El bacilo robado y otros incidentes - Cuentos del espacio y del tiempo (36 page)

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Authors: H. G. Wells

Tags: #Ciencia Ficción, Clásico, Cuento

BOOK: El bacilo robado y otros incidentes - Cuentos del espacio y del tiempo
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¡Imaginaos el avance! En su tiempo, las desparramadas zonas residenciales de la época victoriana con sus miserables carreteras, diminutas casas, estúpidos jardincitos de arbustos y geranios y toda su fútil y pretenciosa intimidad habían desaparecido: los imponentes edificios de la nueva época, las vías mecánicas, las conducciones de agua y electricidad, todo llegó a su fin al mismo tiempo, como un muro, como un acantilado de casi cien pies de altura, abrupto y escarpado. Alrededor de la ciudad se extendían los campos de zanahorias, de nabas y de nabos de la Compañía de Alimentación, verduras que constituían la base de mil variados alimentos, y las hierbas y los enmarañados setos habían sido completamente extirpados. La Compañía de Alimentación había amortizado de una vez por todas con una campaña de exterminio el coste incesante de la escarda que continuaba año tras año en la mezquina, derrochadora y bárbara labranza de los tiempos antiguos. Sin embargo aquí y allí nítidas hileras de zarzas estandarizadas y de manzanos con los troncos enjalbegados cruzaban los campos y en algunos sitios grupos de gigantescas cardenchas alzaban sus pinchos favoritos. Aquí y allá enormes máquinas agrícolas se encorvaban bajo cubiertas impermeables. Las aguas mezcladas del Wey, el Mole y el Wandle corrían en canales rectangulares, y siempre que una suave elevación del terreno lo permitía una fuente de aguas residuales desodorizadas distribuía sus beneficios a través de la tierra y formaba un arco iris con la luz del sol.

Por un arco en la enorme muralla de la ciudad salía la calzada de Eadhamita que iba a Portsmouth, hormigueante, bajo el sol mañanero, con un tráfico enorme que trasladaba a los obreros vestidos de azul de la Compañía de Alimentación a su trabajo. Un tráfico apresurado al lado del cual ellos parecían dos puntos que apenas si se movían.

Por los carriles exteriores zumbaban con ruido de carraca los lentos motorcillos pasados de moda de aquellos que tenían su trabajo hasta unas veinte millas de la ciudad; los carriles interiores estaban ocupados por mecanismos más vastos, rápidos monociclos que transportaban una veintena de hombres, delgados multiciclos, cuadriciclos combados, bajo pesadas cargas, gigantescos carruajes de transporte vacíos y que pronto volverían llenos antes de que se pusiera el sol, todos con máquinas palpitantes, silenciosas ruedas y una loca melodía de bocinas y de gongs.

Por el mismísimo borde del carril más exterior, nuestros jóvenes caminaban en silencio, recién casados y extrañamente tímidos de su mutua compañía. Muchas cosas les gritaron en su pesado caminar, pues en el 2100 un pasajero a pie por una carretera inglesa era una visión tan extraña como lo habría sido la de un coche en el 1800. Pero ellos seguían con los ojos fijos en el campo, sin prestar atención a tales gritos.

Ante ellos, por el sur, se elevaban los Downs, azules al principio y cambiando a verdes según se acercaban, coronados por la hilera de gigantescos ventiladores, que complementaban a los ventiladores de los tejados de la ciudad, y quebrados y bulliciosos con las alargadas sombras matinales de aquellas aspas giratorias. A mediodía se habían acercado tanto que podían ver aquí y allí pequeñas manchas de puntos descoloridos…; las ovejas propiedad del Departamento de Carne de la Compañía de Alimentación. Una hora más tarde habían pasado los cultivos de tubérculos y los de raíces y la única valla que los protegía, y la prohibición de entrar en terreno privado ya no existía: la nivelada carretera se metía en un talud con todo su tráfico, y ellos podían abandonarla, caminar por el césped y subir por la descampada ladera.

