendremos que explorar el terreno.
Se abrieron camino por una tupida maraña de cañas, anchas frondas, árboles jóvenes. Al principio el camino era muy pesado, pero rápidamente los árboles se hicieron más grandes y, bajo ellos, el suelo se aclaró. La sombra fresca sustituyó gradual e insensiblemente al ardor del sol. Por fin los árboles se convirtieron en enormes pilares que, muy por encima de sus cabezas, sostenían un verdoso dosel. Flores blancas y apagadas colgaban de sus tallos y enredaderas como sogas se deslizaban de árbol a árbol. La sombra se hizo más tupida. En el suelo hongos llenos de manchas y de incrustaciones de color marrón rojizo se hicieron frecuentes. A Evans le dio un escalofrío.
—Después del fuego de fuera esto parece hasta frío.
—Espero que estemos manteniendo la línea recta —dijo Hooker. Pronto vieron muy por delante un hueco en la sombría oscuridad por donde blancos haces de calurosa luz solar penetraban en el bosque. Había también hierba de un verde vivo y flores de colores. Luego oyeron el ruido del agua.
Aquí está el río. Debemos de estar ya cerca —dijo Hooker.
La vegetación era espesa junto a la orilla del río. Grandes plantas, todavía sin clasificar, crecían entre las raíces de los gigantescos árboles y extendían rosetas de enormes abanicos verdes hacia las franjas de cielo. Muchas flores y una enredadera de reluciente follaje se agarraban a los expuestos tallos. Sobre las aguas de la amplia y tranquila laguna que los buscadores de tesoros estaban ahora contemplando flotaban grandes hojas ovales y una flor como de cera de color blanco rosado no muy distinta a un nenúfar. Más allá, a medida que el río daba una curva alejándose de ellos el agua de repente espumeaba y se volvía ruidosa en un rápido.
—¿Qué pasa? dijo Evans.
—Nos hemos desviado algo de la línea recta —dijo Hooker—. Era de esperar.
Se volvió a mirar las frescas sombras oscuras del silencioso bosque que yacía tras ellos.
—Si andamos un poco por el río, arriba y abajo, deberíamos encontrar algo.
—Tú dijiste… —empezó Evans.
—Él dijo que había un montón de piedras —dijo Hooker.
Los dos hombres se miraron un momento.
—Intentémoslo primero corriente abajo —dijo Evans.
Avanzaron despacio mirando con avidez a su alrededor. De repente Evans se detuvo.
—¿Qué diablos es eso?
Hooker siguió su dedo con la vista.
—Algo azul.
Se había hecho visible cuando coronaron la cima de una suave protuberancia del terreno. Luego comenzó a distinguir qué era. Avanzó bruscamente con apresurados pasos hasta que pudo ver el cuerpo al que pertenecía aquella lánguida mano y el brazo. Apretó la herramienta con el puño. Era la figura de un chino que yacía boca abajo. El abandono de la postura era inconfundible. Los dos hombres se juntaron más el uno al otro y se quedaron mirando en silencio al ominoso cuerpo muerto. Yacía en un claro entre los árboles. Al lado estaba una pala del tipo chino y más lejos había un diseminado montón de piedras junto a un hoyo recientemente excavado.
—Alguien ha estado aquí antes —dijo Hooker aclarando la garganta.
Luego Evans empezó a jurar, a despotricar y a dar patadas contra el suelo. Hooker se puso blanco, pero no dijo nada. Avanzó hacia el cuerpo postrado. Vio que tenía el cuello hinchado y de color púrpura, y las manos y los tobillos tumefactos.
—¡Puafl —exclamó.
Se volvió bruscamente y fue hacia la excavación. Dio un grito de sorpresa. Voceó a Evans que le seguía despacio.
—¡Tonto! No pasa nada. Todavía está aquí.
Luego se volvió de nuevo a mirar al chino muerto y otra vez al hoyo. Evans se apresuró hacia el hoyo. Ya medio desenterradas por el condenado infeliz yacían junto a ellos unas cuantas deslustradas barras amarillas. Se agachó sobre el hoyo y, limpiando el suelo con las manos desnudas, precipitadamente sacó una de las pesadas masas. Al hacerlo un pequeño espino se le clavó en la mano. Sacó el delicado pincho con los dedos y levantó el lingote.
—Sólo el oro o el plomo pueden pesar así —dijo exultante.
Hooker estaba todavía pasmado mirando al chino muerto.
