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Authors: H. G. Wells

Tags: #Ciencia Ficción, Clásico, Cuento

El bacilo robado y otros incidentes - Cuentos del espacio y del tiempo (33 page)

BOOK: El bacilo robado y otros incidentes - Cuentos del espacio y del tiempo
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—Me retrasó un caso interesante —respondió el hombre vestido de amarillo y verde—, un político prominente, ¡ejem!, que sufre de exceso de trabajo.

Miró al desayuno y se sentó.

—Llevo cuarenta horas sin acostarme.

—¡Oh, pobre! —exclamó Mures—, parece mentira que ustedes los hipnotizadores trabajen tanto.

El hipnotizador se tomó una atractiva gelatina de color ámbar.

—Casualmente estoy muy solicitado —respondió modestamente.

—Dios sabe qué haríamos sin ustedes.

—Oh, tampoco somos tan indispensables —repuso el hipnotizador paladeando el sabor de la gelatina—. El mundo se las arregló muy bien sin nosotros durante unos mil años, incluso hasta hace doscientos años no había ni uno. Es decir, en la práctica profesional. Médicos por miles, desde luego, brutos terriblemente torpes en su mayoría, siguiendo los unos a los otros como ovejas, pero doctores de la mente no había ninguno si exceptuamos a unos cuantos experimentadores confusos —y concentró su atención en la gelatina.

—Pero ¿estaba la gente tan sana? —preguntó Mures.

El hipnotizador movió la cabeza.

—Entonces no importaba si eran algo estúpidos o maniáticos. ¡La vida era entonces tan fácil! Ninguna competencia de la que merezca la pena hablar, ninguna presión. Un ser humano tenía que estar muy desequilibrado antes de que se hiciera algo. Luego, ya sabe, los metían en lo que llamaban sanatorios psiquiátricos.

—Lo sé —aseguró Mures—. En esas condenadas novelas históricas que todo mundo escucha, siempre rescatan a una chica hermosa de un sanatorio o algo así. No sé si usted oye esas tonterías.

—Tengo que confesar que sí —se sinceró el hipnotizador—. Le saca a uno de sus casillas oír de esos tiempos pintorescos, aventureros y medio civilizados del siglo xix cuando los hombres eran robustos y la mujeres simples. Me gusta más que nada en el mundo una buena historia llena de fanfarronería. Tiempos curiosos eran aquellos con sus tiznados raíles, sus viejos trenes de hierro dando resoplidos, sus extrañas casitas y sus vehículos tirados por caballos. Supongo que no lee usted libros.

—¡Oh, no! —respondió Mures—. Fui a un colegio moderno y no teníamos nada de esas anticuadas tonterías. Los fonógrafos son suficientes para mí.

—Por supuesto, por supuesto —insistió el hipnotizador mientras pasaba revista a la mesa para hacer la elección siguiente—. ¿Sabe? —continuó al tiempo que se servía una confitura color azul oscuro que prometía mucho—. En esos tiempos nuestra profesión apenas si se vislumbraba. Yo diría que si alguien hubiera afirmado que al cabo de doscientos años un cuerpo de profesionales estaría completamente dedicado a imprimir cosas en la memoria, borrar ideas desagradables, controlar y dominar impulsos instintivos pero indeseables, etc., por medio de la hipnosis, se habrían negado a creerlo posible. Poca gente sabía que una orden dada en estado hipnótico, incluso la orden de olvidar o de desear, sería obedecida después de haber salido del estado de hipnosis. Sin embargo entonces vivían hombres que podían haber garantizado que esto se produciría con tanta seguridad como el tránsito de Venus.

—¿Conocían, entonces, la hipnosis?

—¡Oh, sí! La utilizaban… para no sufrir en el dentista y cosas así. Esta sustancia azul es condenadamente apetitosa ¿qué es?

—No tengo la menor idea —respondió Mures—, pero admito que es muy buena. Sírvase algo más.

