Detrás de ellos estaban los cortesanos, formando una gran multitud de diferentes máscaras y una atiborrada profusión de ricos ropajes. Todos miraron llenos de curiosidad a Meliadus y a Hawkmoon cuando ambos entraron en la sala del trono.
Las hileras de soldados se extendían en la distancia. Allí, al final del salón, casi tan lejos que no se podía ver, colgaba algo que Hawkmoon no pudo distinguir al principio.
Entonces frunció el ceño.
—El globo del trono —le susurró Meliadus—. Y ahora, haced lo mismo que yo.
El barón empezó a caminar.
Las paredes de la sala del trono eran de un lustroso verde y púrpura, pero los colores de los estandartes eran muy diversos, tanto como las telas, metales y piedras preciosas que llevaban los cortesanos. No obstante. Hawkmoon tenía la mirada fija en el globo.
Empequeñecido por las proporciones de la sala del trono, Hawkmoon y Meliadus avanzaron con paso mesurado hacia el globo del trono, acompañados por el sonido de las fanfarrias que tocaban los trompeteros situados a izquierda y derecha, sobre las galerías.
Poco a poco. Hawkmoon pudo ir distinguiendo el globo del trono y se quedó atónito.
Contenía un fluido lechoso de color blanco que surgía lenta y casi hipnóticamente. A veces, el fluido parecía contener una radiación iridiscente que se desvanecía gradualmente para reanudarse después. En el centro de este fluido parecía flotar un hombre muy anciano, que a Hawkmoon le hizo pensar en un feto, con la piel muy arrugada, las extremidades aparentemente inútiles y una cabeza desproporcionadamente grande. Desde aquella cabeza, unos ojos miraban aguda y maliciosamente.
Siguiendo el ejemplo de Meliadus, Hawkmoon se humilló ante la extraña criatura.
—Levantaos —dijo una voz.
Hawkmoon se dio cuenta con un estremecimiento de que la voz surgía del globo.
Correspondía a la voz de un hombre joven en lo más vigoroso de su salud; era una voz excelsa, melódica y vibrante. Hawkmoon se preguntó de qué garganta joven habría sido arrancada aquella voz.
—Rey–emperador —dijo Meliadus inclinándose—, os presento a Dorian Hawkmoon, duque de Colonia, que ha elegido realizar una delicada misión para nosotros.
Recordaréis, noble señor, que os mencioné mi plan…
—Hemos hecho muchos esfuerzos y actuado con una considerable ingenuidad para asegurarnos los servicios de ese conde Brass —dijo la excelsa voz—. Confiamos en que vuestro juicio sea correcto en este asunto, barón Meliadus.
—Tenéis razones para confiar en mí, a la vista de mis pasados actos, gran majestad —dijo Meliadus inclinándose de nuevo—. ¿Ha sido advertido el duque de Colonia del inevitable castigo que tendrá que pagar en el caso de que no nos sirva fielmente? —preguntó la voz juvenil, ahora un tanto sardónica—. ¿Se le ha dicho que podemos destruirle instantáneamente, desde cualquier distancia?
—Así se le ha dicho, poderoso rey–emperador —contestó Meliadus—. ¿Le habéis informado de que la joya de su frente ve todo lo que él ve y nos lo muestra en la cámara de la máquina de la Joya Negra? —siguió preguntando la voz con viveza.
—Sí, noble monarca. —¿Y le habéis aclarado que haremos que la joya adquiera toda su potencia vital, en el caso de mostrar algún signo de querer traicionarnos, por muy ligero que sea, y que nosotros podremos detectar fácilmente observando, a través de sus ojos, los rostros de las personas con las que habla? ¿Que podemos liberar toda la energía de la máquina en él? ¿Le habéis dicho, barón Meliadus, que la joya, una vez haya adquirido toda su vitalidad, devorará poco a poco su cerebro, convirtiéndolo en una criatura babeante e inútil?