—Se adelantó a sus amigos —dijo por fin—. Vino aquí solo y alguna serpiente venenosa lo picó. Me pregunto cómo encontró el sitio.
Evans estaba de pie con el lingote en las manos. ¿Qué importaba un chino muerto?
—Tendremos que llevar esto al continente poco a poco y enterrarlo allí durante un tiempo. ¿Cómo lo trasportaremos hasta la canoa?
Se quitó la chaqueta, la extendió en el suelo y echó en ella dos o tres lingotes. Pronto dio con otro pequeño espino que le había perforado la piel.
—Esto es todo lo que podemos llevar —dijo, y luego, con un extraño ataque de irritación, preguntó—: ¿Qué miras?
Hooker se volvió hacia él.
—No soporto… el cadáver —hizo un asentimiento con la cabeza hacia el cuerpo muerto—. Se parece tanto a…
—¡Tonterías! —respondió Evans—. Todos los chinos son iguales.
Hooker le miró a la cara.
—En todo caso voy a enterrarlo antes de echarte una mano con…
—No seas tonto, Hooker. Deja que esa masa corrupta siga su curso.
Hooker dudó y luego miró minuciosamente al pardo suelo a su alrededor.
—No se por qué, pero me da miedo.
—La cuestión es qué hacemos con estos lingotes. ¿Los volvemos a enterrar por aquí o nos los llevamos en la canoa al otro lado del estrecho?
Hooker pensó. Su pasmada mirada vagó por los altos troncos arbóreos ascendiendo hasta el remoto dosel verde iluminado por el sol sobre sus cabezas. De nuevo le dieron escalofríos cuando volvió los ojos a la figura del chino. Miró inquisitivamente a las profundidades grises entre los árboles.
—¿Qué te pasa, Hooker? —exclamó Evans—. ¿Has perdido el juicio?
—En todo caso saquemos el oro de aquí —respondió Hooker.
Cogió la chaqueta por la parte del cuello, Evans sujetó el lado opuesto y levantaron el peso.
—¿Por dónde? —preguntó Evans—. ¿A la canoa?
—Es extraño —observó Evans cuando apenas habían avanzado unos cuantos pasos—, pero todavía me duelen los brazos de remar. ¡Maldita sea! ¡Cómo me duelen! Tengo que descansar.
Bajaron la chaqueta hasta el suelo. Evans tenía la cara blanca y gotitas de sudor le afloraban en la frente.
—Es sofocante, de todas formas, aquí en el bosque —y a continuación, cambiando bruscamente a una ira irracional, exclamó—: ¿Para qué vamos a esperar aquí todo el día? ¡Echa una mano, hombre! Desde que viste al chino no has hecho más que perder el tiempo.
Hooker estaba mirando atentamente al rostro de su compañero. Ayudó a levantar la chaqueta sobre la que iban los lingotes y avanzaron en silencio unas cien yardas quizá. Evans empezó a respirar con dificultad.
—¿Te ha comido la lengua el gato?
—¿Qué te pasa? —replicó Hooker.
Evans tropezó y luego con una brusca maldición tiró la chaqueta. Estuvo un momento de pie mirando a Hooker, y después dando un gemido se llevó las manos a la garganta.
—No te acerques a mí —dijo, yendo a apoyarse contra un árbol. Luego con voz más segura—: Estaré mejor en un minuto.
Pronto la fuerza con la que asía el tronco le falló y se deslizó lentamente tronco abajo hasta que no fue más que un montón informe a los pies del árbol. Tenía los puños apretados convulsivamente. El rostro se le desfiguraba con el dolor. Hooker se le acercó.
—No me toques. No me toques —dijo Evans con voz ahogada—. Vuelve a poner el oro encima de la chaqueta.
—¿No puedo ayudarte? —preguntó Hooker.
—Vuelve a poner el oro encima de la chaqueta.
Cuando Hooker cogió los lingotes sintió una pequeña picadura en el pulpejo del pulgar. Se miró la mano y vio un espino delgado de quizá unas dos pulgadas de largo. Evans dio un grito desarticulado y se volvió del otro lado. Hooker se quedó con la boca abierta. Miró al espino un momento con los ojos como platos. Luego miró a Evans que ahora estaba hecho un ovillo sobre el suelo con la espalda contrayéndose y extendiéndose espasmódicamente. Después miró por los troncos de los árboles y el entramado de los tallos de las enredaderas hasta donde todavía se podía ver claramente en la penumbra oscura y gris el cuerpo del chino vestido de azul. Pensó en las rayitas en la esquina del mapa y en un momento comprendió.
