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Authors: Michael Moorcock

Tags: #Fantástico

El Bastón Rúnico (51 page)

BOOK: El Bastón Rúnico
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La máscara de plata de Trott refulgió a la luz procedente de los pasillos.

—Mis disculpas, barón Meliadus. Os ruego que aceptéis mis más sinceras disculpas.

Había que discutir muchos detalles. Pero ahora ya he terminado. Se trata de una misión, mi querido barón… ¡Tengo una misión que cumplir! ¡Y qué misión! ¡Ja, ja!

Y antes de que Meliadus pudiera interrogarle sobre la naturaleza de su misión, Trott ya se había alejado.

Entonces, desde el interior de la sala del trono surgió una voz joven y vibrante. Era la voz del propio rey–emperador.

—Ahora podéis entrar, barón Meliadus.

Los guardias de la orden de la Mantis se apartaron para dejar entrar al barón en el salón del trono.

En el interior del gigantesco salón de brillantes colores colgaban los relucientes estandartes de las quinientas familias más nobles de Granbretan, colocadas una al lado de la otra y sostenidas por los guardias de la orden de la Mantis, que permanecían erguidos como estatuas. El barón Meliadus de Kroiden avanzó entre ellos y se arrodilló.

Las galerías ornamentadas se extendían hacia lo alto, una sobre otra, hasta el enorme techo abovedado del salón. Las armaduras de los guardias de la orden de la Mantis refulgían en la distancia en negro, verde y dorado. Al incorporarse, el barón Meliadus distinguió el globo del trono de su rey–emperador, como una mancha blanca recortada contra el verde y el púrpura de los muros situados detrás.

Avanzando con lentitud, Meliadus tardó casi veinte minutos en llegar ante el globo y, una vez allí, volvió a arrodillarse. El globo contenía un líquido que giraba sin cesar y que tenía un aspecto blanco lechoso, pero en el que se observaban iridiscentes vetas de colores azul y rojo sanguíneo. En el centro de aquel líquido se encontraba acurrucado el propio rey Huon, una criatura arrugada y anciana como un feto, que era inmortal y en el que lo único que parecía tener vida eran los ojos, negros, penetrantes y maliciosos.

—Barón Meliadus —dijo la voz vibrante arrancada de la garganta de un hermoso joven con el propósito de proporcionársela al rey Huon.

—Gran majestad —murmuró Meliadus—. Os agradezco la gracia de haberme concedido esta audiencia. —¿Y para qué propósito la deseabais, barón? —El tono de voz era sardónico y algo impaciente —. ¿Pretendéis acaso que alabemos de nuevo los esfuerzos que habéis hecho en nuestro nombre por conquistar Europa?

—Los logros son suficientes para mí, noble señor. Sólo pretendo advertiros de que todavía existe un peligro que nos amenaza en Europa… —¿Qué? ¿Es que no os habéis apoderado de todo el continente para nos?

—Sabéis muy bien que así lo he hecho, gran emperador, desde una costa a la otra, e incluso más allá de las fronteras de Muskovia. Quedan muy pocos vivos que no se hayan convertido en esclavos nuestros. Pero ahora me refiero a los que lograron escapar… —¿Hawkmoon y sus amigos?

—Ellos mismos, poderoso rey–emperador.

—Vos los habéis hecho huir. No representan ninguna amenaza.

—Mientras vivan representarán una amenaza, noble señor, ya que haber escapado de nosotros puede ofrecer una esperanza a los demás, y la esperanza es algo que debemos destruir en todos los territorios conquistados si no queremos tener que enfrentarnos con aquellos que se rebelen contra nuestra disciplina.

—Ya os habéis enfrentado antes con los rebeldes. Estáis acostumbrado a ellos. Nos tememos, barón Meliadus, que sólo estéis intentando estimular el interés del reyemperador, en favor de intereses personales…

—Mis intereses personales son los vuestros, gran rey–emperador, porque vuestros intereses son los míos… Son indivisibles. ¿Acaso no soy el más leal de vuestros servidores?

—Quizá creáis serlo, barón Meliadus, quizá creáis serlo… —¿Qué queréis decir, poderoso monarca?

—Queremos decir que es posible que nuestro interés no radique precisamente en la obsesión que sentís por el alemán Hawkmoon y el puñado de villanos que cuenta como amigos. Ellos no regresarán…, y si se atrevieran a hacerlo, entonces podremos enfrentarnos a ellos. Nos tememos que sólo sea la venganza lo que os motiva, y que hayáis racionalizado vuestra sed de venganza, convenciéndoos vos mismo de que todo el Imperio Oscuro se ve amenazado por aquellos de quien deseáis vengaros. —¡No! ¡No, príncipe todopoderoso! ¡Os juro que no es así!

—Dejad que permanezcan donde están, Meliadus. Enfrentaros a ellos sólo si reaparecen de nuevo.

