El bacilo robado y otros incidentes - Cuentos del espacio y del tiempo (38 page)

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Authors: H. G. Wells

Tags: #Ciencia Ficción, Clásico, Cuento

BOOK: El bacilo robado y otros incidentes - Cuentos del espacio y del tiempo
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—¿No querrás decir…?

—Sí —respondió—. Muchísimo. Hemos sido locos. Es el interés. O algo así. Y las acciones que tenías, hundidas repentinamente. A tu padre no le importó. Dijo que no era asunto suyo después de lo que había pasado. Se va a casar de nuevo. Bueno, que apenas si nos quedan mil libras.

—¿Sólo mil?

—¡Sólo mil!

Y Elizabeth se sentó. Durante un rato lo miró con la cara pálida, luego sus ojos recorrieron la curiosa y anticuada habitación con los muebles de la época victoriana y las oleografías auténticas y se detuvieron por fin en el trocito de humanidad que tenía en los brazos. Denton la miró y se quedó con los ojos bajos. Luego giró sobre sus talones y se puso a dar apresurados pasos arriba y abajo.

—Tengo que conseguir algún trabajo. Soy un canalla holgazán. Debía haberlo pensado antes. He sido un estúpido egoísta. Quería estar contigo todo el día…

Se detuvo mirando su pálido rostro. De repente se acercó y la besó a ella y a la carita que acunaba contra su pecho.

—Está bien, cariño —dijo, de pie sobre ella—. Ahora no estarás sola. Dings está empezando a hablar. Y yo puedo conseguir pronto algo que hacer, ¿eh? Pronto… fácilmente… Es duro sólo al principio. Pero saldrá bien. Seguro que sale bien. Volveré a salir tan pronto como haya descansado y veré lo que se puede hacer. De momento es difícil pensar en nada…

—Será duro dejar estas habitaciones, pero —dijo Elizabeth—, pero…

—No será necesario, confía en mí.

—Son caras.

Denton rechazó la idea con un gesto de la mano. Empezó a hablar del trabajo que podría hacer. No era muy explícito sobre lo que sería, pero estaba completamente seguro de que algo habría para mantenerlos cómodamente en la feliz clase media cuya forma de vida era la única que conocían.

—Hay treinta y tres millones en Londres… alguno de ellos tiene que necesitar mis servicios… Alguien tiene que… El problema es que… Bueno, Bindon, ese viejecito moreno con el que quería casarte tu padre. Es una persona importante… No puedo volver a mi trabajo en la plataforma de vuelo porque ahora él es Comisario de Oficiales de Plataformas de Vuelo.

—No lo sabía —dijo Elizabeth.

—Le nombraron en las últimas semanas… o la cosa sería bastante sencilla, porque yo les gustaba en la plataforma de vuelo. Pero hay docenas de trabajos que hacer, docenas. No te preocupes, cariño. Descansaré un ratito, luego comeremos y a continuación comenzaré las visitas. Conozco a muchísima gente… muchísima gente.

Así que descansaron y luego fueron al comedor público, comieron, y después él comenzó la búsqueda de empleo. Pero pronto se dieron cuenta de que hay un asunto en el que el mundo andaba tan mal como lo ha andado siempre, y ése es el de un empleo agradable, seguro, honorable y bien remunerado que deje amplio espacio para la vida privada y que no exija una habilidad especial, ni ejercicio violento, ni riesgo, ni ningún sacrificio de ningún género para conseguirlo. Ideó algunos proyectos brillantes y pasó muchos días yendo y viniendo de una parte a otra de la gigantesca ciudad en busca de amigos influyentes. Se alegraban mucho de verlo y se mostraban muy optimistas hasta que llegaban a las propuestas definitivas y entonces se volvían cautelosos y vagos. Se despedía de ellos con cierta frialdad y le daba vueltas a su comportamiento y se irritaba. Ya de vuelta, se detenía en alguna cabina telefónica y gastaba dinero en vivas, pero inútiles discusiones. Y según pasaban los días se volvió tan preocupado e irritado que incluso parecer amable y despreocupado ante Elizabeth le costaba esfuerzo, como lo advirtió claramente ella, que era una mujer cariñosa.

Un día, tras un preámbulo extremadamente complejo, le ayudó con una sugerencia dolorosa. Él se había imaginado que lloraría y se entregaría a la desesperación cuando se tratara de vender todos sus tesoros de los primeros tiempos de la época victoriana comprados con tanta ilusión, los curiosos objetos artísticos, los antimacasares, las esteras de cuentas, los cortinones de tela de tapicería, los muebles chapados, los grabados de acero con marcos de oro, los dibujos a lápiz, las flores de cera con pantallas, los pájaros disecados, y todo tipo de selectas antigüedades, pero fue ella la que hizo la propuesta. El sacrificio pareció encantarle y también la idea de mudarse a apartamentos diez o doce pisos más abajo en otro hotel.

—Mientras Dings esté con nosotros nada me importa —dijo—. Todo es experiencia.