Jamás habían estado en un lugar tan solitario estos hijos de la modernidad. Los dos tenían hambre, y les dolían los pies, pues caminar era un ejercicio poco usual. Pronto se sentaron sobre el césped bien rapado y sin hierbas y volvieron la mirada por primera vez a la ciudad de la que habían venido, que brillaba, amplia y espléndida, en la bruma azul del valle del Támesis. Elizabeth, que no había estado nunca cerca de animales sueltos, tenía algo de miedo del rebaño que pastaba libremente ladera arriba, pero Denton la tranquilizó. Y, por encima, un pájaro de alas blancas daba vueltas en el azul del cielo. Hablaron poco hasta que comieron y luego se les desató la lengua. Él habló de la felicidad que ahora ciertamente ya tenían en las manos, de la estupidez de no haber abandonado antes aquella magnífica prisión de la vida de la época, de los viejos tiempos románticos que habían desaparecido del mundo para siempre. Y luego se puso fanfarrón. Cogió la espada que estaba en el suelo junto a él. Ella la tomó de sus manos y pasó un tembloroso dedo por el filo.

—¿Y podrías —preguntó— …podrías levantar esto y golpear a un hombre?

—¿Por qué no? Si fuera necesario.

—Pero —dijo— parece tan horrible. Cortaría… Habría —su voz bajó de tono— sangre.

—En las viejas novelas que has leído bastantes veces…

—¡Oh! ya lo sé: en ellas, sí. Pero eso es diferente. Uno sabe que no es sangre, sino sólo una especie de tinta roja… Pero tú… ¡matando!

Le miró dubitativamente y luego le devolvió la espada.

Después de descansar y de comer se levantaron y continuaron su camino hacia los montes. Pasaron muy cerca de un enorme rebaño de ovejas que los miraban fijamente y balaban a causa de lo inusual de su aspecto. Ella no había visto ovejas nunca y le daban escalofríos de pensar que animales tan apacibles tuvieran que ser descuartizados para comida. Un perro pastor ladró a lo lejos, y luego un pastor apareció entre los soportes de los ventiladores y bajó hacia ellos. Cuando estuvo más cerca preguntó a voces adónde iban.

Denton dudó, y le dijo brevemente que buscaban alguna casa en ruinas por los Downs en la que pudieran vivir. Trató de hablar de forma casual, como si eso fuera algo usual. El hombre les miró fijamente, con incredulidad.

—¿Habéis hecho algo? —preguntó.

—Nada —respondió Denton—. Sólo que no queremos seguir viviendo en una ciudad. ¿Por qué tenemos que vivir en ciudades?

El pastor los miró con más incredulidad que antes.

—No podéis vivir aquí —dijo.

—Queremos intentarlo.

El pastor clavó la mirada en uno y después en el otro.

—Estaréis de vuelta mañana —dijo—. Parece bastante agradable a la luz del sol… ¿Estáis seguros de no haber hecho nada? Nosotros los pastores no somos muy amigos de la policía…

Denton lo miró fijamente.

—No —respondió—. Pero somos demasiado pobres para vivir en la ciudad y no soportamos la idea de ir vestidos de lona azul y hacer trabajos penosos. Vamos a llevar aquí una vida sencilla como las gentes de antes.

El pastor era un barbudo de rostro pensativo. Contempló la frágil belleza de Elizabeth.

—Ellos tenían mentes sencillas —dijo.

—También nosotros —explicó Denton.

El pastor sonrió.