—En esencia, ha sido informado de todo ello, gran emperador.
El ser suspendido en el trono rió burlonamente.
—Por su aspecto, barón, se diría que no le asusta la amenaza de la estupidez total. ¿Estáis seguro de que no está poseído ya por toda la fuerza vital de la joya?
—Forma parte de su personalidad aparentarlo así, inmortal gobernante.
Entonces, los ojos se volvieron para escudriñar los de Dorian Hawkmoon, y la voz sardónica y excelsa surgió nuevamente de aquella garganta infinitamente vieja.
—Duque de Colonia, habéis establecido un trato con el inmortal rey–emperador de Granbretan. Corresponde a nuestra magnanimidad el que ofrezcamos tal clase de trato a alguien que, después de todo, es nuestro esclavo. Tenéis que servirnos, a cambio de ello, con toda lealtad, sabiendo que compartís una parte del destino de la raza más grande que haya surgido jamás sobre este planeta. Tenemos el derecho de gobernar la Tierra, en virtud de nuestro intelecto omnisciente y de nuestra fuerza omnipotente, y no tardaremos en ejercer plenamente ese derecho. Todo aquel que nos ayude a alcanzar nuestros nobles propósitos, recibirá nuestra aprobación. Ahora, duque, id y ganaros esa aprobación.
La apergaminada cabeza se volvió, y una lengua prensil surgió de su boca para tocar una pequeña joya que flotaba cerca de la pared del globo del trono. El globo empezó entonces a empequeñecerse, hasta que la figura fetal del rey–emperador, descendiente inmortal de una dinastía fundada casi tres mil años antes, apareció por un breve instante en forma de silueta.
—Y recordad el poder de la Joya Negra —dijo la voz juvenil antes de que el globo adquiriera el aspecto de una esfera sólida, de un negro apagado.
La audiencia había terminado. Inclinándose, Meliadus y Hawkmoon retrocedieron unos pasos sin darle la espalda, y finalmente se volvieron para salir de la sala del trono. La audiencia había servido para un propósito no anticipado ni por el barón ni por su superior: dentro de la extraña mente de Hawkmoon, en sus profundidades más ocultas, había empezado a surgir una diminuta irritación; una irritación que no estaba siendo causada por la Joya Negra incrustada en su frente, sino por una fuente mucho menos tangible.
Quizá dicha irritación no fuera más que una señal de la recuperación por parte de Hawkmoon de su sentido de la humanidad. Quizá indicara el desarrollo de una cualidad nueva y totalmente diferente; quizá no fuera más que la influencia ejercida por el Bastón Rúnico.
Dorian Hawkmoon fue devuelto a sus apartamentos originales en las catacumbasprisión y allí esperó durante dos días hasta que el barón Meliadus acudió, llevando consigo un traje de cuero negro, completado con botas y guanteletes, una pesada capa negra con capucha, y una espada de hoja ancha con empuñadura de plata, introducida en una funda de cuero negro, decorada sencillamente con hilo de plata, y una máscara de color igualmente negro con figura de un lobo aullante. Evidentemente, el equipo y las ropas eran iguales a los del propio Meliadus.
—Al llegar al castillo de Brass —empezó diciendo Meliadus— contaréis una historia muy bonita. Yo mismo os hice prisionero y después, con la ayuda de un esclavo, os las arreglasteis para narcotizarme y adoptar mi personalidad. Disfrazado de este modo, cruzasteis Granbretan y todas las provincias que están bajo su control, antes de que Meliadus se recuperara de los efectos del narcótico. Siempre es mucho mejor contar una historia sencilla, y ésta sirve no sólo para explicar cómo lograsteis escapar de Granbretan, sino también para aumentar vuestra importancia a los ojos de quienes me odian.
—Comprendo —dijo Hawkmoon pasando los dedos por el pesado jubón negro—. Pero ¿cómo podré explicar la presencia de la Joya Negra?
