Ahora, el conde Brass comprendió la razón de la presencia allí del barón Meliadus, aunque no lo dejó entrever; únicamente pareció algo extrañado y se inclinó amablemente para servir más vino a su huésped.
—Tenemos la misión de gobernar toda Europa —dijo el barón Meliadus.
—Ese parece ser vuestro destino —dijo el conde Brass, mostrándose de acuerdo—. Y, en principio, apoyo tal ambición.
—Me alegro de ello, conde Brass. A menudo se nos describe engañosamente y, según parece a veces, tenemos muchos enemigos dedicados a extender calumnias sobre nosotros por todo el globo.
—A mí no me interesan ni la verdad ni la falsedad de tales rumores —le dijo el conde Brass—. Yo únicamente creo en vuestras actividades generales.
—En tal caso, ¿quiere eso decir que no os opondríais a la extensión de nuestro imperio? —preguntó el barón Meliadus mirándole atentamente.
—Sólo en un caso particular —contestó el barón Brass sonriendo—. En el caso particular de este territorio que protejo, la Camarga.
—En tal caso, ¿estaríais de acuerdo en obtener la seguridad de un tratado de paz entre nosotros?
—No veo la necesidad de hacerlo. Tengo la seguridad de mis torres.
—Hmmm… —murmuró el barón Meliadus mirando el suelo—. ¿Ha sido ésa la razón por la que habéis venido, lord barón? ¿Para proponerme un tratado de paz? ¿O incluso, quizá, para proponer una alianza?
—Una alianza de objetivos —asintió el barón Meliadus.
—Yo no me opondría ni os apoyaría en la mayor parte de los casos —le dijo el conde Brass—. Sólo me opondría si atacarais mis territorios. En cuanto a mi apoyo, únicamente lo tenéis en mi actitud de considerar que, en estos momentos, Europa necesita una fuerza unificadora.
El barón Meliadus guardó un momento de silencio, pensativo, antes de hablar. —¿Y si esa unificación se viera amenazada? —preguntó por fin.
—No creo que pueda serlo —replicó el conde Brass riendo—. En estos momentos no existe poder alguno capaz de resistir a la Granbretan.
—Tenéis razón al pensar así —admitió el barón con los labios apretados—. Nuestra lista de victorias casi nos aburre. Pero cuanto más conquistamos, tanto más extendemos nuestras fuerzas. Si, por ejemplo, conociéramos tan bien como vos las cortes de Europa, sabríamos en quién confiar y de quién desconfiar, y de ese modo podríamos concentrar nuestra atención en los puntos débiles. Tenemos, por ejemplo, al gran duque Ziminon como gobernador nuestro en Normandía. —El barón Meliadus miró cautelosamente al conde Brass—. ¿Diríais que hemos acertado al elegirlo? Intentó apoderarse del trono de Normandía cuando lo poseía su primo Jewelard. ¿Creéis que se sentirá satisfecho con el trono estando bajo nuestro dominio?
—Ziminon, ¿eh? —dijo el conde Brass sonriendo—. Ayudé a derrotarlo en Rouen.
—Lo sé. Pero ¿qué opinión os merece?
La sonrisa del conde Brass se hizo más amplia al ver la ansiedad en la actitud del barón Meliadus. Ahora sabía con toda exactitud qué quería de él la Granbretan.
—Es un jinete excelente y ejerce cierta fascinación sobre las mujeres —dijo.
—Eso no nos ayuda a valorar hasta qué punto podemos confiar en él —dijo el barón dejando la copa de vino sobre la mesa, con un gesto casi impaciente.
—Cierto —admitió el conde Brass. Levantó la vista hacia el gran reloj de pared que colgaba sobre la chimenea. Sus manecillas doradas mostraban las once de la noche. Su enorme péndulo se balanceaba lentamente de un lado a otro, arrojando sobre la pared una sombra oscilante. En aquel momento empezaron a sonar las horas—. En el castillo de Brass solemos acostarnos temprano —dijo el conde con naturalidad—. Me temo que aquí vivimos como los campesinos de nuestro territorio. —Se levantó del sillón —. Haré que un sirviente os muestre vuestras habitaciones. Vuestros hombres ya han sido alojados en estancias cercanas a las vuestras.
Una débil sombra se extendió sobre el rostro del barón Meliadus.
—Conde Brass…, sabemos de vuestra habilidad política, de vuestra sabiduría y amplio conocimiento sobre todas las debilidades y fortalezas de las cortes europeas. Queremos emplear esos conocimientos. A cambio de lo cual os ofrecemos riquezas, poder, seguridad…
—En cuanto a las dos primeras, tengo todo lo que necesito, y con respecto a la tercera, estoy lo bastante seguro —replicó el conde Brass con suavidad al tiempo que tiraba de un cordón —. Espero que me disculpéis por estar tan cansado y deseando acostarme. He tenido una tarde muy ajetreada.
—Escuchad la voz de la razón, milord conde, os lo ruego —dijo el barón Meliadus, haciendo un evidente esfuerzo por parecer amable.