El hipnotizador repitió los elogios e hizo una pausa encarecedora.

—Hablando de esas novelas históricas —intervino Mures tratando de dar a la conversación un tono fácil e informal— me traen a… al… asunto que me interesaba cuando le pedí… cuando expresé el deseo de verlo a usted.

Hizo una pausa y respiró hondo. El hipnotizador le dirigió una mirada atenta y continuó comiendo.

—El hecho es —continuó Mures— que tengo, bueno, una hija. Pues bien, le he dado todo lo mejor que la educación puede ofrecer. Lecciones magistrales no meramente de un solitario conferenciante sobre habilidades del mundo sino que ha tenido un teléfono directo, baile, deportes, conversación, filosofía, crítica de arte… —expresó, con un gesto de la mano, una cultura universal—. Yo habría querido que se casara con un buen amigo mío, Bindon, de la Comisión del Alumbrado, un hombrecillo corriente, ya sabe, un poco desagradable en algunos aspectos, en alguno de sus modales, pero en realidad una persona excelente.

—Sí —le alentó el hipnotizador—, continúe. ¿Qué edad tiene?

—Dieciocho años.

—Una edad peligrosa. ¿Y bien?

—Bueno, parece que se ha estado dedicando a esas novelas históricas… demasiado. Excesivamente, incluso hasta el punto de abandonar la filosofía. Se ha llenado la cabeza de tonterías indescriptibles sobre soldados que luchan… ¿Cómo se llaman? ¿Etruscos?

—Egipcios.

—Muy probable que sean egipcios. Con espadas y revólveres y cosas así, derramando sangre a raudales, ¡horrible!, y sobre jóvenes que cogen torpedos que estallan, españoles, me imagino, y todo tipo de aventuras raras. Y se le ha metido en la cabeza que tiene que casarse por amor y que el pobre Bindon…

—He tenido casos similares —aseguró el hipnotizador—. ¿Quién es el otro joven?

Mures mantuvo la apariencia de una calma resignada.

—Ya que lo pregunta… él es —avergonzado, bajó de tono— un simple empleado en la plataforma en la que aterrizan las máquinas voladoras de París. Es, como dicen en las novelas, muy apuesto. Es joven y muy excéntrico. Le gusta lo antiguo… ¡sabe leer y escribir! Lo mismo que ella. Y en lugar de comunicarse por teléfono como la gente sensata, se escriben y envían… ¿cómo se dice?

—¿Notas?

—No, notas no…, poesías.

El hipnotizador levantó las cejas.

—¿Cómo lo conoció?

—Tropezó bajando de una máquina voladora procedente de París y cayó en sus brazos. El desastre se consumó en un momento.

—¿Sí?

—Bueno, eso es todo. Hay que pararlo. Eso es lo que quería consultar. ¿Qué hay que hacer?
¿Qué se puede hacer?
Desde luego yo no soy hipnotizador, mis conocimientos son limitados. Pero ¿usted?

—El hipnotismo no es magia —dijo el hombre de verde poniendo las dos manos sobre la mesa.

—¡Oh, por supuesto! Pero así y todo…

—A la gente no se la puede hipnotizar sin su consentimiento. Si ella es capaz de oponerse al matrimonio con Bindon probablemente se opondrá a que la hipnoticen. Pero si se la pudiera hipnotizar una vez incluso por cualquier otro… entonces está hecho.

—¿Usted puede…?

—¡Oh, claro! Una vez que la hayamos vuelto receptiva, entonces podemos sugerirle que
tiene
que casarse con Bindon, que ése es su destino, o que el joven es repulsivo y que cuando lo vea se mareará y se desmayará o cualquier cosilla de esas. O si conseguimos sumirla en un estado profundo podemos sugerirle que lo olvide por completo.

—Exactamente.