Así que la besó, dijo que era más valiente que cuando luchó contra los perros pastores, la llamó Boadicea y tuvo mucho cuidado en no recordarle que tendrían que pagar una renta considerablemente superior a causa de la vocecita con la que Dings saludaba al permanente estrépito de la ciudad.

Tenía la idea de evitar que Elizabeth estuviera allí cuando llegaran a la venta de los absurdos muebles en los que tenían tan intrincadamente enredados todos sus afectos, pero cuando se presentó el momento fue ella la que regateó con el comprador mientras que Denton marchó por las cintas transportadoras de la ciudad pálido y mareado por las aflicciones y el miedo de lo que quedaba por venir. Cuando se mudaron a los apartamentos poco amueblados, decorados en rosa y blanco, de un hotel barato tuvo un ataque de furiosa energía y a continuación casi una semana de letargo durante la que estuvo mohíno en casa. Durante esos días Elizabeth brilló como una estrella y al final la tristeza de Denton encontró desahogo en las lágrimas. Después salió de nuevo a las vías de la ciudad y, para su total asombro, encontró algún trabajo.

Su estándar de empleo había descendido constantemente hasta que finalmente llegó al nivel más bajo de obreros independientes. Al principio había aspirado a algún alto puesto de funcionario en las grandes compañías de Aviación, Ventilación o Abastecimiento de Agua, o en un trabajo en una de las Organizaciones de Información General que habían reemplazado a los periódicos, o en alguna asociación profesional, pero ésos fueron los sueños del principio. De ahí había pasado a la especulación, y trescientos leones de oro de los mil que le quedaban a Elizabeth habían desaparecido una tarde en la Bolsa. Ahora se contentaba con que le aseguraran un periodo de prueba para el puesto de vendedor en la Cadena de Sombreros Suzannah, una cadena dedicada a la venta de sombreros de señora, adornos de peluquería y sombreros, pues aunque la ciudad estaba completamente cubierta las señoras todavía llevaban sombreros extremadamente complicados y bellos en los teatros y los lugares públicos de culto.

Habría sido divertido poder confrontar un tendero de Regent Street del siglo XIX con el desarrollo del establecimiento en el que Denton prestaba sus servicios. La Novena Avenida todavía era a veces conocida como Regent Street, pero ahora era una calle con cintas transportadoras que tenía casi 800 pies de ancho. El espacio del medio estaba inmóvil y daba acceso por escaleras que descendían a las vías subterráneas a las casas a ambos lados de la calle. A derecha e izquierda había una serie ascendente de cintas continuas, cada una de las cuales viajaba unas cinco millas por hora más rápido que la interna, de forma que se podía pasar de una cinta a otra hasta que se alcanzara la cinta exterior más rápida y así viajar por la ciudad.

El establecimiento de la Cadena de Sombreros Suzannah proyectaba una vasta fachada sobre la cinta externa sacando al exterior por encima de cada extremo una serie de enormes pantallas de cristal blanco que se superponían y sobre las que se proyectaban gigantescas imágenes en movimiento de las caras de hermosas mujeres vivas que vestían las últimas novedades en sombreros. Una densa muchedumbre estaba siempre apiñada en la cinta central estacionaria viendo un vasto cinematógrafo que desplegaba los cambios de la moda. Todo el frontal del edificio estaba en un cambio cromático permanente y por toda la fachada, que medía cuatrocientos pies de altura, y por toda la calle de cintas transportadoras aparecía enmarcada, pestañeando y destellando con mil variedades de color y tipos de letra la inscripción:

SUZANNAH SOMBREROS SUZANNAH SOMBREROS

Gigantescos fonógrafos laterales ahogaban toda conversación en las cintas transportadoras y rugían:
¡Sombreros!
a los peatones, mientras lejos, calle abajo y arriba, otras baterías aconsejaban al público bajar a
Suzannah
y preguntaban:
¿Por qué no compra un sombrero a la chica?

Como ayuda para aquellos que casualmente estaban sordos, y la sordera no era infrecuente en el Londres de la época, se proyectaban inscripciones de todos los tamaños desde el tejado sobre las propias cintas transportadoras y sobre la mano de uno, o sobre la calva del hombre que iba delante, o sobre los hombros de una señora, o en una repentina llamarada delante de los pies de uno un dedo móvil escribía en inesperadas letras de fuego
Sombreros hoy más baratos
, o simplemente
Sombreros
. Y a pesar de todos estos esfuerzos, eran tales los extremos que la ciudad había alcanzado, tan entrenados estaban ojos y oídos para ignorar todo tipo de anuncios que más de un ciudadano había pasado por aquel lugar miles de veces y todavía desconocía la existencia de la Cadena de Sombreros Suzannah.

Para entrar en el edificio se descendía por la escalera en la mitad de la vía y se caminaba por un pasillo público por el que paseaban chicas guapas, chicas que estaban dispuestas a llevar puesto un sombrero con etiqueta por una pequeña retribución. La cámara de entrada era un gran vestíbulo en el que cabezas de cera decoradas a la moda giraban graciosamente sobre pedestales, y desde aquí se pasaba a través de una oficina con cajas registradoras a una serie interminable de pequeñas habitaciones cada una de ellas con su vendedor, sus tres o cuatro sombreros y broches, sus espejos, sus cinematógrafos, teléfonos y diapositivas de sombreros en comunicación con el depósito central, su cómodo salón y tentadores refrescos.