—Gran rey, ellos ofrecen una amenaza potencial contra el imperio. Hay implicados también otros poderes que los ayudan… Si no fuera así, ¿cómo podrían haber conseguido la máquina que fue capaz de alejarlos cuando estábamos a punto de destruirlos? No puedo ofreceros por ahora pruebas positivas de lo que afirmo, pero si me permitierais trabajar junto con Taragorm y utilizar sus conocimientos para descubrir dónde se encuentran Hawkmoon y sus compañeros…, entonces encontraría esas pruebas y os las presentaría.

—Tenemos nuestras dudas. Meliadus, tenemos nuestras dudas. —Había ahora un acento severo en la voz melodiosa—. Pero si eso no interfiere con las otras obligaciones en la corte que tenemos intención de confiaros, os autorizo a visitar el palacio de lord Taragorm y a solicitar su ayuda en vuestros intentos por localizar a vuestros enemigos…

—Que son nuestros enemigos, príncipe todopoderoso…

—Ya veremos, barón, ya veremos.

—Os agradezco la confianza que depositáis en mí, gran majestad. Os aseguro…

—La audiencia no ha terminado, barón Meliadus. Aún no os hemos mencionado esas obligaciones en la corte de las que os había hablado.

—Me sentiré muy honrado de poder cumplirlas, noble señor.

—Habéis afirmado que nuestra seguridad se halla en peligro a causa de los camargiianos. Bien, nos creemos que podemos estar amenazados por otros. Para ser más precisos: creemos que el Este pueda presentarnos a un enemigo que, por lo que sabemos, pueda ser tan poderoso como el propio Imperio Oscuro. Eso podría tener algo que ver con vuestras sospechas relacionadas con Hawkmoon y sus supuestos aliados, pues es posible que hoy mismo recibamos en la corte a representantes de esos aliados…

—En tal caso, gran rey–emperador… —¡Dejadme continuar, barón Meliadus!

—Os ruego me disculpéis, noble señor.

—Anoche aparecieron ante las puertas de Londra dos extranjeros que afirmaron ser emisarios del imperio de Asiacomunista. Su llegada ha sido misteriosa…, lo que nos ha permitido suponer que disponen de medios de transporte oue a nosotros nos son desconocidos, ya que aseguraron haber abandonado su capital apenas dos horas antes.

Creemos que han venido para espiar nuestra fortaleza, tal y como nosotros solemos hacer al visitar otros territorios en los que podamos estar interesados. Nosotros, a su vez, debemos intentar conocer el poder de que ellos disponen, pues llegará el momento, aunque no sea nada inmediato, en que entraremos en conflicto con ellos. Sin duda alguna conocen las conquistas que hemos hecho en el Oriente Próximo y Medio, y se están poniendo nerviosos. Tenemos que descubrir todo lo que podamos sobre ellos, tratar de convencerles de que no les deseamos ningún mal, y de que nos permitan a su vez enviar emisarios a sus dominios. Si eso fuera posible, desearíamos que vos mismo, barón Meliadus, fuerais uno de esos emisarios, puesto que tenéis una gran experiencia en tales tareas diplomáticas, mucho más que la de cualquiera de nuestros servidores.

—Se trata de noticias inquietantes, gran emperador.

—En efecto, pero debemos aprovecharnos todo lo que podamos del curso de los acontecimientos. Seréis su guía, tratadlos con toda cortesía, intentad sonsacarles información, que hablen sobre la amplitud de su poder y sobre el tamaño de sus territorios, el número de guerreros a las órdenes de su monarca, el poder de su armamento y la capacidad de sus transportes. Como podéis comprender, esta visita ofrece una amenaza potencial mucho más importante que cualquier otra que pueda proceder del desvanecido castillo del conde Brass.

—Quizá, noble señor… —¡No! ¡Seguro, barón Meliadus! —La lengua prensil surgió ligeramente de la boca arrugada—. Esa será vuestra tarea más importante. Si os sobra algún tiempo, entonces podéis dedicarlo a vuestra venganza personal contra Dorian Hawkmoon y los demás.

—Pero, poderoso rey–emperador…

—Ateneos a nuestras instrucciones al pie de la letra, Meliadus. No nos desilusionéis.

Aquellas últimas palabras fueron pronunciadas en un tono de amenaza. La lengua rozó la pequeña joya que flotaba cerca de la cabeza y el globo empezó a apagarse, hasta que adquirió el aspecto de una esfera sólida de color negro.

7. Los emisarios

El barón Meliadus seguía sin poder desprenderse de la sensación de que su reyemperador había perdido la confianza en él, de que estaba encontrando deliberadamente medios para restringir las ideas que él tenía sobre los habitantes del castillo de Brass.

Cierto que el rey había presentado un convincente esquema sobre la necesidad de que Meliadus dedicara su tiempo a atender a los extraños emisarios de Asiacomunista, e incluso le había adulado dejando entrever que sólo él podía enfrentarse adecuadamente con la situación, dándole a entender igualmente que así tendría más tarde la oportunidad de convertirse no sólo en el primer guerrero de Europa, sino también en el principal señor de la guerra de Asiacomunista. Pero el interés que Meliadus sentía por Asiacomunista no era tan grande como el que experimentaba por el castillo de Brass, pues creía tener pruebas suficientes como para pensar que el castillo de Brass representaba una considerable amenaza para el Imperio Oscuro, mientras que su monarca no tenía pruebas de que Asiacomunista significara por el momento ninguna amenaza para ellos.