—Pero el problema está en conseguir hipnotizarla. Desde luego, ningún tipo de propuesta ni sugerencia debe partir de usted porque sin duda ella ya desconfía de usted en este asunto.

El hipnotizador apoyó la cabeza en el brazo y pensó.

—Es duro que un padre no pueda disponer de su propia hija —comentó Mures nada oportuno.

—Tiene usted que darme el nombre y la dirección de la joven —dijo el hipnotizador— y cualquier información relacionada con este asunto. ¡Ah! por cierto, ¿hay dinero por medio?

Mures dudó.

—Hay una cantidad, de hecho una cantidad considerable invertida en la Compañía de Carreteras Patentadas. De su madre. Es lo que lo hace tan exasperante.

—Exactamente —confirmó el hipnotizador procediendo a interrogar exhaustivamente a Mures sobre todo el asunto.

Fue una larga entrevista.

Mientras tanto Elizabe6 Mures, que así deletreaba ella su nombre, o Elizabeth Morris, como lo habría escrito alguien del siglo XIX, estaba sentada en una tranquila sala de espera debajo de la gran plataforma sobre la que aterrizaba la máquina voladora de París. Junto a ella se sentaba su guapo y esbelto novio leyéndole el poema que había escrito aquella mañana mientras estaba de servicio en la plataforma. Cuando terminó se quedaron sentados un rato en silencio y luego, como para entretenerlos especialmente a ellos, la gran máquina que había venido volando por el aire desde América aquella mañana bajó velozmente del cielo.

Al principio era un pequeño rectángulo, débil y azul entre las distantes nubes como mechones de lana. Luego se hizo rápidamente grande y blanco, y más grande y más blanco hasta que pudieron ver las dos filas separadas de velas, cada una de cientos de pies de ancho y el flaco cuerpo que soportaban y finalmente hasta los balanceantes asientos de los pasajeros en una hilera de puntos. Aunque estaba descendiendo, a ellos les parecía que ascendía a toda prisa hacia el cielo, y por encima de los tejados de la ciudad que se encontraban debajo su sombra se dirigió hacia ellos. Oyeron el silbido del aire alrededor del aparato y el chillido de la sirena, estridente e hinchada, para avisar de su llegada a aquellos que estaban en la plataforma de aterrizaje. Y bruscamente el sonido cayó un par de octavas, el aparato había pasado, el cielo estaba despejado y vacío y ella pudo volver de nuevo su dulce mirada hacia Denton, que estaba a su lado.

Su silencio terminó, y Denton hablando en un inglés entrecortado que se imaginaban era de su exclusiva propiedad, aunque los amantes han utilizado lenguajes semejantes desde que empezó el mundo, le contó cómo ellos también surcarían un día los aires dejando atrás todos los obstáculos y dificultades que les rodeaban y volarían a una soleada ciudad de placer que él conocía en Japón a medio camino alrededor del mundo.

A ella le encantaba el sueño, pero temía un accidente, y le contentaba respondiendo «Algún día, cariño, algún día» a todas sus propuestas de que podía ser pronto, y por fin llegó un estrépito de silbidos y era hora de que él volviera a sus deberes sobre la plataforma. Se separaron, como los amantes han acostumbrado separarse durante miles de años. Bajó por un pasillo hasta un ascensor y así llegó a una de las calles del Londres de esa época, protegida contra el tiempo por paneles de cristal y con cintas transportadoras que iban sin cesar hacia todas las partes de la ciudad. Y en una de ellas volvió a sus apartamentos en el hotel para mujeres en el que vivía, apartamentos que estaban comunicados telefónicamente con todos los mejores profesores del mundo. Pero llevaba en el corazón la luz del sol del aeropuerto, y la sabiduría de todos los mejores profesores del mundo parecía, a esa luz, una tontería.

Pasó el mediodía en el gimnasio y comió con otras dos chicas y la señorita de compañía que compartían, pues todavía era una costumbre que las jóvenes huérfanas de madre de las clases más prósperas tuvieran señoritas de compañía.