Denton se convirtió ahora en vendedor en uno de estos compartimentos. Su tarea consistía en atender a cualquiera del incesante flujo de señoras a las que les daba por detenerse allí, comportarse todo lo encantadoramente que fuera posible, ofrecer refrescos, hablar de cualquier tema que el cliente potencial escogiera, y dirigir la conversación diestra, pero no machaconamente, hacia los sombreros. Había de sugerirles que se probaran varios modelos de sombreros y mostrar con su porte y modales, pero sin ningún tipo de adulación, cómo mejoraban su aspecto los sombreros que deseaba vender. Tenía varios espejos, adaptados mediante diversos artilugios de curvatura y tintado a los distintos tipos de cara y de cutis, y mucho dependía de emplearlos correctamente.

Denton se lanzó a estas obligaciones, extrañas y no muy acordes con su modo de ser, con buena voluntad y una energía que le habría sorprendido un año antes, pero todo fue en vano. La directora que le había seleccionado para el puesto y distinguido con varias pequeñas muestras de favor, de repente cambió su actitud, declaró, sin causa alguna mencionable, que era estúpido, y lo despidió al cabo de seis semanas de vendedor. Así que Denton tuvo que reanudar su inefectiva búsqueda de empleo.

Esta segunda búsqueda no duró mucho. Su dinero estaba en las últimas. Para alargarlo un poco más decidieron separarse de su querida Dings y llevaron a la mujercita a una de las guarderías públicas que abundaban en la ciudad. Ésa era la costumbre de la época. La emancipación laboral de la mujer, la desorganización correspondiente de los hogares aislados, habían convertido a las guarderías en algo necesario para todos salvo para los muy ricos o para gentes extraordinariamente mentalizadas. Allí los niños disponían de ventajas higiénicas y educativas imposibles sin esa organización. Había guarderías de todas las clases y tipos de lujo hasta las de la Compañía del Trabajo, donde los niños eran tomados a crédito que redimían con trabajo cuando se hacían mayores.

Pero tanto Denton como Elizabeth siendo, como ya he explicado, personas extrañas y anticuadas, llenas de ideas del siglo XIX, odiaban en grado sumo estas útiles guarderías y finalmente llevaron a su hijita a una con gran disgusto. Les recibió una persona maternal con uniforme que mostró modales enérgicos y escuetos hasta que Elizabeth lloró ante la mención de separarse de su niña. La persona maternal, tras un breve asombro por tan insólita emoción, se convirtió repentinamente en un ser lleno de esperanza y consuelo ganándose así la gratitud de Elizabeth para toda la vida. Les llevaron a una vasta habitación controlada por varias enfermeras y con cientos de niñas de dos años agrupadas en torno al suelo cubierto de juguetes. Era el aula para niñas de dos años. Dos enfermeras se adelantaron y Elizabeth miró cómo trataban a Dings con ojos celosos. Eran amables, estaba claro que lo hacían con amabilidad, y sin embargo…

Pronto llegó el momento de marcharse. Por entonces Dings estaba felizmente establecida en un rincón, sentada en el suelo con los brazos llenos de una inusitada cantidad de juguetes, incluso ella misma estaba en su mayor parte oculta por ellos. Pareció despreocupada de las relaciones humanas cuando sus padres se retiraron.

Les prohibieron inquietarla diciéndole adiós.

En la puerta Elizabeth volvió la vista por última vez y… ¡mira!… Dings había dejado caer la nueva riqueza y estaba en pie con cara de duda. De repente, Elizabeth jadeó, pero la maternal enfermera la empujó hacia adelante y cerró la puerta.

—Puede volver pronto, querida —dijo con una inesperada ternura en sus ojos.

Por un momento Elizabeth le clavó la mirada con cara de incomprensión.

—Puede volver pronto —repitió la enfermera.

Luego, con rápida transición, Elizabeth estaba llorando en los brazos de la enfermera. De esa manera se ganó también el corazón de Denton.

Y tres semanas después a nuestra joven pareja no le quedaba un penique y sólo tenía una alternativa. Tenían que ir a la Compañía del Trabajo. Tan pronto como debieron una semana de renta las pocas propiedades que les quedaban les fueron embargadas y con escasa cortesía les enseñaron la puerta del hotel. Elizabeth caminó por el pasillo hacia la escalera que ascendía hasta la vía central inmóvil demasiado atontada por la tristeza para pensar. Denton se retrasó para terminar una discusión mordaz e insatisfactoria con el conserje del hotel y luego se apresuró tras ella, rojo de ira y acalorado. Acortó el paso cuando la alcanzó y juntos subieron a la vía central en silencio. Allí encontraron dos asientos libres y se sentaron.

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