—Espero que os quedéis algún tiempo con nosotros, barón, y podáis comunicarnos todas las noticias. —En ese momento apareció un sirviente—. Mostrad sus habitaciones a nuestro huésped, por favor —le dijo al sirviente. Después, inclinándose hacia el barón, añadió—: Buenas noches, barón Meliadus. Espero veros mañana durante el desayuno, que aquí tomamos a las ocho.
Una vez que el barón se hubo marchado en pos del sirviente, el conde Brass permitió que en su rostro se reflejara una parte del regocijo que sentía. Era muy agradable saber que la Granbretan buscaba su ayuda, pero él no tenía la menor intención de concedérsela. Confiaba en que podría resistirse amablemente a las peticiones del barón, pues no sentía el menor deseo de enemistarse con el Imperio Oscuro. Además, el barón Meliadus le caía bien. Ambos parecían compartir ciertas cualidades comunes.
El barón Meliadus permaneció durante una semana en el castillo de Brass. Después de la entrevista de la primera noche, logró recuperar su compostura y no volvió a mostrar el menor signo de impaciencia ante el conde Brass por su persistente negativa a escuchar los incentivos y propuestas de Granbretan.
Quizás el barón no se quedó en el castillo de Brass únicamente a causa de su misión, ya que fue evidente la gran atención que dedicó a Yisselda. Se mostró particularmente agradable y cortés con ella, hasta el punto de que la joven no dejó de sentirse atraída por él, sobre todo porque no estaba familiarizada con las actitudes sofisticadas habituales en las grandes cortes.
El conde Brass no pareció darse cuenta de ello. Una mañana, mientras paseaban por las terrazas superiores del jardín del castillo, Bowgentle habló con su amigo.
—El barón Meliadus no sólo parece interesado en seduciros para la causa de la Granbretan —dijo—. Si no me equivoco, tiene en mente ejercer otra clase de seducción. —¿Eh? —El conde Brass dejó de contemplar los viñedos que se extendían por la terraza de abajo—. ¿Qué otra cosa anda buscando?
—A vuestra hija —contestó Bowgentle con suavidad.
—Oh, vamos, Bowgentle —dijo el conde riendo—. Veis malicia y malvadas intenciones en todas las acciones de ese hombre. Es un caballero, un noble. Y, además, quiere obtener algo de mí. Jamás permitiría que la ambición se viera entorpecida por un flirteo.
Creo que os mostráis injusto con el barón Meliadus. A mí ha empezado a gustarme.
—En tal caso, ya va siendo hora de que volváis a comprometeros con la política, amigo mío —dijo Bowgentle con una mirada muy intensa, aunque hablando con suavidad—, porque, al parecer, vuestro juicio ya no es tan agudo como solía ser.
—Como quieras —replicó el conde Brass encogiéndose de hombros—. Creo que os estáis convirtiendo en una vieja gruñona, amigo mío. El barón Meliadus se ha comportado con todo decoro desde su llegada. Admito que está despilfarrando su tiempo al quedarse aquí y desearía que se marchara pronto, pero si guarda alguna intención con respecto a mi hija, os aseguro que no me he dado cuenta de nada. Puede desear casarse con ella, desde luego, con el propósito de establecer un lazo de sangre entre nosotros y la Granbretan, pero Yisselda jamás consentiría aceptar esa idea. Y yo tampoco. —¿Qué sucedería si Yisselda amara al barón Meliadus y él sintiera pasión por ella? —¿Cómo podría ella amar al barón Meliadus?
—Es una jovencita que ha visto muy pocos hombres tan elegantes y sofisticados en la Camarga.
—Hmmm —gruñó el conde con cierto desprecio—. Si amara al barón me lo habría dicho, ¿no os parece? Creeré en vuestra historia cuando la vea confirmada de los propios labios de Yisselda.
Bowgentle se preguntó si la negativa del conde a ver la verdad se veía estimulada por un secreto deseo de no querer saber nada sobre el verdadero carácter de quienes gobernaban Granbretan, o bien si se trataba simplemente de la habitual incapacidad de los padres para ver en sus hijos lo que era tan perfectamente evidente para los demás.
Bowgentle decidió vigilar atentamente tanto al barón Meliadus como a la joven Yisselda.
No podía creer que el juicio del conde fuera correcto tratándose, como se trataba, del nombre que había causado la masacre de Lieja, el mismo que había dado la orden de entrar a saco en Sahbruck, y cuyos perversos apetitos eran el horror de todas las murmuraciones, desde el cabo Norte hasta Túnez. Tal y como él mismo había admitido, el conde llevaba demasiado tiempo viviendo en el campo, respirando el limpio aire rural.
Ahora, ni siquiera era capaz de reconocer la nauseabunda hediondez de la corrupción cuando la olía.