—¡Dios me ayude! —exclamó.
Los espinos eran similares a esos que los Dyak envenenan y utilizan en sus cerbatanas. Ahora comprendía lo que significaba el convencimiento de Chang-hi respecto de la seguridad de su tesoro. Ahora comprendía la mueca de su rostro.
—¡Evans! —gritó.
Pero Evans estaba ahora mudo e inmóvil salvo por las horribles contracturas espasmódicas de sus miembros. Un profundo silencio se cernió sobre el bosque. Luego Hooker empezó a chupar furiosamente la pequeña mancha amarilla en el pulpejo del pulgar. ¡A chupar por su vida! Pronto sintió un dolor extraño como de agujetas en los hombros y los brazos, y doblaba los dedos con dificultad. Entonces se dio cuenta de que chupar no serviría de nada. Bruscamente se detuvo, y, sentándose junto al montón de lingotes con las manos en la barbilla y los codos en las rodillas, miró al cuerpo de su compañero, deformado, pero que todavía se movía. Le vino de nuevo a la mente la mueca de Chang-hi. El dolor sordo se extendió hacia la garganta y lentamente se hizo más intenso. Muy por encima de él una débil brisa agitó el verde dosel y los pétalos blancos de alguna flor desconocida bajaron flotando por la penumbra.
Hasta hace un año, había cerca de los Siete Cuadrantes, una tiendecilla de aspecto mugriento sobre la que estaba inscrito en letras amarillas borradas por el tiempo el nombre de
C. Cave, Naturalista y Anticuario
. Los objetos expuestos en el escaparate eran curiosamente heterogéneos. Comprendían algunos colmillos de elefante y un incompleto juego de ajedrez, abalorios y armas, una caja con ojos, dos cráneos de tigre y uno humano, varios monos disecados comidos por la polilla —uno sosteniendo una lámpara—, un armario anticuado, un huevo de avestruz o algo así ensuciado por las moscas, algunos aparejos de pesca y una pecera vacía extraordinariamente sucia. También había, al comenzar esta historia, un trozo de cristal tallado en forma de huevo y pulido con un brillo intenso. Y eso era lo que miraban dos personas que estaban ante el escaparate, una de ellas un clérigo alto y delgado, la otra, un joven de negra barba, tez morena y ropas holgadas. El joven moreno hablaba con gestos impacientes y parecía ansioso porque su compañero comprara el artículo.
Mientras estaban en esas, entró en su tienda el señor Cave con restos del pan y la mantequilla del té todavía en la barba. Al ver a estos hombres y el objeto de su consideración se le mudó el semblante. Miró por encima del hombro con aire de culpabilidad y suavemente cerró la puerta. Era un viejecito de rostro pálido y peculiares ojos azules y acuosos. Tenía el pelo de color gris sucio y llevaba una raída levita azul, un viejo sombrero de copa y unas zapatillas con los talones muy gastados. Se quedó observando a los dos hombres mientras hablaban. El clérigo registró a fondo el bolsillo del pantalón, examinó un puñado de dinero y enseñó los dientes en una sonrisa de aprobación. El señor Cave pareció todavía más deprimido cuando entraron en la tienda.
El clérigo, sin más rodeos, preguntó el precio del huevo de cristal. El señor Cave miró con nerviosismo hacia la puerta que daba a la trastienda y dijo que cinco libras. El clérigo se quejó, tanto a su compañero como al señor Cave, de que el precio era alto —era, desde luego, muchísimo más de lo que el señor Cave había pensado pedir cuando había puesto el artículo a la venta— y pasó a un intento de regateo. El señor Cave avanzó hasta la puerta de la tienda y la abrió.
—Cinco libras es mi precio —dijo como si deseara ahorrarse la molestia de una discusión inútil. Al hacerlo, la parte superior del rostro de una mujer asomó por encima de la cortina del panel superior de cristal de la puerta que daba a la trastienda y examinó con curiosidad a los dos clientes.
—Cinco libras es mi precio —repitió el señor Cave con voz temblorosa.
El joven de tez morena había permanecido hasta entonces como mero espectador, observando atentamente al señor Cave. Ahora habló.
—Dele cinco libras —dijo.
El clérigo le miró para cerciorarse de que lo decía en serio, y, cuando miró de nuevo al señor Cave, vio que tenía la cara pálida.