—Diciendo que ibais a ser sometido a un experimento inventado por mí, pero que lograsteis escapar antes de que nadie os hiciera ningún daño. Contad bien esta historia, Hawkmoon, pues vuestra seguridad dependerá de ello. Estaremos observando la reacción del conde Brass…, y particularmente la de ese astuto creador de rimas que se llama Bowgentle. Aunque no podremos escuchar lo que decís, podremos leer perfectamente los labios de los demás. Ante cualquier signo de traición por vuestra parte… daremos su plena vitalidad a la joya.
—Comprendo —repitió Hawkmoon con el mismo tono uniforme de antes.
—Evidentemente —siguió diciendo Meliadus frunciendo el ceño—, ellos observarán vuestra extraña manera de comportaros, pero con un poco de suerte se lo explicarán al pensar en las grandes desgracias que habéis sufrido. Y eso es algo que hasta les puede inducir a mostrarse más solícitos. —Hawkmoon asintió con un gesto vago. Meliadus le observó escrutadoramente. Después, añadió—: Seguís preocupándome, Hawkmoon. Aún no estoy plenamente seguro de que no nos hayáis engañado mediante alguna treta o clase de hechicería…, pero, a pesar de todo, estoy seguro de vuestra lealtad. La Joya Negra es lo que me proporciona esa seguridad. —Sonrió—. Bien, os espera un ornitóptero para llevaros a Deau–Vere, en la costa. Preparaos, milord duque, y servid fielmente a Granbretan. Si alcanzáis el éxito que espero, no tardaréis en encontraros de nuevo al mando de vuestros territorios.
El ornitóptero se había posado sobre los prados situados más allá de la entrada a las catacumbas. Era un artilugio de gran belleza, con forma de un grifo gigantesco, todo él hecho en cobre, latón, plata y acero negro. Descansaba sobre poderosas patas que tenían forma de garras de león, con las alas, de unos doce metros, plegadas sobre el lomo. El piloto estaba sentado por debajo de la cabeza, en la pequeña cabina de mando.
Llevaba puesta la máscara pájaro característica de su orden, la del Cuervo, a la que pertenecían todos los aviadores, y mantenía sus manos enguantadas sobre los controles enjoyados.
Actuando con cautela, vestido ahora con las ropas que tanto le hacían parecerse a Meliadus, Hawkmoon subió y se situó detrás del piloto, aunque le resultó difícil acomodar su espada cuando trató de sentarse en el largo y estrecho asiento. Finalmente, adoptó una posición relativamente cómoda y se agarró a los costillares metálicos laterales de la máquina voladora cuando el piloto bajó una palanca y las alas se desplegaron y empezaron a batir el aire, produciendo un extraño estruendo. El ornitóptero se estremeció y se inclinó un instante hacia un lado antes de que el piloto, lanzando una maldición, lograra controlarlo. Hawkmoon había oído decir que volar en aquellas máquinas tenía sus peligros, y había visto cómo algunas de las que le atacaron en Colonia plegaban de pronto sus alas y se precipitaban contra el suelo. Pero, a pesar de su inestabilidad, los ornitópteros del Imperio Oscuro habían sido el arma principal en la lucha por conquistar tan rápidamente el continente europeo, puesto que ninguna otra raza poseía máquinas voladoras de ningún tipo.
Ahora, el grifo metálico empezó a elevarse lentamente con un incómodo movimiento de sacudida. Las alas golpearon el aire, como en una parodia del vuelo natural, y el artilugio se fue elevando más y más, hasta que se encontraron por encima de las torres más altas de Londra y describieron un amplio círculo hacia el sudeste. Hawkmoon respiraba pesadamente, disgustado por aquella sensación tan desconocida.