—Si vais por aquí —indicó— por la cresta bajo los ventiladores, veréis un montón de terraplenes y ruinas a vuestra derecha. Eso fue una vez una ciudad llamada Epson. Ahí no hay ninguna casa, los ladrillos los han utilizado para hacer un redil. Continuad hasta otro montón al borde de los cultivos de raíces que es Leatherhead, luego la colina gira por el borde de un valle con bosques de hayas. Seguid por la cresta. Llegaréis a sitios completamente agrestes. En algunos sitios, a pesar de todo el escardado que se hace, todavía crecen helechos y campanillas y otras plantas inútiles parecidas. Y a través de todo eso, bajo los ventiladores, va un camino recto pavimentado con piedras, una calzada romana de hace dos mil años. Id por su derecha, bajad al valle y seguidla por la orilla del río. Pronto llegaréis a una calle con casas, muchas de ellas con los tejados todavía firmes. Allí quizás encontréis cobijo.

Le dieron las gracias.

—Pero es un lugar tranquilo. No hay luz después del anochecer y he oído hablar de ladrones. Es solitario. Allí no pasa nada. Los fonógrafos de los contadores de cuentos, los espectáculos cinematográficos, las nuevas máquinas… nada de eso encontraréis. Si tenéis hambre no hay comida y si caéis enfermos tampoco hay médico…

Se detuvo.

—Lo intentaremos —dijo Denton disponiéndose a continuar. Luego se le ocurrió una idea. Llegó a un acuerdo con el pastor y supo dónde podrían encontrarlo para que les comprara y trajera de la ciudad cualquier cosa que pudieran necesitar.

Y por la tarde llegaron a la aldea deshabitada con casas que les parecieron tan pequeñas y tan extrañas: la encontraron dorada con la gloria de la puesta de sol, solitaria y quieta. Fueron de una casa deshabitada a otra, maravillándose de su curiosa sencillez, y discutiendo cuál de ellas escogerían. Y por fin, en un rincón iluminado por el sol de una habitación que había perdido la pared exterior, dieron con una flor silvestre, una florecilla azul que los escardadores de la Compañía de Alimentación habían pasado por alto.

Ésa fue la casa por la que se decidieron, pero no se quedaron mucho tiempo aquella noche porque habían resuelto disfrutar de la naturaleza. Además las casas se habían vuelto muy adustas y oscuras después de que la luz del sol se desvaneciera del cielo. Así que después de descansar un ratito subieron de nuevo a la cresta de la colina para ver con sus propios ojos el silencio del cielo engastado de estrellas del que los antiguos poetas habían tenido tantas cosas que contar. Era una vista maravillosa y Denton hablaba como las estrellas, y cuando finalmente bajaron de la colina el cielo estaba pálido con la aurora. Durmieron poco y por la mañana, cuando despertaron, un tordo cantaba en un árbol.

Y así comenzaron su exilio estos dos jóvenes del siglo XXII. Aquella mañana estuvieron muy ocupados explorando los recursos del nuevo hogar en el que iban a llevar una vida sencilla. No exploraron deprisa ni muy lejos porque iban a todas partes de la mano, pero encontraron los primeros muebles. Más allá de la aldea había un almacén de forraje de invierno para las ovejas de la Compañía de Alimentación, y Denton arrastró grandes brazadas hasta la casa para hacer una cama. En varias casas había viejas mesas y sillas hechas de madera y comidas por los hongos; les parecieron muebles ásperos, bárbaros y toscos. Repitieron muchas de las cosas que habían dicho el día anterior, y hacia la tarde encontraron otra flor, una campanula. A última hora de la tarde, algunos pastores de la Compañía de Alimentación bajaron por el valle del río montados en un multiciclo grande, pero ellos se escondieron, porque su presencia, dijo Elizabeth, parecía estropear completamente el romance de este lugar del viejo mundo.