A pesar de que el conde Brass se mostró reticente en sus conversaciones con el barón Meliadus, el granbretaniano pareció dispuesto a contarle muchas cosas. Al parecer, había nobles y campesinos descontentos, incluso allí donde no gobernaba Granbretan, dispuestos a establecer tratados secretos con los agentes del Imperio Oscuro, obteniendo la promesa de alcanzar poder bajo el rey–emperador si ayudaban a destruir a quienes se oponían a Granbretan. Y, al parecer, las ambiciones de Granbretan se extendían más allá de Europa y penetraban en Asia. Al otro lado del Mediterráneo había grupos bien establecidos y dispuestos a apoyar al Imperio Oscuro cuando llegara el momento del ataque. A cada día que pasaba aumentaba la admiración del conde Brass por las habilidades tácticas del imperio.
—Dentro de veinte años —dijo el barón Meliadus—, toda Europa será nuestra. Dentro de treinta habremos ocupado toda Arabia y los países que la rodean. Dentro de cincuenta, tendremos la fuerza necesaria para atacar ese misterioso territorio de nuestros mapas al que denominamos Asiacomunista.
—Un nombre antiguo y romántico —sonrió el conde Brass—, lleno de grandes embrujos, según se dice. ¿No es allí donde está el Bastón Rúnico?
—Eso es lo que se dice…, que está en la más alta montaña del mundo, allí donde la nieve se arremolina y los vientos aullan constantemente, protegido por hombres peludos de una increíble sabiduría y edad, que tienen más de tres metros de altura y rostros de mono. —El barón Meliadus sonrió—. Pero se dice que el Bastón Rúnico está en muchos lugares…, en Amarehk, por ejemplo.
—Ah —asintió el conde Brass—, Amarehk, ¿incluís ese territorio en vuestros sueños de crear un gran imperio?
Amarehk era el gran continente que, según se decía, se encontraba al otro lado del océano, hacia el oeste, gobernado por seres de poderes casi divinos. Tenían la reputación de llevar unas vidas abstractas, tranquilas y remotas. Según afirmaban las historias que se contaban, la suya era la civilización que menos había sufrido los efectos del trágico Milenio, cuando el resto del mundo se colapso en diversos grados de ruina. El conde Brass bromeó al mencionar Amarehk, pero el barón Meliadus le miró de soslayo, con un extraño brillo en sus ojos pálidos. —¿Por qué no? —replicó—. Asaltaría los muros del cielo si supiera dónde están.
Molesto, el conde Brass le dejó a solas poco después, preguntándose por primera vez si su decisión de permanecer neutral era tan prudente como él mismo creía.
A Yisselda, aun siendo tan inteligente como su padre, le faltaba tanto su experiencia como su habitual buen juicio. La infame reputación del barón le parecía incluso atractiva y, al mismo tiempo, no podía creer que fueran ciertas todas las historias que se contaban sobre él. Porque, cuando se dirigía a ella, era tan suave, su voz era tan cultivada cuando alababa su gracia y su belleza, que creía ver a un hombre de temperamento amable, obligado a parecer severo y rudo a causa de las exigencias de su cargo y al papel que jugaba en la historia.
Ahora, por tercera vez desde su llegada, Yisselda abandonó su dormitorio a altas horas de la noche para acudir a una cita amorosa con él en la torre oeste, que no se utilizaba desde que se cometiera allí el sangriento asesinato del anterior lord Protector.
Sus encuentros eran bastante inocentes… Se cogían de las manos, se besaban suavemente, susurraban palabras de amor, y él hablaba de matrimonio. Aunque todavía no estaba segura de esa última sugerencia (pues amaba a su padre y tenía la sensación de que le haría mucho daño si se casaba con el barón Meliadus), no podía resistir las atenciones que el barón le prodigaba. Ni siquiera estaba segura de que fuera amor lo que sentía por él, pero le gustaba la sensación de aventura y excitación que le proporcionaban aquellos encuentros.
En esta ocasión particular, mientras se deslizaba rápida y sigilosamente por los oscuros pasillos, no se dio cuenta de que la estaban siguiendo. Detrás de ella avanzaba una figura envuelta en una capa negra, que llevaba en la mano derecha una larga daga enfundada en un tahalí de cuero.
Con el corazón latiéndole violentamente en el pecho y los rojos labios ligeramente abiertos en una semisonrisa, Yisselda subió rápidamente los escalones que conducían a la torre, hasta llegar a la pequeña estancia de la tórrela, donde ya la estaba esperando el barón.
El hombre se inclinó cortésmente ante ella y después la estrechó entre sus brazos, acariciando su piel suave a través del ligero batín de seda que llevaba puesto. En esta ocasión, su beso fue más firme, casi brutal, y la respiración de la joven se hizo más profunda al devolvérselo, aferrándose a su espalda cubierta de cuero. Entonces, la mano del barón descendió hacia su cintura y después hacia su muslo y, por un momento, ella apretó estrechamente su cuerpo contra el del hombre, tratando después de apartarse al experimentar una creciente y desconocida sensación de pánico.
Pero él la retuvo, jadeante. Un rayo de luz lunar penetró por la estrecha ventana iluminando el rostro del barón y poniendo al descubierto su ceño fruncido y la expresión de odio de sus ojos.
—Yisselda, tenéis que casaros conmigo. Podemos abandonar el castillo de Brass esta misma noche y mañana ya estaremos más allá de las torres. Vuestro padre no se atreverá a seguirnos hasta Granbretan.