La señorita de compañía tenía ese día una visita, un hombre vestido de verde y amarillo con rostro pálido y ojos vivos que hablaba extraordinariamente. Entre otras cosas se puso a alabar una nueva novela histórica que acababa de publicar uno de los grandes novelistas populares del momento. Estaba situada, desde luego, en los holgados tiempos de la reina Victoria, y el autor, entre otras agradables novedades, presentaba un breve razonamiento antes de cada sección de la historia a imitación de los encabezamientos de los capítulos de los libros antiguos como por ejemplo:
Cómo los cocheros de Pimlico pararon a los ómnibus de la estación Victoria y de la Gran Pelea en el patio del edificio
, o bien
De cómo el policía de Piccadilly fue descuartizado cuando cumplía con su deber
. El hombre de verde y amarillo elogiaba esta innovación.

—Estas lacónicas expresiones —comentó— son admirables. Muestran de un plumazo esos tiempos precipitados y tumultuosos cuando hombres y animales andaban a empellones por las sucias calles y la muerte le podía rondar a uno en cualquier esquina. ¡Aquello era vida! ¡Qué grande debía de parecer entonces el mundo! ¡Qué maravilloso! Había todavía regiones completamente inexploradas. En la actualidad casi hemos abolido la sorpresa, llevamos unas vidas tan arregladitas y ordenadas que la valentía, el aguante, la fe, todas las nobles virtudes parecen ir desapareciendo de la humanidad.

Y así sucesivamente, haciéndose con la imaginación de las chicas hasta que la vida que ellas llevaban, la vida del vasto e intrincado Londres del siglo XXII, una vida intercalada de vertiginosas excursiones a todas las partes del planeta, les pareció de una monotonía miserable comparada con el mortífero pasado.

Al principio Elizabeth no tomó parte en la conversación, pero después de un rato el tema se hizo tan interesante que hizo algunas tímidas intervenciones. No obstante, el apenas si parecía reparar en ella mientras hablaba, y pasó a describir un nuevo método de entretener a la gente. Se les hipnotizaba y luego se les sugestionaba tan hábilmente que creían estar viviendo de nuevo en los viejos tiempos. Vivían un breve romance en el pasado con tanta viveza como si fuera real y cuando por fin despertaban recordaban todo lo que habían sentido como si hubiera sido real.

—Es algo que hemos estado intentando durante años —explicó el hipnotizador—. Es prácticamente un sueño artificial. Y finalmente sabemos cómo hacerlo. Piensen en todas las perspectivas que se nos abren: ¡el enriquecimiento de nuestra experiencia, la recuperación de la aventura, el refugio que ofrece a la sórdida y competitiva vida que llevamos! Piensen.

—¿Y usted puede hacerlo? —preguntó la señorita de compañía.

—Por fin se puede hacer —respondió el hipnotizador—, se puede solicitar el sueño que se quiera.

La señorita de compañía fue la primera en ser hipnotizada, y el sueño fue maravilloso según dijo cuando volvió en sí. Las otras dos chicas, animadas por su entusiasmo, se pusieron también en manos del hipnotizador y tuvieron sus zambullidas en el romántico pasado. Nadie sugirió que Elizabeth probara el novedoso entretenimiento, fue finalmente a petición propia como el hipnotizador la introdujo en esa tierra de los sueños donde no hay ni libertad para escoger ni voluntad…

Y de esa forma se llevó a cabo el desaguisado. Un día, cuando Denton bajó a aquel tranquilo asiento bajo la plataforma de aterrizaje, Elizabeth no estaba en el lugar acostumbrado. Sintió desilusión y algo de enfado. Al día siguiente ella no vino, y tampoco al otro. Tuvo miedo. Para ocultarse a sí mismo el miedo se puso a escribir sonetos para cuando la viera de nuevo…

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