Así vivieron durante una semana. A lo largo de toda ella los días no tuvieron nubes y las noches fueron noches de estrellada gloria, cada una de ellas un poco más invadida por la luna en cuarto creciente. Sin embargo, algo del primer esplendor de su llegada se desvaneció, se fue desvaneciendo imperceptiblemente día tras día. La elocuencia de Denton se hizo intermitente, y le faltaban temas frescos de inspiración; la fatiga de su larga caminata desde Londres se notó en cierta rigidez de los miembros y los dos padecieron un ligero e inexplicable resfriado. Además, Denton se dio cuenta del problema de ocupar el tiempo. En un sitio entre los trastos descuidadamente amontonados de los viejos tiempos encontró una pala oxidada con la que atacó de forma irregular el asolado jardín que tenía el césped muy crecido, aunque no tenía nada que plantar o sembrar. Después de media hora de trabajo volvió a Elizabeth con regueros de sudor por la cara.

—Eran gigantes en aquel tiempo —dijo sin comprender lo que logran la costumbre y el entrenamiento.

Y su paseo aquel día les llevó por las colinas hasta que pudieron ver la ciudad resplandeciente a lo lejos en el valle.

—Me pregunto cómo seguirán las cosas por allá —dijo.

Y luego vino un cambio de tiempo.

—Ven a ver las nubes —gritó ella—. ¡Mira!

Eran de un púrpura sombrío por el norte y el este, dividiéndose en accidentados bordes por el cenit. Y al subir la colina estas apresuradas serpentinas taparon la puesta de sol. De repente el viento hizo que las hayas se balancearan y susurraran, y a Elizabeth le dieron escalofríos. Y entonces a lo lejos destelló el relámpago, brilló como una espada blandida de repente y el distante trueno se extendió por el cielo, y mientras estaban todavía en pie asombrados cayeron sobre ellos con golpes secos las primeras gotas precipitadas de la tormenta. En un instante, el último rayo de la puesta de sol fue ocultado por una cortina de granizo y el relámpago brilló otra vez, y la voz del trueno rugió más alto y todo a su alrededor el mundo fruncía el ceño, oscuro y extraño.

Cogiéndose de las manos, estos hijos de la ciudad bajaron corriendo la colina hasta su casa, con un asombro infinito. Y antes de que la alcanzaran, Elizabeth estaba llorando desconsoladamente, y el oscurecido suelo a su alrededor estaba blanco y quebradizo y activo con el granizo caído a cántaros. Comenzó entonces una extraña noche para ellos. Por primera vez en sus civilizadas vidas estaban en una oscuridad absoluta. Estaban mojados, tenían frío y temblaban, en torno suyo silbaba el granizo y por los techos de la casa abandonada, tanto tiempo descuidados, entraban ruidosos chorros de agua que formaban charcos y riachuelos sobre los crujientes suelos. Cuando las ráfagas de la tormenta batían el gastado edificio, éste crujía y se estremecía y tan pronto era una plancha de yeso de la pared la que se deslizaba y hacía pedazos, como eran algunas tejas sueltas las que traqueteaban por todo el tejado hasta que caían haciéndose añicos contra el vacío invernadero de abajo. Elizabeth tenía escalofríos y estaba quieta. Denton la tapó con su alegre y ligera capa de la ciudad y de esa forma los dos se acurrucaron en la oscuridad. Y el trueno estallaba cada vez más alto y más cerca y el relámpago brillaba cada vez más misterioso lanzando a una momentánea y adusta claridad la habitación llena de vapor y de goteras en la que se habían refugiado.

No habían estado nunca al aire libre salvo cuando lucía el sol. Todo el tiempo lo habían pasado en las cálidas y ventiladas vías, salones y habitaciones de la ciudad de la época. Para ellos, aquella noche era como si estuvieran en otro mundo, en algún desordenado caos de tensión y tumulto, y casi sin esperanzas de volver a ver de nuevo las vías de la ciudad.

La tormenta parecía durar interminablemente, hasta que por fin se quedaron adormilados entre el restallar de los truenos, y luego, de forma muy rápida, disminuyó y cesó. Y cuando el último gotear de la lluvia desapareció, oyeron un ruido que no les era familiar.

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