Vestido con su máscara más elegante y sus más suntuosas vestiduras, Meliadus recorrió los refulgentes pasillos del palacio, dirigiéndose hacia el salón donde el día anterior había conversado con su cuñado Taragorm. Ahora, ese mismo salón sería utilizado para otra recepción: la de bienvenida a los visitantes procedentes del este, que se realizaría con el debido ceremonial.

Como representante directo del rey–emperador, el barón Meliadus debería haberse considerado muy honrado, pues eso le confería el prestigio de ser el segundo en importancia en todo el imperio. Sin embargo, el tener conciencia de ello no tranquilizaba en nada a su mente vengativa.

Entró en el salón al sonido de las fanfarrias procedente de las galerías que rodeaban los muros. Allí se habían reunido todos los nobles de Granbretan, con sus mejores y más exquisitas joyas y vestiduras. Aún no se había anunciado la llegada de los emisarios de Asiacomunista. El barón Meliadus se dirigió hacia el estrado donde se habían instalado tres tronos dorados, subió los escalones y tomó asiento en el trono situado en el centro. El numeroso grupo de nobles se inclinó ante él, y el salón quedó en silencio envuelto en una atmósfera de expectativa. Meliadus no había visto por el momento a los emisarios. Hasta ahora su escolta había sido el capitán Viel Phong, de la orden de la Mantis.

Meliadus contempló el salón abarrotado, observando la presencia de Taragorm, de Plana, la condesa de Kanbery, de Adaz Promp y Mygel Holst, de Jerek Nankenseen y Breñal Farnu. Se sintió extrañado por un momento, preguntándose qué andaba mal.

Finalmente, se dio cuenta de que entre todos los grandes guerreros nobles sólo echaba en falta la presencia de Shenegar Trott. Recordó que el grueso conde había hablado de que tenía una misión que cumplir. ¿Se había marchado ya para cumplirla? ¿Por qué no se le había informado a él de la expedición de Trott? ¿Acaso le estaban ocultando secretos? ¿Había perdido, en efecto, la confianza de su rey–emperador? Con los pensamientos en un completo desorden, Meliadus se volvió cuando las fanfarrias sonaron de nuevo y las puertas del gran salón se abrieron, para dar paso a dos figuras increíblemente ataviadas.

Meliadus se levantó automáticamente para saludarles, asombrado ante la vista que ofrecían, pues parecían bárbaros y grotescos. Eran gigantes de más de dos metros de altura y caminaban con rigidez, como autómatas. ¿Eran realmente humanos?, se preguntó. No se le había ocurrido pensar que no lo fueran. ¿No serían una creación monstruosa del Milenio Trágico? ¿Acaso el pueblo de Asiacomunista no era humano?

Llevaban máscaras, como el pueblo de Granbretan (supuso que aquellas construcciones que mostraban sobre los hombros serían máscaras), de modo que resultaba imposible saber si detrás de ellas habría rostros humanos. Se trataba de máscaras altas, de configuración oblonga, hechas de cuero brillante de colores azules, verdes, amarillos y rojos, mostrando dibujos que representaban rasgos demoniacos: ojos relucientes y bocas llenas de dientes. Abultadas capas de piel les colgaban hasta el suelo y las ropas que llevaban parecían ser de cuero, y en ellas también había pintadas extremidades y órganos humanos, lo que a Meliadus le hizo pensar en los dibujos de colores que había visto en cierta ocasión en un libro de medicina.

El heraldo los anunció:

—Lord Kominsar Kaow Shalang Gatt, representante hereditario del presidente emperador Jong Mang Shen de Asiacomunista, y príncipe electo de las hordas del Sol.

El primero de los emisarios se adelantó varios pasos, impulsando hacia atrás su capa de piel y poniendo al descubierto unos hombros de más de un metro de envergadura. Las mangas de la capa eran de abultada seda multicolor, y en la mano derecha sostenía un bastón de mando hecho de oro y gemas incrustadas, y que podría haber sido el mismísimo Bastón Rúnico, a juzgar por el cuidado con que lo portaba.

—Lord Kominsar Orkai Heong Phoon, representante hereditario del presidente emperador Jong Mang Shen de Asiacomunista, y príncipe electo de las hordas del Sol.

El segundo hombre (si es que se trataba de un hombre) avanzó también unos pasos.

Iba ataviado igual que su compañero, pero sin bastón demando.

—Doy la bienvenida a los nobles emisarios del presidente emperador Jong Mang Shen, y les hago saber que todo Granbretan está a su disposición para que hagan lo que deseen —dijo Meliadus abriendo ampliamente los brazos.

El hombre que sostenía el bastón de mando se detuvo ante los escalones del estrado y empezó a hablar con un acento extraño, marcando los ritmos de las palabras, como si la lengua de Granbretan y, de hecho, las de toda Europa y el Próximo Oriente, no le fueran familiares.

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