El monstruo no tardó en atravesar una pesada capa de nubes oscuras y la luz del sol refulgió sobre sus escamas de metal. Con el rostro y los ojos protegidos por la máscara, a través de cuyos ojos enjoyados podía mirar, Hawkmoon vio la luz del sol refractada en un millón de relámpagos con los colores del arco iris. Cerró los ojos.
Transcurrió el tiempo y notó que el ornitóptero empezaba a descender. Abrió los ojos y vio que estaban de nuevo entre las nubes, que ya empezaban a desgarrarse para mostrar campos de un color gris ceniza, los contornos de una ciudad llena de torres y el lívido océano más allá.
Pesadamente, la máquina aleteó hacia una extensión de roca plana que se elevaba desde el centro de la ciudad. Aterrizó con un pesado movimiento de sacudidas, con las alas moviéndose frenéticamente, hasta que se detuvo cerca del borde del acantilado de la meseta artificial.
El piloto le hizo a Hawkmoon una seña para que descendiera. Así lo hizo, sintiendo el cuerpo rígido y las piernas temblorosas, mientras el piloto trababa los controles y descendía a su lado. Aquí y allá se veían otros ornitópteros. Mientras atravesaban la explanada de roca, uno de ellos se elevó en el aire, y Hawkmoon sintió el batir del viento producido por las alas del artilugío, cuando éste pasó por encima de su cabeza.
—Deau–Vere —le dijo el piloto con máscara de cuervo—. Un puerto muy adecuado para la mayor parte de nuestras naves aéreas, aunque los buques de guerra siguen utilizando el puerto.
Hawkmoon no tardó en ver una escotilla circular de acero por delante de ellos, sobre la roca. El piloto se detuvo al lado de ella y dio una serie de complicados golpes con la bota.
Finalmente, la escotilla se abrió hacia abajo, poniendo al descubierto una escalera de piedra. Descendieron por ella y la escotilla volvió a cerrarse a su espalda. El interior estaba en penumbras, y la decoración estaba compuesta por brillantes gárgolas de piedra y algunos bajorrelieves inferiores.
Al cabo de un rato atravesaron una puerta vigilada por guardias, y salieron a una calle pavimentada situada entre los edificios dotados de torres que llenaban la ciudad. Las calles estaban atestadas con los guerreros de Granbretan. Grupos de aviadores con máscaras de cuervo se mezclaban con las tripulaciones de los buques de guerra, con máscaras de pez o serpiente marina, los soldados de infantería y caballería, con su gran variedad de máscaras, algunas de ellas pertenecientes a la orden del Cerdo, otras a la orden del Lobo, la Calavera, la Mantis, el Toro, el Sabueso, el Carnero y muchas otras.
Las espadas se balanceaban junto a las piernas protegidas por corazas, las lanzas de fuego tintineaban entre los apretones, y por todas partes se escuchaba el lúgubre tintineo de los arreos militares.
Abriéndose paso por entre la multitud, Hawkmoon se sorprendió al observar que le dejaban pasar con suma facilidad, hasta que recordó lo mucho que debía de parecerse al barón Meliadus.
En las puertas de la ciudad había un caballo esperándole, con las alforjas llenas de provisiones. A Hawkmoon ya se le había informado que tendría que cabalgar, y qué caminos debía seguir. Montó el animal y cabalgó hacia el mar.
Las nubes no tardaron en abrirse y el sol se filtró por entre ellas. Dorian Hawkmoon contempló entonces por primera vez el puente de plata que se extendía a lo largo de cuarenta y cinco kilómetros, cruzando el mar. Refulgía a la luz del sol. Era una construcción bellísima, aparentemente demasiado delicada como para resistir la menor brisa, pero en realidad lo bastante fuerte como para soportar a todos los ejércitos de Granbretan. El puente se curvaba sobre el océano, más allá del horizonte. La propia calzada tenía casi cuatrocientos metros de anchura, y estaba flanqueada por estremecidas redes de calabrotes de plata, sostenidos por torres arqueadas, intrincadamente modeladas con motivos militares.